NUAKCHOT, DESIERTO Y MÁS DESIERTO...

EN MAURITANIA, CLARO

Siempre he pensado que, en muchos aspectos, las fronteras son como los tiburones: ambos son agresivos por naturaleza, ambos son capaces de reducir a un turista desprevenido en un despojo humano, y, a pesar de que todavía no me he encontrado con ningún tiburón, estoy seguro de que, cuando los ves aparecer frente a ti, la sensación de indefensión también debe de ser similar. Pues bien, en la taxonomía de las fronteras, las africanas vienen a ser el equivalente a la rama más sanguinaria y violenta de tiburones blancos y, por si esto no fuera suficiente, llegar sin visados ni dinero es como decidir acariciar al tiburón mientras estás recubierto de deliciosa sangre de conejo recién degollado. En definitiva, no es una buena idea…, ¿pero no creéis que la vida sería demasiado aburrida si solo escogiéramos las buenas ideas?

Con todo, tengo que aceptar que, aunque elegir una mala idea siempre puede ser interesante, nunca va mal elegirla un poco planificadamente. Y es que a pesar de las escalofriantes historias que había oído sobre turistas obligados a retroceder seiscientos kilómetros para conseguir un visado, los rumores sobre las fronteras completamente bloqueadas y mis inevitables fantasías sobre fronteras asesinas en forma de tiburón, en ningún momento del viaje me había molestado en pensar qué haría cuando llegase a la frontera.

Me imaginaba que llegaría, saludaría a los guardias amablemente y ellos me dejarían pasar con idéntica amabilidad. Al fin y al cabo, ¿qué es una frontera? Una tontería burocrática, una línea imaginaria que no significa nada en concreto. ¿Y quién iba a decirme que existía gente que se tomaba aquella línea tan en serio…?

Pero existía…, ¡oh, y tanto que existía!

El primer día me sorprendió, pero no me desesperó. Supuse que solo era una especie de prueba de paciencia, y decidí que sin duda mi mal francés me había hecho entender cosas que no eran, como cuando me había parecido que me decían que «estaba loco si creía que me dejarían cruzar la frontera sin un visado de Rabat». Tenía que ser un malentendido, por supuesto; no pretenderían obligarme a retroceder más de mil kilómetros hasta la capital haciendo autoestop solo porque me había «olvidado» de pagar un visado insignificante. Imposible. Del todo.

Al menos la comida no me preocupaba, porque en la frontera había un restaurante y su propietario (que debía de saber mejor que nadie lo que me esperaba) se había apiadado de mí y siempre que tenía hambre me daba una especie de carne con arroz bastante aceptable. Solo era cuestión de tener paciencia y tarde o temprano acabarían por dejarme pasar, o al menos esto es lo que me repetí a mí mismo antes de irme a dormir, derrotado, la noche del primer día en la frontera.

El segundo día ya fue peor. No solo comprobé que la paciencia y la indiferencia de los oficiales de la frontera no mostraban ni una fisura de compasión: también descubrí que eran tanto o más listos que yo. Mi intento de cruzar la frontera escondido en un coche fracasó estrepitosamente, y cuando intenté cruzar el control de los militares a pie para embarcarme en un coche en el otro lado también me detuvieron. Y lo peor es que con cada intento fallido los guardias estaban más alerta a todos mis movimientos, por mucho que me esforzara en fingir la más absoluta inocencia en cada uno de mis actos.

Hacia el final del segundo día, mi moral empezaba a caer en picado. Por primera vez en mi vida me encontraba ante unas personas completamente inmunes a la compasión, de quienes no tenía forma de hacerme amigo, y que no ofrecían ninguna oportunidad de intentar caerles en gracia; ni siquiera el idioma me ayudaba. Tenía un total de unos quince euros, una suma claramente insuficiente para cualquier soborno, y la perspectiva de deshacer todo mi camino era sencillamente deprimente.

Empezaba a creer que estaba destinado a la derrota… sin saber que sería al día siguiente, al tercer día, cuando se produciría el milagro.

9 de julio de 2009

Cuando me he despertado y me he sorprendido preguntándome por qué nadie había tenido la genial idea de instalar una red de aspersores en el desierto del Sáhara, he sabido que tenía que cruzar hoy o el calor y la burocracia me volverían loco definitivamente (ya me imagino los titulares: «Niño europeo loco se come su pasaporte en señal de frustración en una frontera de Mauritania. Un equipo de psicólogos se dirige hacia el lugar de los hechos, pero su estado mental parece irrecuperable»). Al final he decidido que, por mucho calor que hiciera, si hoy volvía a fallar intentando cruzar por las buenas, me dirigiría hacia el desierto y daría tanta vuelta como hiciera falta para cruzar la frontera fuera de la vista de los guardias, como última alternativa.

Sin embargo, esta vez, en cuanto me he acercado a la oficina, me he dado cuenta de que habían cambiado al funcionario del interior y he decidido que era el momento de volver a intentarlo todo desde el principio.

He buscado algún conductor que quisiera llevarme en su coche, para dar mejor imagen, y hemos aparcado a unos veinte metros de la oficina, de forma que le he dado mi pasaporte y le he enviado a conseguirme el sello. Quién sabe, quizás él tendría más suerte que yo, y conseguiría entender qué era lo que querían de mí todos aquellos guardias tan pesados.

Desgraciadamente, el pobre mauritano, que seguramente solo deseaba cruzar la frontera en paz y que ya debía de arrepentirse de haber recogido a aquel maldito niño europeo indocumentado, ha regresado al cabo de un momento para decirme que me faltaba un visado y que, como era de esperar, sin dicho visado no me dejarían cruzar la frontera. La misma historia de siempre.

Este intercambio se ha ido repitiendo, hasta que el pobre hombre ha terminado harto de su breve y frustrante carrera como mensajero de aduanas, y yo me he dispuesto a ir a la oficina en persona…, solo que, dado que la silla estaba en el maletero del coche, he ido arrastrándome.

Yo iba mentalizado y dispuesto a llorar, suplicar y vender mi alma a Alá si hacía falta, pero entonces la situación ha dado un giro radical que de repente me ha hecho comprender cuál sería mi estrategia para cruzar fronteras africanas en el futuro. Resulta que, en el momento en que el oficial de la aduana ha visto que me dirigía hacia él arrastrándome por el suelo, se ha empezado a poner inexplicablemente nervioso. Me he dado cuenta de que aquello le incomodaba por algún motivo, así que me he asegurado de gritar fuerte que era él quien me estaba diciendo que mi pasaporte no servía, y que por eso me veía obligado a ir arrastrándome a su oficina.

Aún ahora me pregunto los motivos exactos de su comportamiento, pero supongo que, sencillamente, aquel pobre hombre de la frontera ha empezado a sentir miedo o remordimientos al ver que estaba obligando a arrastrarse por el suelo a un pobre discapacitado. Quizás ha pensado que su supervisor podría no interpretar correctamente la situación, o quizás Alá siente debilidad por los discapacitados y castiga salvajemente a todo aquel que los hace arrastrar innecesariamente por el suelo. Fuera por el motivo que fuera, al cabo de unos instantes el funcionario se ha acercado para decirme que me quedara en el coche, que él se encargaría del resto… y ha tenido lugar el milagro.

Minutos después, en mi pasaporte había un flamante sello lleno de indicaciones que venían a significar un «sí, es rarillo, pero de todos modos dejadlo pasar»…, y yo sabía exactamente qué situación tenía que recrear en mis futuros intentos de cruzar aduanas.

El hombre con quien crucé la frontera de Mauritania se relajó considerablemente cuando finalmente estuvimos lejos del lugar, tanto que incluso se ofreció a llevarme todo el trayecto hasta su propio destino: nada más y nada menos que la capital de Mauritania, Nuakchot.

Es obvio que yo no pretendía encontrar un pueblecito con cuatro cabras, tratándose de la capital, pero tengo que admitir que nada de lo que me hubiera podido imaginar me habría preparado para el espectáculo que me esperaba a mi llegada: una fiesta absoluta y generalizada, con música y ruido por todas partes, y toda la ciudad y las calles inundadas de unas tiendas blancas llenas de gente que tenían todo el aspecto de ser la versión mauritana de las discotecas. Parecía como si todos los habitantes de la ciudad estuvieran en la calle en una tienda u otra, bebiendo o fumando o riendo, y finalmente empecé a entender por qué me habían puesto tantas pegas para entrar en el país: ¡querían quedarse toda la diversión para ellos solos!

Bien, de hecho, lo que no sabía era que todo esto tenía una explicación bastante más sencilla: resulta que, en Mauritania, la gente tiene una manera de encarar la política un poco diferente de la nuestra. Allí, en lugar de celebrar mítines sin credibilidad y de ofrecerte argumentos de propaganda que en el fondo no te interesan, los políticos utilizan un método completamente diferente (y mucho más eficaz) para conquistar a sus votantes: organizan fiestas.

Así se explica que, a lo largo de la ciudad, fuera por donde fuera, no hiciera más que encontrarme decenas de aquellas tiendas plantadas en medio de la calle. Del interior de cada una de ellas llegaba el ruido de la música a todo volumen, el olor de la comida, y las risas de los mauritanos totalmente decididos a votar por aquel partido… al menos hasta que llegaran a la tienda de al lado, claro.

Al final, después de mi primer día en Nuakchot en plena festividad política, tuve que reconocer que, pensándolo bien, el suyo es un sistema infinitamente más avanzado que el nuestro. Al fin y al cabo, todos sabemos que, te encuentres donde te encuentres, los políticos acabarán por decepcionarte. Te mentirán, o no cumplirán sus promesas, o algún informe demostrará que siempre habían sido corruptos. Pero, aceptando que inevitablemente acaben por aprovecharse de ti, no tiene punto de comparación si al menos puedes reírte y decir: «Sí, sí, pero cómo me atiborré en su tienda el día antes de las elecciones». Por no hablar del hecho de que, al menos una vez al año, puedes sentirte contento de verdad por el hecho de que la política exista. Es, es…, es como si celebráramos el día de las barreras del metro, o de los pasaportes, o de los pingüinos, o de cualquiera del resto de las cosas sin sentido que existen en este mundo. Decididamente, es un paso adelante que todos deberíamos plantearnos.

Volviendo a la ciudad, no sé si sería por el buen humor de la fiesta, pero enseguida noté que en Mauritania se respiraba un ambiente diferente del de Marruecos. La actitud de la gente, la manera de andar por las calles, y el hecho de que me invitaran a dormir en una casa a los cinco minutos de llegar, todo ello me recordaba mucho más a Sudamérica que lo que había visto de África hasta entonces. Ya me habían advertido antes de partir que el norte de África era muy diferente del resto, y yo esperaba de todo corazón que aún hubiera más cambios. La verdad es que me moría de ganas de llegar a Senegal, de ver cómo era el África negra (o, al menos, el África oscurecida, si es que Senegal todavía se considera demasiado al norte), y seguramente esta fue la causa de que enseguida empezara a calibrar mis opciones para irme de allí, pese a que me hubiera encantado quedarme para seguir comparando las opciones políticas de los mauritanos… para aconsejarles siempre que pudiera, por supuesto.

Por otro lado, ahora que ya tenía una cierta experiencia en el tema de viajar por África, tenía la impresión de que irme de allí no sería fácil. Las carreteras kilométricas y desérticas, con poco o nada de tránsito, siempre son problemáticas para hacer autoestop, y parecía que en aquellos momentos el país entero estaba paralizado por las elecciones. Sí que me imaginaba que me las acabaría arreglando de una manera u otra, naturalmente…, pero por nada del mundo habría adivinado que estaba a punto de empezar una de las aventuras más peculiares de mi vida, y todo por un enorme malentendido.

De: Albert

Para: Casa

Enviado: sábado, 18 de julio de 2009

[…] Y el caso es que, el día después de cruzar la frontera mauritana, lo único que sabía del país (porque, por no saber, no sabía ni pronunciar el nombre de su capital) era que dos ambulancias de la ONG española Dentistas sobre Ruedas lo estaban cruzando en dirección a Senegal. Ellos mismos me lo explicaron cuando me recogieron haciendo autoestop por Marruecos, y en aquellos momentos no podían estar a más de unas horas de distancia.

El autoestop, una vez hube llegado a Nuakchot, demostró ser una opción poco viable, y los conductores de autobuses, si existían, tenían todo el aspecto de estar en plena celebración política. Así me encontraba, sentado delante de la infinita carretera que se extendía más allá de la ciudad, cuando de repente se produjo la conexión neuronal adecuada y sentí como la emoción y la diversión anticipadas empezaban a extenderse por mi mente maquiavélica. En mi cabeza se estaba perfilando un plan, y ofrecía el aspecto de ser uno de aquellos planes que recuerdas durante mucho mucho tiempo.

Así pues, cuando instantes después vi como se acercaba una especie de camioneta con los dos únicos asientos ocupados y (para añadir un toque surrealista) un camello en lo alto de la parte de atrás, supe que había llegado el momento: me lancé hacia el vehículo con toda la desesperación que era capaz de fingir, e inicié la atropellada y confusa explicación (en mi patético francés) de mi desafortunada tragedia.

Según intenté hacer entender con mi limitado vocabulario, un terrible malentendido me había separado de las dos ambulancias de la ONG europea (europeo es una palabra tan mágica, en África…) con las que viajaba, y ahora mi única esperanza era que me ayudaran a reencontrarlas. La historia era inverosímil, lo reconozco, pero un niño catalán con los cabellos azules y una silla de ruedas en medio del desierto del Sáhara todavía lo es más, así que los engranajes empezaron a girar.

Sin necesidad de dar más explicaciones, fui transportado directamente hasta el control de policía siguiente, en un trayecto en el que tuve la oportunidad de comprobar que los camellos son unos compañeros de viaje tranquilos y la mar de amables, a pesar de ser un poco callados. En el control de policía confirmaron que, efectivamente, aquella mañana habían circulado por allí dos ambulancias españolas… y fue entonces cuando se abrió la caja de Pandora.

Yo solo había tenido la intención de añadir una pizca de emotividad a mi historia, para ver si así conseguía un poco de colaboración extra en mis intentos de autoestop por el desierto…, pero, considerándolo con perspectiva, creo que hubiera debido prever mucho antes lo que mi historia desencadenó entre los policías y conductores de Mauritania: para ellos, yo era un pobre niño europeo perdido en medio del desierto, con sus acompañantes a pocas horas de distancia… y una recompensa incalculable esperando al afortunado que me devolviera sano y salvo. La idea de la recompensa surgió de ellos mismos, sin la menor intervención por mi parte, y ninguno de mis intentos de explicar que ni yo ni los propietarios de la ambulancia teníamos dinero consiguió menguar su entusiasmo y su fe al respecto.

Al cabo de un rato, la situación en que me encontraba dejó de parecer un intento de ayudarme para transformarse más bien en un enconado campo de batalla: dos conductores me gritaban que fuera con ellos, un policía se ofrecía a llevarme él personalmente, e incluso un jinete de camello intentaba convencerme de que él era la persona más indicada para transportarme hasta donde se encontraban mis amigos. En cuestión de segundos, una hostil oficina de control policial se había transformado en el paradigma de la caridad y la colaboración. Y lo mejor era que las ambulancias no van precisamente despacio… mientras que los coches de Mauritania, por muy rápido que te empeñes en conducir, sí. En otras palabras, si estaba a punto de empezar una persecución por el desierto, lo más probable era que cuando se acabara ya me hubieran llevado hasta la otra punta del país.

A medida que iban pasando las horas, los policías de la carretera nos aseguraban que teníamos las ambulancias «a pocos kilómetros de distancia», pero nunca conseguíamos pillarlas. Se fueron sucediendo los conductores, porque algunos policías obligaban a un conductor a bajarme de su vehículo para enviarme con otro que sin duda sería más generoso en el reparto de la Recompensa, pero yo seguía avanzando al ritmo más constante que había experimentado durante todo mi viaje por África, y en los controles de policía pronto empezaron a recibirme como si fuera un ciclista del Tour de Francia, saludándome con señales de ánimo y aplaudiendo a los conductores que me llevaban con ellos; creo que incluso hacían apuestas para ver en qué kilómetro de la carretera me encontraría con las ambulancias, y quién sabe si a estas alturas ya se ha establecido como tradición popular mauritana la costumbre de celebrar carreras de autoestopista en camello.

En cualquier caso, las ambulancias siguieron avanzando sin descanso, igual que nosotros, hasta que tras un día entero de conducción casi ininterrumpida llegamos al gran río que forma la frontera entre Mauritania y Senegal. A un lado quedaba Mauritania, al otro Senegal… y justo ante nuestros ojos, en el lado correspondiente a Mauritania, se encontraban por fin las dos ambulancias y sus pasajeros, que me saludaron muy amigablemente al volverme a ver (corroborando así mi historia, por suerte). A nuestro alrededor se arremolinaban los mauritanos con expresiones de felicidad, esperando que empezaran a llover billetes de quinientos euros o algo aún más suculento. Tanta era su confianza que ninguno de ellos se inmutó siquiera al ver como el pobre discapacitado que tanto había sufrido para reencontrarse con sus amigos subía a la ambulancia. Quizás algunos se sintieron intranquilos al ver como las ambulancias ponían en marcha los motores, pero los otros debieron de tranquilizarlos, convencidos de que las ambulancias se disponían a rendirles homenaje antes de llenarlos de oro como Cleopatra a su mejor arquitecto. Y fue entonces cuando vieron, con una expresión que nunca ningún poeta podrá describir, como en cuestión de segundos las dos ambulancias subían al transbordador senegalés y desaparecían de tierras mauritanas para siempre jamás.

Indescriptible.