Capítulo 13
EL mate estaba preparado, y María aguardaba que apareciera Ignacio en la cocina para cebarlo. El joven entró en el salón y sonrió de oreja a oreja al verla allí. Se dirigió hacia el lugar donde estaba ella sentada. Le estampó un beso en la boca, que se abrió de inmediato para darle una ferviente bienvenida. Luego la tomó de la cintura y la levantó con un solo movimiento. Necesitaba tenerla cerca para abrazarla, para llenarla de besos.
—Buen día, mi amor —dijo separándose apenas de ella—. Espero que hayas dormido bien —agregó con otro beso.
—Muchas veces soñé que estaríamos juntos, pero nunca creí que pudiera ser tan feliz. ¡Te amo tanto!
—Y esto recién comienza —dijo con los ojos clavados en los de ella—. Me encantaría quedarme todo el día, pero debo irme.
—¡Pero no tomaste ni un mate! —replicó María.
—Tenés razón.
Se sentó frente a ella. Con un fingido gesto solemne, sorbió de la bombilla como si estuviera catando la bebida. Le sonrió.
—¿Hoy se van de paseo al pueblo?
Le entregó el mate para que lo cebara de nuevo y le rozó los dedos.
—Sí. Pobre Maureen; no he sido una buena anfitriona —contestó con una sonrisa. Le entregó el recipiente para que tomara de nuevo.
—Ojalá su estadía mejore.
María acababa de recibir otra vez el mate que él le entregaba cuando escucharon unos pasos que se acercaban.
—Patrón, qué suerte que lo encuentro. ¡Venga por favor! —exclamó Luisito.
—¿Qué pasa? —se interesó María, que se acababa de levantar de la silla, segundos después de que lo hiciera Ignacio.
El capataz torció la vista hacia el muchacho y no contestó.
—No te preocupes, seguro no es nada que no se pueda solucionar, ¿verdad?
—Sí, patrón.
—Nos vemos más tarde —dijo dándole un beso fugaz antes de salir disparado de la casa.
—Es en el establo —comenzó a decir Luisito conmocionado.
Ignacio no preguntó. Conocía muy bien al hombre, quien prácticamente había pasado a integrar parte de la familia luego de tantos años en la estancia. Él ya estaba con los Gale cuando Ignacio se sumó. Entonces, por la actitud que tenía, no dudó de que la cosa debía de ser complicada.
—Quiero que lo vea con sus propios ojos.
El aroma del establo estaba enrarecido por un olor rancio y dulzón que Ignacio reconoció al instante. Los caballos se veían intranquilos. A cada paso que daba, tenía más certeza de lo que había ocurrido allí. Cuando llegó frente al box de su potrillo, lo encontró tirado sobre fardos de heno manchado de sangre. El olor que le había penetrado las fosas nasales era de la sangre ya seca y oxidada del animal, que tenía el lomo sembrado de cuchillazos. Ignacio se agachó para observar las heridas. Sin duda, habían sido hechas con un facón. La saña con que lo habían ultimado era evidente. Algunas lesiones, por el lugar en el que se ubicaban, habían sido hechas después de haberlo matado.
—Patrón, mire que he visto animales muertos por distintas causas, pero nunca vi que despenaran así a un animal.
—Llamá a algún peón, así lo sacamos de acá —dijo Ignacio sin dejar de mirar una vez más aquella escalofriante escena—. Una cosa más: asegurate de que María no aparezca por el establo. Si no va a ir al pueblo en la berlina con las otras mujeres, que se lleve a Black. Dejáselo preparado junto al carruaje. Que no entre acá bajo ningún concepto.
La ira que bullía dentro de él iba en aumento a medida que registraba cada una de las heridas y cada rincón salpicado con sangre.
—Ya vengo, patrón.
Allí solo con su potrillo muerto, supo de inmediato que el destinatario de semejante ataque era él. En el establo, había una caballada importante, ejemplares de mayor valor que su potrillo, sin embargo había sido ese el elegido. La única persona que lo utilizaba era él, ya que lo estaba preparando para tenerlo listo en un tiempo. No creía en las casualidades, sí en el destino, en uno que se podía torcer. Sabía que nadie se iba a tomar semejante trabajo si no era por un motivo. Para Ignacio, estaba claro que el asesino sabía lo que hacía, que podía dominar a un caballo y que manejaba con destreza el arma blanca que había utilizado.
Regresaron a su mente las palabras del capitanejo Calguneo, que le repetía que los espíritus deseaban la muerte de Ignacio, que debía andar con cuidado. No sabía quién podía estar detrás de todo eso, qué clase de odio sentía hacia él para cometer semejante acto, ni por qué, en este momento, cuando parecía que su vida se estaba encauzando por fin, el pasado volvía a cobrarse revancha.
—Vamos, ellos se encargarán —le dijo Martín que se había hecho presente en el lugar.
Llegaron los peones que había buscado Luisito preparados para mover al animal.
—Yo quiero ayudar —contestó Ignacio al levantarse.
—Dejá que se ocupen ellos; nosotros tenemos que hablar.
Ignacio sabía que Martín tenía razón y que no tenía nada más por hacer allí. Tenía que desentrañar quién estaba detrás del suceso trágico para poder recuperar la tranquilidad de La Plegaria.
—Si necesitan algo, estaremos por acá —dijo Ignacio a la peonada antes de retirarse.
—¿Tenés alguna idea de por dónde viene este ataque? —se interesó Martín.
—No.
Ideas había tenido muchas, como una ráfaga. Pero ninguna parecía adquirir el sustento suficiente como para que se volviera plausible.
—Le pregunté a los muchachos —dijo en referencia a los que trabajaban allí— si vieron o escucharon algo. Pero nada. Ninguno notó nada extraño.
—Está claro que anduvieron husmeando cuando la casa estaba en pleno silencio; el ataque lo deben de haber hecho por la medianoche, por el estado de las heridas.
—¿Creés que fueron varios?
—No lo sé. De lo que estoy seguro es de que, quien haya sido, se debe de haber quedado agazapado en algún lugar de la estancia. No creo que haya llegado en noche cerrada, a no ser que conozca muy bien el camino.
—Puede ser. ¿Se te ocurre algo más? —le preguntó preocupado.
La pausa que hizo Ignacio antes de responder lo alarmó.
—Solo una advertencia que me hizo alguien de la tribu a quien quería mucho.
—¿Qué te dijo?
—Que debía cuidarme —contestó sin contar en detalle cada una de las palabras de Calguneo.
Martín no preguntó más. Conocía a Ignacio lo suficiente como para saber que, si no tomase en serio la advertencia, ni siquiera la habría mencionado; e intuía también que se había guardado lo peor para no preocuparlo.
—Vamos a tener que vigilar más lo que sucede en la estancia.
Ignacio no dejaba de pensar que quien se hubiera tomado semejante trabajo no solo buscaba molestarlo, sino dañarlo. Si quería hacerlo, no tardaría en ir tras la persona más importante para él: María.
* * *
Durante la mañana y parte de la tarde las actividades de la estancia se vieron alteradas de manera sustancial. En principio, se había preguntado a todo aquel que estaba en la propiedad si había notado algo diferente o visto algo llamativo. Buscaron alguna huella fuera de lo común, pero no obtuvieron ninguna respuesta. Dispusieron guardias en las cercanías del casco para controlar quién entraba y quién salía, pero procuraron que las mujeres no se enteraran de lo que estaba sucediendo. La tensión que se vivía ya no solo era por lo sucedido, sino para evitar e intentar prevenir que pudiera ocurrir algo peor. En aquel ambiente, se cumplió con el resto de las faenas que debían realizarse en el campo.
Cuando las mujeres regresaron del paseo por el pueblo, ya no quedaban rastros de lo sucedido. En cuanto a la versión que se les iba a dar sobre lo ocurrido, iba a diferir sustancialmente de la realidad.
—¡Igna! —exclamó María al verlo parado junto a Martín en la galería.
En ese instante se largó a la carrera para saber qué había ocurrido. Ignacio la recibió con un abrazo que tuvo una intensidad mayor a cualquier otro por el sosiego que encontraba al estar junto a ella.
—¿Cómo la pasaron?
—Muy bien —dijo al separarse apenas de él—. ¿Qué quería Luisito esta mañana? Pregunté, pero nadie supo decirme.
—Nos robaron y se llevaron al potrillo.
—¿Se lo llevaron?
—Sí, y no creo que podamos encontrarlo; hicimos lo posible hoy por buscarlo, pero no logramos nada.
María miró a su hermano.
—Es una lástima, pero sabemos que estas cosas pueden ocurrir. Ya nos ha pasado otras veces con ganado, y nunca lo hemos recuperado. —Hacía alusión al robo que habían sufrido tiempo atrás, pero que nada parecía tener que ver con lo sucedido esa mañana—. Amor, creo que tenés que ir más seguido al pueblo. Estás hermosa —dijo Martín al ver a Clara acercarse hacia él radiante.
Clara se aferró a él y, aunque intentó contenerse, comenzó a derramar algunas lágrimas.
—¿Qué pasa? —le susurró al oído.
—Entremos a la casa; tenemos que hablar. No te preocupes; no es nada malo —contestó con una sonrisa al ver la cara de desconcierto de su marido.
De inmediato, aparecieron Maureen junto a Sara, y se sumaron al grupo que formaban Ignacio y María.
Clara entró a la habitación primero, seguida por Martín. El amplio cuarto se encontraba apenas iluminado con los débiles y últimos rayos de sol de ese atardecer que entraban por una de las ventanas del lugar.
—Clara, ¿qué pasa? No me asustes.
Ella se acercó a él con una sonrisa dibujada en su rostro.
—Hoy en el pueblo aproveché para ir a ver al doctor. No me estaba sintiendo bien y quería estar segura. —Hizo una pausa significativa y agregó con voz quebrada por la emoción—: ¡Vamos a tener un bebé! ¡Hay un Gale en camino!
Clara vio cómo esos ojos negros que ella tanto amaba se humedecían a medida que la noticia tomaba cuerpo dentro de él. Martín la envolvió en un fuerte abrazo y le cubrió el rostro con tiernos besos.
—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo antes de besarla.
La noticia del nuevo heredero se supo de inmediato. Sara había acompañado a su nuera al médico. Había notado cierto comportamiento extraño en ella el último tiempo cuando no se presentaba a la mesa a comer o se ausentaba de sus charlas con la invitada. Llegó a pensar que se debía a la incomodidad que le generaba Maureen. Una vez que el médico les dio la noticia y les informó los cuidados que deberían tener a partir de la fecha, Sara comprendió las ausencias y los malestares de Clara. Cumplió en no decir nada a la familia hasta que su nuera lo hubiera hecho.
La alegría contagió a todos y festejaron la buena nueva durante la comida.
Desde la cocina de La Plegaria manaban los olores de la cena que se estaba preparando. Amanda no daba abasto con sus manos para sazonar aquella cena tan especial, ahora que su niña tendría un bebé. Quien también se había sumado a ese festejo había sido Patricio Linares, que acababa de llegar a la estancia. Había notado ciertos movimientos fuera de lo común, con más gente custodiando los lindes de la finca. Por eso había decidido preguntar si sucedía algo. Luego, una algarabía en el casco lo sorprendió. Se alegró cuando supo que su prima estaba embarazada. Además de la preocupación por el campo fuertemente custodiado y los negocios, también había decidido ir como una forma de volver a ver a Maureen.
La cena se sirvió, las charlas comenzaron y amenizaron la mesa. Los negocios tuvieron para los hombres su lugar preponderante como ocurría siempre que se reunían. Las mujeres compartían los comentarios a partir de la noticia de la llegada del bebé. Maureen, aunque reticente a participar de la charla, supo que nada de lo que hiciera iba a cambiar la felicidad en el matrimonio Gale. La noticia para ella había funcionado como un límite en su accionar. Patricio, desde el otro lado de la mesa, notó la decepción dibujada en el rostro de la joven. Tuvo la esperanza de que, a partir de ese momento, comenzara a notar a las restantes personas que la rodeaban.
—¡Qué rico está! Y eso que no comimos poco en el pueblo —comentó María.
—Nada se compara a lo hecho en casa —dijo Sara.
—¿Cómo les fue? —se interesó Patricio.
—Fue un lindo paseo —contestó Maureen, que intervenía por primera vez en la conversación—. Recorrimos el poblado y también nos encontramos con gente amiga.
—¿Con quiénes? —preguntó intrigado Ignacio.
—¿Cómo se llamaba ese soldado, María?
—Ah, sí, casi me olvido. Ocurre que, mientras mamá se fue con Clara a ver al médico, nosotras nos encontramos con el soldado Ramírez, ¿se acuerdan de él? —comentó ingenua.
—¿Quién? —saltó Ignacio.
—El soldado ese que conocí en la ciudad cuando me caí —explicó un tanto confundida por la reacción desmedida de Ignacio.
—¿Qué hace acá?
—Nos dijo que vino a cumplir unas órdenes de sus superiores.
—Eso mismo dijo —confirmó Maureen.
—¿Quién es ese Ramírez? —preguntó Martín sin entender la reacción de Ignacio ni el clima tenso que comenzaba a sobrevolar la mesa.
—¿Qué más les dijo? —insistió Ignacio sin prestarle atención.
—Nada más que yo me acuerde.
—Que saludaran al resto de la familia de su parte —recordó Maureen.
—Esperemos que los sucesos de la ciudad no se trasladen hasta aquí —dijo Patricio respecto de los rumores que llegaban hasta allí sobre a la posición intransigente de Buenos Aires para incorporarse al resto del país.
—Ignacio, ¿qué sucede? El soldado Ramírez ha sido muy amable con nosotras —indicó Sara.
Él se encontraba en una marea de confusión que intentaba aclarar, a medida que la charla avanzaba, que él ya no escuchaba. ¿Por qué aparecía Ramírez justo en ese momento? ¿Qué hacía en verdad allí? ¿Por qué tan cerca de María, mientras él intentaba resguardar y vigilar cada recóndito lugar de la estancia? Pasó el resto de la cena barajando distintas posibilidades, pero con ninguna llegaba a una conclusión certera.
Los postres endulzaron aquel momento y marcaron el final de la comida. Patricio no esperó que lo invitasen a quedarse a dormir. En verdad, él era parte de la familia.
Clara había tenido un día bastante movido y decidió retirarse a descansar con Martín, mientras que el resto de los comensales fue a la sala para beber algo.
—María, ¿me acompañás al escritorio? —preguntó Ignacio.
—Sí, claro.
Se levantó del sillón en el que estaba sentada y lo siguió. Al llegar, él cerró la puerta tras ella.
—¿Querés disculparte por tu comportamiento durante la cena? —dijo con una sonrisa en su rostro.
La pregunta lo desarmó; fue como si lo que ella le decía lo hubiera desarticulado, como si la tensión por lo vivido se hubiera esfumado de golpe ante la inocencia de la muchacha.
—¿Qué voy a hacer con vos, María?
Se enredó en otro abrazo intenso con ella, como cuando la había visto llegar del pueblo. La besó con furia, con toda la bronca contenida por el desconcierto de lo que había sucedido en el establo.
—Igna, ¿qué pasa? Estás muy raro.
—No quiero que te acerques a Ramírez.
—Fue él quien se acercó.
—Da igual. Lo mismo con Lucio Sosa.
—¿Por qué lo traés a la conversación?
—Porque él tampoco me gusta, ya lo sabés.
—Lo que entiendo es que estás celoso.
—No empieces con las chiquilinadas.
—Nada de eso. Sos vos quien se comporta como un niño.
—Te lo digo por última vez, y va en serio. No quiero que vuelvas a hablar con ninguno de los dos.
—Supongo que la prohibición también corre con la Guerrico.
—¡Basta, María! No confundas las cosas. Es importante que hagas lo que te digo.
—¡Lo único que entiendo es que me estás dando órdenes y no sé por qué!
—Sabés mejor que nadie que no me gusta repetir las cosas.
—Y vos deberías saber que no me gusta que me griten —lanzó envalentonada.
Tomó el picaporte de la puerta de madera. Lo abrió para salir e ir de inmediato a su habitación.
Aquella noche, María dio vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Las palabras de Ignacio volvían a su mente una y otra vez. Por mucho que lo conociera, no podía entender qué ocurría. Quizá debería haber calmado su temperamento; hablarle, en vez de enfrentarlo. Sus pensamientos se fueron enredando hasta que, en las primeras horas de la madrugada, el sueño la venció.
Se despertó tarde y, cuando fue hasta la cocina, Ignacio ya no estaba. Desayunó con el resto de la familia. Luego, fue hasta el establo para ver si lo encontraba. En el trayecto se cruzó con Luisito, que le avisó que Ignacio había salido muy temprano hacia el campo porque más tarde iría al pueblo. María supo que no sería fácil hablar con él ese día, pero necesitaba hacerlo.
El tiempo pasaba e Ignacio no volvía. En aquella letanía, apareció Clara por la sala mientras María se encontraba con las esencias y el cebo para las velas.
—¡Qué silencio! ¿Dónde están todos? —dijo con el rostro somnoliento.
—¡Es más del mediodía! Martín está en el campo. Patricio invitó a Maureen y a mamá a La Esperanza para compartir la feliz noticia con tus tíos. No te llamaron, porque mamá dijo que no era conveniente que anduvieras a caballo en tu estado.
—Sí, ayer Martín no dejó de darme indicaciones —señaló risueña al recordar la ternura con la que le había hablado su marido—. ¿Qué pasa? ¿Por qué tenés esa cara?
—Discutí con Igna.
—¡Tan pronto! —dijo con el mismo ánimo risueño, pero no logró contagiar a María—. ¿Querés contarme qué sucedió?
Acercó una silla y se sentó frente a su cuñada. En ese preciso instante, María comenzó a contarle su versión de los hechos. Lo hizo desde los acontecimientos de Buenos Aires. Le relató la caída y concluyó en el inocente encuentro con Ramírez en el pueblo de Chascomús.
—Mary, estoy tan desconcertada como vos con todo lo que me decís, pero, en verdad, no creo que sean solo celos por parte de Ignacio.
—¿Y qué es entonces?
—A mí también me llamó la atención la reacción que tuvo en la mesa. Quizás haya otro motivo para que te pida eso, y no te lo puede decir. Él te adora; nunca te lastimaría, menos ahora que las cosas están aclaradas entre ustedes.
—No sé nada de él desde la discusión de ayer. Luisito dijo que se iba al pueblo, pero todavía no volvió.
—Quizás esté en el rancho —insinuó Clara luego de meditar por unos instantes si debía contarle o no.
—¿Qué rancho?
—Es una propiedad que tiene cerca de la laguna, y él la llama así. Martín me llevó allí cuando tuve el problema con mi padre. Igna me contó que, cada vez que necesitaba estar solo, se instalaba allá. Es una casa pequeña, rodeada de varias hectáreas que también le pertenecen. Está ubicado cerca del pueblo y también de aquí, depende del camino que tomes. Si querés te puedo indicar cómo llegar.
—Clara, nunca me habría imaginado que conocieras algún camino de por acá que yo no conozco —contestó con una sonrisa.
—¿Está Black?
—Sí.
—Entonces él te va a guiar mejor que yo.