CUZCO, URCOS Y AREQUIPA

Algo que descubrí durante mi viaje por Sudamérica es que, igual que algunas personas mienten sobre su edad o su peso, en este continente los países tienen la mala costumbre de mentir sobre su tamaño real. Los ves en Google Maps, tan poquita cosa, y piensas «bah, si una vez fui de Alemania a Barcelona en dos días haciendo autoestop, cruzaré Perú en menos de una semana». Pero pasa la semana, vuelves a mirar el mapa, y te das cuenta de que no solo sigues en Perú, sino de que todas aquellas horas de viaje por el desierto no eran más que una insignificante curva de la carretera en tu querido mapa de Google.

La explicación de este fenómeno está bastante relacionada con las lamentables condiciones de los camiones y las carreteras sudamericanas, que te obligan a desplazarte a unas velocidades que quizás un caracol consideraría atrevidas, pero que para el resto de los mortales pueden acabar conduciendo a uno al suicidio fruto de la frustración (y de las incontables horas en el camión sin mucho más que hacer que premeditar tu muerte con todo lujo de detalles).

Incluso yo, por mucho que me encantaba viajar en camión, acabé preguntándome qué excusas daría para no asistir a la boda de los nietos de mi hermana pequeña, porque las probabilidades de salir del país antes de dicho acontecimiento parecían cada día más remotas.

A pesar de todo, en este mundo la vida da muchas vueltas. Y uno de los numerosos ejemplos que lo demuestran (aparte del hecho de que en esta generación las ventas de la Wii hayan arrasado a las de la Play 3) lo viví en persona pocos días después de abandonar la ciudad de Lima a bordo de uno de los infames camiones que tanto había maldecido para mis adentros por su lentitud.

Recuerdo que me encontraba medio dormido, contento porque parecía que por fin habíamos dejado atrás el calor asfixiante que había caracterizado mi estancia en Perú, cuando empezamos a frenar y vi lo que parecía un camino de cabras un tanto estrecho junto a un acantilado quilométrico. Mi primer pensamiento fue de compasión por las pobres cabras que se vieran obligadas a pasar por allá… hasta que me di cuenta de que, misteriosamente, nuestra carretera parecía acabarse precisamente en aquel punto. Pero si a la derecha se extendían las paredes de la montaña, y a la izquierda solo había una escalofriante caída hacia una muerte segura e indudable, entonces… oh. Significaba que las «cabras» a las que había compadecido éramos nosotros… y el estúpido que ahora se quejaba fervorosamente de que los camiones peruanos iban demasiado deprisa… era yo.

Como veis, mi cadáver no descansa al pie de ningún acantilado perdido de Perú (todavía); aun así, mi primera travesía por las montañas peruanas me impresionó tanto (aparte de hacerme entender, finalmente, cómo conseguían los autobuses sumar la cantidad de muertos que anunciaban) que cuando llegamos a la población siguiente bajé del camión de un salto antes de que el motor se hubiera apagado por completo, y juré solemnemente que no volvería a subir a ningún vehículo hasta que no viera una mínima mejora en el estado de las carreteras del país.

El único problema era que la población siguiente era Urcos, un pueblecito tan remoto y perdido en medio de la región de Cuzco que probablemente ni sus propios habitantes sabrían colocarlo en un mapa (bien, quizás exagero, pero no era nada en comparación con cualquiera de las ciudades que había visitado). Un pequeño inconveniente a la hora de encontrar a alguien que te ayude a proseguir el viaje, sí…, pero una gran ventaja a la hora de quedarte durante unos días.

Porque, tal como indica la ecuación de Schrödinger (si los teoremas de física pueden tener este tipo de nombres, ¿por qué los míos no?), el número total de habitantes de una población extranjera es inversamente proporcional a la cantidad de fiesta y alegría que generará tu llegada. Por lo tanto, en el caso de un pueblecito remoto y perdido como Urcos… puedes convertirte fácilmente en el equivalente a una fiesta mayor peruana.

10 de diciembre de 2008

Los primeros en iniciar el lento proceso que transforma un pueblo pacífico e inocente en un hormiguero de exaltación y alegría por tu presencia son, invariablemente, los niños. Yo siempre he pensado que los niños sudamericanos tendrían mucho que enseñar en una sala de comandos de élite de la KGB, y la prueba es que sus redes de espionaje e información son absolutamente infalibles: si en Urcos se escapa una gallina de una casa, los niños de Urcos lo saben. Si en Urcos cae una piedra al río, los niños de Urcos lo saben. Y, por supuesto, si un extranjero bastante extraño llega a Urcos subido a un camión, todos y cada uno de los niños del pueblo lo sabrán antes de que el extranjero tenga tiempo de decirle adiós al camionero que lo ha conducido hasta allí.

Siguiendo este principio, media hora después de mi llegada todo el pueblo de Urcos tenía perfectamente claro quién era yo, cómo me llamaba, de dónde procedía y cómo había ido a parar allí, y los niños del pueblo se cobraban la merecida recompensa por su publicidad espontánea. En cuestión de minutos habían convertido la pendiente de la pacífica calle principal del pueblo en el escenario de lo que podría parecer un escalofriante sacrificio de víctimas humanas a algún dios inca ancestral, y cada cierto rato se veía pasar a toda velocidad una silla de ruedas cargada con ocho o nueve niños, unos encima de los otros, riendo histéricamente (a buen seguro debido a algún estupefaciente ingerido antes del ritual) y que de manera invariable acababan volando en todas direcciones cuando la silla de ruedas se estrellaba en algún punto de la bajada. Pero aquellos niños estaban en éxtasis, probablemente en contacto directo con algún dios oscuro y terrible con un nombre lleno de consonantes, y ni las heridas ni el dolor les hacían desistir de volver a cargar la silla de ruedas pendiente arriba para proseguir el ritual.

Y mientras ellos continuaban con sus extravagantes intentos de suicidio, un enjambre de peruanos (entre ellos los padres de los niños, totalmente indiferentes a las actividades potencialmente mortales de sus hijos) me ha ido rodeando para disfrutar en directo del habitual espectáculo combinado de magia, música, historias y poliglotismo.

Ahora lo único que me preocupa es saber cómo caramba explicaré todo esto en la ortopedia cuando me pregunten qué le he hecho a la pobre silla de ruedas…

La vida en un pueblecito tranquilo y bucólico como Urcos (pasados los primeros días de excitación general) puede llegar a ser mucho más agradable que la de cualquier ciudad ruidosa y contaminada del mundo, pero tarde o temprano ya no queda nada que hacer y uno empieza a mirar cada vez con más frecuencia la carretera solitaria que se aleja del pueblo. Dado que por los alrededores no hay muchos coches, lo más habitual en mi caso es acabar por irme a pie, de forma que al cabo de poco tiempo me encuentro en otro pueblo similar, donde se vuelve a repetir el mismo ciclo de festividades improvisadas por la presencia de un extranjero.

A veces me pregunto si esta manera de viajar es tan diferente de la de los bardos o juglares de todo el mundo a lo largo de la historia. Vivir explicando historias y noticias, tocando música, haciendo juegos de magia y malabarismos…, ¿qué tiene de malo una vida así? Ser bien recibido vayas donde vayas, que no exista ni un solo pueblo donde no se alegren de tu llegada…, ¿por qué es tan difícil darse cuenta de que la vida puede ser así de sencilla si lo deseas?

Desafortunadamente, en esta vida nada es perfecto (exceptuando las patatas fritas y los sables láser), y el inconveniente de este sistema de viaje es la velocidad. No hay ningún problema si el intervalo de tiempo de que dispones para cruzar cada país ronda los treinta o cuarenta años (una perspectiva totalmente razonable para las secuoyas más viajeras, supongo), pero, para el resto de los casos, se trata de un sistema que indudablemente necesita alguna actualización respecto a su versión medieval para ser viable. Por esa razón, en mi caso al final no me quedó más remedio que desactivar el «estilo trovador» y continuar mi viaje en camión como todos los autoestopistas de rigor. Nunca dejé de creer que las carreteras de Perú son indecentemente estrechas (quiero decir, ¿qué mal hubieran ocasionado uno o dos metros de anchura adicionales? ¿Hubieran aumentado el calentamiento global? ¿Hubieran alterado el eje de rotación de la Tierra? No, ¿verdad?), pero supongo que los miedos deben ser superados tarde o temprano, incluso el miedo a acabar convertido en una maraña de carne y metal sanguinolento tras una caída de trescientos metros.

Y con un poco de suerte, quizás llegaría el día que conseguiría llegar a Chile (si es que realmente Perú tenía un final, algo que empezaba a dudar), y quizás allí tendrían la amabilidad de no construir carreteras minúsculas rodeadas de acantilados mortales.

Sería todo un detalle.