EPÍLOGO
Cuando era niño y fantaseaba con la idea de viajar, tenía una imagen muy concreta de lo que se suponía que tenían que ser los viajes y las aventuras.
Quizás es verdad que esta idea tan precisa era fruto de una mezcla explosiva entre los cuentos de Las mil y una noches, las aventuras de Los Cinco, los libros El señor de los anillos, los cómics de Tintín y la imaginación incontrolable de un niño de ocho años…, pero, aun así, yo sabía lo que buscaba.
Por eso, cuando empecé a viajar con mis padres, tuve claro desde un primer momento que se estaba produciendo algún tipo de confusión: aquello no podía ser viajar. Por mucho que intentaran convencerme de lo contrario, yo tenía muy claro que en mis aventuras nunca habían aparecido los horarios, ni los hoteles, ni las colas eternas, ni los aeropuertos llenos de turistas, ni las excursiones planificadas, ni las largas horas de relax en la playa, ni siquiera los helados (a pesar de que con estos quizás habría hecho una excepción).
Con el tiempo, poco a poco empecé a darme cuenta de que quizás las cacerías de orcos, los palacios rebosantes de tesoros por descubrir y los sherpas tibetanos que te rescatan en el último momento tampoco podrían ser…, pero, a pesar de que ya no tenía tan claro qué eran los auténticos viajes, todavía sabía perfectamente qué no eran. Por eso, a medida que pasaban los años, cada vez se hacía más evidente que al final llegaría el día en que ya no podría resistir más mi curiosidad. Y naturalmente el día llegó, yo me fui a viajar… y por fin pude comprobar que no todo habían sido imaginaciones mías, y que realmente había un mundo lleno de aventuras (¡aventuras, no vacaciones!) esperándome ahí afuera.
Han transcurrido cinco años desde entonces y, a pesar de que todavía no he encontrado ningún orco (sigo buscando…), sí que ha habido muchos momentos en los que he sentido que, sin saber cómo, había conseguido hacer realidad las aventuras con que soñaba de niño.
Momentos en que he sentido que había encontrado algo mágico, extraño e irrepetible, como el cielo lleno de estrellas junto a una hoguera nocturna de la cueva de un beduino del desierto; los primeros rayos de sol de la mañana en el escondrijo de la cubierta de un barco para el que no tenía billete; el viento de una tarde acariciándome el rostro en lo alto de un camión destartalado que avanzaba entre las montañas; los olores desconocidos de un mercado exótico para explorar; la canción de cuna de una madre indígena para su bebé en una isla remota sin nombre; los tímidos besos de una chica de Malasia a quien sabía que no volvería a ver; el comedor lleno de muñecas, tazas y recuerdos ya olvidados en una casa abandonada de Japón…, todos aquellos momentos en que, por alguna razón inexplicable, sentí que el mundo era un lugar antiguo y misterioso, y que explorarlo era lo más indescriptiblemente fascinante que nunca tendría la suerte de experimentar.
Son estos momentos de los que os hablo, así como la embriagadora libertad de sentirse totalmente desvinculado, independiente y autosuficiente, y la extraña sensación de caída libre que experimentas cuando sabes que a tu futuro no le queda absolutamente ningún tipo de seguridad ni de previsión posibles, los que hacen que viajar tenga algún sentido. Y si conseguís imaginar todo esto, aunque sea durante un instante, entonces quizás entenderéis por qué un día elegí no conformarme con las vacaciones en la piscina de un hotel, y acabé haciendo cosas tan incomprensibles como dedicarme a dar vueltas por el mundo sin planes ni dinero.
Pero bien, creo que una vez más ha llegado el momento de despedirnos, a pesar de que, como siempre, esto es cualquier cosa menos el final de mis viajes. Mientras escribo estas líneas me dispongo a viajar desde Barcelona hasta la otra punta del mundo, Nueva Zelanda, limitándome a hacer autoestop y sin utilizar dinero en todo mi viaje… ¡y esto es solo el comienzo!
Y a pesar de que no tengo ni idea de dónde iré a parar, qué haré o cómo lo conseguiré, hay algo que sí tengo más que claro: vaya donde vaya, no pienso desaprovechar ni un solo instante de felicidad…
¡y ojalá que vosotros hagáis lo mismo!