Capítulo 8
Capítulo Octavo
En el que un valet de picas sale a destiempo
En la sala, saturada de humo de tabaco, los jugadores se distribuían en torno a seis mesas de juego tapizadas en verde. En algunas se congregaban hasta cuatro personas, en otras sólo dos. Y también los mirones se repartían entre las mesas, para seguir el juego de pie, como es habitual. Éstos escaseaban donde se apostaba bajo, y aumentaban allá donde la «aguja» se disparaba hacia arriba. En la casa de juego del conde no se servían ni vino ni entremeses. En caso de necesitarlos, el cliente podía salir al salón de las visitas y mandar a un lacayo a buscar lo que quisiera a la taberna más próxima. Pero los que utilizaban este servicio pedían exclusivamente champaña, y solían hacerlo sólo cuando la suerte les sonreía con una buena racha. De todos los rincones de la sala llegaban unas bruscas exclamaciones que dejaban por ignorantes a quienes no conocían la jerga de los naipes:
—Je coupe!
—Je passe.
—¡Otro par!
—Retournez la carte!
—Pero, señores, ¡las cartas ya están echadas!
—¡Mato el seis!
Pero donde más concurrencia había era alrededor de una mesa donde dos personas apostaban una contra otra con especial fuerza. Llevaba la banca el propio anfitrión, y contra ella jugaba un sudoroso señor que vestía una levita muy estrecha, tal y como marcaba la última moda. Era evidente que a éste último la suerte no le acompañaba: estaba muy excitado y se mordía los labios. Por el contrario, el conde era la sangre fría en persona, y la única mueca que se permitía era una sonrisa de azúcar que surgía bajo su fino bigotito negro, mientras inspiraba el humo de una combada pipa turca. Sus dedos, bien cuidados y cubiertos de rutilantes sortijas, apartaban las cartas con mucha donosura: una a la derecha, la otra a la izquierda.
Entre los mirones, humildemente en la fila de atrás, se encontraba un joven de pelo negro y mejillas sonrosadas. La expresión de su rostro delataba bien a las claras su inexperiencia en los juegos de azar. Cualquier hombre experimentado deduciría al momento que el muchacho procedía de buena familia, que era la primera vez que ponía sus pies en un garito como aquél, y que todo lo que veía le producía una gran extrañeza. Algunos de los jugadores veteranos, con el pelo bañado en brillantina, tentaron varias veces al joven para que «clavara el ojo en algún naipe», pero pronto se sintieron decepcionados, pues las apuestas del novato eran invariablemente de cinco rublos, lo cual manifestaba claramente su decidido propósito de no «pringarse» excesivamente en el juego. El avezado músico ambulante Gromov, bien conocido por todo el mundillo del juego de Moscú, le puso un cebo al jovenzuelo y se dejó ganar los primeros cien rublos. Pero sus esfuerzos resultaron baldíos, porque al rapaz de mejillas sonrosadas no se le encandilaron los ojos ni le temblaron las manos. El nuevo cliente era a todas luces un jugador de vuelo corto, un auténtico «cobardica».
Mientras tanto, Fandorin (pues, naturalmente, de él se trataba) se esforzaba en deslizarse por la sala como una sombra, intentando que su presencia no llamara la atención de nadie. Pero esta labor de disimulo no le sirvió de gran cosa, pues no descubría nada muy interesante. En un momento dado, observó que un señor con la presencia de un pavo real escamoteaba una moneda de diez rublos de una mesa y que luego se alejaba con mucha dignidad. Escuchó la discusión de dos oficiales jóvenes que murmuraban en voz cada vez más alta en el pasillo, pero lo que oyó Erast Petrovich le resultó indescifrable: el teniente de dragones aseguraba con vehemencia que él no era el muñeco de nadie y que tampoco solía contar mentiras a sus amigos, y el corneta de húsares le echaba en cara que no era más que un «tontorrón».
Era evidente que Zurov, a cuya espalda Fandorin fue tomando posiciones poco a poco, se sentía en aquel ambiente como pez en el agua, y no como un pez cualquiera, sino más bien como un tiburón nadando en una piscina. Una palabra suya era suficiente para abortar de raíz cualquier amago de escándalo, y, en una ocasión, bastó un gesto del conde para que dos musculosos lacayos cogieran por los codos a un vocinglero que se resistía a calmarse y le pusieran inmediatamente en la calle. En cuanto a Erast Petrovich, el conde no se decidía a admitir su presencia, pese a que el joven advirtió varias veces que Zurov le dirigía subrepticiamente una mirada rápida y hostil.
—Es un cinco, señor mío —informó Zurov, y por algún motivo estas palabras turbaron al otro jugador hasta la desazón.
—Doblo el pato —gritó el otro con voz temblorosa, doblando dos bordes de su carta.
Se oyó un murmullo entre los mirones, y el individuo sudoroso, apartándose un mechón de pelo de la frente, arrojó sobre la mesa una pila de billetes irisados.
—¿Qué significa «pato»? —preguntó Erast Petrovich, avergonzado y a media voz, a un viejecito con la nariz roja que estaba a su lado y le pareció el más inofensivo de los presentes.
—Eso significa cuadruplicar la apuesta —le explicó el vecino, de buen grado—. Quiere tomar la revancha completa en el último par de cartas.
El conde exhaló una bocanada de humo con indiferencia y descubrió el naipe de la derecha, un rey, y el de la izquierda, un seis.
El que jugaba contra la banca mostró el as de corazones.
Zurov asintió con la cabeza y en el acto levantó a la derecha el as de picas y a la izquierda el rey de corazones.
Fandorin oyó cómo alguien murmuraba, admirado:
—¡Menudo artista!
Daba pena mirar al jugador sudoroso. Siguió con la vista el montón de billetes que cambiaban de propiedad, arrastrados por el codo del conde, y preguntó tímidamente:
—¿Me permitiría usted que jugara a crédito?
—No, no se lo permito —respondió Zurov con indolencia—. ¿Y bien, quién de entre ustedes desea jugar, señores?
Su mirada se detuvo bruscamente en Erast Petrovich.
—Usted y yo nos conocemos, ¿no es verdad? —preguntó el anfitrión con una sonrisa de desagrado—. El señor Fedorin, si no me equivoco.
—Fandorin —corrigió Erast Petrovich, ruborizándose lamentablemente.
—Perdón. ¿Y qué hace usted aquí mirando todo el rato con sus impertinentes? ¿Sabe?, no estamos en ningún teatro. Ya que ha venido, siéntese a jugar. ¡Tenga la merced! —acabó, señalándole la silla que había quedado libre.
—Elija usted la baraja —le susurró el simpático viejete a Fandorin en la oreja.
Erast Petrovich tomó asiento y, siguiendo el consejo, exigió con tono decidido:
—Le pido, excelencia, que me permita tener la banca. A fin de cuentas, soy novato en estas lides. Y también escogeré las barajas… Ésta y ésta otra —dijo, tomando de la bandeja los dos mazos de naipes que se encontraban en la parte inferior.
Zurov le lanzó una sonrisa aún más desagradable:
—Qué remedio, señor novato, aceptemos sus condiciones; pero sólo con una por mi parte: si hace saltar la banca, no se vaya a toda prisa. Concédame también a mí la posibilidad de tenerla. ¿Qué apostamos?
Fandorin vaciló, y el arrojo le abandonó tan súbitamente como antes le había asaltado.
—¿Cien rublos? —preguntó con timidez.
—¿Bromea? Esto no es una taberna.
—Bueno, que sean trescientos. —Y Erast Petrovich colocó en la mesa todo el dinero que llevaba consigo, incluidos los cien rublos que había ganado minutos antes.
—Le jeu n’en vaut pas la chandelle —dijo el conde encogiéndose de hombros—. Bien, como apuesta inicial, vale.
Extrajo una carta de su baraja y arrojó negligentemente sobre ella tres billetes de cien rublos.
—Voy a por todo.
La «frente» a la derecha, recordó Erast Petrovich, y depositó cuidadosamente a su derecha la dama de corazones, y a su izquierda, el siete de picas.
Ippolit Aleksandrovich dio la vuelta con dos dedos a su carta y arrugó un poco el entrecejo. Era la dama de rombos (rojos).
—¡Vaya con el novato! —silbó alguien—. ¡Con qué facilidad ha pescado la dama!
Fandorin barajó torpemente los naipes.
—¡Voy a todo! —dijo el conde con tono burlón tirando seiscientos rublos sobre la mesa—. ¡Bah, si no te arriesgas, nunca beberás champaña!
«¿Cómo se llamaba la carta que se colocaba a la izquierda?». Erast Petrovich no lograba recordarlo. «Sí, ésta se llama “frente”, pero ¿y la segunda…? ¡Demonios, qué situación tan incómoda!». ¿Cómo iba a preguntarlo? Y mirar la chuleta parecería poco serio.
—¡Bravo! —gritaron los espectadores—. Conde, c’est un jeu intéressant, ¿no lo cree?
Fue entonces cuando Erast Petrovich descubrió que había ganado de nuevo.
—¡Bueno, basta ya de «francesear»! ¡La verdad, qué estúpida costumbre ésa de meter en el habla rusa frasecitas en francés! —Zurov, enojado, se volvió hacia el que había hablado, a pesar de que él mismo utilizaba continuamente giros franceses—. ¡Dé cartas, Fandorin, dé cartas! Que un naipe no es un caballo, y antes del amanecer la suerte caerá de mi lado. ¡Voy a por todo!
A la derecha, un valet, la «frente»; a la izquierda, un ocho. «Y esto se llama…».
Ippolit Aleksandrovich levantó un diez. Y Fandorin le pisó de nuevo en la cuarta mano.
La mesa ya estaba cercada de mirones por todas partes, y la buena suerte de Erast Petrovich fue valorada en todo su mérito.
—¡Fandorin, Fandorin!… —farfulló distraídamente Zurov tamborileando con los dedos sobre su baraja.
Al fin se decidió a extraer un naipe y apartó de su montón dos mil cuatrocientos rublos.
El seis de picas apareció en la «frente» ya en el primer par de cartas.
—¡¿Y qué apellido es ese que usted gasta?! —exclamó el conde, que se había enfurecido de pronto—. ¡Fandorin! ¿Viene de los griegos o qué? ¡Fandorakis! ¡Fandoropulos!
—¿Y por qué de los griegos? —Erast Petrovich se ofendió. Aún tenía frescas en la memoria las burlas que le hacían los compañeros de su clase a costa de su apellido («el Avellano», ése era el mote que le habían endosado a Fandorin en sus tiempos de gimnasio)—. Mi familia es tan rusa como pueda serlo la suya, conde. Ya hubo Fandorines que lucharon al servicio de Aleksei Mijailovich.
—¡Por supuesto! —terció con viveza el viejo de las narices coloradas, el que con tan buena intención había aconsejado antes a Erast Petrovich—. Y en tiempos de la zarina Catalina la Grande también existió un Fandorin que dejó escritas unas memorias interesantísimas.
—Memorias, memorias, y yo ahora dando vueltas en la noria… —rimó Zurov con tono hosco, poniendo una colina de billetes sobre la mesa—. ¡A por la banca entera! ¡Dé usted cartas, el demonio se lo lleve!
—Le dernier coup, messieurs! —dijo uno de los mirones.
Todos contemplaron con avidez los dos montones de billetes arrugados, de los cuales era igual de voluminoso el que había ganado la banca como el que aún le quedaba a su contrincante.
En un silencio sepulcral, Fandorin abrió dos barajas nuevas intentando recordar la palabra que buscaba desde hacía rato. «¿Frambuesa? ¿Limonero?».
A su derecha levantó un as, a su izquierda otro más. Zurov sacó un rey. A la derecha una dama, a la izquierda un diez. A la derecha un valet, a la izquierda otra dama. «¿Y qué valía más: el valet o la dama?». A la derecha un siete, a la izquierda un seis.
—¡No me echen el resuello en el cogote! —gritó el conde con rabia, y los mirones retrocedieron y se apartaron un poco de él.
A la derecha un ocho, a la izquierda un nueve. A la derecha un rey, a la izquierda un diez. ¡Un rey!
Alrededor de la mesa, la gente aullaba y reía. Ippolit Aleksandrovich permaneció sentado, como si le hubiera dado un pasmo.
«Libro antiguo —recordó súbitamente Erast Petrovich, y sonrió satisfecho—. La carta de la izquierda se llama “libro antiguo”. ¡Vaya nombre tan raro!».
De pronto, Zurov se inclinó sobre la mesa y, con unos dedos que parecían de acero, apretó las mejillas de Fandorin, formándole una trompeta con los labios.
—¡No se atreva a reírse con ese tono burlón! ¡Si ha ganado una buena cantidad de dinero, al menos compórtese civilizadamente! —gruñó el conde con voz rabiosa, acercándose a él hasta casi rozarle.
Sus ojos, inyectados en sangre, infundían pavor. De repente, le propinó a Fandorin un manotazo en la barbilla y se echó hacia atrás, se retrepó en la silla y cruzó las manos chulescamente sobre el pecho.
—¡Eso ya es demasiado, conde! —exclamó uno de los oficiales.
—¿Le parece, acaso, que esté huyendo? —susurró Zurov entre dientes sin apartar la vista de Fandorin—. Si alguien se siente ofendido, aquí estoy yo, dispuesto a lo que guste.
Un silencio sepulcral reinó de pronto.
A Erast Petrovich le zumbaban horriblemente los oídos, pero sólo temía una cosa: quedar como un cobarde. Bueno, y también que su voz temblara y le delatase.
—Usted es un canalla indecente y lo único que pretende es no pagar su deuda —le espetó Fandorin sin poder impedir que le temblara la voz, aunque eso ya no importaba—. Le reto a duelo.
—¿Qué, haciéndose el héroe delante del público? —preguntó Zurov, haciendo una mueca con los labios—. Pues ya veremos cómo baila delante del cañón de una pistola. Bien, que sea a veinte pasos, y en línea. Cada uno podrá disparar cuando quiera, pero luego, sin falta, deberá volver a la línea. ¿No tiene miedo?
«Sí que lo tengo —pensó Erast Petrovich—. Ajtirtzev aseguró que el conde era capaz de acertarle a una moneda de cinco kopecs a veinte pasos de distancia, pero no dijo que apuntara a la frente. Será peor si sólo me da en el vientre».
Fandorin se contrajo convulsivamente. Nunca había tocado una pistola de duelo. En cierta ocasión, Ksaveri Feofilaktovich le llevó al campo de tiro de la policía a disparar con un Colt, pero lo de ahora era muy diferente. «Me matará, y moriré por nada. Sabe hacer bien su trabajo, no hay duda. Delante de un montón de testigos. Una pelea jugando a las cartas, un caso de lo más habitual. El conde pasará un mes arrestado en la comisaría, y luego, a la calle. Tiene parientes poderosos, y Erast Petrovich, a nadie. Meterán al oficial de registro en un ataúd de tablas, abrirán un agujero en la tierra y nadie le acompañará en el entierro. Bueno, quizá Grushin y Agrafena Kondratievna. Lizanka leerá la noticia en el periódico y puede que piense, de pasada: “¡Vaya, con lo delicado que parecía ese policía, y tan joven!”. Pero ni eso siquiera, porque seguro que Emma no le permite hojear ningún periódico. Y el chief, como si lo estuviera oyendo, seguro que dirá: “¡Y yo que creí en él, en ese idiota; pero va y cae en la trampa como un chorlito! ¡Se le antojó un duelo… y se fue a criar malvas!”. Y encima soltará un escupitajo, lo estoy viendo».
—¿Por qué calla? —preguntó Zurov con una sonrisa cruel—. ¿Se le han pasado las ganas de disparar?
Pero justo en aquel momento Erast Petrovich tuvo una idea auxiliadora. «El duelo no puede celebrarse ahora mismo: lo más pronto, mañana al amanecer. Naturalmente, salir corriendo ahora y pedir ayuda al chief sería una cobardía indigna. Pero Ivan Frantzevich ha dicho que había otros policías trabajando en la pista de Zurov. Es posible que aquí mismo, en esta sala, el chief tenga a alguno de sus muchachos». El reto debía mantenerlo, estaba en cuestión su palabra. Pero nada impedía que dentro de unas horas, al amanecer, la policía visitase de improviso al conde y lo arrestase por mantener abierto un garito de juego. ¿Qué culpa tendría Fandorin en eso? Además, a lo mejor ni llegaba a enterarse: el mismo Ivan Frantzevich se haría cargo de la situación y actuaría en consecuencia sin necesidad de consultar con él.
Tenía, pues, la salvación al alcance de la mano. Pero la voz de Erast Petrovich adquirió de pronto vida propia, una total independencia de la voluntad de su propietario. Parecía como si se hubiera impregnado de algo extraordinario y, cosa curiosa, dejó de temblarle en aquel preciso instante:
—No, no he perdido las ganas. Pero ¿por qué dejarlo hasta mañana? Celebrémoslo ahora mismo. ¿Acaso no dicen, conde, que usted dispara todas las mañanas a monedas de cinco kopecs, precisamente a una distancia de veinte pasos? —Zurov comenzó a ponerse rojo como un tomate—. ¡Pues probemos ahora de otra manera, si no se acobarda! —«¡Mira qué a propósito viene aquí el relato de Ajtirtzev, como anillo al dedo! ¡Ni siquiera hay que inventar nada! ¡Todo está pensado ya!»—. Nos lo jugamos a suertes, y quien pierda sale al patio y se pega un tiro. Sin líneas de duelo que valgan. Así nadie podrá pedirle cuentas al que sobreviva. El hombre tuvo mala suerte y fue y se pegó un tiro, ocurre muchas veces. Y estos señores aquí presentes darán su palabra de guardar el secreto. ¿No es así, caballeros?
Los señores de la sala comenzaron a discutir. Mantenían opiniones diferentes; unos manifestaban su disposición inmediata a prestar el juramento, y otros, por el contrario, proponían que se olvidara la disputa y se bebiera por la resolución del pleito. Un comandante con unas enormes orejas llegó a exclamar: «¡Vaya bravura la de este muchacho!». Y la frase infundió aún más ardor a Erast Petrovich.
—¿Y bien, conde? —interpeló con temeraria petulancia, definitivamente sin freno alguno—. ¿Acaso encuentra más fácil acertar a una moneda de cinco que a su propia cabeza? ¿O acaso no le gusta mancharse?
Zurov permanecía callado, mirando con curiosidad al envalentonado joven, aunque parecía como si también calculase algo.
—¡Qué remedio me queda! —exclamó al fin con una sangre fría poco habitual—. ¡Acepto la propuesta! ¡Jean!
Un presto lacayo acudió rápidamente a la llamada del conde. Ippolit Aleksandrovich le ordenó:
—Un revólver, una baraja nueva y una botella de champaña. —Y luego le musitó algo más al oído.
A los dos minutos, Jean regresó con una bandeja. El lacayo tuvo que abrirse paso a codazos, porque ahora sí que todos los presentes se habían congregado en torno a la mesa.
Con un movimiento ágil y relampagueante, Zurov abrió el tambor del Lefaucheux de doce tiros y mostró que todas las balas estaban en su sitio.
—Aquí está la baraja. —Sus dedos abrieron con un agradable chasquido la tupida envoltura de las cartas—. Ahora me toca a mí repartir las cartas. —Y se echó a reír, pasando, al parecer, a una fase de excelente estado de ánimo—. Las reglas son sencillas: el primero que saque una carta de palo negro será el que se meta una bala en el cerebro. ¿Está de acuerdo?
Fandorin asintió con la cabeza en silencio. Pero de pronto comprendió que Zurov iba a engañarlo, a embaucarlo monstruosamente en un abrir y cerrar de ojos, y que ya podía considerarse hombre muerto, con más seguridad todavía que en un duelo a veinte pasos. Sí. El taimado Ippolit había jugado mejor que él, le había ganado definitivamente la partida. ¡Qué fácil le resultaría a un tahúr de su calibre sacar el naipe salvador, y mucho más utilizando su propia baraja! ¡Seguro que tenía un montón de cartas marcadas!
Mientras tanto, Zurov, tras santiguarse con mucho arte de cara a la galería, levantó el primer naipe. Salió la dama de rombos rojos.
—¡Ésta es Venus! —Sonrió el conde con descaro—. ¡Mi eterna protectora! Su turno, Fandorin.
Protestar o discutir a aquellas alturas resultaba humillante. La petición de una baraja nueva, demasiado tardía. Y la lentitud en levantar la carta, vergonzosa.
Entonces Erast Petrovich alargó la mano y levantó el valet de picas.