Capítulo 10

Capítulo Décimo

Donde aparece un portafolios azul

El día 28 de junio por el calendario occidental, el 16 por el ortodoxo, un poco antes del atardecer, un coche de caballos de alquiler se detuvo frente al hotel Winter Queen, en Gray Street. El cochero, con sombrero de copa y guantes blancos, saltó del pescante, desplegó el escaloncito y, con una inclinación respetuosa, abrió la pequeña puerta barnizada de negro, en la que se leía:

DUNSTER & DUNSTER

Since 1848

London Regal Tours

Lo primero que asomó por la portezuela del coche fue una bota de viaje de tafilete, tachonada con unos pequeños clavos de plata. Tras ella, saltó ágilmente a la acera un joven gentleman de aspecto saludable, con unos exuberantes bigotes que no se correspondían con su rostro juvenil, un sombrero tirolés con pluma y un ancho capote alpino. El joven miró a su alrededor, contempló la tranquila callejuela, en la que no se veía nada especial, y con cierto desasosiego dirigió la vista hacia el edificio del hotel. Se trataba de una villa poco hermosa, con cuatro pisos de estilo georgiano, que evidentemente había conocido tiempos mejores.

Retardando el paso, el gentleman masculló en ruso:

—¡Adelante! ¡Pase lo que pase!

Y tras pronunciar esta enigmática frase, subió los peldaños de la escalinata y entró en el vestíbulo.

Un segundo después, del pub situado justo enfrente salió un individuo vestido con una capa negra, que se encasquetó hasta los ojos una gorra alta con visera brillante y comenzó a pasearse despacio por delante de la puerta del establecimiento.

Sin embargo, esta curiosa circunstancia pasó desapercibida para el forastero, que ya se encontraba de pie junto al mostrador del hotel. Miraba el retrato descolorido de una dama de la época medieval, provista de un magnífico pecho, que a todas luces era la Reina de Invierno en persona. El somnoliento conserje que estaba tras el mostrador saludó al extranjero con indiferencia, pero al advertir que daba al botones un chelín de propina por llevarle su único saco de viaje, le saludó otra vez, entonces mucho más afable. Dejó el simple tratamiento de sir y se dirigió al recién llegado con el más respetuoso de your honour.

El joven preguntó si había habitaciones libres, exigió la mejor, que dispusiera de agua caliente y periódicos, y se inscribió en el registro de huéspedes con el nombre de Erasm von Dorn, de Helsilngfors. Después de eso, y de recibir, sin hacer nada especial y sin ningún mérito, una propina de medio soberano, el conserje comenzó a tratar a aquel chiflado forastero de your lordship.

Mientras tanto, la cabeza del señor «Von Dorn» se veía asaltada por dudas de gran calado. Le resultaba difícil imaginar que la majestuosa Amalia Kazimirovna se alojase en aquel hotelucho de tercera categoría. Algo parecía no cuadrar en todo aquello.

Sumido en esa confusión, llegó incluso a preguntar al conserje, que ya se doblaba completamente en señal de reconocimiento, si existía en Londres otro hotel que se llamase de la misma manera, recibiendo de éste la confirmación jurada de que en Londres no había, ni había habido nunca, a lo largo de los tiempos, otro Reina de Invierno. La única excepción era el que ocupaba antes aquel mismo lugar y había quedado reducido a cenizas en un gran incendio, hacía más de un siglo.

¿Sería posible que todo hubiera resultado en balde? ¿Aquella gira de veinte días dando vueltas por Europa entera, los bigotes postizos, aquel fastuoso coche de caballos alquilado en la estación de Waterloo en lugar de un cabriolé ordinario, y, por último, aquel inútil medio soberano de propina?

«Pues ya que te han hecho este regalo, pichón mío, termina tu trabajo», se dijo Erast Petrovich (aunque viaje de incógnito, seguiremos llamándole así).

—¿Podría decirme, si es tan amable, si está registrada aquí cierta persona, una tal señorita Olsen? —preguntó con fingida indolencia, acodándose en el mostrador.

La respuesta, pese a ser realmente predecible, encogió de tristeza el corazón de Fandorin.

—No, milord, ninguna señorita con ese apellido se hospeda ahora con nosotros, ni se ha hospedado nunca.

Leyendo el desconcierto que dejaban traslucir los ojos del huésped, el conserje guardó una pausa lo bastante expresiva y luego añadió, pudoroso:

—Sin embargo, el nombre que su excelencia ha citado no me resulta del todo desconocido.

Erast Petrovich se inclinó ligeramente y sacó de su bolsillo otra moneda de oro.

—¡Hable!

El conserje se inclinó hacia delante y, esparciendo un tufillo de agua de colonia barata, cuchicheó:

—A nuestro hotel llegan muchas cartas dirigidas precisamente a esa señorita. Y todas las noches, a las nueve, viene un cierto mister Morbid, un mayordomo o un criado a juzgar por su aspecto, y las recoge.

—¿Un individuo enorme, con unas grandes patillas rubias y con cara de no haberse reído nunca? —inquirió al punto Erast Petrovich.

—Sí, milord, el mismo.

—¿Y llegan con mucha frecuencia esas cartas?

—Muy a menudo, casi todos los días, muchas veces más de una. Hoy, por ejemplo —y el conserje miró significativamente hacia atrás, en dirección a un armario con celdillas—, nada menos que tres.

La insinuación fue cazada al vuelo.

—Yo echaría un vistazo a esos sobres. Por simple curiosidad, ya sabe —observó Fandorin, golpeando el mostrador con el consiguiente medio soberano.

Los ojos del conserje adquirieron un brillo febril y entonces sucedió algo increíble, fuera de toda lógica, pero en extremo agradable.

—Es cierto que tenemos este procedimiento estrictamente prohibido, milord, pero… Si se trata sólo de echarle una ojeada a los sobres…

Erast Petrovich cogió ansiosamente las cartas, pero se encontró con una irritante sorpresa: los sobres no tenían remite. Quedaba claro, pues, que la tercera moneda de oro se había invertido en vano. El chief, cierto, justificaba cualquier gasto, pero siempre «dentro de unos límites razonables y en interés de la investigación en curso»… ¿Habría algo en el matasellos?

Estos pusieron a cavilar a Fandorin. Una de las cartas había sido remitida desde Stuttgart, otra desde Washington, y la tercera, nada más y nada menos que desde Río de Janeiro. ¡Caracoles!

—¿Hace mucho tiempo que miss Olsen recibe aquí su correspondencia? —preguntó Erast Petrovich, mientras calculaba mentalmente cuánto podrían tardar las cartas en cruzar el océano.

¡Y había que añadir el tiempo que se habría empleado en comunicar a Brasil aquella dirección de Londres! Resultaba extraño, de cualquier forma, pues la Beyetzkaya habría llegado a Londres haría sólo unas tres semanas, como máximo.

La respuesta fue del todo inesperada:

—Desde hace mucho, milord. Las cartas ya llegaban cuando entré a trabajar en el hotel, y hará ya unos cuatro años.

—Imposible. ¿No se estará usted confundiendo?

—Se lo aseguro, milord. Mister Morbid sí hace poco tiempo que está a las órdenes de miss Olsen, quizá sólo desde comienzos del verano. Al menos hasta entonces era mister Moebius quien venía a recoger las cartas, y antes que él lo hacía mister…, humm, vaya, discúlpeme, he olvidado cómo se llamaba. Tengo motivos, porque aquel gentleman era muy discreto y muy poco hablador.

Erast Petrovich sentía unos terribles deseos de husmear dentro del sobre, pero tras tantear a su informador con aire escrutador, concluyó que quizá fuera preferible no marear más la perdiz. Y en ese preciso momento, a nuestro recién horneado consejero privado y mensajero diplomático de primera categoría le vino a la cabeza una idea mucho mejor.

—¿Dice usted que mister Morbid suele venir cada noche a las nueve?

—Como un reloj, milord.

Fandorin puso encima del mostrador el cuarto medio soberano e, inclinándose, empezó a murmurar algo al oído del feliz conserje.

Empleó el tiempo que quedaba hasta las nueve de la manera más provechosa posible.

Lo primero que hizo fue engrasar y cargar su Colt de mensajero diplomático. Después se dirigió al cuarto de baño y, presionando por turno los pedales de agua fría y caliente, llenó la bañera en unos quince minutos. Pasó media hora remoloneando placenteramente en el agua, y cuando ésta se enfrió, ya tenía ideado definitivamente su futuro plan de acción.

Después de pegarse nuevamente los bigotes y de recrearse un momento delante del espejo, Fandorin se vistió como lo haría un inglés del montón: sombrero hongo negro, chaqueta negra, pantalones negros y corbata también negra. En Moscú quizá le hubieran tomado por el carpintero de una funeraria, pero en Londres se suponía que pasaría completamente inadvertido. Además, todo ocurriría de noche, así que bastaría con ocultarse las solapas de la camisa bajo la pechera y meterse los puños de las mangas por dentro para diluirse en el abrazo de la oscuridad, y eso era importantísimo para el plan que se había propuesto.

Le quedaba aún una buena hora y media para dar un paseo de reconocimiento por los alrededores del hotel. Erast Petrovich caminó por Gray Street y luego la abandonó y tomó una calle mucho más ancha, llena de carruajes que iban en una y otra dirección. Casi al instante topó con el famoso teatro Old Vic, que estaba reseñado en la guía de la ciudad con todo detalle. Anduvo un poco más y —¡oh, milagro!— divisó el perfil familiar de la estación de Waterloo, desde donde el carruaje había tardado nada menos que cuarenta minutos en llevarle al hotel Reina de Invierno. El bellaco del cochero le había cobrado cinco chelines. Un poco más adelante apareció el Támesis, gris y hostil en la penumbra del crepúsculo. Contemplando sus aguas sucias, Fandorin sintió un escalofrío y, sin saber por qué, un lóbrego presentimiento le embargó el ánimo. Se sentía bastante incómodo en aquella ciudad ajena. Los transeúntes que se cruzaban con él miraban siempre al frente y nadie hacía el menor intento por encarar su rostro, algo del todo inimaginable en Moscú. Pese a ello, a Fandorin no le abandonaba una extraña sensación, como si alguien le clavase una mirada enemiga en la espalda. El joven se volvió varias veces y en una ocasión le pareció ver a un tipo vestido de negro retroceder y ocultarse tras una columna en la que se anunciaba la programación teatral. Erast Petrovich decidió dominarse; se recriminó su suspicacia y no volvió a mirar atrás. ¡Aquellos malditos nervios! Incluso comenzó a dudar si no sería mejor posponer la ejecución de su plan a la tarde siguiente. Así, por la mañana podría ir a la embajada y entrevistarse con el enigmático escribiente Piyov, del que le había hablado el chief. Pero aquella medrosa cautela se le antojó un sentimiento vergonzoso, y, además, tampoco quería perder más tiempo. Bastante eran ya las tres semanas malgastadas en naderías.

El viaje por Europa había resultado menos agradable de lo que el entusiasmado Fandorin había supuesto al principio. El territorio situado al otro lado de la fronteriza ciudad de Bershbolov le agobió porque, sorprendentemente, era muy distinto de los ilimitados horizontes de sus modestos campos patrios. Erast Petrovich miraba por la ventanilla del tren, esperando continuamente que aquellas aldeas tan limpias y aquellas ciudades de juguete terminaran por pasar de una vez y comenzara a verse un paisaje normal. Pero a medida que el tren se alejaba de la frontera rusa, las casas se hacían aún más blancas y las pequeñas ciudades más pintorescas. Fandorin se fue sintiendo paulatinamente más triste, pero no se permitió las lágrimas. «Al fin y al cabo, no es oro todo lo que reluce», se dijo. Mas no logró reprimir la repulsa que le atenazaba el alma.

Después, nada, se acostumbró y empezó a parecerle que Moscú no era mucho más sucia que Berlín, y que el Kremlin y sus iglesias de cúpulas doradas eran tan hermosas como los alemanes nunca serían capaces de imaginar. Lo que le importunó entonces fue otro asunto: el agregado militar de la embajada rusa, a quien Fandorin entregó un paquete sellado con un precinto, le ordenó que no continuara su viaje y que aguardara allí una correspondencia secreta que debería entregar en Viena. La espera se alargó una semana y a Erast Petrovich comenzaron a fastidiarle aquellos paseos por la umbrosa Unter den Linden y la emocionada contemplación de los rollizos cisnes de los parques berlineses.

Lo mismo se repitió en Viena, sólo que allí fueron cinco los días que tuvo que esperar la llegada del paquete dirigido al agregado militar en París. Erast Petrovich se desesperaba sólo de pensar que quizá «miss Olsen», cansada de no recibir noticias de su Ippolit, se decidiera a abandonar el hotel, lo cual significaría perderla definitivamente de vista. Impaciente y nervioso, Fandorin pasó largas horas sentado en los cafés, comiendo pasteles de almendras sin parar y bebiendo litros y litros de crema de soda.

Pero fue en París donde por fin se decidió a tomar la iniciativa. No permaneció más de cinco minutos en la legación rusa. Los suficientes para entregarle al coronel el correo diplomático correspondiente y comunicarle, perentoriamente, que tenía a su cargo una misión especial y no se entretendría allí ni una hora. Como castigo al tiempo inútil que había perdido, ni siquiera se permitió conocer París. Se limitó a recorrer en fiacre, de camino hacia la Estación del Norte, los nuevos bulevares que acababa de tender el barón Haussman. Ya tendría tiempo de visitar la ciudad en su viaje de regreso.

A las nueve menos cuarto Erast Petrovich se hallaba ya sentado en el vestíbulo del Reina de Invierno, agazapado detrás de un The Times al que había hecho un pequeño agujero para poder observar mejor. El simón que había alquilado de antemano para evitar imprevistos esperaba en la calle. Obedeciendo sus instrucciones, el conserje no sólo evitaba mirar al huésped ataviado con vestimenta veraniega que leía el periódico, sino que se afanaba además por darle la espalda de manera ostensible, volviéndose hacia el lado opuesto.

A las nueve y tres minutos repicó la campanita de la entrada, la puerta se abrió de par en par y un hombre de tamaño gigantesco, embutido en una librea gris, ingresó en el vestíbulo. ¡Era él, «John Karlich»! Fandorin aplastó literalmente la nariz contra la página del periódico, donde se publicaba la crónica del reciente baile de gala celebrado en el palacio del príncipe de Gales.

Pero el conserje reaccionó de un modo ruin. En contra de lo pactado, no sólo miró de reojo hacia donde se encontraba Von Dorn, aquel huésped que había decidido enfrascarse a deshoras en la lectura, sino que el muy miserable comenzó además a mover sus peludas cejas de arriba abajo para llamar la atención del gigante. Pese a ello, gracias a Dios, el objetivo no advirtió la señal o bien consideró indigno por su parte girarse hacia donde le indicaban.

El simón alquilado le vino de perlas porque pronto pudo comprobar que el mayordomo no había llegado a pie, sino en un «egoísta», un cochecito de una sola plaza con un brioso caballo negro uncido a su pescante. También le vino como anillo al dedo la repentina lluvia que comenzó a caer, pues «John Karlich» tuvo que levantar la capota de cuero, y por mucho que quisiera ya no podría descubrir a su perseguidor.

El cochero del simón no se sorprendió lo más mínimo cuando recibió la orden de seguir al hombretón de la librea gris. Hizo restallar su largo látigo y el plan ideado por Fandorin entró en la primera fase.

Había anochecido. Aunque las farolas brillaban en las calles, Erast Petrovich, que desconocía por completo la ciudad, no tardó en desorientarse, hecho un lío por culpa de las manzanas de edificios idénticos de aquella ajena y amenazadora ciudad silenciosa. Pronto las casas comenzaron a resultar más bajas y escasas. En la oscuridad, los contornos de los árboles parecían navegar. Y al cabo de otros quince minutos surgieron las primeras villas rodeadas de jardines. El «egoísta» se detuvo en una de ellas, y la silueta gigantesca, bajando del vehículo, abrió unas altas puertas enrejadas. Fandorin se asomó por la ventanilla del simón y vio cómo el cochecito cruzaba la cerca y las puertas enrejadas se cerraban de nuevo tras él.

El perspicaz cochero del simón refrenó el caballo, se volvió hacia Fandorin y preguntó:

—¿Debería informar a la policía de este viaje, sir?

—Tome esta corona y resuélvalo usted mismo le respondió Erast Petrovich, decidido ya a ordenar al cochero que no le esperara: se le antojaba demasiado listo.

Además, ni él mismo sabía cuándo estaría de regreso. Ante él se materializaba la más completa incertidumbre.

* * *

No le resultó difícil saltar la valla. En los años escolares había tenido que salvar obstáculos más altos.

El jardín atemorizaba con sus sombras y las ramas de los árboles le azotaban la cara. Delante de él, a través de los árboles, divisó de manera imprecisa el contorno blanquecino de una casa de dos pisos con el tejado curvo. Intentando por todos los medios hacer el menor ruido posible, Fandorin alcanzó los últimos arbustos (olían a lilas, que sin duda serían de una variedad inglesa) y se puso a explorar el terreno. No se trataba de una simple casa, sino más bien de una villa. Había un farol junto a la puerta de entrada. Las ventanas de la planta baja estaban iluminadas, pero allí, con toda seguridad, se encontrarían las habitaciones destinadas a la servidumbre. Mucho más seductora se mostraba la ventana iluminada del segundo piso (el primer piso según los ingleses, como recordó en aquel instante). ¿Pero cómo llegar hasta allí? Tuvo suerte, porque una tubería del agua pasaba muy cerca y, por si fuera poco, la pared estaba cubierta por una especie de planta trepadora, a primera vista perfectamente asible. Las habilidades desarrolladas durante la infancia iban a resultarle otra vez de mucha utilidad.

Como una sombra oscura, Erast Petrovich salvó de un salto la distancia que le separaba de la pared de la casa y, ya allí, zarandeó la cañería. Parecía bastante sólida y no tintineó contra la pared. Era de vital importancia evitar cualquier ruido sospechoso, así que la escalada resultó más lenta de lo que hubiera deseado. Por fin, tanteó con el pie el alero, que, afortunadamente rodeaba todo el segundo piso. Y Fandorin, agarrándose con cuidado de la hiedra (o de la parra salvaje, o de las lianas, o de lo que diablos fueran aquellos serpenteantes tallos), empezó a acercarse sigilosamente, pasito a pasito, a aquella íntima ventana.

En un primer momento se sintió profundamente decepcionado, porque en la habitación no había nadie. Una lámpara con una tulipa rosa alumbraba un elegante escritorio con algunos papeles encima, y en un rincón se veía la forma blanca de lo que al parecer era una cama. Así que nada aclaraba si aquello era un despacho o un dormitorio. Erast Petrovich esperó unos cinco minutos, pero allí dentro siguió sin ocurrir nada, a excepción de que una mariposa nocturna, revoloteando con sus aterciopeladas alas, fue a posarse sobre la lámpara. ¿Tendría que dar marcha atrás y desandar lo trepado? ¿No sería mejor idea arriesgarse y penetrar en la estancia?

Empujó ligeramente el batiente de la ventana y éste se entreabrió sin oponer resistencia. Entonces Fandorin dudó de nuevo, sin dejar de recriminarse tanta moratoria e indecisión. Pero resultó que hizo bien en demorarse un poco, pues la puerta se abrió de repente y en la habitación entraron dos personas: un hombre y una mujer.

A Erast Petrovich estuvo a punto de escapársele un grito de victoria. Reconoció a la mujer, ¡era la Beyetzkaya! Llevaba los cabellos peinados con sencillez y ceñidos por una cinta color escarlata, una bata de encaje y un abigarrado chal gitano echado sobre los hombros, y a Fandorin le pareció de una belleza deslumbrante. ¡Ah, a una mujer como aquélla podía perdonársele cualquier pecado!

Amalia Kazimirovna se volvió hacia el hombre —cuyo rostro permanecía en la oscuridad, pero que a juzgar por su corpulencia no podía ser otro que mister Morbid— y le preguntó, en un inglés irreprochable (¡una espía, sin duda era una espía!):

—Entonces, ¿era él?

—Sí, madame. No tengo la más mínima duda.

—¿Por qué está tan seguro? ¿Le ha visto usted?

—No, madame. Hoy era Frantz quien estaba de guardia. Me ha dicho que el muchacho ha llegado a las siete. Su descripción coincide en todo, incluso usted misma acertó con lo de los bigotes.

La Beyetzkaya soltó una carcajada.

—Sin embargo, no debemos subestimarle, John. Ese jovenzuelo es de la raza de los afortunados, y yo conozco muy bien a ese tipo de hombres: son imprevisibles y muy peligrosos.

Erast Petrovich sintió un estremecimiento en la boca del estómago. ¿Hablaban de él? No, de ninguna manera, no podía ser.

—No tiene importancia, madame. Usted no tiene más que mandar… Frantz y yo iríamos allí y acabaríamos de una vez. Habitación quince, segundo piso.

¡Exacto! Justo la habitación quince, en el tercer piso (en el segundo, según los ingleses). Erast Petrovich concluyó que hablaban de él. Pero ¿cómo lo habían averiguado? ¿Quién se lo había dicho? Y Fandorin, a pesar del dolor, se arrancó de un tirón aquel ignominioso, inútil bigote.

Amalia Kazimirovna, o cómo realmente se llamara, frunció el entrecejo. Su voz adquirió un timbre metálico.

—¡Ni se le ocurra! Yo soy la culpable y yo misma enmendaré mi error. Sólo he confiado en un hombre en una ocasión… Pero hay algo que no comprendo, ¿por qué no nos han informado de su llegada desde la embajada?

Fandorin aguzó el oído. «¡Así que también los nuestros, los de la embajada rusa! ¡Parece mentira! ¡Y hasta Ivan Frantzevich lo ponía en duda! ¡Continúa, di quién es!».

Pero la Beyetzkaya cambió de tema.

—¿Había alguna carta?

—Hoy tres, madame, ni más ni menos. —Y el mayordomo le entregó los sobres con una reverencia.

—Muy bien, John, puede irse a dormir. Hoy ya no le necesito para nada —replicó ella reprimiendo un bostezo.

Cuando la puerta se cerró detrás de mister Morbid, Amalia Kazimirovna tiró las cartas sobre el escritorio despreocupadamente y se acercó a la ventana. Fandorin reculó sobre el alero y el corazón comenzó a latirle completamente desbocado. Mirando distraídamente con sus enormes ojos la llovizna y la oscuridad, la Beyetzkaya (de no ser por los cristales, podría haberla tocado sólo con alargar la mano) musitó en ruso, con aire pensativo:

—¡Qué aburrimiento tan grande, que Dios me perdone! Quedarse aquí sentada, sin hacer nada y siempre quejándose…

Luego empezó a comportarse de una manera bastante extraña. Se dirigió hacia un coqueto aplique que había en la habitación, con forma de Eros, y apretó con un dedo el culito de bronce del infantil dios del amor. Entonces, el aguafuerte que colgaba cerca (por lo visto, con alguna escena de caza) se desplazó silenciosamente hacia un lado y dejó al descubierto una pequeña puerta de cobre con una manecilla redonda. La Beyetzkaya sacó una mano delicada y desnuda de la vaporosa manga de su bata, giró la manecilla de allí para acá y de aquí para allá, y la puertecilla se abrió con un rasgueo melódico. Erast Petrovich aplastó la nariz contra el cristal, temiendo perderse lo más importante.

Amalia Kazimirovna, más parecida que nunca a una reina egipcia, alargó con gracia la mano, extrajo algo del interior de la caja fuerte y se volvió. En sus manos había un portafolios de terciopelo azul.

Se sentó junto al escritorio y de la cartera sacó un gran sobre amarillo, y del sobre, una hoja de papel escrita con letra menuda. Rasgó con un abrecartas los sobres recibidos y se puso a transcribir algo de las cartas a la hoja. Eso no le ocupó más de dos minutos. Luego, tras introducir las cartas y la hoja de nuevo en la cartera, la Beyetzkaya encendió un cigarrillo delgado y con boquilla, y aspiró varias bocanadas profundas, mirando pensativamente a algún lugar perdido en el espacio.

A Erast Petrovich se le había entumecido la mano con la que se agarraba a los tallos de la planta trepadora, la culata del Colt se le clavaba dolorosamente en el costado y comenzaba a sentir molestias en las plantas de los pies, como si los tuviera dislocados. No podría mantenerse en aquella postura mucho tiempo más.

Por fin Cleopatra apagó el cigarrillo, se levantó y se dirigió hacia el rincón más alejado y oscuro de la estancia. Abrió una puerta pequeña, la cerró tras de sí y empezó a escucharse el ruido de agua corriendo. Claro, allí debía de encontrarse el baño.

El portafolios azul seguía yaciendo de manera tentadora sobre el escritorio, y como todo el mundo sabe que las mujeres suelen emplear mucho tiempo en su toilette, pues… Fandorin empujó el batiente, apoyó la rodilla en el alféizar de la ventana y se introdujo velozmente en la habitación. Sin dejar de echar vistazos constantes al baño, donde, como antes, seguía oyéndose el correr del agua, Fandorin se aplicó a la tarea de extraer el contenido del portafolios.

Encontró dentro un buen montón de cartas, además del sobre amarillo que acababa de ver. Éste mostraba una dirección:

Mister Nicholas M. Croog. Poste restante, l’Hotel des Postes. S. Petersbourg. Russie.

El asunto ya no iba tan mal. Dentro del sobre había unas hojitas con unos recuadros escritos en inglés con aquel trazo oblicuo que tan bien conocía Erast Petrovich. En la primera columna figuraba anotado un número; en la segunda, el país; en la tercera, un puesto o una graduación; en la cuarta, la fecha, y en la quinta, otra fecha más: días de junio en orden creciente. Así, por ejemplo, las tres últimas anotaciones que, a juzgar por la frescura de la tinta, acababan de ser transcritas, aparecían de la siguiente manera:

N.o 1053F Brasil Jefe de la Guardia Personal del Emperador Enviado el 30 de mayo Recibido el 28 de junio de 1876
N.o 852F Estados Unidos de América del Norte Vicepresidente del Comité del Senado Enviado el 10 de junio Recibido el 28 de junio de 1876
N.o 354F Alemania Presidente del Juzgado de Distrito Enviado el 25 de junio Recibido el 28 de junio de 1876

¡Alto! ¡Un momento! Las cartas que habían llegado aquel día al hotel, a nombre de miss Olsen, habían sido remitidas desde Río de Janeiro, Washington y Stuttgart. Erast Petrovich rebuscó en el montón de sobres hasta encontrar el brasileño. Dentro había una hojita, sin dirección ni firma, y con un solo párrafo:

30 de mayo, Jefe de la Guardia Personal del Emperador.

N.o 1053F

«Bien. Así que resulta que la Beyetzkaya, por alguna razón desconocida, se dedica a copiar el contenido de las cartas que recibe en unas hojitas que luego, a su vez, remite a San Petersburgo a nombre de un tal monsieur Nikolai Krug o, mejor dicho, de un tal mister Nicholas Croog. ¿Con qué objetivo? ¿Por qué a San Petersburgo? ¿Qué significado tiene todo esto?».

Las preguntas llegaban a su cabeza una tras otra, sin descanso, pero no tenía tiempo de aclararlas porque el agua del baño había dejado de correr. Fandorin metió a toda prisa papeles y cartas de nuevo en la cartera, pero ya era demasiado tarde para salir por la ventana. En el vano de la puerta del baño apareció una figura blanca y delgada que se quedó pasmada al verle.

Erast Petrovich cogió por la culata el revólver que llevaba a la cintura y con un susurro amenazador le ordenó:

—¡Señora Beyetzkaya, haga un ruido y disparo! ¡Venga aquí y siéntese! ¡Vamos, rápido!

La mujer se acercó en silencio, observándole con fascinación, con unos ojos temblorosos e insondables, y se sentó al lado del escritorio.

—¿Me esperaba? —se interesó Erast Petrovich sarcásticamente—. Me tomaban por tonto, ¿verdad?

Amalia Kazimirovna continuó callada mientras le contemplaba con atención y sorpresa, como si fuera la primera vez que le veía.

—¿Qué significado tienen todas esas listas? —siguió preguntando Erast, moviendo el Colt en su dirección—. ¿Y qué pinta Brasil en todo esto? ¿Qué personas se esconden tras esos números en clave? ¡Rápido, responda!

—Veo que ha madurado usted —dijo la Beyetzkaya con una voz inesperadamente serena y meditabunda—. Ahora parece todo un hombrecito.

Dejó caer el brazo y la bata comenzó a deslizarse, dejando lentamente al descubierto sus redondos hombros, tan blancos que Erast Petrovich tragó saliva.

—Un tontuelo valiente y pendenciero —añadió con la misma voz pausada y mirándole fijamente a los ojos—. Y muy, pero que muy guapo.

—Si intenta seducirme, pierde el tiempo —farfulló él enrojeciendo—. No soy tan idiota como usted cree.

Amalia Kazimirovna replicó con tristeza:

—Usted es sólo un pobre muchacho que no tiene idea de en dónde se ha metido. Un pobre y hermoso muchacho. Pero ya no puedo hacer nada por salvarle…

—¡Más le valdría pensar en su propia salvación! —Erast Petrovich intentaba desesperadamente no fijar la vista en aquel maldito hombro que poco a poco iba quedando más desnudo.

¿Existiría una piel más blanca y resplandeciente que aquélla?

La Beyetzkaya se levantó impetuosamente y él dio un salto atrás, apuntándola con el arma.

—¡Siéntese!

—¡No tema, tontuelo! ¡Qué colorado se ha puesto! ¿Me deja tocarle?

Alargó el brazo y le rozó ligeramente las mejillas con los dedos.

—¡Pero si está ardiendo!… ¡Ay! ¿Qué podría hacer yo por usted?

Su otra mano se posó suavemente sobre los dedos con los que Fandorin apretaba el revólver. Fandorin tenía tan cerca sus ojos sin brillo y aquella mirada segura, que pudo ver en las pupilas de ella los dos leves reflejos rosas de la lámpara del rincón. Una pasividad extraña se apoderó del joven, y entonces recordó lo que Ippolit le había querido decir con aquella metáfora de la mariposa nocturna. Pero lo recordaba como algo ajeno, algo que no le afectaba en absoluto.

Y esto fue lo que ocurrió a continuación. La Beyetzkaya desvió con la mano izquierda el cañón del arma y, con la derecha, agarró a Erast Petrovich por el cuello de la chaqueta. Lo atrajo hacia sí y le propinó un cabezazo en la nariz. El agudo dolor hizo que Fandorin perdiera la visión, y unas profundas tinieblas se apoderaron inmediatamente de la estancia. A resultas del segundo golpe, un rodillazo en salvas sean las partes, el joven se dobló en dos y los dedos se le crisparon convulsivamente, lo que provocó que en la habitación retumbara un disparo, cuyo fogonazo la iluminó fugazmente. Amalia aspiró aire en un espasmo, emitió un sonido que era grito y quejido al mismo tiempo, y ya nadie más golpeó a Erast Petrovich ni le cogió de la muñeca. Se oyó el golpe sordo de un cuerpo que caía contra el suelo. A Fandorin le zumbaban los oídos, por la barbilla le fluían dos pequeños regueros de sangre y le manaban lágrimas de los ojos. El vientre le dolía tan ferozmente que sólo deseaba encogerse y aguardar así, aguantando y gimiendo, a que remitiera aquel dolor insoportable. Pero no tenía tiempo para gemir, porque en la planta baja comenzaron a oírse gritos y ruido de pasos.

Fandorin cogió el portafolios de la mesa y lo arrojó por la ventana; saltó al alféizar y estuvo a punto de caer al vacío, pues una de sus manos estaba aún ocupada en sostener el revólver. Más tarde no recordó cómo había logrado deslizarse por la cañería, pero sí su temor a no encontrar el portafolios en la oscuridad. Luego le resultó fácil divisarlo sobre la gravilla blanca. Erast Petrovich lo tomó y se puso a correr en línea recta entre los arbustos, mascullando atropelladamente en voz baja: «¡Qué buen mensajero diplomático!… Un asesino de mujeres… ¡Dios mío, no he podido hacer otra cosa!… ¡Ella ha tenido la culpa!… Yo en ningún momento he querido… ¿Y ahora adónde puedo ir?… La policía me buscará… Y también esa gente… ¡Asesino!… A la embajada, imposible… Lo que debo hacer es salir del país cuanto antes… Tampoco… Vigilarán puertos y estaciones de ferrocarril… Son capaces de remover toda la tierra con tal de recuperar su cartera… Si pudiera ocultarme en algún sitio… Dios mío, Ivan Frantzevich, ¿qué puedo hacer, qué puedo hacer?…».

Sin dejar de correr, Fandorin miró un instante hacia atrás y entonces vio algo que le hizo tropezar y casi caer. Allí, entre los arbustos, de pie y completamente inmóvil, se veía una forma humana envuelta en una capa negra. A la luz de la luna pudo distinguir un rostro rígido que le resultó extrañamente familiar. ¡El conde Zurov!

Erast Petrovich lanzó un alarido y por un instante le pareció que perdía la cabeza. Luego, por fin, saltó la valla, hizo un amago de correr hacia la derecha y luego hacia la izquierda (¿por dónde había llegado el coche de alquiler?), y después de convencerse de que daba igual la dirección, se decidió por la derecha.