Capítulo 18

PARA IGNACIO, que se quedó al lado de María sin moverse, las horas resultaban eternas. Seguía dormida por los efectos de la medicación que el doctor le había dado para evitar que la herida se infectara. En la madrugada ya no tenía fiebre, lo que auguraba una pronta recuperación.

El médico entró en el cuarto para controlar que todo estuviese bien. Cuando Ignacio volvió a estar solo con ella en la semipenumbra del recinto, el sueño lo venció. No había descansado ni un minuto desde que había iniciado la búsqueda de María. Las imágenes de lo sucedido regresaron en sueños a su mente. En aquella secuencia, el rostro de ella cobraba dimensión al recordarla en el preciso momento en que acababa de acometer a Sosa.

Un leve roce en la mano lo sacó del estado de ensoñación en el que se encontraba. Al abrir los ojos, vio que María lo estaba observando con una sonrisa de felicidad.

—Amor —dijo ella con cierta dificultad.

—No te agites —dijo besándole la mano—. Te amo tanto —agregó con ojos húmedos.

—¿Cómo estás?

La evidente debilidad de la muchacha calaba hondo en él. Nunca la había visto tan indefensa y vulnerable como en ese momento. El golpe que le había dado Sosa había adquirido un tinte violáceo.

—Lo importante es que descanses para que termines de recuperarte —susurró acariciándole el rostro.

—Te amo —dijo ella con debilidad.

—Yo también te amo. Siempre voy a amarte, nunca lo olvides —dijo dándole un beso en la boca antes de que María cerrara los ojos una vez más.

* * *

Las noticias corrieron con abrumadora rapidez. El pueblo estaba conmocionado. Que la familia Gale estuviera involucrada en un hecho semejante generó un gran revuelo. La mayoría de los habitantes los apreciaba y las muertes a cuchillazos eran muy comunes, mucho más en lugares como la pulpería, donde las trifulcas por mujeres o dinero, alcohol mediante, eran bastante habituales. Pero ese caso tenía otros ribetes, porque no solo estaba implicado un integrante de una de las familias más importantes de la zona, sino también un militar. Eso hacía que el hecho cometido en el rancho cobrara una dimensión mayor.

La noticia llegó de inmediato a la ciudad de Buenos Aires. Lucio Sosa se había ausentado sin autorización de su puesto, y lo estaban buscando desde hacía días.

Ramiro Guerrico recibió en su casa la visita de un subalterno que le informó de los hechos. No lo podía creer. Sabía que Sosa no se había reportado, pero nunca imaginó que algo así pudiera suceder, aunque, tratándose de aquel salvaje, todo era posible. Al fin pagaría por todo lo que le había hecho.

Contento, se dirigió al cuartel para salir de inmediato rumbo a Chascomús.

* * *

El despacho del juez de paz del pueblo se encontraba a unas cuadras de la plaza principal. Durante un largo período de tiempo, las funciones las había desempeñado el juez Sánchez. Su cargo, como tantos otros, se había debido a las conexiones políticas. Desde la caída de Rosas y el advenimiento de Urquiza, muchos de aquellos nombramientos fueron reemplazados por otras personas avaladas por la autoridad de turno. Por lo que hacía muy poco tiempo que el nuevo juez ejercía las funciones en la jurisdicción del pueblo.

Ignacio dejó a María con Martín y Sara para que, en cuanto se despertara, pudieran llevarla a la estancia. Había decidido irse mientras dormía para evitar despedirse. Si no, no sería capaz de alejarse de ella. Por más que ella lo amara, sabía que no podría borrar de su mente el momento que le había hecho vivir.

Cada paso que daba acercándose a las dependencias del juez acrecentaba la distancia que lo alejaría de María para siempre. Al llegar, fue directo al despacho, guiado por un empleado de su señoría. Cuando estuvo dentro, el doctor Méndez elevó la vista tras unos anteojos.

—Adelante. ¿Qué desea?

—Vengo a entregarme.

El juez no se había equivocado al juzgar a quien estaba sentado frente a él. Corrió a un costado los papeles que invadían la mesa y se concentró en Ignacio.

—Lo escucho.

Lo que siguió fue un monólogo en el que Ignacio relató las circunstancias que lo llevaron a asesinar a Lucio Sosa. Antes de continuar con el interrogatorio, el magistrado llamó al secretario para que dejara constancia por escrito de lo declarado.

En aquel momento, llegó el comisario del pueblo. Una vez que tomó conocimiento de la situación, se dirigió al rancho para buscar el cuerpo.

* * *

A unas pocas cuadras de allí, comenzaba a vivirse una situación no menos complicada en la casa del médico. María ya había despertado.

—Esperemos a Ignacio para ir a la estancia.

Martín quería que su hermana se marchara lo antes posible de allí. Los rumores sobre lo sucedido en el rancho habían comenzado a rodar y no quería que se viera inmersa en una situación desagradable. Además, Ignacio le había pedido que se la llevara en cuanto pudiera. Por otra parte, el hecho de que María se sintiera un poco débil ayudaba a que no quisiera buscar a Ignacio en el caso de enterarse de que él no regresaría a La Plegaria. Por lo pronto, debía descansar y recuperarse.

—Hija, ahora debemos irnos. Ignacio va a ir a la estancia cuando se desocupe.

Sara no daba crédito a lo que le había contado Martín. No entendía cómo había podido estar tan ciega y no ver que Sosa solo buscaba dañar a los suyos. Cuando vio a Ignacio antes de que se marchara a ver al juez de paz, intentó disculparse, pero él había restado importancia a la situación. Le dijo que entendía que todo lo que hacía era para proteger a María y que no tenía la culpa de nada. Sara temía por la reacción de su hija cuando se enterara de que, tal vez, no volvería a verlo como a un hombre libre. Martín se había ido “a hacer algunas cosas”, según dijo, pero su madre sabía que, sin lugar a dudas, se había ido a hacer lo posible por ayudar a Ignacio.

Luisito estaba al tanto de todo lo acontecido y había intentado averiguar cualquier cosa que pudiera resultar de utilidad. Quizá para él fuera más fácil acceder a la gente del pueblo para obtener algún dato que se les hubiera escapado.

—Mamá, quiero esperarlo —susurró María doblándose por el dolor que se le expandía por todo el brazo hasta llegar a la espalda.

—Hija, por favor, no insistas. Debemos irnos.

Entendió que de nada serviría oponerse, que él debía haber dejado instrucciones para que no lo esperara. Solo por eso debían de estar insistiendo tanto. Quería respetarlo esa vez, aunque no comprendiera. Eso también era demostrarle que lo quería.

—De acuerdo, vamos.

Le agradecieron al médico por la deferencia de mantener a la paciente en su propia casa. El doctor prometió ir al otro día para controlar a María, y se marcharon. En cuanto subió a la berlina y comenzó el traqueteo, la sensación de adormecimiento que la había acompañado durante los últimos días la envolvió. Recién se despertó cuando llegaron a La Plegaria.

* * *

Martín estaba con don Álvaro, el dueño de la pensión, preguntándole por el soldado Ramírez. Sabía que su estadía en el pueblo coincidía con la muerte del potrillo.

—Don Álvaro, no se lo puede haber tragado la tierra. Debe de estar algún lugar.

—Supongo, hijo, pero acá no. Ya le dije a Luisito que, si me enteraba de algo, se lo haría saber.

—Entonces no lo molesto más. Gracias por todo.

Martín no iba darse por vencido tan fácilmente. Estaba seguro de que el soldado Ramírez tenía algo que ver en todo eso. Antes de que Ignacio se fuera hacia el despacho del juez de paz, le había dicho que lo sucedido en el establo había sido obra de Lucio Sosa. Por eso comenzó a rondarle la idea de que había un cómplice. Conocía como nadie la zona y no se le escapaba que, si el ataque había sido por la madrugada, el atacante debió de haberse quedado al acecho un tiempo antes para luego proceder a la carnicería hecha con el caballo. A su entender, era demasiado para un hombre solo que, además, no conocía las inmediaciones. Era evidente que Ramírez también había tenido algo que ver.

* * *

Ignacio fue trasladado a un calabozo de la comisaría, pese a que, según el juez, todavía quedaban varias cuestiones sin aclarar.

Aunque pasó dos días allí, para Ignacio el tiempo se había detenido en cuanto se alejó de María.

—¡Venga por acá! —gritó el comisario.

Unos pasos firmes resonaron en el pasillo, y sacaron a Ignacio del estado de abstracción en el que se encontraba.

—Por fin estás en el lugar que te corresponde —musitó Ramiro Guerrico al verlo.

Ignacio estaba sentado en el piso de la celda. Al escuchar la voz del coronel, elevó la vista y vio la mueca de satisfacción que el militar tenía dibujada en el rostro. De inmediato, se puso de pie y, acercándose a la reja, le preguntó a qué había ido.

—A disfrutar con tu desgracia —dijo en tono de desprecio.

El fantasma de Ignacio le había corroído la mente por años, puesto que sabía que su mujer nunca había podido borrarlo de sus recuerdos, ni siquiera en los momentos de intimidad que compartían. Ese resentimiento se expandió, ramificándose en todo su cuerpo, cuando lo vio salir aquella tarde de su casa junto a María Gale. Aunque había arreglado las cosas con su mujer, la actitud indiferente de ella le resultaba intolerable.

—Ya me ha visto. Puede irse.

—No hasta que me asegure de que te vas a pudrir ahí adentro. ¿Creías que te ibas a llevar de arriba lo que hiciste con Dolores?

El silencio de Ignacio lo alteró aún más. Guerrico sabía que su mujer nunca había sido importante para él, y eso lo perturbaba.

—Pronto volveremos a vernos.

El coronel no se había quedado de brazos cruzados. No bien llegó al pueblo, había hecho correr el rumor de que Ignacio había matado a Sosa por haberlo encontrado con su mujer, María Gale, en un rapto de celos. A esa altura, ese rumor se habría transformado en una de las tantas versiones sobre lo acontecido.

Cuando el sonido de los pasos se alejó, Ignacio volvió a sentarse en el rincón sumido en la oscuridad del lugar.

* * *

La madrugada había alcanzado a Martín en los alrededores de la pulpería, donde se había ubicado para esperar a Ramírez.

—¡Gale! —chistó un paisano—, sé que anda en busca de alguien.

—¿Qué sabe?

Se acercó antes de que el paisano se cayera redondo por la borrachera que tenía.

—Creo que puede estar con una mujer en un rancho de las afueras.

De inmediato, Martín se dirigió hacia allí. Efectivamente, una mujer lo atendió entre somnolienta y sorprendida.

—Te buscan —dijo mirando hacia la cama.

—¿Quiénes?

—Soy Martín Gale.

Hacía unos días que Ramírez se había refugiado en aquel lugar esperando que todo se arreglara pronto, porque aún le debía una explicación a sus superiores. A la mujer acababa de conocerla. Al recibir la noticia de la muerte de Sosa, se sintió desprotegido por un lado, porque ya no contaba con el amparo de su superior, pero, por el otro, aliviado, por haberse librado de Sosa y de sus insistentes reclamos por averiguar sobre la vida de Ignacio. En los últimos dos años había tenido que llevarle información como si se tratara de un objetivo militar. Por eso conocía bastante bien la estancia y el rancho. Sabía que la intención de Sosa era asesinarlo, pero desconocía la razón. Ahora Gale iba a buscarlo, lo que le provocaba temor.

—No hice nada —se defendió.

—Lucio Sosa está muerto, supongo que ya se debe de haber enterado.

Ramírez asintió en silencio con la cabeza.

—¿Usted participó con él en el ataque al caballo en mi estancia? ¡Conteste! —lo increpó.

Ramírez no quería embarrarse más. Quizá Sosa había confesado antes de morir. Sin embargo, estaba muerto, así que no tenía por qué cargar con la culpa de la matanza.

—No.

—¡Miente!

—Fue Sosa; está muerto —dijo como si eso fuese a calmar a Martín.

—Pero usted no. Y usted lo ayudó. Que Sosa esté muerto no lo libera de culpa.

—Váyase de acá, yo no tengo nada que ver.

—Si sabe lo que le conviene, será mejor que hable —sentenció antes de irse.

Ramírez supo que no podía quedarse en el rancho. Estaba seguro de que ese Gale iba a regresar en cualquier momento y decidió marcharse. Montó en su zaino y comenzó a galopar rumbo al pueblo, aunque no logró avanzar demasiado. A poco de salir, apareció Martín otra vez. Lo bajó del caballo de un tirón y volvió a interrogarlo.

Ramírez recordó que Lucio Sosa era extremadamente meticuloso. Sabía que atesoraba algunas de las cartas que le había enviado con información sobre Ignacio y la familia Gale. No les llevaría mucho tiempo encontrarlas e incriminarlo con ellas.

—Le cuento lo que sé a cambio de que me proteja.

—Hable primero y después vemos.

Ramírez no estaba en posición para negociar y comenzó a relatarle todo lo que había hecho para Lucio Sosa.