TOKIO
¿Qué debe de tener Japón que a todos los frikis y otakus del mundo se nos pone la piel de gallina solo de pensar en pasar allí unas semanas?
La verdad es que, en mi caso, cuanto más tiempo transcurría desde mi última visita al país, más cuenta me daba de que no estaba seguro de si la culpa era de las tiendas con centenares de videojuegos que todavía no han llegado (o no llegarán nunca) a Europa, de las bibliotecas gigantescas llenas de manga donde te puedes quedar literalmente a dormir, o de los centros comerciales con plantas enteras dedicadas a todo tipos de figuras, juguetes y vestidos de cosplay relacionados con el mundo del anime y los videojuegos.
Por mucho que me doliera, había que volver a visitarlo todo a fondo (con finalidades puramente científicas, naturalmente…, no vayáis a pensar que me guiaba algún tipo de interés personal) para aclarar el misterio de una vez por todas, pero ir a Japón no es exactamente como ir a Francia o a Marruecos. Durante más de un año estuve buscando alguna excusa que me permitiera volver a la gran meca del frikismo, hasta que finalmente los amigos del proyecto de la revista nos propusieron a Anna y a mí hacer el viaje de prueba para practicar con la cámara de vídeo que llevaríamos con nosotros. Nos ofrecían la posibilidad de coger un avión y viajar a cualquier lugar del mundo… y la palabra Japón surgió en nuestras mentes incluso antes de que acabaran de formular la oferta.
Era evidente que se trataba de una oportunidad perfecta para hacer una corta revisita a la cultura nipona y, con suerte, a mi amigo Takahiro, una de las personas más excéntricas que he tenido la suerte de conocer a lo largo de mis viajes por el mundo. Pero, sobre todo, había otra razón por la que este era un viaje especial, más especial que cualquiera de los anteriores: se trataba del primer viaje de mi vida en que, por increíble que pareciera, no iría solo.
Yo siempre he defendido los viajes en solitario, por varias razones. En primer lugar, porque no es fácil encontrar alguien dispuesto a viajar exactamente del mismo modo que tú en el mismo momento que tú, así que si consideras que ir acompañado es un requisito indispensable para ir de viaje, es probable que no puedas viajar ni la mitad de lo que te gustaría.
En segundo lugar, porque es muy muy difícil que la convivencia permanente con una o más personas no limite de alguna manera tu libertad, y cuanto mayor sea el grupo que te acompaña, más difícil será que nunca nadie esté en desacuerdo con algo que tú quieres hacer.
Y para terminar, porque mi manera de viajar se basa fundamentalmente en la ayuda de la gente que voy encontrando a lo largo del viaje… y es más fácil que ayuden a una persona sola que a dos o tres.
Aun así, Anna estaba más que dispuesta acompañarme en el viaje en el momento que fuera; además, parecía difícil encontrar a alguien con quien me resultara más fácil convivir, por muy largo que fuera el periodo de tiempo que viajáramos juntos, y, por supuesto, cualquiera reconocerá que la capacidad potencial de generar lástima y compasión de una romántica pareja de adolescentes, uno de ellos en silla de ruedas, no es nada despreciable.
Así fue como los dos nos embarcamos en un avión que nos dejaría directamente en la ciudad de Tokio, en Japón, siguiendo el principio de que lo único peor que el fracaso es no atreverse a correr el riesgo de fracasar.
Teníamos menos de sesenta euros para sobrevivir los dos en Japón durante un mes, muchas ganas de conseguirlo (evitar la muerte es una cosa que siempre hace ilusión), y casi la misma cantidad de esperanzas…, pero, por suerte, el mundo es un lugar tan bonito que el 99% de las veces todo acaba siendo infinitamente más sencillo de lo que parece de entrada.
El 99%, claro…
21 de diciembre de 2009
De todas las dificultades que se encuentran los aspirantes a viajero sin dinero de Japón, hay una de la que todo el mundo habla en voz baja y con miedo, y que se erige por encima de todas las demás: dormir en Tokio sin pagar ni un yen.
Por mucho que te hayas colado en el metro, por muchas escaleras mecánicas que hayas subido y bajado en silla de ruedas, por muchos que sean los japoneses que se han suicidado durante el día incapaces de seguir viendo cómo rompías sus sagrados protocolos…, por la noche todo cambia, y las implacables patrullas de policía salen a las calles dispuestas a rastrear desde el primero hasta el último de los incautos que se atrevan a dormir o, horror de los horrores, montar una tienda en las calles y parques de la ciudad.
Hay quien dice que estas medidas de seguridad tan extremas son una precaución ante la futura invasión de los pingüinos contra la humanidad (ya hablaremos de este tema más adelante en un estudio científico mucho más detallado), puesto que los pingüinos, acostumbrados a dormir en el frío de la Antártida, no tendrían ningún problema para camuflarse como vagabundos e ir ocupando poco a poco las calles de Tokio.
Sea cierta o no esta teoría, la realidad es que encontrar un lugar para dormir en Tokio es una empresa difícil y, a menudo, mojada…, en especial si eres tan previsor que has decidido viajar a la ciudad justamente durante los treinta días más fríos y lluviosos de todo el año.
Y así ha empezado nuestra gran odisea para encontrar algún lugar donde dormir, que se ha prolongado a lo largo de toda esta noche, mientras los japoneses se iban vengando de nosotros por todo cuanto les habíamos hecho durante el día (y durante mi primer viaje al Japón, y probablemente también por las bombas de Hiroshima y Nagasaki, ya que estaban en ello) expulsándonos sin conmiseración de cada uno de los refugios que íbamos encontrando.
El primero ha sido un rellano de las escaleras de un edificio gigantesco donde parecía impensable que alguien pudiera detectar nuestra presencia…, pero que naturalmente no ha sido obstáculo para los japoneses y sus crueles cámaras de seguridad. Nuestra segunda opción era un lavabo subterráneo, en un garaje prácticamente abandonado…, pero allá también había alguien a punto para evitar cualquier posible intento de ocupación, de forma que finalmente nos hemos visto abocados a la intemperie helada del exterior.
Así pues, viendo que la situación era tan desesperada, hemos terminado por recurrir al gran santuario de todos los viajeros sin dinero de este mundo: los parques.
No importa que un parque sea tan frío como la calle, que el césped esté mojado, o que se tenga que montar una tienda de campaña. A partir de ciertas horas de la noche, todas las inquietudes habituales de nuestra vida pierden importancia y son sustituidas por un único y sólido argumento irrefutable: en los parques se puede dormir.
Aunque se nos complicara un poco el detallito de encontrar lugares gratuitos para dormir (cosa que en Tokio es perfectamente comprensible, tanto si viajas solo como si lo haces con un rebaño de mamuts recién clonados), yo diría que superamos la situación admirablemente, y pronto empecé a comprender que viajar acompañado tenía cientos de ventajas que nunca había imaginado.
Una de las principales diferencias era que, viajando acompañado, casi cualquier situación resultaba completamente nueva. Actividades tan cotidianas como conseguir unos noodles gratis para comer, esquivar a los vigilantes del metro para que no descubrieran que nos habíamos colado u orientarse en las malditas calles sin nombre de Tokio (para más información, volved a leer el capítulo de Tokio del primer libro), se convertían en una auténtica aventura al tratar de llevarlas a cabo a dúo. No se trataba solo de que dos mentes pensaran mejor que una: el trabajo en equipo nos proporcionaba tantas y tan divertidas estrategias para sobrevivir, siempre que nos coordinásemos mínimamente, que encontrar un solo momento al día para aburrirse parecía totalmente imposible.
Al cabo de pocos días bastaba con un «tú entretienes, yo entro» para ponernos en marcha con precisión y efectividad absolutas…, y seamos sinceros: ¿quién no ha soñado secretamente vivir una situación como esta justo después de ver una película de James Bond en la tele?
Con los días, a medida que íbamos habituándonos al viaje en equipo, nuestra primera noche de sufrimiento en las calles de Tokio se fue convirtiendo en un recuerdo lejano y difuminado, y poco a poco empezamos a reencontrar aquella peculiar satisfacción que sientes cuando te das cuenta de que lo que antes era un ambiente hostil y desconocido, como las calles de Tokio, se está transformando paulatinamente en tu nuevo hogar. Aunque, por supuesto, con la calma y el control también llegan las ganas de irse y descubrir lo que te aguarda en la siguiente ciudad…
Ah, el placer de tener todo un nuevo mundo por descubrir, y nada más que hacer que descubrirlo…