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Martes, 11 de octubre

 

Anya apenas había podido dormir esa noche, se sentía muy alterada por su hallazgo y sus implicaciones. Estaba demasiado excitada para seguir tumbada en la cama, así que se levantó y se vistió para ir a correr. Además, esa mañana había vuelto a salir el sol, el cielo estaba despejado y de un bonito color azul, después del encapotado día anterior, eso sólo podía presagiar algo bueno, todo iba a salir bien, se decía para intentar calmarse.

Cogió a Kika, y la encerró en la cocina, no estaba dispuesta a que en ese rato saliera de la casa y le pasara algo mientras ella se dedicaba a su carrera matutina. Felisa le había dicho que se la podía quedar cuando quisiera, pero por un lado, no quería cargar a la pobre mujer con esa responsabilidad, y por otro lado, no confiaba en que Felisa no la perdiera de vista, ya era una mujer mayor que no podría estar atenta a todos los movimientos de la gata, que a veces se escondía en los sitios más recónditos. Aunque no pensaba olvidar el ofrecimiento, porque no dudaba que iba a necesitarlo.

Había alargado el tiempo de correr de media hora a tres cuartos de hora, ya no necesitaba parar a descansar en ningún momento, de hecho, llegaba a casa con energía. Estaba muy orgullosa de sus avances. Esa mañana había decidido seguir la orilla del río, por lo que tuvo que cruzar un puente que había a pocos metros de su propiedad, a partir de ahí, había una senda paralela al río. Se dijo que tendría que coger más a menudo ese camino, en vez de correr por el pueblo, este recorrido era mucho más bonito, aunque había algunas zonas embarradas por las recientes lluvias, pero fáciles de evitar.

En los laterales del sendero había castaños, y ya en el suelo aparecían caídos los primeros frutos. Cogió un erizo que estaba abierto y sacó la castaña, se la metió en el bolsillo y continuó con su itinerario, luego en casa se la comería. En su propiedad tenía un par de castaños a la ribera del río, tendría que ver si ya habían caído las castañas, quizás podría hacer un pastel como le enseñó su abuela cuando era cría. Eso la hizo acordarse de una estrofa de Góngora, que solía repetir ella cuando iban a recogerlas al bosque:

‘Cuando cubra las montañas

de plata y nieve el enero,

tenga yo lleno el brasero

de bellotas y castañas,

y quien las dulces patrañas

del rey que rabió me cuente,

y ríase la gente.’

Cuando se dio cuenta de que ya llevaba media hora corriendo, decidió darse la vuelta. Aún iba con tiempo, pero no quería retrasarse por nada del mundo.

Después de haber desayunado y haberse dado una relajante ducha, salió de casa. Fue primero a casa de Felisa a dejarle a Kika a su cuidado, esta vez prefería no dejarla encerrada, no sabía cuánto le iba a llevar su cita de esa mañana.

–Felisa –llamó desde la puerta abierta–, Felisa.

–Pasa hija. ¿Qué te trae por aquí? –Felisa salía de la cocina, limpiándose las manos en un trapo, se imaginó que ya estaría haciendo alguno de sus exquisitos platos.

–Venía a ver si te podías quedar un rato con Kika, tengo que hacer un recado.

–Claro, no hay problema. Luego vendrás a comer. –Felisa siempre estaba invitándola a su casa a comer, sabía que lo hacía con todo el cariño y la buena intención del mundo, pero a Anya empezaba a darle vergüenza comer allí tan a menudo.– Estoy haciendo un pastel con las castañas que recogí ayer por la tarde. –Insistió.

–Cómo voy a negarme, además, huele de maravilla.

–Pues ya verás cuando esté cocinado. –Dijo la mujer sonriendo.

–Ya he visto que empieza a haber castañas, he estado corriendo y me he encontrado con algunos erizos por el suelo.

–Sí, es la época.

–Bueno, pues me voy, llegaré a eso de las dos, si te parece bien.

–Es perfecto. Mateo también va a venir y me ha dicho que se acercaría sobre esa hora.

–Pues nos vemos en un rato.

Anya salió algo extrañada de que Mateo no le hubiera dicho que iba a ir a comer con su abuela, habían hablado hacía menos de cinco minutos, pero también supuso por qué vendría y sabía que la causa era ella. Sonrió para sí y se puso en marcha.

Tomó la primera desviación para acceder al camino, y continuó ascendiendo. Cuando llegó, vio que había un coche aparcado un poco más allá de la casa, por lo demás, la calle estaba vacía.

Traspasó la valla, el jardín seguía tan descuidado como la última vez. Al ir a llamar al timbre, la puerta se abrió y se encontró con Marta.

–Hola Anya, qué sorpresa. Te he visto en el jardín y he venido a abrirte. Pasa, ¿quieres tomar algo? –Era una mujer encantadora, ¿fingía?, se preguntó.

–No, gracias, no te molestes.

–No es ninguna molestia, acabo de preparar café.

–Bueno, si es así, tomaré una taza. –Aceptó Anya. Fue a sentarse a la mesa del salón, mientras esperaba a su anfitriona. Esta vez la sala estaba limpia y recogida, no como en la ocasión anterior.

–Y ¿qué te trae por aquí? He visto las noticias, qué mal rollo, ¿no? Me refiero a que haya aparecido ahora el cadáver de Jaime en tu casa. Supongo que reabrirán la investigación. Me pregunto quién lo haría. –Dijo compungida. Parecía afectada, aunque intentaba disimularlo.

–Sí, he oído en las noticias que la policía iba a reabrir el caso. ¿Puedo hacerte unas preguntas?

–Claro que sí. Y si ahora me vas a preguntar si puedes grabarme, también puedes hacerlo, quizás todo esto ayude a descubrir al asesino de mi hermana. –Anya sacó el móvil del bolsillo y comenzó con la grabación. Desde la última vez que habían hablado, había descubierto muchas cosas que quería tratar con ella.

–Tengo entendido que tu hermana montó una ONG para ayudar a las víctimas de accidentes de tráfico. –Marta parecía algo confusa.

–Me sorprende que te hayas enterado.

–¿Por qué?

–Aunque no te lo creas, era un secreto, y lo llevaba muy bien guardado, sólo lo sabíamos un par de personas, su gente más cercana, y nunca salió de ese círculo. Para que luego digan que hay secretos que no se pueden guardar en este pueblo.

–¿Por qué lo llevaba tan en secreto? No es algo para esconder, estaba ayudando a la gente.

–Como te dije, Elena era muy suya, y muy tímida, no quería que la gente lo supiera, y supongo que tampoco quería tener a las víctimas rondando por su casa, en algún sitio tiene que estar la separación entre la vida privada y la laboral, por decirlo de alguna manera. Así que aunque trabajaba en el hospital media jornada, el resto del tiempo lo dedicaba como voluntaria a su propia ONG.

–Tengo entendido que se gastó todo lo que sacó de la venta del piso en esa ONG, aun siendo la herencia de vuestros padres.

–Es verdad.

–¿Y a ti eso no te molestó?

–No entiendo a qué te refieres. –A Marta no le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación.

–Me refiero a que tú, bueno, Jacinto y tú siempre teníais problemas económicos, y podías haber vivido más desahogada si te hubieras quedado con la mitad de la venta del piso, al fin y al cabo, te correspondía.

–Bueno, con ese dinero creamos aquí una vida, nos compramos un piso en el que vivir, y el resto, que no era mucho, Elena no lo despilfarró, lo utilizó para ayudar a la gente. Es verdad que en aquel momento me dolió, pero ahora lo entiendo. También reconozco que hoy en día tengo suficiente dinero para no pasar penalidades durante el resto de mi vida. –Eso era una declaración interesante, pensó Anya.

–Eso he oído. ¿De dónde salió el dinero?

–Pues como habrás oído, me tocó la primitiva. –Empezaba a sentirse incómoda con las preguntas, por lo que contestó a la defensiva.– Anya, ¿a dónde quieres ir a parar?

Anya sacó las fotografías del bolsillo de su chaqueta y se las puso delante a Marta. Ella estaba confusa, no entendía qué ocurría. Tenía delante fotografías de Elena y su familia, todos felices, pero también tenía a su hermana asesinada, con esa mirada muerta en los ojos, a sus tres sobrinos apuñalados de forma cruel. Se tapó la cara con las manos y empezó a llorar desconsoladamente.

–Marta, mira estas fotos. En todas ellas Elena lleva el collar que ahora mismo llevas colgado en el cuello, y sin embargo, en la foto en la que aparece asesinada el colgante ha desaparecido. –Al oír esas palabras, Marta se quitó las manos de la cara, tenía los ojos anegados de lágrimas, pero empezaba a salir su rabia de dentro, Anya lo podía sentir.

–Crees que yo asesiné a mi hermana y a mis sobrinos. –Se levantó de forma brusca, lo que hizo que se volcara la silla en la que estaba sentada.– Estás loca, yo los quería, eran mi familia, la única familia que me quedaba.

–Entonces explícame lo del collar. –Marta colocó la silla en su sitio y volvió a acomodarse en ella, intentando tranquilizarse.

–Cuando recogí sus cosas de la casa, lo encontré tirado en un escalón de la escalera, y lo reconocí, era el que llevaba siempre puesto. Sin pensármelo dos veces me lo puse y no me lo he vuelto a quitar, ni siquiera pensé que podía ser una prueba de lo ocurrido, para mí era lo poco que me quedaba de ella, un recuerdo, un tesoro. Se lo regaló mi madre al cumplir dieciocho años. Cuando mis padres murieron, ella no se lo volvió a quitar. –Parecía que tenía sentido, pero no era a Anya a la que tenía que convencer.

–¿Y el boleto de la primitiva? –Marta estaba cada vez más estupefacta.

–No sé a qué te refieres.

–En realidad sí sabes a lo que me refiero. No te tocó a ti, ¿verdad? –Anya se tiró un farol, no tenía ninguna prueba de eso, simplemente se basaba en su hipótesis. Marta sabía que no podía seguir ocultándolo, lo había descubierto, y la verdad, es que ese era un buen momento para sincerarse con alguien, era lo que llevaba haciendo toda la conversación, todo lo que allí había contado, nunca se lo había dicho a nadie.

–Cuando estuve recogiendo las cosas de mi hermana, lo encontré. Estuve a esto de tirarlo. –Pegó el pulgar y el índice de la mano, indicando lo poco que le faltó.– Pero lo guardé en la cartera. No veas la cara que se le quedó al lotero cuando comprobó la numeración, él fue quien me informó que el boleto había sido agraciado con varios millones. Más tarde, revisando las cosas de mi hermana, me encontré con un diario en el que había escrito que les había tocado la primitiva, asustada arranqué esa hoja y me deshice de ella.

–Marta, sabes que todo esto son pruebas incriminatorias que te acusan del asesinato de tu hermana y su familia.

–Pero yo no lo hice Anya, tienes que creerme. –Anya vio la sinceridad reflejada en sus ojos, pero, ¿estaría actuando?

De repente, entraron varios policías que habían estado escuchando toda la conversación desde una furgoneta situada a la vuelta de la esquina, gracias al micrófono que llevaba Anya debajo de la ropa. También entraron los dos detectives que habían estado esperando en el interior del vehículo que había visto antes de entrar en la casa. Uno de ellos se acercó a Marta y procedió a su detención, le leyó sus derechos y le informó de qué se la estaba acusando. Mientras, ella lloraba desconsolada.

–Anya, tienes que creerme, yo no lo hice, soy inocente. –Repetía una y otra vez entre sollozos. Anya no dejaba de preguntarse si no se habría equivocado, si no habría cometido un terrible error, sintió un escalofrío que le recorrió la espalda.

–Muchas gracias señorita Sáez, ahora también contamos con un móvil, el boleto. –Le dijo el otro detective.

Fue entonces cuando entró Mateo en la casa, había estado esperando fuera, en la furgoneta con los policías, preocupado por ella. Se acercó y la abrazó.