Capítulo 11
MARÍA, todavía acostada, suponía que el aire del campo era lo que la hacía despertarse tan temprano y animada. Desde que había regresado se sintió renacer. No quiso perder tiempo dando vueltas en la cama y decidió empezar bien temprano aquel día. Se vistió con la ropa de montar, que era la que acostumbraba usar en la estancia y, luego, se dirigió hacia la cocina para tomar algunos amargos con algo dulce, que nunca faltaba desde que Clara había pasado a integrar la casa. Evitó detenerse a pensar cómo habían cambiado algunas cosas con Ignacio. En otro momento, en lugar de estar sola en la cocina, estaría cebándole mates antes de que comenzara la faena en el campo.
Una vez finalizado ese rito solitario del desayuno, se fue hacia el establo para salir a montar. Disfrutaba de que el rocío de la madrugada le humedeciera las botas a medida que avanzaba hundiéndose en el césped que poblaba el parque.
El establo era una construcción tan sólida como austera, pese a la excelente caballada que tenían, debido a la debilidad que tanto su padre como Martín e Ignacio tenían por esos animales. Ella también formaba parte del clan de esa manera: era una Gale porque podía demostrar pasión por los animales y la equitación. Desde chica, a partir del vínculo que generaba Ignacio con los caballos, ella había aprendido a tratarlos y a admirarlos. Antes de entrar en el box se puso el sombrero que acostumbraba usar y que, como siempre, le caía sobre los hombros en lugar de protegerla del sol. Alistó al caballo. Una vez montado, lo azuzó y se lanzó a la carrera. El aire fresco de la mañana le golpeó el rostro y una sensación de libertad le invadió todo el cuerpo. En ese preciso instante volteó la cabeza hacia el corral, y la imagen de Ignacio llevando un potrillo la cautivó. Aminoró la marcha y dio una vuelta para bordear el corral. Quería evitar que él la viera. Desmontó para acercarse más, para poder deleitarse con la doma.
El potrillo había nacido allí. Ignacio se había hecho cargo del animal. Había esperado, paciente, hasta que había alcanzado la edad ideal para comenzar a domarlo. El viaje a Cruz de Guerra, primero, y a Buenos Aires, después, había generado una distancia, un resquemor entre el animal y el hombre. María dio unos pasos más hacia adelante y se quedó expectante. Quería ver cómo lograría volver a relacionarse con el animal después de tan larga ausencia. Debía reavivar el vínculo de confianza que había entablado para poder trabajarlo, tenía que hacerle recordar para continuar y que la tarea resultara efectiva. El potrillo estaba quieto en medio del corral conteniendo su espíritu indómito a la espera de lo que haría su domador. Las orejas del animal se movían por la inquietud que le generaba estar allí. Ignacio le acarició el lomo y el pescuezo. Mantuvo las manos sobre el caballo, hasta considerar que los músculos del potrillo comenzaron a distenderse. Se acercó a las orejas, que habían dejado de moverse, y le susurró algo. Con una maniobra rápida y efectiva lo montó, inclinó el cuerpo hacia adelante para extender los brazos y rodearle las orejas, mientras que desplazaba lentamente las piernas hacia atrás hasta quedar recostado sobre el lomo. María observaba la perfecta unidad que ambos conformaban y descifraba el lenguaje corporal que Ignacio había entablado con el caballo. Luego el potrillo dobló las patas delanteras, primero, y, luego, las traseras para acostarse sobre la tierra con Ignacio sobre su lomo. Aquella imagen representaba el completo entendimiento y respeto entre el jinete y el caballo. María, parada a un lado de los postes que sostenían el alambrado del corral, observaba fascinada lo que Ignacio acababa de hacer. Un segundo después, sintió la mirada de él clavarse en ella. De pie en medio del corral con los cabellos sueltos hasta los hombros, delataba ese aspecto salvaje que intentaba suavizar cada vez que estaba con ella para dar lugar a su costado protector. Esa conjunción tan fuerte era lo que la atraía y la arrastraba inexorablemente hacia él. Los ojos color miel destellaban de asombro y deseo por ella. Esa extensa mirada en silencio valía más que mil palabras. Cuando la joven salió del estado de ensoñación en el que había caído, se odió no solo por haber sido descubierta, sino porque sus sentimientos hacia él se hubieran visto reflejados como los rayos del sol que asomaban y caían en ese incipiente amanecer. Se colocó el sombrero para poner fin a aquella situación y caminó los pocos pasos que la separaban de su caballo. Subió de un salto y lo espoleó con los pies para salir lo antes posible de allí.
Ignacio no se había perdido ningún detalle de lo que ella había hecho. El sombrero cayó sobre la espalda de la muchacha dejando libre la larga cabellera dorada que se movía al compás del galope. Él se quedó allí parado; observaba a María, que le robó la primera sonrisa de aquella cálida mañana.
Comenzó el movimiento en el campo, e Ignacio intentó en vano ocupar su mente y distraerla de ella. A cada momento, la imagen de María le recordaba el sentimiento que lo unía a ella, pero que no podía decir en voz alta. Cuando salió con la peonada para adentrarse en el campo, la vio regresar y dirigirse hacia al establo para dejar el caballo. Suspendió lo que estaba haciendo y fue tras ella.
Atravesó el pasillo en donde desembocaban las puertas de madera de cada uno de los boxes. María había entrado en el de su caballo y había dejado la portezuela abierta. Ella estaba de espalda, dándole al animal pasto con una mano; con la otra acariciando el lomo brilloso. Él se apoyó sobre una de las paredes y esperó a que terminara. María percibió esa presencia. No necesitaba darse vuelta para saber que él estaba allí.
—¿A qué viniste? —dijo tras girar sobre sus talones y enfrentarlo.
No quería que él la sorprendiera. Todavía se sentía avergonzada por haber sido descubierta mirándolo en el corral más temprano.
—A verte —contestó a la espera de alguna reacción.
—Creí que ya nos habíamos visto.
—María.
No pudo decir nada más. La imagen de ella espiándolo mientras domaba el potrillo; el saber que no quería ser vista, que quería observarlo en secreto, flotaba en el aire, condensaba las palabras en un mutismo. Le acarició la mejilla con la mano y la recorrió como un camino.
Luego, la mano descendió al cuello y con la otra le rodeó la cintura. Se acercó aún más. Solo un paso los separaba. La boca de él descendió hasta alcanzar la de ella, que intentaba mostrarse indiferente, aunque, por dentro, una explosión de sensaciones comenzó a irradiarle todo el cuerpo. Ignacio primero le rozó los labios, pero, de inmediato, aquel tierno beso fue cobrando vida y, en un instante, se transformó en algo íntimo, apasionado. Ella respondía a cada una de las exigencias de él. Le rodeó el cuello envuelta en una pasión que se tornaba peligrosa. Él la exploraba con la boca urgido por el desenfreno que provocaba liberar ese deseo tanto tiempo contenido. Ella se dejó llevar por lo que sentía por él. El ímpetu que los arrollaba la llevó a María a dar unos pasos hacia atrás; él, por su parte, avanzó resuelto, firme, hasta que alcanzaron la pared del box. Ignacio, sin dejar de besarla, deslizó una mano por la camisa hasta acariciarle un pecho a través de la tela. Luego le abrió los botones encendido por los gemidos de ella. Un relámpago de cordura lo iluminó: supo que debía detenerse para aclarar lo que sentía por ella. Tratando de apaciguar la pasión que lo envolvía, comenzó a besarle cada parte del bello rostro. Apelando a su fuerza de voluntad, se separó apenas y quedó extasiado al verla con las mejillas sonrojadas, la boca entreabierta y el deseo dibujado en el rostro. María abrió los ojos y, una vez más, ese rostro que tanto amaba le cortó la respiración. La mano de él volvió a acariciarle la mejilla; con el pulgar recorrió el contorno de su boca sin dejar de mirarla.
—María —comenzó a decir y se interrumpió para darle un tierno beso. No más. No en ese momento.
Esos pocos segundos bastaron para que ella se dijera que no estaba dispuesta a pasar una vez más por lo mismo pese al amor que sentía por él.
—Dejame, Ignacio.
Bajó la vista para poder poner distancia.
—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado mientras tomaba entre los dedos el mentón de la joven.
—Dejame, por favor.
Ignacio la soltó y se alejó unos pasos sin comprender.
—¿Esto también fue un impulso? —lanzó con una mirada severa que reflejaba el enojo que aún sentía por lo que había sucedido en Buenos Aires.
—¿Qué decís?
—Si mal no recuerdo, fue eso lo que me dijiste cuando estabas con esa Guerrico, ¿o estoy equivocada?
—Eso fue lo que dije de ella, pero nada tiene que ver con vos.
—Entonces explicame por qué debo creerte si la última vez que estuvimos juntos aquí ocurrió lo mismo y, al otro día, te fuiste sin despedirte. No te vi más hasta que apareciste en la ciudad para decirme, ¿cómo era?, ¡ah sí!, que estabas preocupado por lo que podía pasarme. —Al fin pudo soltar todo lo que había experimentado desde el momento en que Ignacio se había alejado. Él la miraba perplejo, por lo que ella insistió—: ¿Me lo negás?
—María, estoy tratando de decirte algo y me interrumpís hablándome de alguien que para mí no tiene la menor importancia —dijo ofuscado.
—Veo que el trato que le das a la gente que no te importa es bastante amigable —dijo ya envalentonada por los celos.
—No te comportes como una chiquilina.
—¿Chiquilina? Te estoy pidiendo que me dejes tranquila y que no interfieras más en mi vida.
—¡Mary! ¡Mary! —Se oyó la voz de Sara.
La mujer había decidido recurrir a su hija, porque había dejado sola a Maureen toda la mañana. La invitada de María se había quedado en compañía de la dueña de casa y de Clara. Pese a que Sara había creído que su nuera y la hija de John podrían haber entablado una amistad, la realidad le demostraba lo contrario con comentarios hostiles de un lado y de otro. Ante esa tensión, decidió buscar a su hija para que la ayudara a mediar entre ambas muchachas.
—¡Mamá, acá estoy! —contestó ante la incisiva mirada de Ignacio—. Espero que la próxima vez que nos crucemos puedas frenar tus impulsos —dijo al pasar a su lado con fingida indiferencia, aunque, por dentro, la angustia de perderlo la carcomía.
* * *
El rojizo atardecer cayó lento pero irremediable en la estancia. María se encontraba sentada en uno de los sillones de la galería. Trataba de encontrar una respuesta a todo lo que había vivido aquella mañana. Lo amaba tanto que no estaba dispuesta a esperarlo más, aunque su corazón se desangrara por la decisión que acababa de tomar. No estaba dispuesta a seguir conformándose con las migajas que hasta el momento él le había dado, menos aun podía soportar la incertidumbre en la que la sumía desconocer cuándo volvería a irse. Unos pasos la distrajeron de sus pensamientos.
—Mary, ¿qué pasa? —le preguntó Clara.
La mujer de Martín se había percatado de que algo le sucedía a su cuñada cuando la vio entrar ese mediodía para conversar con Maureen a pedido de Sara. Clara la había sostenido cuando Ignacio se había ido. La había visto sufrir entonces y conocía a la perfección los signos de dolor que podía evidenciar el rostro de la muchacha.
—¡Ay, Clara! —suspiró con sus ojos húmedos—. Otra vez Ignacio. Por más que lo intente no puedo dejar de pensar en él. Se me hace tan difícil, porque siento que me falta el aire cuando no está cerca mío, pero no puedo seguir así. Cada instante que pasa, el amor que siento por él se agranda y la angustia se acrecienta por no tenerlo.
—¿Hablaste con él? —dijo tomándola de las manos.
—No, pero estoy convencida de que no siente lo mismo que yo. Si no, no actuaría de la forma en que lo hace.
—No es así. Él te adora, te lo puedo asegurar.
—Lo decís para consolarme.
—Si te lo digo, es porque lo sé. Él me lo dijo —le confesó.
—¿Cuándo? —preguntó con un atisbo de esperanza.
—Antes de irse. En aquellos momentos complicados que pasamos con Martín y mi padre. Hablamos una tarde de él y de mí. Por eso sé que estás siempre en su corazón.
—Quizá, pero eso no es suficiente —dijo pensativa con la vista fija a lo lejos.
La tarde estaba terminando de caer. Con el último fulgor en el horizonte, una figura comenzaba a dibujarse.
—Alguien se acerca —indicó Clara con la mirada puesta en la arboleda de acceso a la estancia.
María miró también hacia ese lugar. Vieron a Patricio Linares acercarse e ir al encuentro de ambas.
—¡María, volviste! —exclamó.
—Sí, hace un par de días.
—Patricio, qué raro que vengas a esta hora.
No era usual que saliera tan tarde, ya que evitaba tener que regresar de noche a la estancia.
—Me surgió un problema urgente y quiero consultarlo con Martín.
—Supongo que debe de estar por llegar. ¿Querés tomar algo mientras lo esperás? —preguntó Clara.
—Un té estaría bien.
Clara entró a la casa para preparar, con ayuda de Amanda, algo dulce para acompañar el té. Le avisó a Sara, que se había quedado charlando con Maureen en la sala, que tenían visitas.
—Parece que estamos todos —dijo Clara sonriente al ver que Martín se acercaba a caballo luego de un día de trabajo en el campo.
—¡Qué sorpresa, Patricio!
Saludó a Linares con un apretón de manos. Luego le dio un beso en la boca a su mujer. Maureen clavó su mirada en los ojos negros de Martín, que no tenían otro objetivo que no fuera Clara. Intentaba descubrir qué podía haber visto en esa mujer. Nunca había ido a las tertulias a las que ella asistía, ni pertenecía a su círculo social.
Maureen no había notado que, mientras ella pensaba en Martín, alguien la observaba con atención. Patricio conocía aquella mirada de decepción por no ser correspondido por la persona que a uno le interesa. Reconocía a la perfección los signos que indicaban el anhelo de algo inalcanzable. En ese instante llegó Ignacio para completar el cuadro familiar. Patricio miró de soslayo a María y notó cómo cambiaba de actitud ante la sola presencia de él y cómo Ignacio, por más que había saludado a cada uno de los presentes, fijaba su atención solo en ella.
—Me voy a bañar; fue un día largo e intenso —dijo el recién llegado, que no pudo evitar mirar a María como si sus palabras fueran solo para ella.
Después de excusarse, se dirigió a su cuarto con paso firme, mientras los demás lo veían alejarse.
—Patricio, ¿te quedás a cenar? —lo invitó Martín.
—Imposible negarme —respondió—. Además, necesito consultarte algo.
—Perfecto, yo también me voy a bañar. Si te parece, charlamos después. Vamos a tener tiempo.
—No hay problema. Refrescate nomás y conversamos.
—Te acompaño, mi amor —dijo Clara y siguió a su marido.
—Si me disculpan, me voy a organizar la cena —informó Sara al retirarse.
—Patricio, Maureen es la hija de John Taylor. Su padre, entre otras cosas, se dedica a la venta de caballos —dijo María señalándola.
—Quizá pronto haga algún negocio con él ahora que estoy a cargo de La Esperanza.
—¿Antes a qué te dedicabas? —preguntó Maureen.
—Estudié abogacía. Cuando terminé mis estudios, vine al campo, y acá me ves, al frente de la estancia tratando de hacer lo mejor posible.
—Disculpen, voy a ver si me necesitan para preparar la cena —dijo María serena porque Maureen encontrara con quien hablar, ya que ella no había sido una buena anfitriona.
—Andá tranquila, intentaré entretener a tu amiga —dijo él con una amplia sonrisa.
* * *
Poco tiempo después, todos se ubicaron alrededor de la mesa dispuestos a deleitarse con la cena y comenzar una charla distendida. Los hombres hablaron de negocios. Patricio les contó que había tenido un problema con la máquina de enfardar vellones que había sido adquirida gracias a la gestión de los Gale. Eso le había permitido conseguirla a tiempo para la época de la esquila. Por suerte, también había logrado adquirirla a un muy buen precio. Ahora tenía un problema con el funcionamiento, lo que podía retrasar las entregas, pero también malograr la lana. Por eso, había ido hasta La Plegaria para pedir consejo y asesoramiento técnico.
—Qué raro, nosotros nunca tuvimos problemas. Mañana temprano sin falta iré a ver qué pasa —dijo Martín.
—Gracias.
—Ya es tarde para que vuelvas, primo. ¿Por qué no te quedás a pasar la noche acá? —sugirió Clara.
—Gracias, pero no quiero molestar.
—Clara tiene razón. Quedate y mañana a primera hora vamos para tu estancia —insistió Martín.
—Maureen me comentaba que le gustaría hacer una cabalgata más extensa por el lugar —dijo Sara con el objetivo de buscarle un entretenimiento a su invitada.
Se había dado cuenta de que no podía contar con Mary para atenderla, ya que parecía tener la cabeza en cualquier otro lado menos en ser una buena anfitriona.
—Es cierto —dijo María al salir del estado de ensimismamiento que le generaba estar cerca de Ignacio—. El otro día no te llevé hasta el tajamar.
—No fue fácil seguirte el ritmo con ese caballo en el que ibas —replicó Maureen.
—¿Con cuál saliste? —se interesó Clara.
—Con Black.
—¿Con permiso del dueño? —quiso saber Martín, que conocía lo reacio que era Ignacio a prestarlo.
—Por supuesto —intervino él por primera vez en la conversación—. María sería incapaz de hacerlo sin mi consentimiento —replicó con gesto serio para ocultar la sonrisa que le brotaba en los labios.
Ella lo miró y volvió a encontrar la complicidad que siempre habían tenido. Cada momento que había vivido, estaba atado a un recuerdo que compartía con él, como si la presencia de Ignacio cubriera toda su vida como un manto.
—Me encanta cabalgar. ¿Te acordás, Martín, cuando salíamos juntos? —dijo Maureen.
—Sí, fue hace mucho tiempo —le contestó con la vista clavada en la muchacha, lo que provocó que el cuerpo de Clara se tensionara.
—Así es, pero no por eso las recuerdo menos —dijo sonriente con una bajadita de ojos.
—Ahora iremos todos juntos —cortó Clara para poner fin a las insinuaciones de Maureen que, al parecer, solo ella veía.
—Me sumo cuando digan —dijo Patricio.
La cena transcurrió entre el relato de algunas anécdotas del campo y otros negocios de los que los hombres hablaban para intentar bajar la tensión que era palpable en la mesa.
Luego se retiraron a descansar para la siguiente jornada. Cada uno tenía una percepción distinta de lo que había ocurrido en la cena: Patricio había notado a Maureen; Clara, a las insinuaciones de la invitada; Martín, al malestar de Clara; María, a Ignacio y viceversa, ajenos al resto; Sara, incómoda, casi no había intervenido. Cuando estuvieron en sus respectivas habitaciones, todos a su modo y con diversas intenciones, desearon que el día siguiente fuera mejor que el que dejaban atrás.