PANAMÁ: PUERTO OBALDÍA,
COLÓN Y MIRAMAR

Como saben casi todas las personas que me conocen ligeramente, pocas cosas más difíciles hay en este mundo que hacerme renunciar a una idea una vez que se me ha metido en la cabeza. Para la mayoría de las personas, es una de aquellas proezas inexplicables y ancestrales que sabes que se han realizado (como construir pirámides sin haber inventado la rueda, o calcular el diámetro exacto de la Tierra con cuatro palos y mucha imaginación), pero que nunca se te ocurriría tratar de repetir, igual que no intentarías desenraizar a mano un bosque de encinas o excavar una bolsa de petróleo en medio del mar con un pico y una pala.

Cuando estoy en Barcelona, mis ideas se limitan a preguntas como «eh, ¿y por qué no nos escondemos en un arbusto de Port Aventura, pasamos allí la noche, y al día siguiente podremos volver a subir gratis a las atracciones?», o «¿debe de haber algún motivo para no trepar hasta lo alto de la enorme chimenea de aquella fábrica? ¡Si incluso tiene escalera!». Nadie se alarma, yo hago lo que sea que toque hacer esta vez, y todo sigue su curso natural.

Desafortunadamente, cuando llegué a Colombia por segunda vez, había pasado muchas y muchas horas de marcha por el desierto planeando precisamente una de estas ideas, que tenía todos los números de convertirse en la aventura más extrema que me había propuesto nunca llevar a cabo: cruzar el Darién Gap sin dinero. Finalmente, había volado desde Santiago hasta Bogotá (la editorial me había prometido tres billetes de avión de tarifa mínima durante el viaje por Sudamérica, y yo no pensaba desaprovechar uno limitándome a hacer el vuelo de ida y el de vuelta), y ahora me disponía a proseguir mi viaje…, pero esta vez, hacia arriba.

De hecho, el problema de viajar de Colombia a Panamá no es ninguna novedad, y se menciona en la mayor parte de las páginas web sobre viajes que pretendan ofrecer una alternativa al avión para desplazarse. Y el problema tiene un nombre: Darién Gap.

Pero ¿qué es exactamente el Darién? Pues se trata, básicamente, de una de las selvas más inhóspitas y salvajes que existen en todo el planeta. Y se da la casualidad de que esta bonita y preciosa selva inexplorada decidió, hace muchos muchos años, irse a vivir precisamente en la frontera entre Colombia y Panamá (quienes os digan que fuimos nosotros quienes llegamos y decidimos colocar la frontera precisamente ahí son unos mentirosos). Todavía en la actualidad no existe ni una sola carretera (de hecho, ni un solo camino) que cruce el Darién. El autoestop, por lo tanto, queda más que descartado, y de ahí que la única manera de cruzar la frontera sea por aire o por mar.

Pero lo divertido no acaba aquí: cuando no se puede viajar por tierra, normalmente la siguiente alternativa pasan a ser los barcos…, pero no en este caso. Los pocos cruceros que realizan el viaje desde Colombia hasta Panamá están casi tan vigilados como los aviones de un aeropuerto y, en consecuencia, colarse es una empresa sin futuro. Así que si eliminamos la tierra, el aire y los cruceros…, ¿qué nos queda? Pues, actualmente, poca cosa. La única alternativa es un intrincado recorrido por una serie de islas y poblados costeros (siempre en los barcos de los pescadores que acepten llevarte) hasta llegar a Puerto Obaldía, que es la isla que hace de frontera marítima entre Colombia y Panamá. Una vez hayas llegado hasta allí, se espera que te felicites a ti mismo por cuanto has conseguido hacer y cojas una avioneta hasta Panamá por cincuenta dólares, porque ningún turista va más allá sin dinero.

Pero cuando a mí se me mete una idea en la cabeza…

De: Albert

Para: Todos los contactos

Enviado: jueves, 5 de febrero de 2009

¡Holaaa! Envío este e-mail a la gente que en los últimos meses me ha preguntado dónde estaba, a la gente que creo que le puede interesar, y a quien me da la gana, básicamente.

Lo último que la mayoría de vosotros sabíais de mí era que durante los próximos días, ahora que ya volvía a estar en Colombia, tenía el objetivo de cruzar el Darién Gap. ¿Y qué es el Darién Gap? Pues, básicamente, unos trescientos kilómetros cuadrados de selva inexplorada, llena de murciélagos vampiro capaces de devorar caballos, que prácticamente nadie en el mundo ha conseguido cruzar por tierra. Evidentemente, no hay carreteras. El Darién es el único obstáculo que impide ir desde Canadá hasta Argentina en coche, básicamente, puesto que incomunica totalmente Colombia y Panamá…, y yo quería ir a Panamá.

Por eso decidí cruzarlo, o intentarlo, y así inicié mi plan para conseguirlo.

Mi idea era cruzarlo por mar pidiendo a los pescadores que me llevaran de isla en isla en sus barcos, puesto que, para añadirle más emoción a la aventura, me había propuesto el objetivo de cruzar el Darién sin dinero (como durante todo el viaje…, ya son seis meses viviendo sin ni un solo euro, ni tres al día ni nada).

Así fue como empezó una de las aventuras más increíbles que nunca he vivido, y que os intentaré contar en este e-mail. La ventaja es que vosotros ya sabéis que estoy vivo, o no estaría escribiendo esto: yo, en cambio, hubo momentos en que no lo tuve tan claro.

Pero empezamos por el comienzo.

Es verdad que, al principio, la idea de cruzar la frontera en las lanchas de pescadores funcionó mejor de lo que me había atrevido a esperar. Se suponía que estábamos en una época de tormentas destructivas, pero durante todo el viaje por el norte de Colombia en barcas de pescador (también llamadas pangas) el clima parecía que no podía ser mejor: de hecho, el primer día no cayó ni una gota de lluvia, y al segundo nos acompañaron un grupo de delfines durante todo el viaje. Dos fenómenos que, sumados a los juegos de magia que inevitablemente hacía en los puertos, consiguieron que dejara de ser Albert y pasara a ser conocido como «el Gringo Mágico»: los pescadores se peleaban, literalmente, para llevarme en su barca porque habían decidido que eso les daba buena suerte, y no sería yo quien intentara convencerles de lo contrario.

Parecía que la cosa no podía ir mejor, y así fue como llegué a Puerto Obaldía, tranquilo y relajado, creyendo que podía dar por superada la travesía del Darién.

Pero había un detalle que quizás debería haber tenido en cuenta, y es que todas las «guías» para cruzar el Darién con poco dinero (los oficiales de Puerto Obaldía me comunicaron que soy el primer occidental de la historia que lo cruza sin ni un dólar) acaban en Puerto Obaldía: allí te dicen que cojas la avioneta hasta Panamá, que solo cuesta cincuenta dólares y que se encargará de que tu travesía concluya feliz y satisfactoriamente.

Pero yo, por supuesto, pensé que rebajarse a pagar cincuenta dólares, cuando parecía que ya había llevado a cabo la parte más difícil sin pagar ni un duro, era una tontería (por no mencionar el detalle de que no tenía cincuenta dólares, claro). Supuse que, si seguía el viaje en barco, me quedaría poco por llegar…, pero no. Por lo visto, no.

Por desgracia, a las pocas personas lo suficientemente estúpidas o lo suficientemente valientes (me cuento en el primer grupo) para seguir desde Puerto Obaldía por mar, les espera una de las aventuras más extremas del mundo. Sobre todo si, además, escogen precisamente la peor época del año para hacer la travesía. Se trata de un trayecto que, entre enero y abril, se considera no navegable debido a las tormentas y al estado del mar, y es por eso que los barcos de pasajeros sencillamente no existen. Pero los problemas no se acaban ahí; aparte del clima y de las tormentas, hay otro factor que se encarga de disuadir a los viajeros normales: por lo visto, antes de llegar a territorios civilizados hay que cruzar el archipiélago Kuna Yala, un conjunto de unas trescientas islas habitadas por los indígenas kunas. Los indígenas son famosos por su sanguinaria revolución llevada a cabo hace ochenta años, que fracasó, pero que todavía celebran (¡los catalanes no son los únicos que celebran una derrota!), no hablan español y tienen islas a las que no van ni los antropólogos. Aun así, la travesía es teóricamente posible, pues todavía queda la alternativa de las pocas lanchas motoras que se atreven a intentar el viaje a cambio de los beneficios que comporta tener el monopolio del comercio con los kunas durante cuatro meses (o, como era el caso de los que acabaron siendo mis compañeros de viaje, porque el estado de la mar reducía considerablemente la cantidad de policías que harían preguntas incómodas sobre todos aquellos motores de lanchas que transportaban y que habían olvidado mencionar en la aduana).

Todo esto no lo he sacado de una película, pero lo parece. Y, evidentemente, la idea de que a pocos kilómetros de distancia hubiera una película de Indiana Jones en potencia me imbuyó de tal poder de convencimiento que al día siguiente de mi llegada a Puerto Obaldía ya me encontraba en una lancha motora en dirección a Colón, la primera provincia «civilizada» de Panamá.

El viaje empezó razonablemente bien, porque entre las trescientas islas Kuna hay islas e islas. Por un lado están las islas salvajes, y del otro las islas más «comerciales» o «turísticas», que son las que han descubierto que, a cambio de no torturar a los extranjeros y de un poco de marisco o perlas, pueden obtener cosas tan útiles como pollos o utensilios de cocina (o que no se presente el ejército de Panamá para masacrarlas). Así pues, iniciamos el recorrido por las islas seguras, donde siempre había algunas personas que hablaban castellano con una cierta fluidez, y donde íbamos vendiendo lo que llevábamos con nosotros sin muchas dificultades.

Los problemas empezaron cuando, por un pequeño error de cálculo («¿¡cómo que gastaste el puto barril de gasolina en Kuotipi!?»), descubrimos que ya no teníamos bastante combustible para llegar a la siguiente isla comercial. Y, tratándose de una película de aventuras, resulta fácil imaginar lo que esto implicaba, ¿verdad...? Efectivamente: había llegado la hora de adentrarse en terrenos inexplorados.

El primer intento, supongo que por falta de práctica, no tuvo mucho éxito. Llegamos a la isla entrada la tarde y nos recibió un nativo (vestido de nativo y todo, es decir, muy poco vestido) que nos dijo, no de muy buen humor, algo que sonaba aproximadamente como «¡maka leke!», a pesar de que probablemente un experto podría dar una versión mucho más exacta. El problema empezó cuando me saqué la capucha y el nativo vio que en el barco iba un occidental. Pronto empezó a llegar gente, y un kuna que hablaba un poco de español farfulló una cosa que sonaba peligrosamente parecido a «gringo paga doscientos».

No deja de ser sorprendente que incluso entre una maldita tribu indígena aislada exista la idea de que los occidentales tenemos dinero, ¿no? Malditos países occidentales, siempre tan exhibicionistas…

En cualquier caso, no sé por qué caramba los indígenas querían dinero (o, pensándolo bien, supongo que ya todo el mundo ha descubierto que estos papeles verdes sirven para comprar muchos pollos), pero yo no tenía (¡y menos doscientos dólares!), así que las cosas no tardaron en complicarse. Es difícil relatar en orden el caos y la confusión que siguieron, pero podemos simplificarlo diciendo que acabamos huyendo a toda la velocidad que la lancha era capaz de alcanzar, echando al agua a los cuatro indígenas kunas que trataban de evitar que la lancha se escapara sujetándola con una de las cuerdas, y gastando en el proceso el poco combustible que nos quedaba. Ya suponía que nos perseguirían con canoas y arcos o algo así, para seguir la tradición de las películas de Hollywood, pero por lo visto no quisieron completar el pack de persecución indígena y la diversión se acabó prematuramente.

En la segunda isla tuvimos algo más de suerte: en cuanto llegué, descubrí que había una niña de diez años que hablaba castellano, porque sus tíos vivían en una ciudad «civilizada» y ella había convivido con ellos durante tres años. Se llamaba Katsyuska, e inmediatamente se convirtió en mi intérprete oficial; así pues, mientras los tres navegantes de la lancha trataban de hacerse entender sin mucho éxito para conseguir gasolina (porque por lo visto, a pesar de que los kunas viven en cabañas y no tienen electricidad ni luz, en algunas islas sí tienen gasolina, que compran a los comerciantes para después revenderla más cara), yo me convertí en la primera atracción turística que los indígenas habían tenido en años. Hice magia, jugué a policías y ladrones con los niños kunas, me invitaron a una cabaña a comer arroz con gambas, toqué música con ellos y enseñé a los kunas a hacer piruetas en la silla de ruedas (una escena un poco surrealista, realmente, la de ver a todo un poblado indígena animando a gritos a un chico kuna de quince años que intenta aguantar diez segundos haciendo un caballito con la silla, con tanto entusiasmo como si se tratara de una de aquellas pruebas de virilidad indígenas para probar haber alcanzado la mayoría de edad). A pesar de que, probablemente, lo que más les fascinó no fue la magia ni la silla de ruedas, sino algo mucho más simple y común: mi linterna. Me explicaré: para los kunas, las linternas son, en general, como una hoguera de larga duración. Hacen luz durante un tiempo, hasta que eventualmente se apagan y pasan a ser poco más que un elemento decorativo que hace más estorbo que servicio. Mi linterna, en cambio, era uno de aquellos modelos que funciona sin pilas, simplemente dando vueltas a una manecilla. Aquí es una curiosidad más, y acaba siendo más bien una molestia que una ventaja, pero a ellos les encantó. La idea de tener una linterna que podía producir luz eternamente era lo más parecido a la magia que había hecho durante toda mi estancia, y cuando al final se la regalé parecía que les hubiera hecho entrega de un poder sobrenatural. Por eso no es extraño que, cuando al final me comunicaron que nos quedaríamos en la isla a dormir, yo tuviera más casas para elegir de las que podía contar. Después de regalarles una linterna que funcionaba para siempre jamás, ¿qué más les podía dar aquel occidental tan extraño?

Así llegó el día siguiente, y me encontré con mis compañeros de navegación para descubrir que habían conseguido la gasolina que les hacía falta.

Con suficiente combustible para llegar al poblado siguiente de su ruta original, parecía que ya no pudiera fallar nada, pero nos olvidábamos del otro motivo (el motivo principal) por el cual no se acostumbra a viajar por esta ruta durante la primavera: las supuestas tormentas que destrozan a los inocentes navegantes que se atreven a recorrerla.

Yo partí del poblado kuna tranquilo y confiado porque durante todo el viaje solo había presenciado alguna que otra lluvia controlada y ocasional, cosa que se mantuvo a lo largo de todo aquel segundo día.

Sin embargo, cuando ya se acercaba la noche y nos aproximábamos a nuestro destino, los peores pronósticos se hicieron realidad.

Normalmente, cuando los barcos empiezan a tambalearse, tú eres quien tiene miedo de volcar y son los marineros quienes te dicen «tranquilo, es normal, no puede volcar, es imposible». Pero cuando la situación se da a la inversa, y además de tus razonables dudas empiezas a oír murmullos de «mierda, esto está muy pero que muy mal…», entonces sí que te cagas de verdad.

No creo que nunca sea capaz de describir la tormenta que viví en aquel viaje, en una lancha que parecía diminuta junto a las oleadas gigantes que la embestían, pero intentaré daros una idea. En cierto modo fue como hacer surf pero en versión gigante. Las olas eran el triple de altas que las que ves en televisión cuando hacen surf, y, en lugar de una plancha de surf, teníamos una lancha. El resto funcionaba igual: colocábamos todas las maletas y el peso de la lancha en el lado por donde llegaban las olas y, después, teníamos que surfearlas avanzando por ese lado antes de que nos cayeran encima y nos aplastaran, todo esto tratando, con mucho esmero, de no pasarnos y acabar en lo alto de las olas, que nos hubieran volcado.

Por desgracia, por lo visto era prácticamente imposible evitar todas las olas, así que de vez en cuando tenías que aceptar estoicamente la oleada gigante que se añadía a la brutal ráfaga de agua (que allí se llamaba lluvia) que te caía encima durante todo el rato, y que intentaba succionarte hacia fuera de la barca. Al principio me fue posible (yo no diría fácil, pero sí posible) sujetarme con todas mis fuerzas a la cuerda y evitar que la oleada me echara de la lancha. Pero con el tiempo los brazos se me fueron cansando, con cada ola que nos arremetía empecé a tragar más agua, y las cosas se complicaron más de lo que yo podía controlar… o al menos supongo que esto es lo que me pasó.

Lo único que recuerdo es que, al cabo de lo que a mí me parecieron horas, me cayó encima una oleada bestial (¿era la número treinta?, ¿la cuarenta?) y ya no vi nada más. Cuando volví a abrir los ojos, estaba escupiendo agua y vomitando la comida (¿todavía me quedaba?) en la lancha, y tenía un dolor de cabeza difícil de describir. Según me explicaron, la ola se me había llevado volando y yo me había dado un golpe en la cabeza contra la borda, que, sumado al cansancio, debió de ser lo que me dejó inconsciente. Por suerte llevaba el chaleco salvavidas y, con mi peso, los chalecos salvavidas deben de hacerme flotar como si fuera de corcho, así que pudieron rescatarme y volvieron a subirme a la lancha. Por lo visto, afortunadamente había caído cuando ya faltaba muy poco para llegar a un puerto donde refugiarnos; en el estado en que me encontraba no creo que hubiera podido aguantar mucho rato más sin volver a caer de nuevo, pero conseguí resistir los diez minutos que faltaban para llegar a nuestro destino aferrándome a la cuerda como si me fuera la vida (cosa que seguramente era verdad).

En otras condiciones hubiera podido felicitar al conductor por el estilo con que atracó en el pueblo de Miramar, colocando la lancha justo en la cresta de una ola y sincronizando sus velocidades para que fueran exactamente igual y no nos volcara la ola de atrás ni la que nos arrastraba, pero tengo que admitir que aquel día olvidé hacerlo.

De todos modos, creo que ningún agradecimiento habría estado a la altura de la aventura que me habían llevado a vivir… ni tampoco del hecho de que me hubieran salvado la vida rescatándome del agua, cosa que fue un gran detalle.

Mi e-mail acababa diciendo: «Excepto esto, por lo demás sigo estando genial, la vida es fabulosa, y me siento más feliz que nunca por haber sobrevivido, porque significa que aún me quedan muchos más días por delante para seguir viviendo aventuras!». Pero, por sorprendente que pueda parecer, se ve que mi intento de tranquilizar a mis padres en las últimas cuatro líneas obtuvo un fracaso bastante estrepitoso. Al leer el e-mail, mi padre tuvo que ir al hospital debido a la impresión, y el resto de mi familia no se lo tomó mucho mejor.

En mi defensa, hay que decir que, aunque en el e-mail quizás no quedara del todo claro, yo no era consciente del peligro que suponía aquel viaje por mar (al contrario: toda la primera mitad del trayecto disfruté de un buen tiempo que todavía contribuyó a infundirme más confianza). Como ya sabéis, lo último que deseo hacer en esta vida es morirme (a pesar de que, pensándolo bien, seguro que será lo último): morir significaría perderme toda la diversión y las aventuras que me esperan durante el resto de mis días y, a pesar de que nunca he ido a ningún funeral, la verdad es que tienen aspecto de ser profundamente aburridos.

En cualquier caso, lo que sí que es cierto es que, a pesar de que seguía indudablemente vivo (en mi caso, es fácil saberlo: si no callo, es que estoy vivo, y si estoy en silencio, es que me he muerto), la travesía por mar me había dejado un poco… tocado. Me sentía bastante más cansado de lo habitual, la cabeza seguía doliéndome bastante, y al final decidí que, después de más de seis meses de viaje continuado, quizás había llegado el momento de utilizar el tercer y último billete de avión gratuito, y volver a casa…

… ¡a planear el siguiente viaje, por supuesto!