Capítulo 15
LAS actividades en La Plegaria habían retomado el ritmo habitual, aunque se mantenían las precauciones que habían tomado a raíz de lo sucedido en el establo. El ajetreo en las faenas del campo no mermaba; muy por el contrario, ya que, en esa etapa del año, trabajo era lo que sobraba. En la casa, los preparativos se dividían entre la llegada del bebé y el casamiento. Si bien no habían dado precisiones respecto de la fecha, Sara ya había comenzado a organizar la futura boda. Ignacio tenía intención de resolver algunos temas antes de que se celebrase la ceremonia. Esperaba poder hacerlo pronto.
—Mary, creo que deberíamos pensar en el vestido. Ya se me han ocurrido algunas ideas —dijo la dueña de casa al entrar a la sala, donde María se encontraba hablando con Maureen.
—Mamá, ¡acabamos de anunciarlo y ya estás pensando en eso! —se quejó sonriente.
—Tu mamá me dio su vestido para mi casamiento y me trajo toda la felicidad que me auguró. Ahora debemos elegir uno para el tuyo —intervino Clara que acababa de levantarse, aunque el rostro la mostrara somnolienta. Cruzó una mirada de cariño con Sara.
—María, tienen razón, tenés que comenzar a ocuparte de la boda —terció Maureen.
—No creo que sea necesario. Con que se encarguen ustedes será más que suficiente —dijo antes de soltar una carcajada que fue compartida por todas.
La charla sobre vestidos, géneros se extendió hasta el almuerzo, que solo compartieron las mujeres de la casa.
El plato de Clara con las yemas quemadas que le había preparado Amanda permanecía intacto. La criada había querido agasajarla haciéndole uno de sus postres preferidos, pero, debido a las náuseas que le generaban los aromas de la cocina, no pudo probarlo. El cotorreo producido por las acotaciones que se superponían a medida que los temas surgían, fue interrumpido por la presencia de Patricio.
—¡Qué gusto que estés aquí! —lo saludó Sara.
—No quiero importunar —dijo al notar que se habían callado de golpe.
—Veo que te desocupaste temprano —señaló Maureen sin notar la sonrisa que acababa de dibujársele en él.
—Nunca hago esperar a una dama —afirmó sin dejar de mirarla.
El cruce de miradas se mantuvo hasta que alguien decidió interrumpirlo.
—¿Patricio tomás algo?
—Gracias, un té está bien. Vengo a buscar a Maureen para hacer una cabalgata.
—Ya te habrás enterado de que yo no puedo ir —dijo Clara.
—Sí, por supuesto. ¡Felicitaciones!
—A mí me encantaría ir, pero quedé en encontrarme con Igna, así que será mejor que se adelanten.
En realidad, acababa de tomar esa decisión luego de haber visto a Patricio interesado en otra mujer, por fin. Quería que las cosas entre ellos dos pudieran funcionar, por lo que había preferido dejarlos solos.
Luego del té, Maureen y Patricio se fueron sin hacer ningún esfuerzo por convencer a María para que los acompañara. La joven se quedó esperando a Ignacio en la galería, mientras Clara y Sara se marcharon a dormir la siesta. Ver la silueta de él sobre el caballo aún la conmovía. La perfección de su cabalgata y el dominio silencioso sobre el animal la cautivaban. María observó que dejó el caballo a un costado de la casa y se dirigió hacia donde estaba ella sentada.
—Me encanta verte aquí, esperándome.
Se inclinó con los brazos apoyados en los laterales del sillón. Una de sus manos la tomó por la nuca, mientras con la boca se apoderaba de la ella para darle un beso tan profundo como apasionado.
—¿Hace mucho que me esperás? —le preguntó él.
—Desde que tengo uso de razón.
Al oír esas palabras, la levantó al instante para rodearla en un abrazo y comenzar a darle pequeños besos en cada parte del rostro. Luego sus bocas se buscaron; se entregaron con dedicación a demostrarse cuánto se amaban.
—Me desocupé lo antes que pude.
—Maureen y Patricio se fueron. No quise acompañarlos; es mejor que estén solos.
—Entonces vayamos a dar una vuelta por nuestra cuenta —propuso con una sonrisa—. Pero antes quiero mostrarte algo.
Cabalgaron hacia una de las cuadras que estaba más allá del establo y, al llegar, desmontaron para acercarse al alambrado. Allí había algunos de los caballos que poseía la estancia. Varios, de fisonomía robusta y fuerte, eran criollos, y otros, árabes; cada uno de ellos con sus distintos pelajes y tonalidades.
—¿Hay algo que te llame la atención? —le preguntó Ignacio.
María distinguió un potrillo que se destacaba por el porte y la alzada. Si bien le faltaba adquirir la contextura física que definiría su estampa, su aspecto auguraba que sería un excelente ejemplar. Ella no necesitó demasiado tiempo para contestarle quién sobresalía.
—Aquel potrillo es una belleza —indicó con el dedo.
—Así es.
—No me canso de verte con los caballos. Supongo que vas a empezar a trabajarlo cuando esté listo —suspiró ella. Esa era una de las tantas facetas que admiraba de él.
—Suponés mal. Quiero que te encargues vos.
El rostro de María se iluminó por completo.
—¿En serio?
No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Durante mucho tiempo lo había anhelado, pero no creía que fuera cierto.
—Muy en serio, a menos que no quieras —contestó con una sonrisa porque sabía a la perfección cuál sería su respuesta.
—¡Claro que quiero!
—Al principio lo vamos a hacer juntos, pero después te vas a encargar vos sola.
Ignacio no se olvidaba de la insistencia de María para amansar a Black. No había sido un animal fácil porque tenía un temperamento brioso, además de la velocidad y agilidad características de la raza que lo hacían más indomable aún. Sin embargo, Ignacio nunca vio en ella un atisbo de temor. Se daba cuenta de que, cuando se acercaba a Black, le trasmitía su sensibilidad y, desde un comienzo, el animal supo percibir también el temperamento de la joven. En algunas oportunidades, durante la etapa de entrenamiento, María se había escapado con el caballo porque él no le permitía montarlo. Ese era uno de los motivos por los cuales había decidido darle la posibilidad de que se ocupara del nuevo potrillo. Sabía que ella tenía un talento natural para tratar a los caballos que parecían indómitos. Ignacio estaba seguro de lo importante que era para ella poder trabajar con un animal. Casi tanto como para otra mujer que le regalaran una joya o un vestido. Él había querido hacerle un obsequio especial, pero no había ningún objeto que ella pudiera valorar tanto como la experiencia de domar a un caballo desde pequeño.
—No dejás de sorprenderme —dijo María cuando giró para darle un beso.
—En realidad, pensé: “¿Cómo puedo hacer para tener ocupada a mi esposa?”. Como te imaginarás, descarté la cocina de inmediato —dijo sonriente, y ambos recordaron los esfuerzos denodados e infructuosos que había hecho Sara para que lograra no incendiar la casa cuando cocinaba.
—Te amo.
—Yo también te amo.
* * *
El atardecer había comenzado a caer. Los débiles rayos del sol teñían el horizonte de un rojo intenso que se esfumaba y perdía intensidad a medida que descendía hasta ocultarse definitivamente. Aquella transición ofrecía a cada uno de los habitantes de La Plegaria un momento de sosiego que disfrutaban sentados en los sillones de la galería luego del intenso día de trabajo. Allí estaban todos reunidos en una ronda de mates, acompañados por algunas confituras y plagados de los comentarios sobre lo que había acontecido ese día.
—¿Y, Maureen? ¿Qué tal el paseo? —preguntó Sara.
—Hoy pude recorrer algo de la estancia y en verdad quedé impresionada —dijo mirando de reojo a Patricio, sorprendida por cada detalle que iba descubriendo en la personalidad de él, detalles que lo volvían cada vez más interesante—. Hacía mucho que no andaba por aquí.
—Me alegro. Has tenido un muy buen guía —apuntó María.
—Me he esforzado por serlo —contestó Linares con una sonrisa sin dejar de mirar a la joven Taylor—. Debo irme antes de que se haga más tarde.
—Quedate si querés —sugirió Clara.
—Te agradezco, pero mañana me espera un día intenso.
—Doy por hecho que muy pronto estarás de nuevo por aquí —lo invitó Martín.
—Así quedé con Maureen.
Saludó a todos con la mano. De la hija de John Taylor se había despedido en privado cuando habían vuelto de su paseo.
Los hombres se quedaron allí, hablando de negocios, mientras las mujeres se encargaban de los preparativos para la cena.
—Ayer di una vuelta por el pueblo; quería hablar con el médico para saber qué cuidados brindarle a Clara —dijo Martín.
—No solo un esposo controlador, sino también un padre dedicado —se burló Igna.
—Yo que vos no me reiría tanto. Has entrado en una zona de riesgo con la propuesta de casamiento —bromeó—. Al salir de lo del doctor, me encontré con don Antonio, que acababa de llegar de la ciudad. Parece que allá está todo muy convulsionado y, según comentó, no hay voluntad de llegar a un arreglo con el resto de las provincias. Creo que la cosa va para largo.
—Los porteños no van a ceder así nomás y, por más que Urquiza intente hacerles frente, la ciudad está muy bien armada con Alsina y Mitre.
—Sí; deberemos atenernos a las consecuencias que pueda traer.
Como tantos otros terratenientes de la provincia de Buenos Aires, preferían estar alineados con Mitre y Alsina que seguir la voluntad de Urquiza. Estaban dispuestos a soportar las consecuencias del cambio, porque tenían respaldo para enfrentar alguna merma económica.
—Es un costo que deberemos afrontar. No podemos quejarnos de cómo nos ha ido.
—Porque nos abocamos a la lana en el momento preciso. Fijate que quienes decidieron vender tierras para comprar ganado ovino no se equivocaron —dijo Martín.
—Esta posición nos va a permitir afrontar cualquier situación o desbarajuste económico que se venga.
—Eso espero.
La cena transcurrió amenizada por los temas que se habían instalado en las últimas horas en la estancia; las mujeres proponían, como era de esperar, los tópicos que giraban en torno al casamiento y al embarazo de Clara.
Cuando se fue a dormir, en la penumbra de su cuarto, Ignacio se encontró de pie frente a una de las amplias ventanas con la luz que producía la tenue y titilante llama que emanaba de una de las velas ubicadas sobre una mesa de arrimo. A través del cristal, observaba la inmensa oscuridad del exterior. Sus pensamientos, encadenados unos con otros, no dejaban de echar luz a la decisión que había tomado. Le costaba creer que, por fin, luego de una larga búsqueda, había encontrado un lugar junto a María, a quien amaba más allá de lo imaginable: allí donde la razón se desvanece y el único pensamiento válido es que la vida pierde sentido si no se está al lado del ser amado. Sin embargo, algo que no alcanzaba a definir lo inquietaba. Unos leves ruidos en la puerta lo sobresaltaron. Era María con la cabellera dorada que asomaba por la puerta.
—¿Interrumpo? —preguntó entrando a la habitación y dejando la puerta entreabierta.
Ignacio vio que tenía puesto un camisón blanco con un escote insinuante que culminaba con dos lazos de seda. Los pies desnudos asomaban por debajo del ruedo y la sensualidad brotaba en cada movimiento que hacía.
—María, no debés venir acá —atinó a decir sin moverse, apelando a su fuerza de voluntad.
—Y vos deberías haberte despedido como corresponde de tu prometida —señaló con una sonrisa.
Notó que él aún estaba vestido con la camisa blanca desabrochada.
Ignacio no necesitó que le insistiera para acortar la distancia que los separaba, abrazarla y entregarse a un profundo beso.
—María, no respondo de mí si te quedás un segundo más —dijo con las pupilas dilatadas por la pasión que lo envolvía.
—¿Me estás echando? —preguntó con un mohín.
—Sí, y hablo en serio.
—Yo también —contestó ella.
Tomó el picaporte y cerró la puerta con suavidad tras de sí. Ignacio clavó su mirada en la de ella; luego de unos breves instantes, bajó el brazo hasta que, con la mano, alcanzó la llave y trabó la cerradura de golpe. Apoyó la otra mano sobre la puerta, lo que dejó a María encerrada entre sus brazos, a su merced.
—Me volvés loco —susurró.
A Ignacio le cortaba la respiración verla tan decidida. La seguridad que imprimía a cada cosa que hacía no le quitaba ni un ápice de esa inocencia que siempre la acompañaba.
—A veces creo que, cuando te digo que te amo, no alcanzo a demostrarte todo lo que siento por vos —confesó María.
—Yo nunca me cansaré de decirte cuánto te amo —declaró con la desesperación de saber que sin ella nada valía la pena.
En ese instante, la boca de él arrasó con la de ella, saboreándola y disfrutándola en toda su profundidad. Con una de sus manos, tomó entre los dedos las cintas de seda del camisón y tiró de ellas. La tela cedió e introdujo la mano para comenzar a acariciarle los pechos que, deseosos de caricias, respondieron de inmediato con los pezones erectos. La boca comenzó a descender dándole besos por el cuello hasta llegar al hombro. Descorrió lo que quedaba del camisón y lo dejó caer al costado de su cuerpo.
Cada caricia que él le prodigaba le provocaba una explosión de placer. Los dedos se desplazaban rozándole cada centímetro de piel y hurgaban cada recodo del esbelto cuerpo para encenderlo y hacerla vibrar hasta su fibra más íntima.
—Rodeame con las piernas —le susurró al oído de ella lanzando un suspiro en el cuello que la hizo estremecer.
María sintió cómo iba perdiendo el dominio de su cuerpo ante la serie de sensaciones que se iban desencadenando que la harían estallar en un goce absoluto. Lo ayudó a quitarse la camisa que él aún llevaba puesta.
Ignacio la levantó y María le enroscó las piernas alrededor de la cintura. Las manos de la joven se aferraron a los hombros de él con desesperación. Dio unos pasos hasta alcanzar la pared y la apoyó contra el frío muro. Con voracidad, besó, jugueteó y succionó los pechos que ella le ofrecía. El calor intenso que le invadía el cuerpo, en conjunción con el frío de la pared, la excitaba más y más: lanzaba jadeos que lo enloquecían. La vorágine de aquel momento los consumió y los hizo llegar hasta los confines del placer. Con una mano se desabrochó el pantalón y, en cuestión de segundos, estuvo dentro de ella. María le clavó las uñas en la espalda. Comenzó moverse en un vertiginoso vaivén para tenerlo cada vez más cerca. El sinfín de sensaciones iba acrecentándose a medida que todo ocurría con el frenesí que los envolvía cada vez que se amaban. En medio de gemidos y palabras de amor susurradas, alcanzaron juntos el orgasmo.
Luego él la guió hasta la cama para acostarse junto a ella. Los cuerpos todavía estaban convulsionados por el desenfreno que acababan de vivir. De a poco las respiraciones se aquietaron y quedaron abrazados como si formaran una única persona. Ella apoyó la cabeza sobre el pecho de Ignacio, que enroscaba entre los dedos un mechón del rubio cabello. De a poco María se incorporó y fijó los ojos en los de él.
—¿Qué pasa?
Ella se acercó para susurrarle al oído:
—Quiero que me dejes demostrarte cuánto te amo.
Los ojos de él se abrieron por la sorpresa que le produjeron las palabras pronunciadas por ella. La dejaría que tomara la iniciativa, que hiciera lo que quisiera con él. En verdad, hacía tiempo que se había adueñado de él, de su alma y de su corazón.
Cada caricia que él le brindaba, para ella era un nuevo descubrimiento para sus sentidos. De modo que María logró que su deseo de amarlo le ganase a su inexperiencia. Buscaba transmitirle todo lo que sentía por él; esperaba resumirlo amándolo sin reservas, haciéndolo gozar como nunca, aunque no supiera aún que, con un mero roce, lograba encenderlo.
Comenzó a besarle la cara para recalar en la boca, donde se entretuvo hasta saciarse con sus besos. Luego le recorrió el cuello a través de un sendero de ósculos. Mientras continuaba el camino descendente, los gemidos de él se hacían más intensos. Saber que ella le producía semejante placer la colmaba de satisfacción y la alentaba a continuar. Exploró con la boca cada centímetro de piel hasta llegar a su sexo y allí, guiada por el instinto y por los deseos de entregarse a él sin límites, se mantuvo disfrutando, hasta que él no pudo continuar más sin estar dentro de ella: la tomó por los hombros la giró sobre la cama y comenzó con sus embates hasta culminar ambos en una perfecta sintonía.
Ignacio anhelaba seguir amándola y demostrarle todo lo que significaban para él esos encuentros. Por suerte, tenía toda la noche para estar con ella.
El amanecer los encontró con los cuerpos saciados, luego de la larga noche de amor.
—María, es hora de que te pases a tu cuarto —le susurró en el oído provocándole un cosquilleo en todo el cuerpo.
La besó mientras ella se desperezaba en un ronroneo que él prefirió omitir para que no terminaran enredados una vez más en esa pasión que los consumía.
María se incorporó y vio que Ignacio le alcanzaba el camisón. Antes de ponérselo lo vio refrescando ese cuerpo musculoso que ella tanto amaba.
—¿Estás lista? —preguntó y, al verla con la mirada puesta en él, agregó—; amor, no me mires así que me tengo que ir al campo.
—¿Tan temprano?
—Sí, así puedo estar de vuelta al mediodía —dijo dándole el último beso de esa madrugada.
* * *
Aquella mañana el cielo estaba encapotado de un gris ceniciento. Se esperaba que, en los próximos días, una tormenta añorada por todos interrumpiera las jornadas de calor que azotaban al campo. Una leve brisa acompañó las actividades de los miembros de la estancia refrescando el ambiente y brindando una calma que pronto la lluvia interrumpiría. Martín estaba en el escritorio inmerso en los papeles cuando escuchó unos golpes y vio que la puerta se abría súbitamente.
—¿Qué pasa? —preguntó sorprendido por la irrupción.
—Disculpe, patrón —contestó uno de los peones—, sé que el señor Ignacio está con Luisito en el campo, por eso le vengo a avisar a usted que llegó alguien a la estancia.
Desde el episodio en el establo, a pedido de Ignacio, los controles sobre la entrada y salida de personas de la propiedad se habían intensificado.
—¿Quién es?
—No lo conozco. Parece un militar. Está hablando con la señorita Mary.
—Andá tranquilo.
Dejó que el peón se fuera, se levantó cansino no sin antes darle un retoque a los papeles y se dirigió a ver quién había llegado y conversaba con su hermana. Al salir, vio a María acompañada por un hombre que tampoco él conocía.
—Martín —saludó María—. Tenemos visitas.
Se acercó al visitante para que se produjeran las presentaciones de rigor.
—Martín Gale —dijo al estrecharle la mano.
—Lucio Sosa, un gusto —contestó el otro.
—Lo conocimos en la ciudad y lo habíamos invitado a venir —agregó María de corrido, como si hubiera necesidad de aclarar. Tal vez, aunque ajena a la vigilancia impuesta por el suceso del potrillo, ella podía intuir cierta preocupación en el ambiente.
—Bienvenido, entonces.
Sin embargo, Martín, que había conocido la historia de la caída, de Ramírez y de Sosa, no pudo más que ponerse alerta, como si pudiera pensar lo mismo que Ignacio sin hablar necesariamente con él. Había algo de ese personaje que no cuadraba del todo.
En ese instante, Sara salió de la casa.
—¡Veo que al fin pudo venir! —exclamó mientras se acercaba al militar para saludarlo.
—Prometí que iba a hacerlo y cumplí —dijo con una sonrisa.
Las mujeres lo invitaron a ingresar, y siguieron con las presentaciones. Más tarde, comenzaron a disponer y organizar un almuerzo diferente en La Plegaria. Los invitados solían implicar algunas comidas más elaboradas, algún destaque en los postres.
—¿Cuándo llegó? —le preguntó Martín una vez en la mesa.
—Hoy mismo. Vine directo para acá. Ya no quería demorarme más en cumplir lo prometido en la ciudad.
—Veo que sus ocupaciones en el ejército le permitieron tomar un respiro —acotó Sara.
—No es tan así. Tenía que venir por la zona a cumplir un encargo de mis superiores.
—¿Cuánto piensa quedarse? —preguntó Martín.
A pesar del buen trato que le dispensaban las mujeres de su familia, en especial su madre, el muchacho se vio en la necesidad de averiguar quién era, qué hacía, cuáles eran los movimientos del soldado. De algún modo, supuso que eso sería lo que Ignacio habría hecho de estar allí.
—No tanto como quisiera; no puedo abusar de la buena voluntad de mi superior, que me autorizó a extender la estadía —dijo; mientras daba una mirada general a su alrededor agregó—: De todos modos, tenía muchas ganas de conocer La Plegaria.
—Es un lugar especial. Acá seguro que alguien se ofrece de guía para un paseo en el que conocer la estancia —sentenció Maureen, que aún mantenía fresco el recuerdo de la visita que había hecho junto a Patricio.
—Así lo espero. —Una vez más, dirigió su mirada hacia María, quien, en ese mismo instante, giró la cabeza hacia la puerta al ver a la persona que entraba.
De golpe, de forma inconsciente pero acertada ante la inminencia de la rivalidad que iba a manifestarse, las voces de las conversaciones se acallaron por la presencia de Ignacio, que se dirigió hacia la mesa sin quitarle la mirada al invitado.
—¿Qué hacés acá? —lo increpó.
El tono brusco con el que hizo la pregunta sorprendió a los comensales. Estaban avisados del encono que había entre ambos, pero la violencia con la que fue formulada la pregunta estaba por fuera de toda suposición.
—Le prometí a María que vendría —respondió con una tenue sonrisa.
—No sos bienvenido acá.
Sara palideció.
—Ignacio, te recuerdo que María y yo lo invitamos —dijo sin lograr que desviara la mirada de Sosa.
—Igna, por favor —intercedió María para intentar calmarlo.
Ella creía que se trataba de una cuestión de celos injustificados. Si bien a ella Sosa no le interesaba más que como un amigo de la familia, entendía que había alentado esos celos en Buenos Aires. Sin embargo, le parecía una buena ocasión para aclarar las cosas con el militar: le diría que estaba comprometida, y eso desalentaría cualquier comportamiento seductor en un hombre de bien.
—Sosa, cuando termines tu plato de comida, te espero en el escritorio —gruñó antes de irse.
—Ignacio —lo llamó Lucio—, me olvidaba de decirte que la señora Dolores Guerrico te envía saludos.
El aludido detuvo la marcha, giró para mirarlo con fiereza.
—No me provoques —dijo antes de salir hacia el escritorio sin detenerse a escuchar la respuesta.
—Vos a mí tampoco —masculló Lucio.
* * *
Ignacio se encontraba de pie en el escritorio con la mirada perdida en el establo que se veía desde la ventana enrejada. Una sensación inexplicable le crispaba el cuerpo. Había algo que no lograba entender, ni desentrañar. Lo único que tenía claro era que no toleraría que Sosa anduviera merodeando a su mujer. No le creía que estuviera allí para responder a una visita de cortesía. No tenía elementos para probar que mentía, salvo su intuición que, hasta el momento, nunca le había fallado.
En el comedor, Sara le había ofrecido sus disculpas a Sosa por el malogrado almuerzo. Seguía agradecida por la ayuda que le había prestado a María en la ciudad. No dejaba de pensar el estado de alboroto que se había vivido aquellos días en las calles, y que, si no hubiera sido por esa oportuna intervención ante la accidentada caída, su hija podría haberse visto involucrada en algún hecho callejero.
—Lucio, lo esperamos cuando quiera darse otra vuelta por la estancia —lo despidió Sara.
—Quizá mañana ande por aquí y tal vez podamos tener un almuerzo tranquilo —contestó con otra de sus tantas sonrisas.
—Te acompaño —le dijo María.
Supo que debía hacer lo que ni él, ni Ignacio habían hecho: hablar. Lucio no había querido aceptar la invitación de Ignacio, que lo estaba esperando en el escritorio. Estaba claro que discutirían. A ella hasta le parecía sensato que evitara confrontar inútilmente. Sin embargo, ella iba a hablar para destrabar lo que suponía que generaba la rivalidad entre ambos. Necesitaba poner algunas cosas en claro para que no abrigase falsas esperanzas.
—María, quería decirte que... —Hizo una pausa para buscar las palabras adecuadas. Detuvo también la marcha hacia el establo, donde se encontraba su caballo—. Quería decirte que...
María lo interrumpió de inmediato para evitar que le dijera algo de lo que luego tuviera que arrepentirse.
Lucio fijó su mirada más allá de ella. No se le había escapado el detalle de que Ignacio lo esperaba en el escritorio; incluso celebraba si en ese momento los estaba observando.
—Quiero que sepas que amo a Ignacio y que me voy a casar con él. Tal vez te sorprenda que te lo cuente, pero no quiero sumar más confusión a la enemistad que ya existe entre ustedes dos.
El militar la miró y reflexionó unos instantes. Acababa de confirmarle lo que él ya suponía.
—Muchas gracias por decírmelo, es muy importante para mí saberlo.
Lucio acarició la melena dorada de María y se despidió de ella después de dejar flotando en el aire la ternura del gesto.
Desde el escritorio, Ignacio observó toda la escena. Martín acababa de entrar para intentar apaciguarlo. Entre ellos no necesitaban hablar demasiado; tampoco había mucho para decir, salvo esa sensación de desconfianza que embargaba a Ignacio y de la que no podía explicar el origen. Transcurrieron unos largos minutos hasta que alguien más ingresó al despacho.
—Permiso —dijo María.
—Los dejo conversar —anunció Martín al retirarse y cerrar la puerta.
Una vez solos en el escritorio, ambos cruzaron una mirada tan profunda como el amor que los unía. De golpe, ella se lanzó entre sus brazos.
—Te amo —dijo abrazándolo con todas sus fuerzas.
Ignacio le levantó la cabeza: le había tomado el mentón con la mano.
—Yo más. —Y selló sus palabras con un beso. Luego apenas se separó ella y agregó—: Amor, no te quiero cerca de Sosa ni por un segundo —sentenció.
—Acabo de decirle que nos vamos a casar.
Comprendió que ella lo había alejado con esa conversación camino al establo. Que lo había hecho a su modo, con cierta dulzura e inocencia como hacía todo. Debía insistirle en que se alejara de ese sujeto, pero no tenía argumentos ni reproches para ella. En cambio, le dijo las palabras que lo atravesaban en ese momento:
—Sos todo para mí.
Le acarició el rostro con el pulgar. Con ella, solo con ella, encontraba sosiego.