Capítulo 16
Capítulo Decimosexto
Donde a la electricidad se le augura un brillante futuro
—Llévenlo al laboratorio —ordenó milady—. Pero apresúrense, el recreo va a comenzar dentro de doce minutos y los niños no deben ver nada de esto.
Alguien llamó a la puerta:
—¿Timofei, es usted? —preguntó en ruso la baronesa—. Come in!
Erast Petrovich no se atrevía ni a mirar por entre las pestañas; si alguien se daba cuenta, sería el final. Oyó los pesados pasos del conserje y su voz atronadora, que le comunicaba a la baronesa, como si ésta fuera dura de oído:
—Todo en orden, su excelencia. All right. He invitado al cochero a tomar el té. ¡Té, ya sabe! Tea! Drink! ¡Qué sano estaba el diablo! Se puso a beber y a beber, y como si nada. Drink, drink: nothing. Pero al final se ha desvanecido. He ocultado el vehículo detrás de la casa. Behind nuestra house. Digo que lo he dejado en el patio y allí se quedará de momento. Usted no se preocupe, yo me ocuparé después de él.
Blank tradujo a la dama las palabras de Timofei.
—Fine —aprobó ella. Luego añadió a media voz—: Andrew, just make sure that he doesn’t try to make a profit selling the horse and the carriage.
Fandorin no escuchó ninguna respuesta; al parecer, el silencioso Andrew se había limitado a asentir con la cabeza.
«¡Venga, canallas, desátenme de una vez! —pensó Erast Petrovich, apremiando mentalmente a los malhechores—. El recreo está a punto de empezar. Espero no olvidarme de quitar el seguro».
Pero a Fandorin le aguardaba un chasco: desatarlo no entraba en los planes de ninguno de los allí presentes. Escuchó un eructo junto a su oreja y al momento olió a cebolla. Timofei, identificó el prisionero sin margen de error. Luego, algo rechinó una vez, dos, tres, cuatro veces.
—Listo. Ya los he desatornillado —informó el conserje—. Coge de ahí, Andriusha, vamos a levantarlo.
Alzaron a Erast Petrovich junto con el sillón y se pusieron en movimiento. Fandorin abrió ligerísimamente los ojos y pudo ver el pasillo, con sus ventanas holandesas, iluminado por el sol. Estaba claro, le llevaban al edificio central, al laboratorio.
Cuando los hombres que lo transportaban, intentando hacer el mínimo ruido posible, entraron en la sala de recreo, Erast Petrovich consideró la posibilidad de recobrar el sentido y romper la rutina de las clases contiguas con unos aullidos desgarradores. Para que los niños vieran en qué operaciones andaba metida su querida milady. Pero de las aulas llegaban unos sonidos tan sosegados y placenteros —la melodiosa voz de barítono del profesor, un arranque de risa infantil, el canto del coro—, que Fandorin no tuvo el coraje suficiente para quebrar aquella quietud. «Mejor así, todavía no ha llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa», se dijo, quizá para justificar de paso su momentánea debilidad de espíritu.
Después el vocerío infantil quedó atrás sin remedio y ya fue tarde. Erast Petrovich reparó en que le subían por una escalera. Oyó rechinar una puerta y luego el ruido de la llave en el cerrojo.
Incluso con los párpados cerrados notó que encendían una luz eléctrica potentísima. Entreabriendo un ojo, Fandorin se hizo cargo rápidamente de la nueva situación. Alcanzó a distinguir unos instrumentos de porcelana, unos alambres y unas bobinas metálicas. Y aquello no le gustó nada. A lo lejos oyó el tañido sordo de una campana: las clases habían acabado. Y casi al instante le llegó un vocerío de gritos infantiles.
—Espero que todo termine bien —suspiró lady Esther—. Lamentaría mucho que el chico muriera.
—También yo lo espero, milady —replicó el profesor francamente turbado, y se oyó un chirrido metálico—. Pero por desgracia no hay ciencia sin víctimas. Por cada paso que se avanza en el mundo del saber hay que pagar un alto precio. Por la vía sentimental nunca se llega muy lejos. Pero si está usted tan encariñada con este muchacho, ¿por qué no ha ordenado al oso ése que no envenenara al cochero y sólo lo durmiera con un somnífero? Hubiera podido empezar con el cochero y dejar al chico para después. Hubiera tenido una doble oportunidad de experimentar.
—Tiene usted razón, amigo mío, toda la razón. Ha sido un error imperdonable. —La voz de milady rezumaba sincera consternación—. De todas formas, esmérese usted. Blank, ¿puede explicarme otra vez en qué va a consistir su experimento?
Erast Petrovich aguzó el oído, pues la cuestión también le interesaba.
—Usted ya conoce mi teoría de partida —comenzó a explicar Blank con entusiasmo, deteniendo momentáneamente aquel mecanismo chirriante—. Creo que el control del fenómeno eléctrico va a ser la clave fundamental de la ciencia del próximo siglo. ¡Sí, sí, milady! Es verdad que todavía faltan veinticuatro años, pero el siglo veinte está a la vuelta de la esquina. El mundo se transformará de una manera tan radical en el próximo siglo que casi no podremos reconocerlo. Y esa extraordinaria transformación será posible gracias a la electricidad. Porque la electricidad no es sólo iluminación, como piensan algunos profanos. También será capaz de obrar milagros, tanto a pequeña como a gran escala. ¡Imagínese un coche sin caballos, movido por un motor eléctrico! ¡O un tren sin locomotora, rápido, limpio y silencioso! ¡Imagine unos cañones potentísimos destruyendo al enemigo con una especie de rayos eléctricos! ¡O el transporte público en las ciudades sin tracción equina!
—Eso ya me lo ha contado usted multitud de veces —le interrumpió suavemente la entusiasta baronesa—. Hábleme ahora de la posible utilización médica de la electricidad.
—¡Ah, sí, eso es lo más sugestivo! —continuó el profesor aún más animado—. Pienso dedicar mi vida entera de investigador al campo científico de la electricidad. La macroelectricidad, las turbinas, los motores, las potentes máquinas dínamo, cambiará el mundo que nos rodea, pero la microelectricidad transformará al mismo ser humano, pues corregirá las imperfecciones de la estructura natural del homo sapiens. La electrofisiología y la electroterapia: he aquí los instrumentos que salvarán a la humanidad, y no esas sabias criaturas suyas que juegan a la gran política o que, me da risa decirlo, se dedican a pintarrajear cuadros.
—Se equivoca, niño mío. Ellos también realizan una labor imprescindible y extraordinaria, pero eso no viene al caso. Continúe.
—Yo haré que sea posible convertir a un hombre, cualquier hombre, en un ser ideal, libre de todos sus defectos. Las taras que determinan la conducta del hombre se localizan justamente aquí, en la subcorteza cerebral. —Y con un dedo muy rígido señaló y golpeó la cabeza de Erast Petrovich no sin causarle dolor—. Para explicarlo en pocas palabras, en el cerebro hay zonas diferenciadas que rigen la lógica, los placeres, el miedo, la rudeza, la sexualidad, etcétera, etcétera. El hombre sería una personalidad armónica si todas esas zonas funcionaran uniformemente, pero eso no ocurre casi nunca. Unos tienen extraordinariamente desarrollada la zona que rige el instinto de supervivencia, y por eso serán siempre unos cobardes patológicos. Otros tienen activada de forma deficiente el área lógica y son unos completos idiotas. Mi teoría es que, con la electroforesis, es decir, con la aplicación de una descarga de corriente eléctrica tan rigurosamente dirigida como dosificada, se pueden estimular algunas de esas zonas cerebrales y reprimir otras que resulten indeseables.
—Muy, pero que muy interesante —dijo la baronesa—. Usted sabe, querido Erhardt, que hasta ahora no he escatimado ningún gasto en la financiación de su proyecto. Pero ¿por qué está usted tan convencido de que es posible esa especie de corrección psíquica?
—¡Perfectamente posible! ¡De eso no tengo la más mínima duda! ¿Sabía usted, milady, que en las tumbas incas se han encontrado calaveras con unos orificios idénticos, abiertos justo aquí? —Y su dedo volvió a golpear otras dos veces la cabeza de Erast Petrovich—. En este lugar se localiza la región cerebral que rige el miedo. Los incas lo sabían y, con la ayuda de sus rudimentarios instrumentos, vaciaron esa zona en los cerebros de los niños de la casta guerrera para transformarlos en unos soldados valerosísimos. ¿Y qué me dice del ratón? ¿Ya no lo recuerda usted?
—¡Ah, sí, su «ratón valiente»! ¡Qué gran impresión me causó cuando arremetió contra aquel gato!
—¡Pues eso sólo es el principio! ¡Imagínese una sociedad sin criminales! Una sociedad que no necesite ejecutar ni enviar a presidio al ladrón, al maníaco o al asesino sanguinario. Tras arrestarlos, bastará con practicarles una sencilla operación para que queden liberados para siempre de su codicia desmesurada, su extrema concupiscencia o su enfermiza brutalidad, y se conviertan en miembros sanos de nuestra sociedad… Otra posibilidad. ¿Se imagina qué ocurriría si se reforzaran todavía más las dotes innatas de sus niños, ya de por sí tan bien dotados, con una sesión de electroforesis?
—No, jamás pondré a ninguno de mis muchachos en sus manos —le interrumpió la baronesa—. El talento excesivo está sólo a un paso de la locura. Es mejor que experimente con criminales. ¿Y qué me dice de esa teoría suya del «hombre limpio»?
—Es una operación relativamente sencilla. Y creo que ya estoy casi del todo listo para practicarla. Si aplicáramos una descarga eléctrica en la zona de acumulación de la memoria el cerebro de esa persona se convertiría en una especie de hoja en blanco. Como si se hubiera pasado por ella una goma de borrar. Todas las capacidades intelectuales innatas del individuo se conservarían, pero los hábitos y conocimientos aprendidos desaparecerían por completo. Y obtendríamos un hombre limpio, una especie de recién nacido. ¿Recuerda aquel experimento que practiqué con la rana? Olvidó la habilidad del salto, pero no perdió ninguno de sus reflejos motores. Olvidó la habilidad de cazar mosquitos, pero mantuvo el reflejo de deglución. En teoría, la rana podría aprender de nuevo todas esas actividades. Pero planteémonos ahora el caso de nuestro paciente… ¡Eh, ustedes dos!, ¿qué hacen ahí con la boca abierta? Levántenlo y colóquenlo encima de la mesa. Mach schnell!
«¡Ahora verán lo que es bueno!», pensó Fandorin, tensando los músculos. Pero el infame Andrew le asió con tanta fuerza por los hombros que no tuvo ninguna posibilidad de coger el revólver. Mientras tanto, Timofei accionó un mecanismo y los aros de acero que aprisionaban el pecho del cautivo desaparecieron de repente.
—¡Uno, dos, arri-i-ba! —dirigió los trabajos Timofei, cogiendo a Erast Petrovich por los pies mientras Andrew le levantaba del sillón con la misma firmeza con que le sujetaba por los hombros.
El «animal» de laboratorio quedó bien colocado boca arriba sobre la mesa, pero Andrew siguió sujetándolo por los codos, y el conserje por los tobillos. Fandorin sintió cómo la pistolera se le clavaba despiadadamente a la altura de los riñones. En aquel instante la campana volvió a sonar: el recreo había terminado.
—Cuando aplique sincrónicamente las descargas eléctricas en estas dos zonas del cerebro, el paciente quedará completamente limpio de sus anteriores experiencias vitales. Por decirlo de algún modo, se transformará en un niño de pecho. A partir de ahí, habrá que enseñarle todo de nuevo: a andar, a masticar, a utilizar el retrete y, luego, a escribir, a leer, etcétera, etcétera… Supongo que el experimento será de gran interés para usted y sus pedagogos. Sobre todo, si ya tienen conocimiento de las inclinaciones conductuales de este sujeto.
—Sí. Es un joven valiente, con una enorme capacidad de reacción, un pensamiento lógico muy desarrollado y una intuición verdaderamente singular. Espero que puedan recuperarse todas esas cualidades.
En otras circunstancias, Erast Petrovich se hubiera sentido muy halagado por un retrato tan lisonjero de su personalidad, mas en aquel momento esa halagadora exposición sólo le produjo un escalofrío de terror que le sacudió todo el cuerpo. Se imaginó tendido en una cuna de color rosa, con un chupete en la boca y emitiendo un «gu-gu-gú» estúpido; y a lady Esther inclinándose solícita hacia él y regañándole cariñosamente: «¡Ay, pero qué malo es mi niño! ¡Otra vez con los pañales mojados!»… ¡No, nunca! ¡Mejor la muerte!
—Tiene convulsiones, sir —advirtió Andrew, abriendo la boca por primera vez—. ¿Estará recobrando el conocimiento?
—Imposible —le interrumpió el profesor—. Tiene anestesia para dos horas como mínimo. En su estado son normales unos ligeros movimientos convulsivos. Ahora bien, milady, existe un factor de riesgo. No he tenido tiempo de calcular la fuerza de la descarga requerida. Si le aplico más de la necesaria, el paciente morirá o se convertirá en un idiota para siempre. Y si la descarga es insuficiente, en la subcorteza cerebral se conservarían esos modelos turbios y superfluos de conducta que, bajo la influencia de un estimulante exterior, volverían a madurar en su memoria en cualquier momento.
Tras considerarlo en silencio unos minutos, la baronesa ordenó con cierto matiz de pena:
—No podemos correr riesgos, aplíquele una descarga fuerte.
Fandorin escuchó un extraño zumbido y luego un chisporroteo. Un intenso escalofrío le erizó la piel.
—Andrew, rasure dos círculos en la cabeza, aquí y aquí —señaló Blank, rozando el pelo del paciente—. Para aplicar los electrodos…
—Será mejor que Timofei se encargue de eso —sugirió lady Esther con determinación—. Le dejo, no deseo presenciar el experimento porque por la noche no podré conciliar el sueño. Andrew, acompáñame. Voy a escribir unos telegramas urgentes y los llevarás al telégrafo. Tenemos que tomar medidas preventivas porque pronto comenzarán a echar en falta a nuestro amigo.
—Sí, sí, milady, váyanse. Aquí sólo serían un estorbo —replicó distraídamente el profesor, ocupado en sus preparativos—. Le informaré inmediatamente de los resultados.
Las tenazas de hierro que oprimían los codos de Erast Petrovich desaparecieron cuando Andrew se marchó.
Cuando dejaron de oírse los pasos tras la puerta, Fandorin abrió los ojos, se liberó los pies con una sacudida y, estirando las piernas, pegó una patada en el pecho a Timofei con tanta fuerza que lo hizo volar hasta un rincón. Erast Petrovich saltó a continuación al suelo y, guiñando los ojos por el deslumbramiento de la luz, cogió la Gerstal que llevaba oculta bajo el faldón.
—¡No se muevan o les mato! —gruñó con aire de venganza el resucitado.
Y en aquel instante estaba dispuesto a freír a tiros a los dos hombres, a Timofei, que abría y cerraba los ojos como un idiota, y al profesor chiflado, que sostenía en las manos dos pinzas de acero, perplejo y asombrado. Erast Petrovich vio entonces que unos alambres finos unían las pinzas a una siniestra máquina llena de lucecitas parpadeantes. El laboratorio estaba lleno de extravagantes ingenios de aquel tipo, pero Fandorin no tenía tiempo para contemplarlos con la atención que seguramente merecían.
El portero no intentó levantarse del suelo; muy al contrario, se limitó a santiguarse con torpeza. Pero con Blank, por desgracia, las cosas no iban tan bien. Erast Petrovich comprendió que el profesor no se había asustado lo más mínimo, sino que estaba furioso porque un inoportuno escollo retrasaba su experimento. «¡Va a abalanzarse sobre mí!», pensó Fandorin, y su deseo de matar desapareció, se derritió sin dejar huella.
—¡No hagan tonterías! ¡Quédense quietos! —gritó con voz temblorosa.
En ese instante Blank soltó un alarido:
—Mistker! Du hast alles verdorben! —Y se echó hacia delante, golpeándose un costado con el borde de la mesa.
Erast Petrovich oprimió el gatillo sin ningún resultado. ¡El seguro! Dio un golpecito al botón y después apretó el gatillo dos veces consecutivas. ¡Bang-bang! Un trueno retumbó violentamente en dos tiempos y el profesor cayó boca abajo con la cabeza metida entre las piernas de quien acababa de dispararle.
Temiendo un ataque por la espalda, Fandorin se volvió bruscamente, dispuesto a disparar de nuevo, pero Timofei se apretó contra la pared y le rogó apresuradamente con voz trémula:
—¡No me mate, su señoría! ¡No me mate, por lo que más quiera! ¡Por Cristo Dios! ¡Su señoría!
—¡Levántate, canalla! —le gritó Erast Petrovich, medio sordo y enloquecido—. ¡Ponte en marcha, camina!
Empujando al portero por la espalda con el cañón del arma, Fandorin comenzó a andar por el pasillo y luego escaleras abajo. Timofei daba pasos rápidos y cortos, soltando un «ay» cada vez que el cañón se le clavaba en la espalda.
Atravesaron rápidamente la sala de recreo. Fandorin evitó mirar las puertas abiertas de las aulas, desde donde los observaban los profesores, atónitos, y unos niños silenciosos, vestidos con uniformes azules, que se asomaban por detrás de sus tutores.
—¡Policía! —gritó Erast Petrovich, dirigiéndose al espacio vacío que tenía ante sí—. ¡Señores profesores, no dejen salir a sus alumnos de las aulas! ¡Ustedes tampoco salgan!
Recorrieron un largo pasillo de esa forma, medio andando, medio corriendo, hasta que llegaron al ala anexa del edificio. Erast Petrovich empujó a Timofei con todas sus fuerzas contra la puerta blanca y dorada y el portero abrió con la frente y, trastabillando, intentó mantenerse en pie. Dentro de la habitación no había nadie. ¡El despacho de milady estaba vacío!
—¡Adelante, en marcha! ¡Abre todas las puertas! —ordenó Fandorin—. Y métete en la cabeza que si intentas algo, te mato como a un perro.
El portero entrelazó las manos en un gesto de súplica y salió corriendo al pasillo. En cinco minutos inspeccionaron todas las estancias del primer piso. No había un alma. Sólo encontraron al infortunado cochero en la cocina, que dormía su sueño eterno tumbado boca abajo sobre la mesa y con la cabeza torcida hacia un lado. Erast Petrovich se fijó al pasar en los granos de azúcar que se veían todavía en su barba y en el charquito de té desparramado. Ordenó a Timofei seguir hacia delante.
El segundo piso constaba de dos dormitorios, un guardarropa y una biblioteca. Tampoco encontraron allí ni a la baronesa ni a su lacayo. ¿Dónde estarían? ¿Se habrían escondido en algún lugar recóndito del «esthernado», al escuchar los tiros, o habrían huido a toda prisa?
En un acceso de furor, Erast Petrovich movió bruscamente la mano con la que sostenía el revólver y entonces se escapó una bala. Ésta rebotó en la pared y salió silbando por la ventana, dejando en el cristal un agujero con la forma de una estrella perfecta, con todos sus rayos dispuestos simétricamente. «¡Demonios, el seguro no estaba bloqueado y el gatillo es tan suave…!», recordó Fandorin, sacudiendo la cabeza para eliminar de sus oídos el zumbido del disparo.
Pero aquel tiro inoportuno ejerció una mágica influencia sobre Timofei. El portero se arrodilló y comenzó a rogar desesperadamente:
—¡Su se-señoría… No me mate! ¡El demonio me enredó! ¡Sí, como se lo digo! ¡Tengo hijos y una mujer enferma! ¡Yo le guiaré, por Dios Santo que le guiaré! ¡Están en el sótano, en una cueva secreta! ¡Se la enseñaré ahora mismo, no me mate!
—¿En qué sótano? —preguntó amenazadoramente Erast Petrovich, levantando la pistola como si estuviera dispuesto a ejecutarle.
—Venga conmigo, venga conmigo, por favor…
El portero se levantó de un salto y, volviendo la cabeza a cada paso, condujo otra vez a Fandorin al primer piso, al despacho de la baronesa.
—Lo vi una vez por casualidad… Nunca nos dejaban entrar. No confiaban en nosotros. Es natural, yo soy ruso, un alma ortodoxa, sin sangre inglesa. —Timofei se santiguó—. Sólo Andrew, que es de los suyos, tenía permitida la entrada. Pero nosotros no, nosotros no.
El portero corrió hasta el escritorio, giró una manecilla que había en el secreter y éste se desplazó instantáneamente hacia un lado, dejando al descubierto una pequeña puerta de cobre.
—¡Abre! —le ordenó Erast Petrovich.
Timofei se santiguó tres veces más y abrió la puertecilla. Ésta, sin hacer ruido, reveló una escalera que conducía hacia abajo, hacia la oscuridad.
Empujando otra vez al portero por la espalda, Fandorin comenzó a descender con cuidado. La escalera terminaba en una pared, pero a la vuelta, formando un recodo hacia la derecha, continuaba un pasillo de menor altura.
—¡Vamos, vamos! —apremió Erast Petrovich a Timofei, que procuraba rezagarse.
Doblaron el recodo y se sumergieron en una densa tiniebla. «Debí coger una bujía», pensó Fandorin, y se metió la mano izquierda en el bolsillo en busca de fósforos. Pero, de pronto, delante de él se produjo un fogonazo y sonó un estampido. El portero gritó «¡Ay!» y se desplomó. Erast Petrovich apuntó con la Gerstal hacia delante y mantuvo apretado el gatillo hasta que el percutor comenzó a golpear contra los casquillos vacíos. Luego se hizo un impresionante silencio. Con la mano temblorosa, Fandorin sacó la caja de cerillas y encendió una. Timofei, un bulto informe, estaba sentado, apoyado en la pared y completamente inmóvil. Erast Petrovich dio unos pasos y descubrió a Andrew tendido boca arriba. La temblorosa llama osciló unos segundos sobre sus ojos vidriosos y se apagó.
«El gran Fouché dice que cuando uno se queda en la más completa oscuridad, hay que cerrar los ojos y contar hasta treinta para que las pupilas se estrechen al máximo y puedan distinguir cualquier fuente de luz». Para mayor seguridad, Erast Petrovich contó hasta cuarenta. Abrió los ojos y, en efecto, por algún lugar se filtraba una franja de luz. Apuntando con su ya inútil Gerstal, dio un paso, dos, tres, y un poco más adelante divisó una puerta entornada, por cuya abertura entraba la débil claridad. Sólo la baronesa podía encontrarse allí. Fandorin se dirigió con decisión hacia la zona iluminada y empujó bruscamente la puerta.
Ante él apareció una pequeña habitación con las paredes cubiertas de estantes. En el medio, sobre una mesa, ardía una vela en un candelabro de bronce. Su luz alumbraba el rostro de lady Esther, desfigurado por las sombras.
—¡Entre, niño mío! —dijo con tranquilidad—. Le esperaba.
Erast Petrovich cruzó el umbral y la puerta se cerró súbitamente con un golpe. Se sobresaltó, se volvió y observó que la puerta no tenía ni manecilla ni pestillo.
—Acérquese un poco más —pidió milady dulcemente—. Quiero ver mejor su rostro, porque el suyo es el rostro del destino. Usted es como una piedrecita colocada en medio de mi camino. Una piedrecita con la que yo estaba condenada a tropezar.
Ofendido por la comparación, Fandorin se acercó a la mesa, y sobre ella, justo delante de la dama, vio un pequeño cofre metálico.
—¿Qué es eso? —inquirió.
—Se lo confesaré más tarde. ¿Qué ha hecho usted con Erhardt?
—Está muerto. Él ha tenido la culpa, nadie le obligó a ponerse en la trayectoria de la bala —respondió groseramente Erast Petrovich, evitando pensar en que acababa de matar a dos hombres.
—Es una gran pérdida para la humanidad. Era un hombre extraño y algo obsesivo, sí, pero un científico extraordinario. Un azazel menos…
—Pero, dígame, ¿qué es Azazel en realidad? —preguntó Fandorin, inquieto—. ¿Qué relación tienen sus huérfanos con ese Satanás?
—Azazel no es Satanás, niño mío, sino el símbolo del gran salvador y civilizador de la humanidad. Dios creó el mundo y a los hombres, y luego los abandonó a su suerte. Pero los hombres eran tan ciegos y débiles que convirtieron este mundo divino en un infierno. La humanidad habría desaparecido hace tiempo si no hubiera sido por las geniales personalidades que nacían de vez en cuando entre los mismos hombres. No eran ni demonios ni dioses. Yo los llamo hero civilisateurs. Con cada uno de ellos la humanidad dio un salto adelante. Prometeo nos regaló el fuego. Moisés nos redactó unas leyes comprensibles. Cristo nos ofreció una guía moral. Pero el más preciado de estos héroes fue el judío Azazel, que enseñó al hombre el sentimiento de la propia estima. Está escrito en el Libro de Enoc. «Y con amor penetró en el alma de los hombres y les descubrió los secretos que sólo conocían en los Cielos». Fue él quien regaló el espejo a los hombres, o sea, la posibilidad de la memoria y de la comprensión del pasado. Gracias a Azazel, el hombre aprendió todos los oficios y a defender su hogar. Gracias a Azazel, la mujer, que hasta entonces sólo había sido una hembra, sumisa y fértil, se convirtió en una criatura con idénticos derechos y con la capacidad de elegir libremente ser hermosa o fea, madre o amazona, dedicar su vida a su familia o a toda la humanidad. Dios se había limitado a repartir las cartas a los hombres. Azazel nos enseñó a jugarlas para conseguir la victoria. Cada uno de mis pupilos es un Azazel, aunque no todos sean conscientes de ello.
—¿Por qué «no todos»?
—Sólo unos pocos, los más fieles e inflexibles, conocen nuestro objetivo secreto —aclaró milady—. Se encargan de los trabajos más sucios para que los demás niños puedan permanecer inmaculados. Azazel es mi tropa de vanguardia, la que tiene asignada la misión de apropiarse gradual y progresivamente del timón del mundo. ¡Ah, cómo florecerá nuestro planeta cuando esté gobernado por mis azazeles! Y eso podría haber ocurrido muy pronto: en apenas quince años… Los demás pupilos de mis «esthernados» desconocen el secreto de Azazel; se limitan a labrarse su camino en la vida, aportando el mayor provecho posible a la humanidad. Yo tan sólo constato sus éxitos, me alegro de sus logros y sé que en caso de necesidad ninguno de ellos rehusará acudir en ayuda de su madre. ¡Ay!, ¿qué será de ellos sin mí? ¿Qué será del mundo?… Pero no, no va a ocurrir nada. Azazel sigue vivo y terminará la obra en mi ausencia.
Erast Petrovich se indignó:
—¡Conozco bien a esos azazeles suyos, a esos hijos «fieles e inflexibles»! ¡Morbid y Franz, Andrew y ese otro, el de los ojos blancos, el que mató a Ajtirtzev! ¿Ésa es su guardia de honor, milady? ¿Esos son los más dignos?
—No sólo ellos, sino que ellos también. ¿Recuerda, amigo mío, cuando le dije en cierta ocasión que no todos mis hijos lograban encontrar su camino en el mundo actual, porque o su talento pertenecía a un pasado remoto o sólo podría utilizarse en un futuro lejano? Pues bien, de esos discípulos surgen precisamente los ejecutores más fieles e inflexibles. Algunos de mis niños son el cerebro, y otros, las manos. Pero el hombre que eliminó a Ajtirtzev no era hijo mío, era sólo un aliado temporal.
Los dedos de la baronesa acariciaron distraídamente la pulida tapa del cofrecillo, y de paso, como por casualidad, apretaron un botoncito redondo.
—Y eso es todo, mi querido jovencito. Nos quedan sólo dos minutos. Abandonaremos este mundo los dos juntos. Desgraciadamente, no puedo dejarle con vida, sería muy perjudicial para mis niños.
—¿Qué es esto? —gritó Fandorin agarrando el cofrecito, que resultó más pesado de lo que parecía—. ¿Una bomba?
—Sí —sonrió compasivamente lady Esther—, una bomba de relojería. El invento de uno de mis genios infantiles. Hay cofrecitos de treinta segundos, de dos horas e incluso de doce. Resulta imposible abrirlo o detener su mecanismo. Esta mina, en concreto, está programada para explotar a los ciento veinte segundos. Mi archivo desaparecerá conmigo. Mi vida ha terminado, pero cuántas cosas he hecho mientras ha durado… Ahora otros continuarán mi trabajo. Siempre me recordarán con gratitud.
Erast Petrovich intentó en vano levantar el botoncito del artilugio metiendo una uña por debajo. Luego corrió hacia la puerta y comenzó a tantearla con los dedos, a golpearla con los puños. El corazón le latía en los oídos, marcando el tiempo que se le escapaba.
—¡Lizanka! —gimió desesperadamente Fandorin, sintiendo la muerte cerca—. ¡Milady! ¡No quiero morir! ¡Soy demasiado joven! ¡Estoy enamorado!
Lady Esther le contempló con piedad. En su interior se desarrollaba un terrible combate.
—¡Júreme que no dedicará su vida a la caza de mis pupilos! —le pidió quedamente, mirando con fijeza los ojos de Erast Petrovich.
—¡Se lo juro! —exclamó el joven, dispuesto a jurar en aquellos momentos todo lo que le propusieran.
Tras una larga y atormentadora pausa, los labios de la dama esbozaron una tierna y maternal sonrisa:
—¡De acuerdo, sálvese, mi niño! Pero apresúrese, sólo le quedan cuarenta segundos.
Metió la mano debajo de la mesa y la puerta de bronce se abrió desde dentro emitiendo un chirrido.
Después de lanzar una última mirada a aquella mujer inmóvil y canosa, y a la oscilante llama de la vela, Fandorin se lanzó por el corredor precipitadamente. En su loca huida se golpeó varias veces contra los muros del pasillo. Subió la escalera a gatas, después se estiró y atravesó el despacho en dos zancadas.
Diez segundos más tarde las puertas de roble del ala del edificio estuvieron a punto de saltar de sus goznes a causa del potente empujón que les propinó un joven. Éste, con la cara descompuesta de pavor, salió literalmente volando de la casa, rodando por la escalinata. Corrió a toda prisa por la tranquila y sombreada calle hasta llegar a la esquina, y sólo allí se detuvo, respirando fatigosamente. Dirigió la vista hacia atrás y se quedó inmóvil.
Transcurrían los segundos y no ocurría nada. El sol doraba apaciblemente las copas de los álamos, una gata pelirroja dormitaba en un banco de madera y, en algún lugar, en un patio próximo, cacareaban las gallinas.
Erast Petrovich se llevó la mano al corazón, que seguía latiéndole violentamente. ¡Le había engañado! ¡Le había tomado el pelo como a un niño! ¡Y se habría escapado por la puerta trasera!
Soltó un rugido de rabia impotente, pero justo en ese momento, como si de una respuesta se tratara, el ala del edificio soltó un bramido. Las paredes temblaron, el tejado se tambaleó visiblemente y de algún rincón subterráneo le llegó el rumor sordo y profundo de una explosión.