Capítulo 12

EL ajetreo en la estancia era notorio desde muy temprano. Martín y Patricio habían salido a primera hora rumbo a La Esperanza para solucionar el problema que tenía la máquina de enfardar vellones. Ignacio estaba en el campo junto a Luisito y la peonada trabajando sin descanso para adelantar el trabajo pendiente.

Aquel mediodía, se encontraron reunidas a la mesa solo las mujeres, menos Clara, que se había excusado porque no se sentía bien. Para Sara resultaba evidente que el verdadero motivo era la incipiente rivalidad que había surgido entre ella y Maureen. Se sentía impotente por no poder apaciguar los ánimos del todo y hasta un poco molesta con la hija de John por las insinuaciones que lanzaba todo el tiempo a un hombre casado. El almuerzo transcurrió sin sobresaltos. Amanda acababa de llevar el té cuando Ignacio irrumpió en el comedor.

—¡Qué sorpresa que estés por acá! ¿Querés comer algo?

—Gracias, Sara, solo alguna cosa rápida; tengo que salir —dijo sin detenerse—. Me refresco y vengo.

Una ración de guiso de carne más bien pequeña para lo que acostumbraba almorzar lo aguardaba cuando volvió con el cabello húmedo.

—¿Cómo anduvo todo? —le preguntó Sara.

—Bien, aunque con bastante trabajo, sin embargo sabemos que esta época del año es así. Muy rico, como de costumbre —dijo mientras daba cuenta del último bocado.

—¿Tomás algo o ya te vas?

—No, gracias, con esto es suficiente —respondió antes de clavar la mirada en María que, hasta ese momento, se había mantenido en silencio—. María, necesito que me acompañes, por favor —dijo ante la sorpresa de ella.

La forma en que se lo había pedido demolía cualquier defensa que ella quisiera armar. Por más que había decidido alejarse, por más que quisiera protegerse de futuros desengaños, nada de lo de él le era indiferente.

—¿Tiene que ser ahora? —atinó a preguntar.

—Sí —le respondió con una sonrisa de costado.

—Ignacio —trató de detenerlo Sara.

No sabía qué se traía entre manos y quiso apelar a la palabra que él le había dado.

—Sara, sé muy bien lo que hago —contestó.

—Supongo que no me vas a decir a dónde vamos —dijo María al salir de la casa.

—Vamos a buscar los caballos —fue todo lo que le contestó.

Prepararon los animales y, a los pocos minutos, ya estaban listos. María fue la primera en salir, no sin antes descolgar el sombrero negro que pendía de un gancho amurado a la pared del establo. Cuando salieron, ella le preguntó una vez más:

—¿Ignacio, adónde vamos?

Él acercó el caballo al de ella e, inclinando el cuerpo, le contestó:

—Me molesta que me llames así. Desde que volví que no dejás de hacerlo. Espero que vuelvas a nombrarme de la manera en que lo hacías.

—Creí que ni lo habías notado —contestó sorprendida.

—Ya deberías saber que nada de lo que hagas o digas se me escapa. ¡Vamos!

Aunque el sol estaba a pleno, corría una brisa que resultaba ideal para una cabalgata. Avanzaron inmersos en sus propios pensamientos, sin saber que ambos tenían la mente ocupada en el otro. Atravesaron la llanura hasta alcanzar la laguna. Desde allí, bordearon parte de la costa y frenaron. Cuando detuvo la marcha, María vio que los juncos se movían al compás de la brisa y observó un tocón que estaba a metros de la orilla. Recordó una charla que habían tenido tiempo atrás cuando lo invitó a comer algo al aire libre. Ignacio había elegido ese lugar tan especial para ella para hablar tranquilos, lejos de la estancia. Ella no desmontó, esperó que le indicase que era allí donde se quedarían. Lo vio bajarse del caballo y acercársele. Le extendió la mano, no para ayudarla a bajar, ya que lo hacía perfectamente bien sola, sino por el placer de sentirla cerca.

—Elegí este lugar porque la otra vez que estuvimos te había gustado, ¿no?

María asintió con la cabeza y evitó hablar hasta que le explicara qué hacían allí. No quería hacerse ilusiones. Ignacio la guio hasta el tocón.

—¿Por acá está bien?

—Perfecto.

María se sentó en el pasto, apoyó la espalda sobre el tronco de madera, dobló las piernas y las rodeó con los brazos a la espera de lo que fuera a ocurrir. Ignacio se ubicó cerca de ella, lo que le permitió ver el rostro bronceado de él y los cabellos ya secos que le caían lacios hasta los hombros. La visible tensión de los músculos marcaba aún más la firmeza de su cuerpo. El sonido de fondo del agua correr y el fugaz vuelo de las aves sobre la superficie de la laguna aumentaban el marco de intimidad.

—María, necesito hablarte sin que nadie nos interrumpa.

—Entonces este es el lugar ideal.

—Es una historia larga, pero quiero que la escuches de mi boca. Sé que algo te contó Sara y espero que, una vez que termine, entiendas por qué he actuado de la manera en que lo hice.

Él observó el bello rostro de ella y la seriedad que le imprimía para escucharlo. Cerró los ojos por unos instantes y, al abrirlos, comenzó el relato:

—Me crié en Masallé con mi familia, que formaba parte de la tribu borogana. Mi padre, el cacique Alún, era uno de los que la comandaba. Me formaron para seguir los pasos de mi padre y transformarme algún día en su sucesor. Pero no pudo ser. El ataque que sufrimos aquel nueve de septiembre devastó la tribu. Fui uno de los pocos que quedaron con vida. El destino quiso que tu padre me llevara a la estancia a vivir con ustedes. En aquel momento, estaba en carne viva y me costó mucho adaptarme a los tuyos. Charles me había prometido que podría irme cuando quisiera, que nadie me forzaría a quedarme, más allá de mi propio deseo y a pesar del dolor que pudiera causar mi partida. Los años pasaron. Aunque de que el dolor estaba todavía latente, seguí adelante. Trabajé en la estancia e intenté encontrar mi lugar con ustedes. Tus padres colaboraron para que así fuera. Cuando tu papá murió, los fantasmas de la pérdida volvieron a mí como en aquel momento de Masallé. Verte destrozada por la muerte de Charles me quemó por dentro. Lo único que me mantuvo en la estancia fuiste vos, María. —Hizo una pausa para mirarla y agregó—: Cada vez que intentaba poner distancia, lo que pretendía era alejarme de vos, como si eso pudiera borrar lo que siento. Tarde comprendí que hacerlo era simplemente imposible, porque te llevo dentro de mí. Te aseguro que intenté, de todas las formas posibles, rehusarme a reconocer el sentimiento que guardo por vos, pero no pude. No quería atarme a nadie; menos aun arriesgarme a la posibilidad de perderlo después. Cuando supe lo que me ocurría, me di cuenta de que no tenía nada para ofrecerte. Creía que te merecías algo mejor, a alguien que te diera lo que yo no podía darte. Pero tampoco soportaba verte al lado de otro. Por eso decidí irme. Quise volver al lugar donde comenzó todo, pero no pude regresar a Masallé porque esas tierras están ocupadas por el autor del terrible ataque. Me uní a la tribu comandada por Martín Rondeau. Allá volví a sentirme otra vez ese chico que fui alguna vez, feliz de estar con los míos. Pero tu recuerdo no me permitía serlo por completo. Siempre te dije que no quería lastimarte, pero me di cuenta de que eso es lo que estuve haciendo hasta ahora. Vos conocés solo una parte de mí, la que muestro en la estancia, pero soy también el indio que disfruta de la vida en la tribu pese a que vivir allí sea muy duro. La miseria es algo de todos los días. Los conflictos en la línea de los fortines son moneda corriente. Creí que estaba preparado para vivir de ese modo; aquella también es mi gente y me gusta estar con ellos, pero no tuve en cuenta que sin vos nada vale la pena. Llevarte allá significaría ofrecerte una vida de penurias que no estoy dispuesto a darte. Por eso elegí quedarme a tu lado. —Detuvo su relato para mirar los ojos de ella colmados de lágrimas que le caían por las mejillas—. Te amo como nunca creí ni soñé que podría hacerlo. Ahora quisiera que me digas si aún me amás como me dijiste alguna vez.

María no contestó, se quedó absorta por lo que acababa de escuchar, inmersa en el estado de ensoñación en el que se encontraba desde que había comenzado a hablarle. Solo atinó a arrojarse en sus brazos y, cuando sintió que él la abrazaba como si le fuera la vida en ello, dejó salir el llanto que había tratado por todos los medios de contener. Sobre el pecho de él, descargó sus lágrimas que barrieron con toda la angustia que la había acompañado ese último tiempo. No tardó demasiado en darse cuenta de que aún le debía una respuesta. Apenas logró separase de él, levantó la cabeza para contestarle mientras él le acariciaba la mejilla y limpiaba con el pulgar algunas de las lágrimas que aún le caían por el rostro.

—Te amo más allá de todo. Nunca dejé ni dejaré de amarte.

María no terminó de decir esas palabras que su boca se selló con la de Ignacio en un beso cargado de un amor tan intenso que les encogía el alma.

Ese momento les pertenecía con tanta fuerza que solo dio lugar a las caricias postergadas y a los besos anhelados por tanto tiempo.

—Igna, ¿qué es esto? —preguntó María al rozar el amuleto que le colgaba del pecho.

—Me lo regaló alguien muy especial de la tribu antes de morir —contestó al recordar al capitanejo Calguneo—. Está hecho de hueso y plata. Me dijo que, de esa manera, nunca olvidaría Vorohué, que es el sitio del que provenimos y significa “lugar de los huesos”.

—Quiero que me lleves a conocer a tu gente —le dijo acariciando el amuleto. Luego le dio un beso.

La imagen de ellos dos a orilla de la laguna era absolutamente conmovedora.

—Te lo prometo —contestó contento por lo que le estaba pidiendo.

Para Ignacio, que ella quisiera estar con su gente lo elevaba aun más del estado de plena felicidad en el que se encontraba.

—No quisiera irme, pero debemos regresar —dijo él, consciente del tiempo que había trascurrido.

—¿Tan rápido?

—No tan pronto —contestó dándole otro beso en la boca.

Recordó la charla que había tenido con Sara cuando llegó a la ciudad y se dijo que debería hablar con ella sin demora.

—Si mal no recuerdo, la última vez que estuvimos acá te reté a una carrera y te gané, ¿o me equivoco? —dijo María con el rostro iluminado de felicidad.

—Así es, ibas arriba de Black —respondió alcanzándole las riendas—. Acá lo tenés.

—Tuve el mejor maestro, así que te resultará difícil vencerme —lo desafió y lo besó al mismo tiempo.

—No intentes distraerme —respondió en alusión al beso—. No pienso darte ventaja.

—Vamos, entonces. La llegada es la misma que la otra vez.

—Entendido.

Colocaron los caballos juntos y una mirada de soslayo bastó para indicar el comienzo de la carrera. El ímpetu de los animales armonizaba con el de los jinetes, que, sin tregua, intentaban llegar hasta la meta. A medida que avanzaban, dejaban una nube de polvo tras de sí. Ninguno de los dos quería darle ventaja al otro. Ignacio sacó una leve diferencia en el último tramo, lo que hizo que se llevara el triunfo.

—Esta vez me esforcé un poco más —dijo al ver el rostro radiante de María por el disfrute de la carrera.

La muchacha se acercó a él y se inclinó para darle un beso que él respondió.

—Es que no quise cansar a Black —comentó la muchacha, con una sonrisa.

—¡Justo vos! Sí, claro —respondió y lanzó una carcajada.

—El otro día me conmoví al verte domar ese potrillo —dijo acariciándole la mejilla.

—Gracias, creo que lo voy a sacar bueno —le contestó con un beso en la palma de la mano.

—Se acordaba de vos.

—Sí, por suerte no me costó volver a relacionarme con él otra vez. ¿Vamos?

—Vamos.

Regresaron a la estancia sin apuro, acompañados de las risas que despertaba la charla mantenida en el camino.

Dejaron los caballos y, cuando se dirigían a la casa, Ignacio vio que Sara estaba en la huerta.

—Tengo que ir a hablar con tu madre. —La vio hacer un mohín—. No pongas esa cara, es solo un rato.

—Solo un rato —repitió con una sonrisa que se borró de inmediato y agregó—: Igna, con mamá hemos tenido varias discusiones en este último tiempo. Ella no es partidaria de que vos y yo estemos juntos.

—Lo sé; justamente eso es lo que quiero arreglar.

Sara estaba desde hacía rato en la huerta, inquieta por la salida apresurada de María e Ignacio. Vio que acababan de llegar y que el joven se dirigía hacia ella.

—¡Al fin volvieron! —exclamó la mujer, que se levantó de inmediato.

—Acabo de hablar con María.

—Espero que hayas cumplido con lo que prometiste.

—Te aseguré que no la iba a hacer sufrir y creo que, desde ahora, eso dejará de ocurrir porque le confesé que estoy enamorado de ella, que no pienso alejarme de su lado.

Los ojos negros de Sara mostraron la sorpresa que la había asaltado de repente.

—¿Te vas a llevar a mi Mary? —preguntó con angustia.

—¿Creés que lejos de todos ustedes ella sería realmente feliz?

—Solo sé que por vos es capaz de cualquier cosa.

—Nunca le pediría algo así. Solo sé que jamás hablé tan en serio como esta vez con ella. María es lo que más quiero en este mundo —dijo con los ojos brillantes de emoción.

—Ignacio, lo que te dije en la ciudad no fue porque no te quisiera, sino porque no quiero que ella sufra más.

Hubo un instante en el que solo quedaron reverberando esas palabras, con un eco que no terminaba de sellar un significado. Luego, Sara lo abrazó como una forma muda de expresarle lo conmovida que estaba.

—Lo sé, pero no tenés por qué preocuparte.

—Me pone muy feliz por ustedes.

—A mí mucho más.

El clima en la estancia era de absoluta armonía. María le había contado lo ocurrido a Clara, quien estaba feliz de que, al fin, pudieran estar juntos.

—Si pretendés algo con mi hermanita, me vas a tener que pedir su mano —le dijo Martín al verlo entrar al escritorio.

—Parece que las noticias corren rápido —le contestó con una sonrisa.

—¡Al fin! —dijo cuando se levantó del sillón para darle un abrazo.

Él más que nadie había sido testigo de lo que ambos habían sufrido y del amor que los unía, aunque Ignacio intentara negarlo.

Antes de la cena, aprovecharon para tratar algunos temas que habían quedado pendientes y analizaron uno de los libros para verificar los números que arrojaba la actividad ovina. La compra de algunos caballos estaba también en el inventario de actividades, pero, según había informado Ignacio, próximamente iría John Taylor para tratar en persona algunos asuntos, según lo que le había dicho en la ciudad. La charla se interrumpió cuando les avisaron que estaba lista la cena, y siguieron conversando en la mesa. Las mujeres estaban muy entretenidas con sus temas.

—Si les parece, mañana podemos ir al pueblo, así Maureen lo conoce. Necesito unas esencias para hacer más velas. Hace tiempo que no las hago.

Aunque Ignacio conversaba con Martín, no dejaba de estar pendiente de las palabras de María. Cada tanto sus miradas se cruzaban, y una sonrisa asomaba en el rostro de la joven.

—Es una excelente idea —dijo Sara, feliz por verla tan animada otra vez.

—Me encantaría —señaló Maureen—. ¿Y vos, Clara? ¿Nos vas a acompañar esta vez? —dijo en franca alusión a que la muchacha no había sido parte del almuerzo. La hija de John Taylor lo había tomado como un desplante.

—No me lo perdería por nada —contestó Clara, que pensaba aprovechar la visita para ir a ver al doctor.

Últimamente no se había sentido bien, pero no quería preocupar a Martín ni al resto de la familia en un día tan especial como ese.

La cena terminó y se retiraron a descansar. Antes de ir a su cuarto, María se acercó a Ignacio, que estaba aún sentado.

—Mañana temprano te voy a esperar con unos amargos. No sabés cuánto extrañé nuestros desayunos —le susurró al oído.

Ignacio le tomó la mano y la besó antes de responder:

—No más que yo.

Una vez más, la armonía volvía a reinar en La Plegaria. Las cosas parecían acomodarse de a poco. Todos los habitantes de la estancia esperaban que ese sosiego se extendiera, indefinido, en el tiempo.