Capítulo 4

Capítulo Cuarto

Donde se habla de la mortífera fuerza de la belleza

A las once de la mañana del día siguiente, Erast Petrovich llegó al edificio amarillo de la universidad, en la calle Mojovaya, no sólo con el beneplácito de su jefe sino incluso con una dotación de tres rublos para sus gastos extraordinarios. Su misión era sencilla, pero exigía una buena dosis de suerte: se trataba de encontrar al estudiante encorvado, poco agraciado y cubierto parcialmente de espinillas, usuario de unos quevedos que pendían de una cinta de seda. Era además posible que aquel sospechoso caballero no cursara sus estudios precisamente en la sede universitaria de la calle Mojovaya sino, por ejemplo, en la Escuela Superior Técnica, en la Academia Forestal o en cualquier otro centro de estudios, como el Instituto de Agrimensores. Sin embargo, Ksaveri Feofilaktovich (que ahora miraba a su joven ayudante con una admiración no exenta de cierta satisfacción íntima) estuvo absolutamente de acuerdo con la hipótesis de Fandorin, según la cual existía una probabilidad considerable de que el encorvado, igual que el fallecido Kokorin, estudiase en esa universidad y, además, en la misma Facultad de Derecho.

Vestido de civil, Erast Petrovich subió precipitadamente los pulidos peldaños de hierro de la escalinata de la puerta principal y pasó por delante de un barbudo conserje vestido con una librea verde. Después se sentó, todo lo cómodamente que pudo, en el alféizar semicircular de una ventana desde la que se dominaba a la perfección no sólo el vestíbulo con su guardarropía, sino también el patio y las entradas de las dos alas laterales. Era la primera vez, desde que murió su padre y su vida se desvió del recto y claro camino que parecía trazado para él, que Erast Petrovich contemplaba aquellos luminosos muros amarillos de la universidad sin sentir cierta pesadumbre sentimental por todo lo que habría podido hacerse realidad y, al final, no había fraguado. Pero aún estaba por ver cuál de las dos variantes sería más atractiva y útil para la sociedad: la empollona actividad estudiantil o la severa vida del agente secreto, responsable de tareas tan decisivas como peligrosas. (De acuerdo, quitemos lo de «peligrosas», pero desde luego extraordinariamente reservadas y comprometidas).

Más o menos una cuarta parte de la población estudiantil que cruzaba el campo visual de nuestro atento vigía utilizaba quevedos, y la mayoría pendían precisamente de unos lacitos de seda. Uno de cada cinco alumnos adornaba su fisonomía con cierta cantidad de espinillas. Y también había demasiados encorvados. Sin embargo, esas tres características hacían lo indecible por evitarse las unas a las otras y no coincidir en un mismo sujeto.

Pasada la una de la tarde, el hambriento Fandorin extrajo de su bolsillo un bocadillo de salchichón y reparó sus fuerzas. Para entonces Erast Petrovich ya había tenido tiempo más que suficiente de entablar unas amistosas relaciones con el conserje barbudo, quien, tras insistir en que le llamara Mitrich, no desaprovechó la ocasión para dar al joven unos valiosísimos consejos sobre su posible ingreso en la «nuversidad». Fandorin se había presentado al viejo parlanchín como un chico de provincias, ilusionado por lucir en el futuro aquellos exclusivos y prestigiosos botones grabados con el escudo universitario. Pero en ese momento sopesaba si no sería más provechoso cambiar de versión y preguntarle a Mitrich, así, a bocajarro, si conocía a algún encorvado «espinilloso» entre la población estudiantil. Entonces el conserje, por enésima vez a lo largo de la mañana, adoptó una actitud profesional, se quitó la gorra de la cabeza para saludar y abrió la puerta. Mitrich repetía este procedimiento siempre que un profesor o un estudiante adinerado pasaba por delante de él con la clara intención de salir a la calle, recibiendo por ello, de cuando en cuando y como compensación, una moneda de uno y a veces hasta de cinco kopecs. En ese instante, Erast Petrovich miró hacia atrás y vio acercarse hacia la salida a un estudiante que acababa de recoger en el guardarropa una lujosa capa de terciopelo con corchetes en forma de garras de león. Sobre la nariz del galán brillaban unos quevedos, y en su frente se destacaba una buena veta de rosadas espinillas. Fandorin se estiró cuanto daba de sí intentando distinguir algo sospechoso entre el ropaje, pero el cuello alzado y la maldita esclavina de la capa le impidieron establecer un diagnóstico mínimamente veraz.

—Buenas tardes, Nikolai Stepanich. ¿Le busco una calesa? —saludó el conserje con una reverencia.

—Hola, Mitrich. ¿Ha dejado de llover? —preguntó el «espinilloso» con voz aguda—. Entonces caminaré un poco, así estiro las piernas. —Y con dos dedos, que llevaba embutidos en unos guantes blancos, dejó caer una moneda en la palma de la mano que le tendía el conserje.

—¿Quién es ése? —preguntó en un susurro Erast Petrovich mirando atentamente la espalda del elegante joven—. ¿No iba encorvado?

—Nikolai Stepanich Ajtirtzev, un auténtico ricachón, de sangre principesca —informó Mitrich respetuosamente—. Siempre que pasa me suelta diez kopecs como mínimo.

Fandorin notó una excitación repentina. «¡Ajtirtzev! ¿No era ése el albacea que figuraba en el testamento?».

Mitrich volvió a inclinarse con reverencia ante otro de sus clientes, un melenudo catedrático de física, y cuando se giró de nuevo se encontró con una sorpresa: al respetuoso chico de provincias parecía habérselo tragado la tierra.

* * *

La negra capa de terciopelo era visible desde lejos, y Fandorin alcanzó al sospechoso en un abrir y cerrar de ojos. Pero no se atrevió a abordarlo: ¿qué pretensión concreta podía presentarle a aquel Ajtirtzev? Además, en el supuesto de que el comerciante Kukin y la señorita Pful lo reconocieran (y Erast Petrovich suspiró penosamente una vez más al recordar a su Lizanka), ¿qué lograría con ello? ¿No sería mejor estrategia practicar una vigilancia estrecha sobre el «objetivo», como recomendaba el maestro Fouché, aquel insuperable corifeo de la profesión policial?

Fue dicho y hecho. Sobre todo porque el seguimiento se presentaba de lo más fácil: Ajtirtzev se encaminaba sin prisa alguna, a ritmo de paseo, hacia la calle Tvierskaya; nunca se volvía para mirar atrás, y sólo de cuando en cuando desviaba la vista para contemplar a las guapas modistillas con las que se cruzaba. Erast Petrovich, cobrando ánimo, se acercó varias veces con sigilo casi hasta su misma altura, y en una ocasión llegó a escuchar incluso cómo el estudiante silbaba despreocupadamente el aria de Smith en La bella persa. Era evidente que el fallido suicida (en el supuesto de que fuera él) se sentía de muy buen humor. El estudiante se detuvo ante la expendeduría de tabacos Korfa y observó durante un buen rato las cajas de puros expuestas en la vitrina, pero no llegó a entrar en el local. A Fandorin le asaltó la sospecha de que el objetivo estaba haciendo tiempo para acudir a una cita. Su sospecha adquirió mayor fundamento cuando Ajtirtzev, tras consultar su reloj de oro y cerrar la tapa, apresuró un poco el paso, caminando acera arriba y cambiando de repertorio: ahora silbaba el más enérgico «Coro de los niños» de la recién estrenada Carmen.

Al girar por el callejón Kamergersky, el estudiante dejó de silbar y se puso a andar tan deprisa que Erast Petrovich prefirió rezagarse un poco a seguir su ritmo, puesto que la situación hubiera resultado muy extraña. Por fortuna, el objetivo, poco antes de llegar a la altura del salón de moda femenina D’Arzens, volvió a aminorar el paso y poco después se paró completamente. Fandorin decidió cruzar de acera y establecer su puesto de observación junto a una panadería que exhalaba un apetitoso aroma de bollería recién horneada.

Durante quince o quizás veinte minutos, Ajtirtzev, mostrándose cada vez más nervioso, anduvo de un lado a otro, cerca de las ovaladas puertas de roble del local, entre un trasiego de señoras que entraban con aire atareado y los chicos de reparto, que salían llevando en sus brazos cajas y paquetes profusamente adornados. Alineados en la calzada aguardaban varios carruajes, algunos con escudos nobiliarios grabados sobre las puertas barnizadas. A las dos y diecisiete minutos en punto (Erast Petrovich consultó la hora en el reloj de la vitrina), el estudiante dio de repente un salto y se lanzó hacia una hermosa dama que salía de la tienda en aquel momento, tocada con un sombrero del que pendía un velo. Ajtirtzev se quitó la gorra y comenzó a hablar con la dama agitando los brazos. Entonces Fandorin, con fingido aire aburrido, cambió nuevamente de acera. ¿Acaso no podía él también echar un vistazo al escaparate del D’Arzens?

—Ahora no tengo tiempo para usted —pudo escuchar la respuesta de la voz cantarina de la dama, emperifollada a la última moda de París con un vestido de cola en moaré de color lila—. Más tarde. Venga pasadas las siete, como siempre, y tomaremos una decisión sobre ese asunto.

Y sin dedicarle una mirada más al excitado Ajtirtzev, se dirigió hacia un faetón de dos plazas descubierto.

—¡Pero Amalia! ¡Amalia Kazimirovna, por favor!… —gritó el estudiante tras ella—. ¡En cierto modo, contaba con una explicación privada por su parte!

—¡Después, después! —repuso la dama sin volverse—. ¡Ahora tengo prisa!

Entonces una suave brisa levantó el vaporoso velo de su rostro y Erast Petrovich se quedó petrificado. Los oscuros ojos lánguidos, aquel óvalo egipcíaco, el caprichoso pliegue de los labios los había visto antes en algún sitio, y una vez visto un rostro así jamás se podía olvidar. ¡Era ella, la misteriosa A.B., la misma que conminaba al infeliz Kokorin a no renegar nunca del amor! El caso parecía tomar ahora un rumbo y un color completamente distintos. Perplejo, Ajtirtzev hundió feamente la cabeza entre los hombros y permaneció inmóvil en la acera (encorvado, completamente encorvado), mientras el carruaje se alejaba con lentitud, transportando a aquella emperatriz egipcia hacia la calle Petrovka. Había que tomar una decisión rápidamente, y Fandorin, considerando que el estudiante ya no ofrecía nada, resolvió abandonarlo. Echó a correr hacia la esquina de la calle Bolshaya Dimitrovka, donde había varios simones aparcados en fila.

—¡Policía! —susurró a un adormilado cochero con gorra y caftán de algodón—. ¡Arree rápido tras aquel carruaje! ¡Pero muévase! ¡No tema, le pagaré bien!

Al oír aquello, el cochero se desperezó, se remangó con un celo exagerado, alzó las riendas y, para darle más entusiasmo a la cosa, lanzó también un grito. Con la agitación, los cascos del caballo pinto comenzaron a retumbar sobre el pavimento adoquinado.

Pero un poco más allá, en la esquina con Roshdestvenky, una carreta cargada con listones de madera se cruzó a lo ancho de la calle y cerró el paso por toda la calzada. Erast Petrovich, con los nervios a flor de piel, saltó rápidamente del coche y se puso de puntillas para ver la dirección que tomaba el faetón, que había logrado rebasar por los pelos el obstáculo. Erast hizo bien, porque pudo observar cómo el carruaje doblaba por la calle Bolshaya Lubianka.

Pero todo se solucionó, gracias a Dios Misericordioso, porque lograron alcanzar el faetón en la calle Srietenka, justo a tiempo, antes de que girara por un callejón estrecho y de suelo irregular. Las ruedas brincaban sobre los baches. Fandorin, al advertir que el faetón se detenía, golpeó la espalda del cochero indicándole que siguiera hacia delante para no levantar sospechas. Al pasar volvió disimuladamente el rostro hacia el lado opuesto. Pero por el rabillo del ojo alcanzó a ver la puerta de un pulcro hotelito de piedra y a un lacayo grandullón, vestido con librea, que recibía con una ceremoniosa inclinación a la dama vestida de lila. Nada más torcer en la siguiente esquina, Erast Petrovich despidió al cochero y lentamente, como si pasease, comenzó a caminar en dirección contraria. Llegó frente al hotelito. Ahora podía contemplarlo a sus anchas: bajo el tejado de color verde había una buhardilla; las ventanas tenían cortinas y había un porche de entrada. Sobre la puerta se veía una placa de cobre con algo escrito, ilegible desde aquella distancia.

Entonces vio al barrendero del barrio, con un delantal y una capucha en la cabeza, sentado con aire aburrido en un banco pegado a la pared. Nuestro Erast Petrovich se dirigió hacia él.

—Dime, amigo, ¿de quién es esta casa? —preguntó como de pasada, mientras sacaba del bolsillo una moneda de veinte kopecs.

—Se sabe de quién —respondió vagamente el barrendero, siguiendo con interés el rumbo que tomaban los dedos de Fandorin.

—¡Anda, toma esto! ¿Quién es la señora que ha llegado hace un momento?

El barrendero se apoderó de la moneda y respondió con tono circunspecto:

—La casa es de la generala Maslova, pero no vive aquí y la alquila. La que acaba de llegar es la inquilina, la señora Beyetzkaya, Amalia Kazimirovna.

—¿Y quién es? —insistió Erast Petrovich—. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? ¿Recibe en casa a mucha gente?

El barrendero le miró sin decir palabra, pero moviendo los labios. Su cerebro parecía atareado en una labor algo confusa.

—¡Ahora te lo diré, señorón! —respondió levantándose de repente del banco y cogiendo a Erast con fuerza de la manga—. ¡Espera un poco!

Arrastró hasta el porche a Erast Petrovich, que forcejeaba y se resistía, y golpeó la puerta con el badajo de la campanita de bronce.

—¡¿Pero qué haces?! —se asustó el agente secreto, mientras intentaba en vano liberarse—. ¡Ya te daré yo! ¡No sabes con quién te la estás jugando!…

La puerta se abrió y en el umbral apareció el gigantón que vestía la librea, con unas enormes patillas de color arena y el mentón bien afeitado. Se veía a la legua que no era de sangre rusa.

—Este tipo ha venido a interesarse por Amalia Kazimirovna —comenzó a delatar con voz meliflua el vil barrendero—. Ha querido sobornarme con dinero, pero yo no lo he cogido. Así que he decidido, John Karlich —continuó dirigiéndose al portero—, que…

El mayordomo (se trataba sin duda del mayordomo, porque era inglés) examinó al retenido con una mirada impasible de sus ojillos mordaces. A continuación, sin decir palabra, soltó al judas una moneda de cincuenta kopecs y se apartó, dejando paso.

—¡Es evidente que se trata de un malentendido! —dijo Fandorin sin conseguir recobrarse del todo—. It’s ridiculous! A complete misunderstanding! —continuó, pasándose al inglés.

—Nada, nada… Haga el favor y entre, haga el favor —masculló a sus espaldas el barrendero.

Y, cogiéndole también de la otra manga para mayor seguridad, empujó a Fandorin hacia dentro.

Erast Petrovich se encontró de sopetón en un vestíbulo amplio, justo enfrente de un oso disecado que sostenía una bandeja de plata entre sus garras, donde, al parecer, los recién llegados depositaban sus tarjetas de visita. Los ojos de cristal del peludo animal observaron al confundido funcionario sin el menor asomo de compasión.

—¿Quién? ¿Para qué? —preguntó el mayordomo, concisamente y con un fuerte acento, ignorando por completo el perfecto inglés de Fandorin.

Erast Petrovich calló, intentando ocultar a toda costa su identidad.

What’s the matter, John? —Desde dentro llegó la sonora voz que ya conocía Fandorin. La dueña de la casa había tenido tiempo de despojarse del sombrero y el velo, y se hallaba de pie en medio de una escalera completamente alfombrada, que con toda seguridad debía conducir a la buhardilla—. ¡Pero si es el joven moreno! —exclamó la mujer burlonamente dirigiéndose a Fandorin, que la miraba como si quisiera devorarla—. Advertí su presencia desde el primer momento, allí, en la calle Kamergersky. ¿Le parece bien mirar tan fijamente a una dama desconocida? ¡Muy osado es usted! ¡Me ha seguido! ¿Quién es, un estudiante o simplemente un tuno?

—Fandorin, Erast Petrovich —respondió él sin saber cómo completar su presentación.

Pero Cleopatra ya estaba interpretando a su manera a su inesperada visita.

—Me gusta la gente atrevida. —Sonrió ligeramente—. Y mucho más, si es tan guapa. Pero eso de espiar no está bien. Si mi persona le interesa tanto, regrese esta tarde. Ahora espero una visita. Venga a verme y podrá saciar su curiosidad. ¡Ah, y vístase de frac! ¡Soy muy liberal en el trato, pero a los hombres, si no son militares, los prefiero con frac! ¡Es la norma!

Por la tarde, Erast Petrovich estaba hecho un figurín. El frac paterno le quedaba algo ancho de hombros, es cierto, pero la buena de Agrafena Kondratievna, secretaria del gobierno provincial, a quien Fandorin alquilaba una habitación, se lo arregló. Le ajustó las costuras con unos alfileres y el frac quedó perfecto, sobre todo si no se lo abotonaba. Un surtido guardarropa, dotado, entre otras cosas, nada menos que con cinco pares de guantes blancos, era la única fortuna que el hijo había heredado del desafortunado inversor bancario. Las mejores prendas eran, sin duda, un chaleco de seda de la casa Burgès y unos zapatos de charol de Pirrone. Tampoco estaba mal, y además conservaba casi nuevo, un sombrero de copa de la firma Blanne, aunque se le deslizaba hacia abajo hasta casi taparle los ojos. Pero eso no supondría un gran problema: se lo entregaría al lacayo tan pronto como entrara, y asunto resuelto. Erast Petrovich decidió prescindir del bastón porque quizá fuera de mal gusto. Se observó varias veces, por delante y por detrás, ante el descantillado espejo que había en el oscuro vestíbulo y quedó muy satisfecho, en especial de su talle, torneado a la perfección por el rudo Lord Byron. En el pequeño bolsillo del chaleco depositó el rublo de plata que había recibido de Ksaveri Feofilaktovich para sufragar la compra de un ramo de flores («que sea decoroso, pero sin excesos»). ¡Pero qué excesos se podía uno permitir con tan sólo un rublo!, suspiró Fandorin. Al final decidió añadir otros cincuenta kopecs de su propia pecunia. «Con eso llegará para unas violetas de Parma».

No obstante, por culpa del ramo de flores tuvo que renunciar al coche de caballos, y cuando Erast Petrovich llegó al palacio de Cleopatra (éste era el apodo que mejor cuadraba a Amalia Kazimirovna Beyetzkaya), eran las ocho y cuarto de la tarde.

Los invitados ya se encontraban reunidos. El escribiente, a quien había franqueado la entrada una doncella, oyó desde el vestíbulo el rumor de varias voces masculinas, y entre ellas, de cuando en cuando, la «otra», la mágica, argentina y cristalina voz de la anfitriona. Erast Petrovich se demoró un poco en el umbral para hacer acopio de todo su valor, y una vez decidido entró en el salón confiando en dar una impresión de hombre experimentado y mundano. Esfuerzo inútil, porque ninguno de los congregados se volvió para mirar al recién llegado.

Fandorin contempló el salón. El mobiliario estaba compuesto por unos cómodos divanes de tafilete y unas elegantes mesitas y sillas aterciopeladas, todo con mucho estilo y a la última moda. En el centro del salón, acariciando con sus pies la piel de tigre extendida sobre el suelo, estaba la señora de la casa ataviada a la española, con un vestido escarlata con corpiño y unas camelias de color amapola enredadas en el pelo. Se la veía tan hermosa que Erast Petrovich se quedó sin resuello. No se apresuró a examinar a los invitados, aunque advirtió de reojo que todos eran hombres y que Ajtirtzev también estaba allí, sentado un poco aparte y con el rostro muy pálido.

—¡Aquí tenemos a un nuevo aspirante! —exclamó Beyetzkaya, con una sonrisa burlona, dirigiéndose a Fandorin—. Ahora sí que formamos una demoníaca docena. No le voy a presentar a todos mis invitados porque resultaría muy largo, pero hágalo usted mismo. Recuerdo que era usted estudiante, pero he olvidado su apellido.

—Fandorin —pio Erast Petrovich con voz temblorosa y traicionera, y repitió otra vez, ahora con más firmeza—: Fandorin.

Todos se giraron hacia él pero le observaron con indiferencia, dejando claro que el joven recién llegado no les producía el más mínimo interés. Pronto resultó evidente que en aquella sala había un único centro de atención. Los invitados apenas hablaban entre sí, sino que se dirigían preferentemente a la anfitriona, y todos, incluido el viejo de aspecto grave que llevaba una estrella de brillantes en la pechera, porfiaban por su atención e intentaban eclipsar a los otros, aunque fuera por un instante. Sólo dos de los reunidos se comportaban de un modo diferente: el taciturno Ajtirtzev, que estiraba continuamente el brazo en busca de una copa de champaña, y un oficial de húsares, un joven de aspecto saludable, con unos ojos alocados y algo saltones y una sonrisa que, al tiempo que elevaba su negro bigote, descubría unos dientes blanquísimos. Parecía que se aburría bastante. Apenas miraba a Amalia Kazimirovna y examinaba al resto de los presentes con una sonrisa burlona y desdeñosa. Estaba claro que Cleopatra sentía preferencia por aquel insolente; se dirigía a él con un simple «Ippolit» y un par de veces le lanzó unas miradas de tal calibre que el corazón de Erast Petrovich comenzó a lloriquear melancólicamente.

Pero al instante volvió a latirle a toda prisa, cuando uno de los invitados, un orondo señor con una cruz blanca al cuello, dijo aprovechando una pausa:

—Aunque hace un momento nos ha prohibido usted, Amalia Kazimirovna, chismorrear sobre Kokorin, lo cierto es que hoy me he enterado de algo verdaderamente curioso sobre ese caso.

Calló un segundo, muy satisfecho por el efecto que habían causado sus palabras: todos los presentes se volvieron hacia él.

—No nos deje con el alma en vilo, Antón Ivanovich, cuéntenos —dijo sin poder aguantar más un gordo de frente abultada, un abogado de los prósperos, a juzgar por su aspecto.

—Sí, por favor, no prolongue nuestro sufrimiento —insistieron los demás.

—Pues resulta que no se pegó un tiro así, sin más, sino jugando a la «ruleta americana». Me lo han comentado hoy mismo en la secretaría del gobernador general —informó el rollizo pavoneándose—. ¿Saben de qué les hablo?

—De sobra —respondió Ippolit, encogiéndose significativamente de hombros—. Coges un revólver y metes una sola bala. Un juego bastante tonto pero excitante. Es una pena que lo hayan ideado los norteamericanos y no nosotros.

—¿Y qué pinta en todo esto la ruleta, conde? —no comprendió al pronto el viejo de la estrella.

—¡Que lo mismo da que sea impar que par, o rojo que negro, con tal de que no salga el cero! —chilló Ajtirtzev, que se echó a reír con afectación y miró con expresión desafiadora a Amalia Kazimirovna (al menos, así se le antojó a Fandorin).

—Creo que lo he advertido antes: a quien hable de este asunto lo echaré de casa. —La anfitriona estaba enfadada en serio—. ¡Y para siempre! ¡No es tema de corrillos!

Se hizo un silencio algo embarazoso.

—¡No creo que se atreva usted a expulsarme a mí! —afirmó entonces Ajtirtzev con el mismo tono desenfadado—. Sin duda, me he ganado con creces el derecho a decir lo que me plazca.

—¿Y eso por qué razón, si me permite preguntárselo? —terció un rechoncho capitán, vestido con el uniforme de la Guardia, que se levantó bruscamente.

—Pues porque el niñato está más borracho que una cuba —respondió con ganas de pelea el tal Ippolit, a quien el viejo había atribuido un momento antes el título dé conde—. Deme su permiso, Amelia, y lo mando a tomar aire fresco.

—Cuando necesite su intervención, Ippolit Aleksandrovich, se lo haré saber de inmediato —replicó Cleopatra, no sin veneno, abortando la confrontación de raíz—. Y como veo que son incapaces de sacar un tema de conversación que resulte interesante, les propongo que juguemos a las prendas. La última vez resultó muy divertido, cuando Frol Luckish perdió y tuvo que bordar una flor en el bastidor y se pinchó todos los dedos con la aguja.

Todos rieron con alborozo, salvo un señor con una barba recortada en círculo al que el frac sentaba realmente mal.

—Y por si fuera poco, mi buena Amalia Kazimirovna, se burlan de este pobre comerciante. Me lo tengo merecido, por tonto —se desahogó con humildad el aludido, que recalcó la última «o» de su frase—. Sólo pagan los que juegan honestamente. Pero donde las dan las toman, como dice el refrán. El otro día fui yo quien se arriesgó en el juego, así que no estaría mal que hoy fuese usted quien se arriesgara.

—¡Tiene razón el consejero de Comercio! —exclamó el abogado—. ¡Menudo talento! Sí, que Amalia Kazimirovna nos muestre su valentía. ¡Señores, propongo lo siguiente! Aquél de nosotros que saque la prenda podrá exigir de nuestra radiante anfitriona…, bueno…, algo especial.

—¡Muy bien! ¡Bravo! —lo apoyaron los demás.

—¿Pero qué motín es éste? ¿La revuelta de Espartaco? —se echó a reír la deslumbrante señora de la casa—. Bien, ¿qué quieren que haga?

—¡Se lo diré! —volvió a entrometerse Ajtirtzev—. Deberá usted responder con absoluta sinceridad a cualquier pregunta que se le haga. Sin andarse con rodeos ni jugar al gato y al ratón. Y obligatoriamente a solas.

—¿Por qué a solas? —protestó el capitán—. Todos estaríamos encantados de escucharla.

—Porque en presencia «de todos» no resultaría —consintió Beyetzkaya con una mirada cargada de ira—. Está bien, de acuerdo, juguemos a ser sinceros y como usted propone.

El conde se levantó con aire burlón y exclamó, tartajeando al estilo parisino:

J’en ai le frisson que d’y penser! Pero será la verdad de ella, señores. Y ¿quién necesita esa verdad? Juguemos, mejor, a la ruleta americana. ¿Qué, no les entusiasma la propuesta?

—Ippolit, creo que lo he dicho bien claro —le arrojó un rayo la diosa—. ¡No pienso repetirlo! ¡Ni una palabra sobre eso!

Ippolit se calló inmediatamente e incluso se llevó un dedo a la boca para indicar su absoluta mudez.

Entre tanto, el ágil capitán ya había reunido todas las prendas en su gorra militar. Erast Petrovich entregó el pañuelo de batista de su padre, bordado con sus iniciales: «P.F.».

Se decidió que la mano inocente fuese el glabro Antón Ivanovich, que en primer lugar sacó el objeto que era de su propiedad, un puro, y con voz insinuadora preguntó:

—¿Qué le dará a esta prenda?

—«El agujero de un ocho de pan» —respondió Cleopatra, vuelta de cara a la pared.

Y todos los presentes, salvo el orondo Antón Ivanovich, se carcajearon maliciosamente.

—¿Y a esta otra? —inquirió él, sin darse por aludido y mostrando el lápiz de plata del capitán.

—La nieve del año pasado.

Luego siguieron, por este orden, un reloj de medallón («las orejas de un pez»), un naipe («mes condoléances»), una cajita de fósforos («el ojo derecho de Kuuúzov»), una boquilla de ámbar («una pretensión rechazada»), un billete de cien rublos («tres veces nada»), un pequeño peine de carey («cuatro veces nada»), una uva («la cabellera de Orest Kirilovich»; hubo una risotada general dirigida hacia el señor calvo que lucía la cruz de Vladimir en su ojal) y un clavel («a ése nada y por nada en el mundo»). En la gorra quedaban ya sólo dos prendas: el pañuelo de Erast Petrovich y la sortija de oro de Ajtirtzev. Cuando en los dedos del capitán apareció la resplandeciente sortija, el estudiante dio un paso hacia delante y Fandorin vio cómo su frente sembrada de espinillas se perlaba de sudor.

—¿Y qué le ofreceremos a ésta? —preguntó, tomándose su tiempo, Amelia Kazimirovna, a quien por lo visto ya comenzaba a fastidiarle la diversión—. No, nada. Será para el último —concluyó, mortificante.

Entonces todos se volvieron hacia Erast Petrovich; ahora sí, por primera vez, lo observaban con verdadero interés. Durante los últimos minutos, a medida que aumentaban sus posibilidades de éxito en el juego, había estado meditando febrilmente qué haría en caso de que la suerte le sonriera. Ahora todas sus dudas se habían disipado. Así lo había decidido el azar.

Entonces Ajtirtzev se levantó bruscamente, corrió hacia él y le susurró con vehemencia:

—Cédame su puesto, se lo ruego. ¡Qué le importa a usted! ¡Está aquí por primera vez! ¡Sin embargo, mi suerte…! ¡Se lo compro! ¿Cuánto quiere? ¿Quinientos, mil rublos? ¿Qué dice? ¿Quiere más?

Pero con una serena resolución de la que él mismo se sorprendió, Erast Petrovich lo apartó a un lado, se levantó del asiento y, dirigiéndose a la anfitriona, tras saludarla con una respetuosa inclinación, le preguntó:

—¿Qué sitio prefiere?

Ella miró a Fandorin con alegre curiosidad. Una mirada cara a cara que producía vértigo.

—Sentémonos allí mismo, en aquel rincón. Da miedo quedarse a solas con un joven tan osado como usted…

Sin hacer caso de las jocosas risas del resto de los contertulios, Erast Petrovich siguió a la mujer hasta el rincón más apartado de la sala y los dos tomaron asiento en un diván con respaldo. Amalia Kazimirovna introdujo un cigarrillo alargado en una boquilla de plata y, tras prenderlo con la llama de una vela, inspiró suavemente el humo.

—Dígame, ¿cuánto dinero le ha ofrecido Nikolai Stepanich por ocupar su puesto? Le he visto hablarle al oído.

—Mil rublos —respondió Fandorin con sinceridad—. Y me ha propuesto todavía más.

Los ojos de ágata de Cleopatra brillaron maliciosamente.

—¡Vaya, cuánta impaciencia la suya! ¿Y acaso a usted le sobran los millones?

—No, soy pobre —contestó humildemente Erast Petrovich—. Pero me parece ruin comerciar con la suerte.

Los invitados, convencidos ya de que no llegarían a escuchar nada, habían dejado de prestarles atención y comenzaban a conversar entre sí, en grupos, aunque miraban de cuando en cuando hacia el rincón.

Mientras, Cleopatra estudiaba a su momentáneo dueño con un aire burlón que no trataba de ocultar.

—¿Tiene algo que preguntar?

Erast Petrovich titubeó.

—¿Me responderá con franqueza?

—La honradez es cosa de honrados, y esa cualidad no abunda demasiado en nuestros juegos —sonrió Beyetzkaya con una amargura apenas perceptible—. Mas le prometo ser franca. Sólo le pido que no se haga excesivas ilusiones y que tampoco pregunte tonterías. Le tengo por una persona atractiva.

Fandorin, sin pensárselo mucho, se lanzó al ataque:

—¿Qué sabe usted sobre la muerte de Piotr Aleksandrovich Kokorin?

La anfitriona no se asustó ni se estremeció, pero a Erast Petrovich le dio la impresión de que sus ojos se empequeñecían.

—¿Y qué interés tiene usted en ello?

—Se lo diré después. Antes, respóndame.

—Está bien, se lo contaré. A Kokorin lo mató una señora muy cruel. —Beyetzkaya bajó un instante sus espesas y negras pestañas y le lanzó por ellas una mirada abrasadora, tan rápida como una estocada de esgrima—. Y esa señora se llama «amor».

—¿Amor por usted? ¿Solía venir él a su casa?…

—Sí, lo hacía. Y también es cierto que aquí, aparte de mí, no podía enamorarse de nadie más. A no ser que se prendara de Orest Kirilovich. —Y se echó a reír.

—¿Es que no siente usted ninguna lástima por Kokorin? —inquirió Fandorin, sorprendido por tanta impasibilidad.

La reina egipcia se encogió de hombros con indiferencia.

—Cada uno es dueño de su destino. Pero, perdone, ¿no son ya demasiadas preguntas?

—¡No! —reaccionó rápidamente Fandorin—. ¿Qué tuvo que ver Ajtirtzev en todo esto? ¿Y cómo se explica su testamento en favor de lady Esther?

De improviso, las voces del resto de los comensales se alborotaron y Fandorin volvió la cabeza hacia ellos, irritado.

—¿Así que no le gusta mi tono? —interpelaba, en voz muy alta, Ippolit al borracho Ajtirtzev—. ¿Y esto te gusta, cobarde?

Golpeó al estudiante en la frente, con la palma de la mano, al parecer sin demasiada fuerza. Pero el feo Ajtirtzev voló hasta un sillón, se desplomó en él y se quedó allí sentado, pasmado y perplejo.

—¡Un momento, conde, eso no se hace! —Erast Petrovich se lanzó hacia ellos—. Que usted sea más fuerte no le da derecho a…

Pero sus confusas palabras, a las que el conde no prestó la más mínima atención, fueron ahogadas por la sonora voz de la anfitriona.

—¡Ippolit, fuera de aquí! ¡Y no pongas un pie en esta casa hasta que estés sobrio!

El conde se encaminó ruidosamente hacia la puerta lanzando improperios. Después, los demás invitados miraron con curiosidad a Ajtirtzev, que, derrumbado y con un aspecto verdaderamente lastimoso, no hacía intento de levantarse.

—Usted es el único de los presentes que parece humano —murmuró Amalia Kazimirovna a Fandorin mientras salían hacia el pasillo—. Lléveselo, por favor. Y no lo deje abandonado en cualquier sitio.

John, que había cambiado la librea por una levita negra con pechera almidonada, apareció al instante en el pasillo. El grandullón ayudó a Fandorin a llevar al estudiante hasta la puerta y, una vez allí, le encasquetó a éste el sombrero de copa. Beyetzkaya no salió a despedirlos y Erast Petrovich, al ver el sombrío rostro del lacayo, comprendió que había que irse.