Capítulo 3

Capítulo Tercero

Donde hace su aparición el estudiante encorvado

Desde la calle Miasnitzkaya, donde tenía su sede la Dirección de la Policía Secreta, hasta el hotel Boyarsky, en el que según el resumen policial «residía temporalmente» la terrateniente Spitzina, se tardaba a pie unos veinte minutos, y Fandorin decidió ir caminando pese a su angustiosa impaciencia. El torturador Lord Byron, que oprimía sin piedad los costados del escribiente, había abierto un agujero tan sustancial en su presupuesto, que el alquiler de un coche de punto podía tener consecuencias críticas hasta en su ración alimentaria. Sin dejar de masticar la empanadilla de cartílagos de esturión que había comprado en la esquina del callejón Gusianitkov (no olvidemos que a causa de su excitación detectivesca Erast Petrovich se había quedado sin almuerzo), el funcionario caminaba a paso ligero por el bulevar Chistaprudny. Allí, unas ancianas antediluvianas, ataviadas con abrigos y cofias, se entretenían tirando migajas de pan a las palomas, gordas e insolentes, que las rodeaban. Calesas y faetones pasaban al trote por la calzada adoquinada, alcanzaban a Fandorin y le dejaban luego atrás, lo que despertó en él un franco resentimiento. ¡Un detective no podía hacer bien su trabajo, de ninguna manera, sin disponer de un coche de caballos trotones! Al menos, el hotel Boyarsky quedaba cerca, en el barrio de Pokrovka; pero de allí al río Yauza, a la tienda de Kukin, perdería andando otra buena media hora. «Esta lentitud es peor que la misma muerte —se exasperó Erast Petrovich (en verdad, exagerando un poco)—. El señor jefe escatima tanto el dinero público que ni ha pensado en darme cinco altines para el transporte. Pero la Dirección sí que le asigna a él ochenta rublos mensuales para pagarse un coche permanente. Ahí están los privilegios de los jefazos: ellos regresan a casa en coche de caballos y nosotros tenemos que usar las piernas incluso cuando estamos de servicio».

Pero a su izquierda, por encima del tejado del café Sushe, empezaba ya a asomar el campanario de la iglesia de la Trinidad, muy cerca de la cual se encontraba el hotel Boyarsky. Y Fandorin aceleró el paso, saboreando de antemano un más que posible avance en sus investigaciones.

Media hora después, caminando más despacio y con aspecto agotado, el escribiente bajó por el bulevar Pokrovsky, donde ya no eran unas nobles ancianas sino las mujeres de los comerciantes burgueses las que alimentaban a las palomas, eso sí, tan orondas y descaradas como las del bulevar Chistaprudny.

La conversación con la testigo Spitzina había resultado poco eficaz. Erast Petrovich la había alcanzado en el último momento, justo cuando la terrateniente se aprestaba a subir al carruaje que la llevaba de vuelta a su residencia de Kaluga. Por razones pecuniarias, la terrateniente seguía viajando a la antigua, no en ferrocarril sino en coche y con sus propios caballos.

Sin duda la suerte sonreía a Fandorin, porque si la terrateniente hubiera debido apresurarse para llegar a la estación, difícilmente habría podido conversar con ella. Pero el testimonio de aquella testigo tan locuaz, a quien Erast Petrovich abordó con admirable tiento, sólo le llevó a una conclusión: Ksaveri Feofilaktovich tenía razón. El hombre que había visto Spitzina era el mismo Kokorin. Se había fijado en su levita, en el sombrero redondo y hasta en los botines de charol con botoncitos, que ningún otro testigo de los Jardines de Alejandro había mencionado en sus declaraciones.

Todas sus esperanzas quedaban ahora depositadas en Kukin, aunque Grushin seguramente también tendría razón ahí. El comerciante habría hablado sin pensar lo que decía, y ahora, por sus palabras, estaba él allí, pateándose Moscú de cabo a rabo y arriesgándose a ser el hazmerreír del comisario.

La entrada a la tienda de comestibles Brikin e Hijos, una puerta acristalada con la figura de un dulce grabada encima, daba directamente a la calle que corría paralela al río. Desde allí se veía el puente a un palmo de distancia. Fandorin advirtió esta circunstancia al instante, como también advirtió que las ventanas de la tienda estaban abiertas de par en par (a causa del calor, era evidente). Por eso Kukin había podido escuchar perfectamente el golpe metálico del percutor, pues el pretil de piedra del puente no quedaba a más de quince pasos. Desde la puerta de la tienda le observaba, intrigado, un hombre de unos cuarenta años vestido con una camisa roja, un chaleco negro de paño, unos pantalones de terciopelo y unas botas hasta la rodilla.

—¿Puedo ayudarle en algo, apreciado señor? —le preguntó éste—. ¿Se ha extraviado su excelencia?

—¿Kukin? —le interpeló Erast Petrovich, severo, sospechando que las aclaraciones del comerciante iban a servirle de muy poco.

—Así es. —El tendero se puso en guardia y arqueó sus pobladas cejas. Pero luego cayó en la cuenta de la personalidad de su visitante—. Usted, señor mío, debe de ser de la policía. Muy agradecido. No pensé que se darían tanta prisa en atender mi petición. El señor agente del subdistrito me dijo que la pondría en conocimiento de la jefatura, pero no esperaba, de ningún modo esperaba… Pero ¡qué hacemos aquí en la puerta! Por favor, entre en la tienda. Estoy tan agradecido, tan agradecido…

El comerciante saludó con una inclinación y entreabrió la puerta, invitando a pasar a su visitante con un ademán de deferencia. Pero Fandorin no se movió del sitio. Por el contrario, dijo con voz grave:

—Kukin, soy de la policía secreta, no de la comisaría. Me han encargado la búsqueda de ese estu… de ese hombre del que le habló al agente del subdistrito.

—Ah, ¿de ese «eskubiante»? —sugirió solícito el hombre—. Por supuesto que me acuerdo de él. Vaya susto, Dios me perdone. Cuando le vi trepar al pretil del puente y apoyar el arma en la cabeza, casi me desmayo. Pensé: esto es el fin, otra vez lo del año pasado, ni regalando el pan volveré a recuperar la clientela. ¿Qué culpa tenemos nosotros? ¿Por qué acuden a este lugar, como las moscas a la miel, para acabar con su vida? ¡Que se vayan al río Moscova, que es más profundo, tiene puentes más altos y…!

—¡Calle, Kukin! —le cortó Erast Petrovich—. Es mejor que me describa a ese estudiante. Qué ropa vestía, qué aspecto tenía y por qué dedujo que se trataba precisamente de un estudiante.

—Pues porque llevaba todo lo que puede llevar un «eskubiante» —se extrañó el tendero—. Por el uniforme, por los botones, por los lentes en la nariz…

—¿Uniforme? —se enervó Fandorin—. ¿Es que iba de uniforme?

—¡Pues claro! —exclamó Kukin, mirando compasivamente al confuso funcionario—. Si no, ¿cómo hubiera deducido yo que se trataba de un «eskubiante»? ¿Qué se cree usted, que no sé distinguir por el uniforme a un «eskubiante» de un oficinista?

Erast Petrovich se quedó sin palabras ante una apreciación tan lógica. Extrajo de su bolsillo un lápiz y una hermosa libreta y empezó a anotar las declaraciones del comerciante. Fandorin había comprado aquel cuadernillo antes de entrar a trabajar en la policía secreta. Lo llevaba encima desde hacía tres semanas y no había podido estrenarlo hasta aquel momento, aunque desde la mañana había rellenado ya algunas páginas con su letra menuda.

—Dígame qué aspecto tenía ese hombre.

—Pues el de un hombre corriente. Poco agraciado, con algunas espinillas en la cara. Usaba lentes, como le he dicho…

—¿Qué tipo de lentes? ¿Gafas o quevedos?

—De esos que cuelgan de una cinta.

—Entonces, quevedos —escribió Fandorin apresuradamente con su lápiz—. ¿Algún detalle más?

—Andaba bastante encorvado. Los hombros le llegaban casi a la altura de la coronilla. Por lo demás, era como cualquier otro «eskubiante», ya le digo…

Kukin miró perplejo al funcionario, que permanecía en silencio, entornando los ojos, moviendo los labios y pasando adelante y atrás las hojas de la libreta… Era evidente que alguna idea le rondaba la cabeza.

«Uniforme, con espinillas, quevedos, muy encorvado», había escrito en la libreta. Textualmente «con algunas espinillas», pero, bueno, eso no tenía importancia. En la relación policial de los objetos personales que Kokorin llevaba encima no se decía nada de unos quevedos. ¿Los habría perdido? Era posible. Los testigos tampoco los habían mencionado. Era cierto que los policías apenas les habían interrogado sobre la apariencia exterior del suicida… ¿Para qué?… ¿Encorvado? Humm… «El Boletín de Moscú lo describía como “un mocetón de buena presencia” —recordó Fandorin—. Pero el redactor del periódico no había presenciado los hechos ni había visto a Kokorin, de modo que pudo sacar esa frase de su propia cosecha, para impresionar. Pero todavía queda lo del uniforme, y eso sí que no tiene vuelta de hoja. Si Kokorin estuvo en el puente, está claro que, por lo que fuera, decidió mudarse de ropa y ponerse la levita; y eso tuvo que hacerlo entre las once de la mañana y la una y media de la tarde. Pero ¿dónde se cambió? Desde el Yauza hasta Ostayenka, y de vuelta hasta la Sociedad Moscovita de Seguros contra Incendios hay un buen trecho, por los menos hora y media si se va a pie».

Entonces Fandorin comprendió, con una sorda opresión en la boca del estómago, que aquello sólo tenía una solución: coger al comerciante Kukin por la pechera y llevarlo a la comisaría de la calle Mojovaya para proceder a la identificación del cadáver. Erast Petrovich se imaginó por un instante aquel cráneo destrozado con su costra seca de sesos y sangre, y por una asociación mental inmediata su recuerdo voló al cuerpo acuchillado de la tendera Krupnova, que aún seguía provocándole terribles pesadillas. No, la idea de ir a la morgue no le apetecía lo más mínimo. Pero era evidente que entre el estudiante del puente del río Maly Yauza y el suicida de los Jardines de Alejandro había alguna relación, y debía desvelarla a toda costa. ¿Qué otra persona podía confirmarle si Kokorin tenía espinillas, caminaba encorvado y usaba o no quevedos, para no tener que recurrir a la morgue?

«Bueno, la terrateniente Spitzina, por ejemplo. Pero a estas horas ya estará a punto de cruzar el puesto de control del camino que lleva a Kaluga. También el ayuda de cámara del muerto. ¿Cómo se apellidaba? Bah, da igual, el juez de instrucción lo ha echado de la casa, y ahora vete a saber dónde encontrarlo. Quedan los testigos de los Jardines de Alejandro, sobre todo las dos señoras con las que habló Kokorin antes de morir. Seguro que ellas se fijaron en todos los detalles. Las anoté en la libreta. Aquí están: “La hija de un c.p.a. Eliz. Aleksandrovna von Evert-Kolokoltseva, 17 a., señorita Emma Gotlibovna Pful, 48 a., Malaya Nikitskaya, dom. part.”».

Ahora sí que no podía ahorrarse el alquiler de un coche de caballos.

El día había sido largo. Pero el vigoroso sol de mayo, que parecía no cansarse de iluminar la ciudad de las cúpulas doradas, descendía ya lentamente y con desgana hacia la línea de los tejados cuando nuestro Erast Petrovich, con veinte kopecs menos en sus ya de por sí empobrecidos bolsillos, saltó del coche de punto justo al lado de una suntuosa villa con fachada de molduras, columnas dóricas y escalinata de mármol. El viajero se detuvo indeciso al bajar del coche, y el cochero aseveró:

—No lo dude, ésa es la casa del general. Ya llevo algunos años arreando este coche de caballos por todo Moscú.

«¿Y si no me permiten la entrada?». Erast Petrovich sintió un estremecimiento sólo de pensar en aquella posible humillación. Pero asió el resplandeciente aldabón de cobre de la puerta y golpeó con él dos veces. Al momento, esa puerta maciza adornada con unas broncíneas cabezas de león se abrió de par en par. Tras ella apareció el portero de la casa, embutido en una elegante librea con galones dorados.

—¿Para el señor barón? ¿Del ministerio? —preguntó, solícitamente—. ¿Le anuncio o sólo desea entregar un mensaje? Pero pase usted.

El visitante notó que el ánimo le flaqueaba en aquel inmenso vestíbulo, iluminado de manera radiante por una araña de cristal y varios faroles de gas.

—En realidad, quería ver a Elizaveta Aleksandrovna —aclaró—. Soy Erast Petrovich Fandorin, de la policía secreta. Se trata de un asunto urgente.

—¿De la policía secreta? —El portero arrugó la frente con un gesto desdeñoso—. ¡No será por el incidente de ayer! ¡Ni lo piense! La señorita se pasó medio día llorando desconsoladamente y luego durmió muy mal. No voy a anunciarle ni a dejarle pasar. Su excelencia ha amenazado con arrancarle la cabeza a ese comisario de distrito que ayer estuvo martirizando a Elizaveta Aleksandrovna con sus preguntas. ¡Dígnese salir a la calle, vamos, márchese! —Y el canalla empezó a ayudarse con su oronda barriga para empujarle hacia la salida.

—¿Y la señorita Pful? —intentó angustiosamente Erast Petrovich—. ¿Emma Gotlibovna, de cuarenta y ocho años? Podría al menos intercambiar algunas palabras con ella. ¡Se trata de un asunto oficial!

Mayestático, el portero dio un chasquido con los labios.

—¡Sea! Si va a hablar con ella, le dejaré pasar. Diríjase por allí, debajo de la escalera. Por el pasillo, la tercera puerta a la derecha. Allí está la habitación de la institutriz.

* * *

Le abrió la puerta una mujer alta y huesuda, que miró al recién llegado fijamente con sus redondos ojos castaños.

—Fandorin, de la policía. ¿Es usted la señora Pful? —pronunció con voz insegura Erast Petrovich. Después lo repitió en alemán, por si acaso—: Polizeiamt. Sind sie Fraulein Pful? Guten Abend!

—¡Buenas tardes! —le respondió secamente la esquelética mujer—. Sí, yo soy Emma Pful. Pase usted. Siéntese ahí, en esa silla.

Fandorin tomó asiento donde le ordenaban, en una silla de rejilla y respaldo curvo situada junto al escritorio, sobre el que reposaban ordenados unos libros de texto y diversos montones de papel de escribir. La habitación era bonita y luminosa, pero demasiado aburrida, como si le faltara vida. Tres tiestos con unos espléndidos geranios, dispuestos en el alféizar de la ventana, constituían la única mancha de color en toda la estancia.

—¿Viene usted por el asunto de ese joven estúpido que se suicidó? —preguntó la señorita Pful—. Ya respondí ayer a todas las preguntas del señor agente, pero si usted quiere plantearme algunas más, puede hacerlo. Comprendo muy bien cuán importante es el trabajo de la policía. Mi tío Gunter se jubiló con el grado de Oberbajtmeister en la policía de Sajonia.

—Yo soy oficial de registro —aclaró Erast Petrovich, que no deseaba que le tomaran por un sargento de la policía—, funcionario de decimocuarta clase.

—No se preocupe, sé distinguir los grados administrativos —asintió la alemana señalando con el dedo la presilla que lucía el joven en su uniforme—. Bien, señor oficial de registro, le escucho.

En ese preciso instante, sin que mediara ningún golpe de aviso, la puerta se abrió y una muchacha rubia, con un encantador rubor dibujado en la cara, irrumpió corriendo en la habitación.

—¡Fraulein Pful! Morgen fahren wir nach Kuntsevo! ¡Palabra de honor! ¡Papaíto ha dado su permiso! —dijo atropelladamente desde el umbral. Pero al ver al extraño se azoró y se calló, confusa, aunque sus bellos ojos grises miraron al funcionario con viva curiosidad.

—Las baronesas bien educadas no corren, caminan —la reprendió la institutriz con fingida severidad—. Sobre todo si ya han cumplido los diecisiete años. Si caminase usted en vez de correr, habría tenido tiempo suficiente para advertir la presencia de un joven desconocido y saludarle como es debido.

—¡Buenas tardes, señor! —susurró la maravillosa visión.

Fandorin se levantó de un salto y saludó con una reverente inclinación, pero de pronto se sentía torpe. La muchacha le resultaba muy atractiva y el pobre escribiente se asustó ante el riesgo de enamorarse perdidamente de ella en el acto. Era algo que debía evitar a todo trance, porque una princesa así nunca estaría a su alcance. No lo habría estado en la época de prosperidad, y mucho menos lo estaría ahora.

—¡Buenas tardes! —respondió con tono áspero, arrugando adustamente el entrecejo.

Y añadió para sí mismo: «¿En qué lastimosa situación me ha dejado usted, padre? ¡Menudo petimetre para la hija de un general! ¡Por favor, señora, no me espere! ¡Con años y años de servicio sólo alcanzaría el triste grado de consejero titular!».

—Soy el funcionario de registro Fandorin, Erast Petrovich, de la Dirección de la Policía Secreta —siguió, utilizando el tono más oficial que pudo encontrar—. Estoy realizando una investigación suplementaria con respecto al lamentable incidente ocurrido ayer en los Jardines de Alejandro y necesito imperiosamente hacerles varias preguntas más. Pero como la circunstancia es tan pesarosa y comprendo cuán tristemente la ha afectado, me contentaría con la conversación que pudiera mantener a solas con la señora Pful.

—Sí, fue terrible. —Los ojos de la muchacha, ya de por sí enormes, se agrandaron aún más—. En realidad, yo cerré los ojos y no vi casi nada. Después perdí el conocimiento… ¡Pero estoy muy interesada en el caso! Fraulein Pful, ¿podría quedarme? ¡Por favor! ¡Al fin y al cabo soy tan testigo como usted!

—Personalmente, y en beneficio de la investigación, yo también preferiría que la señora baronesa estuviera presente —accedió Fandorin.

—El orden es el orden —asintió con la cabeza Emma Gotlibovna—. Yo, Liza, siempre le repito: Ordnung muss sein. Siempre hay que respetar la ley. Así que puede quedarse.

Lizanka (así llamaba ya en sus adentros a Elizaveta Aleksandrovna un ardientemente entregado Fandorin) se sentó con satisfacción en un diván de cuero y fijó sus ojos con suma atención en nuestro héroe.

Fandorin logró controlarse y, volviéndose hacia Fraulein Pful, le rogó:

—Por favor, ¿podría describirme a aquel señor?

—¿El que se pegó el tiro? —quiso precisar ella—. Na ja. Ojos marrones, pelo castaño, bastante alto, no tenía bigote, barba ni patillas; el rostro joven, pero no demasiado agradable. Ahora, le diré como iba vestido…

—Ya me lo contará más adelante —la interrumpió Erast Petrovich—. Ha dicho que su rostro no era demasiado agradable. ¿Por qué? ¿Tenía espinillas?

La alemana le miró sin contestar.

Pickeln —le tradujo Lizanka ruborizándose.

—¡Ah, sí, «espinillas»! —La institutriz repitió expresivamente la palabra que no había comprendido al principio—. No, aquel señor no tenía espinillas. Su piel lucía fresca y saludable. Era la expresión de su cara lo que no resultaba agradable.

—¿Por qué?

—Era maligna. Miraba como si no deseara matarse a sí mismo sino a otra persona. ¡Oh, fue una pesadilla! —se excitó Emma Gotlibovna al recordarlo—. ¡En primavera, con aquel día tan soleado, con todos aquellos señores y señoras paseando tranquilamente por el parque, en aquel fabuloso jardín repleto de flores!…

La forma de pronunciar esas palabras ruborizó a Erast Petrovich, que le echó un vistazo de reojo a Lizanka. Pero la muchacha hacía ya mucho tiempo que se había acostumbrado al peculiar acento de su institutriz, y continuaba escuchándola con extasiada atención.

—¿Llevaba quevedos? Quizá no los llevara puestos en aquel momento y le colgaran del bolsillo… ¿con una cinta de seda? —Fandorin lanzaba sus preguntas una tras otra—. ¿No le pareció que el joven era algo encorvado? Otra pregunta más. Ya sé que vestía levita, pero ¿no había nada en su aspecto que le pudiera confundir con un estudiante? Por ejemplo, ¿unos pantalones de uniforme? Quizá no reparase en ello…

—Yo siempre me fijo en todo —respondió la alemana con dignidad—. Sus pantalones eran de buena lana, a cuadros. No llevaba quevedos. Encorvado, en absoluto. Tenía una figura muy bonita. —De repente se quedó algo pensativa y acto seguido preguntó—: ¿Encorvado, con quevedos y estudiante? ¿Por qué ha mencionado usted precisamente esos detalles?

—¿Por qué me lo pregunta? —se puso a su vez en guardia Erast Petrovich.

—Porque resulta extraño. Efectivamente, cerca de allí había otro joven. Un estudiante encorvado con quevedos.

—¿¡Cómo!? ¿Dónde? —gimió Fandorin.

—Ese joven estaba…, jenseits…, al otro lado de la verja, en la calle. Observaba la escena de pie. Yo pensé que el estudiante se acercaría a ayudarnos y nos libraría de aquel terrible señor. Iba muy encorvado. Me fijé en eso después de que el suicida se pegara el tiro, porque el estudiante dio media vuelta y echó a correr a toda prisa. Fue entonces cuando advertí lo encorvado que era. Es lo que ocurre si a los niños no se les enseña a sentarse bien desde muy pequeños. Sentarse correctamente es muy importante. Mis alumnos siempre se sientan como es debido. Fíjese en Fraulein baronesa. ¿Ve lo erguida que mantiene la espalda? ¡Qué bonita!

Elizaveta Aleksandrovna enrojeció de pronto, pero con tanta gracia que Fandorin perdió el hilo de la conversación por un momento, pese a que la información que le estaba proporcionando la señorita Pful era de excepcional importancia.