Capítulo 11
Capítulo Undécimo
Donde se describe una noche interminable
En la isla de los Perros, en los estrechos callejones situados a espaldas de los diques Millow, la noche cae rápidamente. Te pones a mirar y antes de que te des cuenta el crepúsculo ya ha abandonado el color gris para pasarse al canela, y los escasos faroles que hay comienzan a encenderse uno tras otro. Todo es sucio y triste. La humedad comienza a ascender desde el Támesis y de los vertederos llega el olor a putrefacción. Y las calles se quedan vacías. Sólo en las inmediaciones de los pubs de dudosa reputación y de las fondas baratas hay bullicio de vida, una vida claramente sórdida y peligrosa.
En las habitaciones del Ferry Road sólo se hospedan marineros en tierra que están de permiso, estafadores de poca monta y viejas prostitutas del puerto. Por seis peniques al día, se tiene derecho a una habitación individual con cama y a la seguridad de que nadie vendrá a entrometerse en tus asuntos. Eso sí, con el compromiso de que si estropeas los muebles, peleas o gritas por la noche, el dueño, el gordo Joe, te multará con un chelín y, si te niegas a pagarlo, te pondrá de patitas en la calle. El gordo Joe se pasa todo el día, desde primera hora de la mañana hasta la noche, en el cuartucho que hay al lado de la entrada. Es un sitio estratégico desde donde controla perfectamente quién entra y quién sale, lo que la gente trae o mejor, lo que se lleva. La clientela es de lo más abigarradamente de la que se puede esperar cualquier cosa.
Ahí tienes, por ejemplo, a ese pintor francés, pelirrojo y melenudo, que acaba de pasar por delante del dueño en dirección a su cuarto, el de la esquina. Al franchute no le falta dinero; ha pagado sin rechistar y por adelantado una semana entera de alquiler. No bebe y ha estado todo el día encerrado bajo llave. Ésta ha sido la única vez que se ha ausentado de su habitación, momento que, naturalmente, Joe ha aprovechado para husmear, y ¿qué se imaginan ustedes? Dice que es pintor, pero en su cuarto no hay ni pinturas ni pinceles. En realidad, podría ser un asesino, ¡quién sabe! Si no, ¿por qué habría de ocultar los ojos tras esas gafas oscuras? ¿No sería mejor ir a chivarse a la comisaría? Al fin y al cabo, ya ha pagado el alquiler por adelantado…
Mientras tanto, el pintor pelirrojo, que ignora los alarmantes derroteros que comienzan a tomar los pensamientos del gordo Joe, cierra la puerta de su dormitorio con llave. Es cierto que su manera de comportarse dentro de la habitación resulta más que sospechosa. Nada más entrar corre del todo las cortinas. Luego deja sobre la mesa las compras que acaba de hacer (un panecillo, algo de queso y una botella de cerveza), saca un revólver del cinto y lo oculta inmediatamente bajo la almohada. Mas no crean que el extravagante francés se contenta con este desarme. De la caña de la bota extrae una Derringer —esa pistola de un solo tiro que suelen utilizar las mujeres y los asesinos de políticos— y coloca el arma casi de juguete junto a la botella de cerveza. Luego, el huésped se saca de la manga un estilete corto y delgado y lo clava en el bollo de pan. Sólo ahora, cuando ha culminado todas estas operaciones, se decide a encender la vela de sebo, se quita las gafas oscuras y se restriega los ojos. Después echa otro vistazo a la ventana para cerciorarse de que las cortinas no se han descorrido y, tras quitarse la peluca pelirroja de la cabeza, el individuo resulta no ser otro que nuestro Erast Petrovich Fandorin en persona.
La comida que había comprado no le duró más de cinco minutos, prueba evidente de que nuestro consejero titular, ahora asesino en fuga, tenía asuntos muy importantes que tratar. Tras barrer las migajas de pan que habían quedado sobre la mesa, Erast Petrovich se limpió las manos en su larga blusa de bohemio, se acercó al despanzurrado sillón que reposaba en un rincón, metió la mano por una de sus descosidas costuras y sacó de allí un pequeño portafolios azul. Estaba impaciente por continuar la tarea a la que se había dedicado todo el día y que ya le había reportado un descubrimiento de suma importancia.
Tras los trágicos sucesos de la noche anterior, Erast Petrovich no pudo evitar pasar por el hotel puesto que necesitaba recoger, al menos, su pasaporte y el dinero. Pero ahora ¡ya podían buscar el querido amigo Ippolit —aquel miserable, aquel Judas— y sus sicarios a «Erasmus von Dorn» por puertos de mar y estaciones de ferrocarril! ¿A quién se le ocurriría poner los ojos en aquel pobre pintor francés que se había hospedado en la más mísera cloaca de todos los cuchitriles londinenses? Si, aunque deseara quedarse escondido, había tenido que realizar aquella visita al edificio central de Correos, seguro que era por una razón muy especial.
¿Quién era Zurov, en realidad? Su papel en aquella historia no estaba nada claro y, fuera el que fuese, debía de ser bastante siniestro. De ninguna manera se podía afirmar que su excelencia fuera lo que se conoce como un hombre ordinario. Sus alambicadas eses de borracho le habían dado el aire perfecto de un apuesto húsar y por eso le había parecido un alma sencilla sin doblez alguno. ¡Pero con qué habilidad le había transmitido furtivamente la dirección! ¡Con qué clarividencia lo había previsto todo! ¡En una palabra, era un auténtico maestro de espías! ¡Cómo sabía que el estúpido pececillo picaría y se tragaría el cebo con anzuelo y todo! Y su excelencia hasta se había permitido recitarle aquella metáfora de la mariposa nocturna. Revoloteó la mariposa hacia el fuego y, efectivamente, hasta allí había revoloteado él como un ingenuo, casi a punto de quemarse. Se lo tenía merecido, por tonto. Porque estaba más claro que el agua que a la Beyetzkaya y a Ippolit los unían intereses comunes. Sólo un bobo romántico como aquel consejero privado (que, no hay que olvidar, había sido promovido al puesto pasando por encima de otras personas con más méritos que él) podía tomarse en serio aquella fatídica pasión a la manera medieval que el conde le había descrito. ¡Y él, Fandorin, hasta se atrevió a calentarle la cabeza al mismo Ivan Frantzevich! ¡Qué ridículo! ¡Ja, ja! Con qué bellas palabras se había expresado el conde Ippolit: «Amo y temo al mismo tiempo a esa bruja, a la que ahogaría con mis propias manos». ¡Cuánto se habría divertido a cuenta de aquel niño de pecho! ¡Y con qué detalle lo había preparado todo, incluyendo la famosa escena del duelo! Su plan había sido sencillo e infalible: ocupar el puesto de mando en el hotel Winter Queen y esperar allí a que aquella mariposa idiota llamada «Erasm» revolotease hasta la vela. «Esto no es Moscú —aquí no hay ni policía secreta ni gendarmes—, aquí cogerás a Erast Fandorin con las manos vacías. Y nada, cuando lo tengas, ¡a tirarlo al río de cabeza!». ¿Acaso no era Zurov aquel Frantz que el mayordomo había mencionado? ¡Miserables conspiradores! ¿Y quién de ellos sería el cabecilla: Zurov o la Beyetzkaya? «A pesar de todo, creo que es ella…». Erast Petrovich se estremeció al recordar los sucesos de la noche anterior y el gemido lastimero de Amalia al desplomarse en el suelo. ¿Habría resultado sólo herida y no habría muerto? El sentimiento lóbrego y frío que le embargaba el corazón le decía que sí, que estaba muerta. Muerta aquella deslumbrante reina egipcia; y él, Fandorin, debería vivir con aquel peso en el alma hasta el fin de sus días.
Aunque era muy probable que su final estuviera más cercano de lo que podía suponer. Zurov sabía quién era el asesino, lo había visto con sus propios ojos. Con toda seguridad la operación de caza se habría puesto ya en marcha por todo Londres, por Inglaterra entera. Pero, entonces, ¿por qué Zurov le había dejado escapar, le había concedido la oportunidad de huir la noche antes? ¿Se asustó de la pistola que llevaba en la mano? ¡Qué misterio!…
Como también era un misterio, y quizá aún más complicado, el contenido de aquel portafolios. Fandorin lo había estudiado ya mucho tiempo sin llegar a comprender el significado de la enigmática lista. Un simple cotejo demostraba que en ella había tantas anotaciones como cartas recibidas, y que todos los datos coincidían. Sólo que, además de la fecha en que se había escrito la carta, la Beyetzkaya anotaba también la de su recepción.
En total, eran cuarenta y cinco anotaciones. La primera estaba fechada el 1 de junio y las tres últimas las había realizado en presencia de Erast Petrovich. Todos los números en clave de las cartas eran diferentes. El más pequeño: el N.º 47F (Reino de Bélgica, director de departamento, recibida el 15 de junio); el más alto: N.º 2347F (Italia, capitán de Dragones, recibida el 9 de junio). Nueve eran los países de origen. Los que aparecían con más frecuencia eran Inglaterra y Francia. Rusia, sin embargo, sólo se mencionaba una vez: N.º 994F (Rusia, consejero estatal en funciones, recibida el 26 de junio, aunque el sello de Petersburgo que figuraba en el sobre era del 7 de junio. ¡Ah, no había que confundirse con las diferencias de calendario!: el 7 de junio del calendario europeo correspondía al 19 ortodoxo. La carta, pues, había tardado una semana en llegar). Los cargos y títulos que allí se nombraban eran en su mayoría de alto rango: varios generales y oficiales con antigüedad, un almirante, un senador e incluso un ministro portugués. Pero también constaban personas de categoría inferior, como un teniente de Italia, un juez de instrucción de Francia o un capitán de aduanas del Imperio Austrohúngaro.
En líneas generales, daba la sensación de que la Beyetzkaya era la intermediaria, el enlace, una especie de buzón viviente, entre cuyas obligaciones figuraba también la de registrar los informes que llegaban y la de hacerlos llegar a su destino final: al parecer, a aquel mister Nicholas Croog de Petersburgo. Resultaba razonable suponer que remitía las listas una vez al mes. Y también que alguna otra persona había representado el papel de «miss Olsen» antes que la Beyetzkaya, una persona sobre la que el conserje del hotel no tenía la menor referencia.
Llegados a este punto, las evidencias se agotaban y surgía la imperiosa necesidad de aplicar el método detectivesco. ¡Ay, si el chief estuviera allí! ¡Enumeraría en un segundo todas las posibles variantes, con la misma rapidez con que un cartero introduce las cartas en los distintos casilleros! Pero el chief estaba muy lejos, y la conclusión que alcanzaba Fandorin era inevitablemente ésta: sí, tenía razón Brilling, mil veces razón. Se enfrentaban a una organización secreta y muy ramificada, con miembros en multitud de países. Punto uno. La reina Victoria y Disraeli no pintaban nada en la historia (si no, ¿qué sentido tendría que Petersburgo fuera la dirección final adonde se remitían los informes?). Punto dos. Erast Petrovich también había metido la pata en lo relativo a los espías ingleses, porque allí todo olía a movimiento nihilista. Punto tres. Los hilos de la conspiración no se manejaban desde ningún lugar del extranjero, sino desde la misma Rusia, precisamente allí donde residían los nihilistas más terroríficos e intransigentes. Punto cuatro y último. Entre ellos, el mágico transformista conde Zurov.
Pero aunque el chief estuviera en lo cierto, la actuación de Fandorin no había sido del todo vana: al menos había conseguido aquella relación de cartas. Sin duda, ni el mismo Ivan Frantzevich podía imaginarse, ni siquiera en el peor de los sueños, con qué poderosa hidra estaban luchando. ¡Lo que tenían delante no era un simple grupo de estudiantes y muchachas histéricas, con bombas y pistolitas, sino una auténtica organización secreta entre cuyas filas se contaban ministros, generales, fiscales y hasta cierto consejero estatal en funciones de la misma ciudad de Petersburgo!
Y justo entonces le sobrevino a Erast Petrovich aquel chispazo de clarividencia (esto le ocurría pasado el mediodía). ¿Nihilista, un consejero estatal en funciones? Sin saber muy bien por qué, ésa era una posibilidad que no podía aceptar de ninguna manera. Que fuera nihilista el jefe del servicio de seguridad personal del emperador del Brasil, bueno, eso hasta cierto punto podía parecerle comprensible. Erast Petrovich no había estado en su vida en Brasil ni sabía cómo funcionaría allí el servicio de seguridad o de aduanas, pero le resultaba imposible imaginar a un general ruso en activo manejando una bomba de mano. Fandorin había conocido bastante de cerca a uno de aquellos consejeros estatales en activo: Fedor Trifonovich Sevriuguin, el director del gimnasio provincial donde había estudiado durante casi siete años. ¿Que él, por ejemplo, fuese un terrorista?… ¡Absurdo!
Y, de pronto, el corazón de Erast Petrovich dio un respingo. ¡Pues claro, ellos no podían ser los terroristas: eran ciudadanos importantes y respetables! ¡Ellos eran, precisamente, las víctimas del terror! Sí, ahora lo veía claro. ¡Aquella lista contenía la información que los nihilistas de distintos países, todos cifrados con su código personal, comunicaban al cuartel general del movimiento revolucionario sobre los actos criminales que acababan de cometer!
Pero no, un momento, tampoco eso podía ser cierto. Fandorin no recordaba que en el mes de junio hubieran matado a ningún ministro en Portugal: si hubiera sido así, habría aparecido en los periódicos… ¡Por consiguiente, sólo podía tratarse de una relación de futuros objetivos terroristas! ¡Y, con esas cartas, lo que hacía el «número» era solicitar el permiso del cuartel general revolucionario para la ejecución de los actos terroristas que había planeado! De ahí que no citaran sus nombres; así garantizaban el éxito de la conjura.
Todo encajaba ahora, todo estaba claro. El mismo Ivan Frantzevich le había hablado de un hilo de aquella trama de conspiración: un hilo que, desde Ajtirtzev, llegaba a una dacha de las afueras de Moscú. Pero Fandorin no había prestado atención aquel día a lo que le decía su chief, enfrascado en sus desvaríos sobre el espionaje inglés.
¡Pero, un instante! Stop! ¿Por qué proyectarían los nihilistas matar a un teniente de dragones? A un personaje tan insignificante… «¡Ah!, pues muy sencillo —se respondió inmediatamente Fandorin—. Seguro que ese desconocido oficial italiano se había interpuesto en el camino de los conspiradores. Lo mismo que, de un tiempo a esta parte, un joven oficial de registro de la policía secreta de Moscú se está interponiendo en el camino del homicida de los ojos blancos».
Entonces, ¿qué hacer? ¡Desde luego, no podía continuar allí sentado mientras sobre tantas personalidades pendía una amenaza de muerte! Fandorin sentía una pena muy especial por el ignorado general de Petersburgo. Sin duda se trataría de una persona muy digna y benemérita, ya entrada en años, con hijos de corta edad a su cargo… Sí, era evidente que aquellos facinerosos enviaban una relación mensual informando de las miserables acciones que se disponían a cometer. ¡No, no era un hecho casual que corriera tanta sangre en Europa a diario! Y los hilos de la trama no se manejaban desde cualquier lugar, sino precisamente desde Petersburgo. Erast Petrovich recordó entonces las palabras que cierto día había pronunciado su chief: «El destino de Rusia se está jugando a una carta»… ¡Pero, vamos, Ivan Frantzevich, vamos, señor consejero estatal, no es sólo el destino de Rusia lo que está en juego! ¡Es el destino de todo el mundo civilizado!
Sí, tenía que informar al escribiente Piyov. En secreto, para que el traidor de la embajada no lo descubriera. Pero ¿cómo? El traidor podía ser cualquiera. Además, Fandorin correría un grave peligro si se dejase ver por los alrededores de la embajada rusa. Incluso disfrazado de francés pelirrojo y con la blusa de pintor que ahora llevaba… Pero debía arriesgarse. Bueno, había otra posibilidad: remitir una carta a nombre del secretario provincial Piyov, indicando en el sobre la frase «Entregar en mano». No escribiría nada superfluo; sólo su dirección y un saludo de parte de Ivan Frantzevich. Si Piyov era un hombre inteligente, lo comprendería al momento. Además, había oído decir que allí, en Londres, el correo municipal tardaba poco más de dos horas en entregar una carta a su destinatario…
Y así era como Fandorin había actuado. Ahora, ya de noche, esperaba inquieto en su cuarto a que sonara en su puerta un cauto golpe de nudillos.
Pero no se produjo ningún golpe. Porque todo transcurrió de una manera muy diferente.
Era ya muy tarde, más de medianoche, y Erast Petrovich, sentado en el viejo sillón donde estaba escondida la cartera azul, daba cabezadas sumido en un estado de somnolencia. La vela de sebo colocada sobre la mesa se había consumido casi del todo. Una oscuridad hostil se espesaba en los rincones de la habitación. Una tormenta que se acercaba comenzó a tronar al otro lado de la ventana. El ambiente estaba impregnado de tristeza y de sofoco, como si alguien, invisible y pesado, se hubiera acomodado en su pecho y le impidiera respirar. Fandorin se balanceaba en algún lugar de esa indefinida frontera que existe entre la realidad y el sopor. Ideas importantes y esenciales se entrelazaban de pronto en su mente con un disparate que no venía a cuento, y entonces el joven, al darse cuenta, zarandeaba la cabeza para que ésta no se hundiera en el remolino del sueño.
En uno de esos momentos de lucidez sucedió algo extraño. Al principio oyó un enigmático y agudo crujido. Luego, sin creer lo que contemplaban sus ojos, Erast Petrovich vio cómo la llave, que colgaba de la ranura de la cerradura, comenzaba a girar por sí sola. La puerta, emitiendo un chirrido estridente, empezó a abrirse hacia el interior, y en el umbral apareció una figura insólita: un señor bajo y enclenque, de edad indefinida, con una cara redonda y recién afeitada y unos ojos estrechos, con unas pequeñas arrugas que partían de un mismo punto, como rayitos de sol.
Fandorin se levantó bruscamente y agarró la Derringer que tenía sobre la mesa, pero el espectro, sonriendo con suavidad y moviendo la cabeza con aire satisfecho, comenzó a susurrarle, con un tono de tenor extraordinariamente agradable y meloso:
—Aquí me tiene, mi querido joven. Porfiri, hijo de Martinov, de apellido Piyov, siervo de gleba y secretario provincial. He venido volando al primer soplo. Como el viento a la llamada de Eolo.
—¿Cómo ha logrado usted abrir la puerta? —preguntó Erast Petrovich con un susurro temeroso—. Recuerdo haber cerrado con dos vueltas de llave.
—Con esta ganzúa magnética —informó, satisfecha, la visita ansiosamente esperada, mostrando una varilla alargada que hizo desaparecer de nuevo dentro de su bolsillo—. Un artilugio muy útil. Lo copié de un ladronzuelo local. Dada la índole de nuestra profesión, muchas veces me veo obligado a trabar conocimiento con individuos realmente indeseables, con las heces de los bajos fondos de esta sociedad. Unos auténticos miserables, se lo aseguro. Unos seres que ni el mismo señor Hugo hubiera imaginado ni en sueños. Pero también tienen su alma humana, y se puede encontrar la forma de llegar a ellos. A mí esos malhechores incluso me gustan, y se puede decir que hasta los colecciono. Ya lo dijo el poeta: cada uno se divierte como puede, pero a todos nos une una muerte idéntica. O como dijo aquel alemanucho: Jeder Tier hat sein Spielzeug, «cada fiera tiene sus juguetes».
Resultaba evidente que aquel extraño hombrecillo tenía una facilidad pasmosa para parlotear cuanto quisiera sobre cualquier tema, aunque también era cierto que sus ojillos vivarachos no perdían el tiempo. Inspeccionó rápidamente a Erast Petrovich de cabo a rabo, y también el mobiliario de aquel pobre cuartucho que alquilaba.
—Yo soy Erast Fandorin, un enviado del señor Brilling para un asunto en extremo importante —informó el joven, pese a que lo primero y lo segundo ya se lo había dicho en la carta, y lo tercero ya se había encargado Piyov de adivinarlo por su cuenta—. Pero, ahora que lo pienso, Brilling no me ha dado ningún santo y seña. Se olvidó, supongo.
Erast Petrovich miró con un asomo de inquietud a Piyov, el hombre de quien dependía ahora su salvación.
—No hace falta contraseña alguna. Eso sólo son tonterías, juegos de niños. ¿O es que un ruso no sabe reconocer sin ayuda a otro ruso? Me basta echar un vistazo a esos ojos tan límpidos que usted tiene —y Porfiri Martinovich se acercó a él hasta casi tocarle— para verlo todo como si lo tuviera escrito en la palma de la mano. Es usted un joven sin doblez, valiente, con aspiraciones nobles; en suma, un auténtico patriota. Y es que no podría ser de otra manera, en nuestra organización no hay lugar para tipos de otra calaña.
Fandorin frunció el entrecejo; de pronto se le antojó que aquel secretario se estaba haciendo el tonto, que le tomaba por un completo idiota. Por este motivo, Erast Petrovich le contó su historia breve y secamente, sin manifestar emoción alguna. Fue entonces cuando comprendió que Porfiri Martinovich no sólo sabía hablar por los codos y decir tonterías, sino también escuchar con suma atención. Aún más, que en esta disciplina era un auténtico talento. Piyov se sentó en la cama, cruzó sus cortos brazos sobre el vientre, entornó aún más los ojos —que, ya en su estado natural, apenas eran dos rendijas— y, de pronto, dio la impresión de que su presencia se hubiera diluido. En una palabra, Piyov se hizo todo oídos. No sólo no interrumpió ni una sola vez a su interlocutor, sino que ni siquiera cambió un centímetro su posición inicial. Eso sí, en los momentos cruciales del relato, una breve chispa parecía saltar por entre sus párpados cerrados.
Erast Petrovich decidió no confiarle la hipótesis que había elaborado sobre aquellas cartas —prefería reservársela para Brilling— y concluyó su relato con esta frase:
—Y aquí estoy, Porfiri Martinovich. Tiene ante usted a un prófugo de la justicia, a un asesino involuntario. Debo salir urgentemente de aquí en dirección al continente. Necesito llegar a Moscú y presentarme ante Ivan Frantzevich.
Piyov separó los labios, esperó un instante para comprobar que su interlocutor no tenía nada más que decir y después preguntó tranquilamente:
—¿Y el portafolios? ¿No sería mejor enviarlo como correspondencia diplomática? Sería una decisión de lo más juiciosa. Es posible que… Por lo visto esos señores son lo bastante serios como para buscarle y perseguirle también en Europa. Yo, ángel mío, claro que puedo ayudarle a cruzar el estrecho. Eso no es un problema serio. Si no le hace ascos a una frágil barcaza de pesca, mañana mismo podría usted navegar con viento fresco. Pero cuando se pesca en barca, el viento brama en exceso.
«¿A cuento de qué hablar tanto de “viento” y más “viento”?», se preguntó con despecho Erast Petrovich, al que, la verdad sea dicha, no le hacía maldita la gracia separarse de aquel portafolios que había conseguido a tan alto precio. Pero Porfiri Martinovich, sin advertir, aparentemente, las dudas de su interlocutor, prosiguió:
—No suelo meter las narices en los asuntos ajenos porque soy recatado y nada curioso. Sin embargo, advierto que se ha callado usted muchos detalles. Y hace bien, ángel mío, porque si la palabra es plata, el silencio es oro. Brilling, Ivan Fraritzevich, es un pájaro de altos vuelos. Se puede decir, incluso, que es un águila altiva entre mirlos, así que un asunto de esta importancia no creo que se lo confiara a un cualquiera. ¿Cierto?
—¿A qué se refiere?
—¿No hablamos de ese portafolios? Si yo fuera usted, lo lacraría por todos los lados, se lo entregaría al mensajero más diligente que tuviera y, en un periquete, lo haría volar hasta Moscú, como en una troika con cascabeles. Incluso le enviaría inmediatamente un telegrama cifrado a Brilling, donde le diría: «Salga a mi encuentro, como si fuera yo el regalo inestimable que le envían los dioses de los cielos».
Erast Petrovich puso a Dios por testigo de que no eran honores ni gloria lo que buscaba y de que no le importaría nada darle la cartera a Piyov, si fuera en beneficio del caso que se traían entre manos. Comprendía también que el correo diplomático era en efecto un medio mucho más seguro. Pero su imaginación le había dibujado ya tantas veces aquella escena en la que llegaba triunfalmente hasta su chief, le entregaba aquel valioso portafolios con todo el efectismo del mundo, y comenzaba a contarle el apasionante relato de las hazañas por él vividas, que… ¿Y ahora esa escena no iba a tener lugar?
Parecía que Fandorin empezaba a ceder, cuando de pronto dijo, con tono severo:
—Tengo guardada la cartera en un escondite seguro. Y seré yo en persona quien la entregue en su destino. Respondo de ella con mi cabeza. Y usted, Porfiri Martinovich, por favor, no se ofenda.
—Está bien, está bien —replicó Piyov dejando de insistir—. Si ése es su deseo… También a mí me resulta más cómodo así. Que los demás oculten sus secretos, que con los míos ya tengo yo bastante. Si dice que está en un escondrijo seguro, le creo. —Se levantó de la cama y paseó la mirada por las paredes desnudas de la habitación—. Bien, siga usted descansando, amigo mío. La juventud necesita dormir. A un viejo como yo poco le importa ya el insomnio. Mientras usted duerme, yo me dedicaré a organizar lo de la barca. Mañana, bueno, hoy, porque ya es más de medianoche, en cuanto amanezca estaré aquí de nuevo. Le llevaré a la costa, le daré unos besos de despedida y le bendeciré. Y yo me quedaré en esta tierra extranjera, vagando como un huérfano sin hogar. ¡Ay, ya se hastió Ivancito de vivir lejos de su pueblecito! —entonó.
Entonces el mismo Porfiri Martinovich cayó en la cuenta de que su actuación había sido excesivamente exagerada y empalagosa porque, con aire culpable, reconoció:
—Lo confieso, he hablado por los codos. Me apetecía hablar en ruso coloquial con alguien, porque aquí todo el mundo se deja llevar por el estilo florido. Y las lumbreras de nuestra embajada prefieren explicarse en francés, así que no tengo a nadie con quien darme este gusto.
Al otro lado de la ventana los truenos retumbaron con fuerza y comenzó a llover. Piyov se levantó e inició la despedida.
—Me voy. ¡Uy, uy…! El mal tiempo amenaza con ponerse tempestuoso.
Ya en el umbral de la puerta, se volvió de nuevo, acarició a Fandorin con una mirada de despedida y, tras dedicarle una inclinación, se desvaneció en las tinieblas del pasillo.
Erast Petrovich echó el cerrojo. De repente los hombros se le contrajeron en un escalofrío, y es que un trueno sonó tan cerca que pareció retumbar en el mismo tejado de la casa.
Todo era negro y siniestro en esa miserable habitación, ventilada por una única ventana que daba a un patio de piedra desnudo, sin una sola hierba. Allí todo era desapacible; sólo había lluvia y viento, y entre el cielo grisáceo y negruzco y las nubes desgarradas la luna iba dando tumbos. Uno de sus rayos amarillentos penetró por la rendija que dejaban entre sí las cortinas, cortó el cuartucho en dos y lo atravesó hasta llegar a la cama donde Fandorin, dominado por una terrible pesadilla, se agitaba bañado en un sudor frío. Estaba completamente vestido, calzado y armado. Tan sólo el revólver seguía oculto, como antes, bajo la almohada.
Su conciencia, torturada por el asesinato, lo castigaba con una terrible visión. Amalia, muerta, se inclina sobre su cama. Tiene los ojos semicerrados, una gota de sangre le resbala desde el párpado y en la mano tiene una rosa negra.
—¿Qué mal te hice yo? —gime con voz quejumbrosa la asesinada—. Era joven y bonita, estaba sola y me sentía infeliz. Me enredaron en una maraña, me engañaron y corrompieron. El único hombre al que quise me traicionó. Has cometido un pecado terrible, Erast. Has matado la hermosura, y la hermosura es un milagro de Dios. Has destruido un milagro divino. ¿Y para qué? Dime, ¿por qué?
La gota de sangre se desprende de su mejilla y cae justo sobre la trente del torturado Fandorin que, estremeciéndose de frío, abrió los ojos. Entonces vio que allí no había ninguna Amalia; que, gracias a Dios, ella no estaba en la estancia. Un sueño, todo había sido un sueño. Pero en la frente volvió a gotearle algo helado.
«¿Qué es esto? —se estremeció de miedo Erast Petrovich que, despertándose del todo, escuchó el aullido del viento, el rumor de la lluvia, el grave bramido del trueno—. ¿Qué son estas gotas? Ah, nada extraordinario. Una gotera en el techo. Tranquilízate, corazón estúpido, cálmate».
Sin embargo, desde el otro lado de la puerta le alcanzó un susurro, en un tono muy bajo pero perfectamente audible:
—¿Para qué? ¿Por qué?
Y una vez más:
—¿Para qué? ¿Por qué?
«Es mi conciencia culpable —se dijo Fandorin—. La mala conciencia, que me produce alucinaciones». Pero ese pensamiento racional y sensato no le liberó del infame y viscoso miedo que se le colaba por todos los poros del cuerpo.
Parecía que todo estaba tranquilo. Un relámpago iluminó durante un segundo las grises paredes desnudas de la habitación y de nuevo se hizo la oscuridad. Pero un minuto más tarde un golpe débil resonó en la ventana. «Toc-toc». Y otra vez: «Toc-toc».
«¡Tranquilo! Es el viento. Un árbol. Las ramas contra el cristal. Suele ocurrir». «Toc-toc. Toc-toc-toc».
¿Un árbol? ¿Pero qué árbol? Fandorin se sentó de un salto en la cama. ¡Pero si allí, detrás de la ventana, no había ningún árbol! Allí sólo había un patio vacío. Dios mío, ¿qué era eso?
La amarillenta rendija de luz que se abría entre las cortinas se apagó de golpe, tornándose gris. Era la luna, que se había escondido detrás de una nube. Pero un instante después algo oscuro comenzó a agitarse allí. Algo siniestro, misterioso. «Que sea lo que tenga que ser, todo vale, todo menos quedarme aquí tumbado, sintiendo cómo me tiemblan hasta las raíces de los cabellos. Todo menos volverme loco».
Erast Petrovich se levantó y con unas piernas que no le obedecían se acercó a la ventana, sin apartar los ojos de aquella mancha repulsiva y oscura. En ese preciso momento, justo cuando descorrió las cortinas, el cielo se iluminó con la llamarada de un relámpago y Fandorin vio al otro lado del cristal, justo frente a él, un rostro blanco y cadavérico con las cuencas oculares completamente negras. Una mano temblorosa, con color de ultratumba y los dedos abiertos, se deslizó lentamente por el cristal. Entonces Erast Petrovich reaccionó de forma estúpida, infantil: empezó a sollozar convulsivamente; luego reculó y, tirándose de espaldas sobre la cama, se derrumbó sobre ella boca abajo, cubriéndose la cabeza con las manos.
«¡Despiértate! ¡Despiértate ya! Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino…».
El golpeteo sobre el cristal cesó de repente. Fandorin levantó la cara de la almohada y con el rabillo del ojo miró hacia la ventana. Pero allí no distinguió nada espantoso: sólo la noche, la lluvia y las frecuentes llamaradas de los relámpagos.
Por suerte, Erast Petrovich recordó en ese instante las instrucciones del brahmán hindú Chandra Johnson, el que enseñaba a respirar y vivir de una manera correcta y sana. Su sabio libro proclamaba:
Una respiración correcta es la base de una vida correcta. Te prestará auxilio en los momentos difíciles de la vida; en ella encontrarás salvación, paz y clarividencia. Cuando inspires la fuerza vital, el prana, no te apresures a expulsarla: mantenía en los pulmones. Cuanto más prolongada y acompasada sea tu respiración, mayor será tu fuerza vital. De manera que conseguirá la clarividencia aquél que inspire el prana por la noche y no lo expulse hasta la aurora siguiente.
Aunque Erast Petrovich aún estaba muy lejos de la clarividencia, gracias a los ejercicios matutinos que hacía cada día ya era capaz de aguantar la respiración durante cien segundos. Y en ese preciso momento acudió a ese método tan fiable. Llenó completamente de aire los pulmones y se quedó quieto, «transformándose en árbol, en piedra, en hierba». Y eso le ayudó; el ritmo de su corazón se tranquilizó y el miedo desapareció. Contó hasta cien, y luego expiró ruidosamente, satisfecho por la victoria que su alma acababa de conseguir sobre la superstición.
Pero entonces escuchó otro ruido, y a Fandorin comenzaron a castañetearle sonoramente los dientes. Alguien estaba arañando la puerta con las uñas.
—¡Déjame entrar! —susurró una voz—. Mírame, tengo frío. ¡Déjame entrar!…
«¡Esto ya es demasiado! —se indignó Fandorin, echando mano de los últimos restos de su orgullo—. Abriré la puerta y me despertaré. Por lo menos, comprobaré si esto es o no un sueño».
Alcanzó la puerta en dos saltos, descorrió el cerrojo y tiró hacia él. Y justo ahí se consumió su temerario arrebato. Porque era Amalia la que estaba de pie en el umbral. Vestía la misma bata blanca de encaje del día anterior, sólo que ahora su cabello estaba enmarañado por la lluvia y una mancha de sangre se esparcía a la altura de su pecho. Sin embargo, lo más espeluznante era el luminoso color de ultratumba de su rostro y los ojos, sin brillo y de mirada inmóvil. Su blanca mano, emitiendo unas chispas minúsculas, se acercó al rostro de Erast Petrovich y le rozó las mejillas: lo mismo que había hecho unas horas antes, aunque en esta ocasión sus dedos desprendían un frío tan glacial, que el infeliz y enloquecido Fandorin empezó a retroceder de nuevo.
—¿Dónde está el portafolios? —le preguntó el espectro con un susurro sibilante—. ¿Dónde está mi cartera? He vendido mi alma por ella.
—No te la daré —le respondieron involuntariamente los resecos labios de Erast Petrovich.
Retrocedió de espaldas hasta el sillón, en cuyo interior ocultaba la cartera robada; se desplomó sobre él y, para mayor seguridad, lo rodeó con los brazos.
Entonces la visión se acercó a la mesa. Encendió una cerilla y luego la vela y, de repente, gritó con fuerza:
—Your turn now! He’s all yours!
En la habitación irrumpieron dos personas: el altísimo Morbid, que rozaba el dintel de la puerta con su cabeza, y otro hombre más, pequeño y vivaracho.
Completamente aturdido, Fandorin se quedó inmóvil cuando el mayordomo le apoyó un cuchillo en la garganta, mientras el segundo sicario le cacheaba los costados y descubría su Derringer en la caña de la bota.
—Busca el revólver —le ordenó el mayordomo en inglés al otro hombre, y el sujeto vivaracho no falló, porque encontró inmediatamente el Colt escondido debajo de la almohada.
Durante ese tiempo Amalia se había quedado de pie frente a la ventana, limpiándose la cara y las manos con un pañuelo.
—¿Qué, han terminado? —preguntó con impaciencia—. ¡Qué porquería de fósforo! La verdad, no había razón alguna para montar esta mascarada. No ha tenido ni la inteligencia necesaria para ocultar la cartera en un lugar adecuado. John, ¡busque en el sillón!
No miró en ningún momento a Fandorin. Era como si éste, de pronto, se hubiera convertido para ella en un objeto inanimado. Morbid levantó a Erast Petrovich del sillón con suma facilidad, aunque sin dejar de oprimirle el cuchillo contra la garganta. El vivaracho, mientras tanto, metió una mano debajo del forro y extrajo el portafolios azul.
—Démelo. —La Beyetzkaya se acercó a la mesa y comprobó rápidamente el contenido de la cartera—. Todo está en orden. Gracias a Dios, no ha tenido tiempo de enviarlo. ¡Frantz, tráigame la capa! Estoy muerta de frío…
—¿Así que todo ha sido teatro? —inquirió con voz insegura Fandorin, que ya parecía haber recuperado el ánimo—. ¡Bravo! ¡Es usted una gran actriz! Me alegro de que mi bala no la alcanzara. Habría sido una lástima que ese talento suyo se perdiera…
—No se olvide de la mordaza —le dijo Amalia al mayordomo, y, después de echarse por encima la capa que le había llevado Frantz, salió de la habitación sin dignarse siquiera lanzar al humillado Erast Petrovich una mirada de despedida.
El hombre chiquitito y vivaracho —el que montaba guardia en el hotel era él, y no Zurov— sacó de un bolsillo un rollo de cuerda fina e inmovilizó fuertemente los brazos del prisionero a los lados. Después apretó con dos dedos la nariz de Fandorin y, cuando éste empezó a ahogarse y abrió la boca para tomar aire, le metió dentro una pera de caucho.
—Todo en regla —informó Franz, con un ligero acento alemán, satisfecho de su labor—. Yo mismo llevaré el paquete.
Salió al pasillo de un salto y regresó al instante. Antes de que le echaran por la cabeza un saco de tejido basto que le cubrió hasta las rodillas, lo último que pudo ver Erast Petrovich fue el rostro impasible, absolutamente pétreo, de John Morbid. Era una pena que, a la hora de la despedida, la blanca luz le mostrara a Fandorin precisamente aquella cara, no muy agradable que digamos. Pero el panorama en la oscuridad polvorienta de la bolsa era aún mucho peor.
—Dame la cuerda, que también voy a atarle por aquí arriba —oyó que decía la voz de Franz—. No vamos muy lejos, pero así estará más seguro.
—¿Cómo se podría escapar? —reaccionó Morbid con su voz de bajo—. Al menor movimiento, le clavo el cuchillo en la barriga.
—Bueno, por si acaso, lo ataré —insistió Franz con voz cantarina, rodeando el saco con la cuerda y apretándola tan fuerte que Erast Petrovich apenas podía respirar.
—¡Venga, echa a andar! —ordenó el mayordomo empujando al prisionero, y Fandorin empezó a avanzar a ciegas, sin comprender del todo por qué no le acuchillaban allí mismo, en la habitación.
Tropezó dos veces y en la puerta de la pensión faltó poco para que cayera al suelo, pero la enorme mano de John le sujetó a tiempo por el hombro.
Olía a lluvia. Los caballos se pusieron a piafar.
—Ustedes dos, cuando despachen el bulto, regresen aquí y déjenlo todo en orden —se escuchó la voz de la Beyetzkaya—. Nosotros regresamos a casa.
—No se preocupe, madame —tronó el mayordomo—. Usted ya ha hecho su trabajo. Ahora nos toca a nosotros hacer el nuestro.
¡Ah, cómo le hubiera gustado a Erast Petrovich dirigirle a Amalia unas palabras de despedida! ¡Algo especial, algo que la obligara a recordarle no como el muchacho tontorrón y asustado que ahora tenían en sus manos, sino como el valiente que, pese a su bravura, había sido vencido en combate desigual por todo un ejército de nihilistas! Pero la maldita pera de caucho le privaba hasta de aquella última satisfacción.
No obstante, aún esperaba al pobre joven una nueva conmoción, pese a que, después de todo lo que había soportado, parecía imposible que algo más pudiera estremecerle.
—Querida Amalia Kazimirovna —dijo en ruso una conocida y agradable voz de tenor—. Permita que este viejo suba a su coche. Hablaremos un ratito y además me resguardaré de la lluvia. Vea usted lo mojado que estoy. Su Patrick puede subir a mi pequeño carruaje y seguirnos. ¿No le importa, muñequita?
—Venga, siéntese —le respondió secamente la Beyetzkaya—. Pero quiero que sepa, Piyov, que yo no soy para usted ninguna «querida» ni ninguna «muñequita», ¿entendido?
Erast Petrovich se puso a gemir sordamente, pues la pera de caucho le impedía estallar en sollozos. Parecía como si todo el mundo se hubiera puesto en contra del desgraciado Fandorin. ¿Dónde podría ahora encontrar las fuerzas necesarias para resistir en la lucha que mantenía contra aquel enjambre de facinerosos? A su alrededor sólo había traidores y áspides venenosas. (¡Puff, aquel maldito Porfiri Martinovich le había contagiado su afición a las expresiones grandilocuentes!). La Beyetzkaya con sus matones, Zurov, incluso el veleta de Piyov, todos eran enemigos suyos. En aquel momento Erast Petrovich deseó morir, tan fuerte era su repugnancia, tan intenso su cansancio.
Y la verdad era que no había nadie por allí cerca que le exhortara precisamente a vivir. Al contrario, por lo visto sus escoltas le tenían reservados unos planes muy distintos.
Unas manos fuertes asieron al prisionero y lo sentaron en un coche. Haciendo un gran esfuerzo, el pesado Morbid se encaramó a su izquierda. A su derecha, el ingrávido Franz agitó el látigo, y el cuerpo de Erast Petrovich cayó hacia atrás a causa del impulso.
—¿Adónde vamos? —preguntó el mayordomo.
—Nos han ordenado que vayamos al muelle número seis. El río allí es más profundo y las corrientes más fuertes. ¿Tú qué opinas?
—A mí me da igual. Han dicho al seis, pues vamos al seis.
El destino inmediato de Erast Petrovich parecía estar absolutamente determinado. Le llevarían a un muelle lejano, le atarían una piedra y le tirarían al fondo del Támesis, para que se pudriera allí abajo entre oxidadas cadenas de ancla y cascos rotos de botella. Y así se desvanecería el consejero titular Fandorin, sin dejar huella, ya que ningún ser mortal le había visto desde que se había entrevistado con el agregado militar ruso en París. Seguramente, Ivan Frantzevich imaginaría que su pupilo había dado un traspié en algún sitio, pero nunca sabría lo que había ocurrido realmente. Como tampoco llegaría a sospechar que en Moscú, o en San Petersburgo, un canalla infame se había infiltrado en el servicio secreto. Y que era precisamente a ese canalla a quien había que descubrir.
¡Ah, un momento, quizá terminemos descubriéndole!…
Pese a estar como estaba atado y envuelto en aquel saco alargado y polvoriento, Erast Petrovich se sentía ahora incomparablemente mejor que veinte minutos antes, cuando contemplaba despavorido el fantasma fosforescente en el patio y estuvo a punto de perder el juicio por el terror.
Y es que el prisionero veía ahora una posibilidad de salvación. Sin duda Franz había sido muy hábil, pero se había olvidado de registrarle la manga derecha. Y era precisamente en esa manga donde llevaba escondido el estilete: en él cifraba ahora todas sus esperanzas. ¡Si se las pudiera ingeniar para llegar con los dedos hasta la empuñadura!… ¡Ah!, pero eso no era tarea fácil, y menos cuando se tienen las manos atadas al costado. ¿Cuánto faltaría para llegar al muelle número seis? ¿Tendría tiempo suficiente?
—¡Eh, tú, siéntate quietecito! —le espetó Morbid, clavando el codo en el lado del inquieto (probablemente, por el miedo) prisionero.
—Tiene razón, amigo, te muevas lo que te muevas, tu final va a ser el mismo —observó filosóficamente Franz.
El hombre del saco siguió rebulléndose en el interior un minuto más o menos. Luego dejó escapar un grito sordo y seco y se tranquilizó, como si aceptara por fin su destino (al sacarlo, el maldito estilete se le había clavado dolorosamente en la muñeca).
—Hemos llegado —informó John, incorporándose y mirando a su alrededor—. Todo perfecto, no se ve un alma.
—¿Y quién iba a estar aquí, de noche y con esta lluvia? —preguntó Franz, encogiéndose de hombros—. Bueno, anda y muévete de una vez, que aún nos queda por delante el camino de regreso.
—Cógelo de las piernas.
Entre los dos levantaron aquel paquete atado con cuerdas y lo arrastraron hasta el muelle de madera, que parecía suspendido como una flecha sobre el agua oscura.
Erast Petrovich oía el chapoteo del río y los listones crujiendo bajo el peso de sus captores. Su liberación estaba ya muy cerca. En cuanto el agua del Támesis se cerrase sobre su cabeza, cortaría las cuerdas con el cuchillo, rasgaría la tela del saco y, con mucho cuidado, emergería a la superficie justo debajo del muelle. Allí esperaría un rato hasta que los hombres se marcharan, y ¡listo!: la salvación, la vida, la libertad. Todo parecía tan sencillo y tan natural, que una voz interior advirtió quedamente a Fandorin: «No, Erast, así no suceden las cosas en la vida. Seguro que te tienen preparado algo peor que arruinará tus esperanzas».
¡Ay, si una voz interior lo predice, la desgracia es segura! Y, realmente, la villanía no tardó en mostrarse. Pero no fue iniciativa del terrible mister Morbid, sino del bueno de Franz.
—John, ¡espera un momento! —dijo éste cuando los dos hombres se detuvieron en el borde del atracadero y dejaron su carga sobre el entarimado—. No está bien esto que hacemos: tirar al agua a un hombre vivo como si fuera un perrito. ¿Te gustaría a ti estar en su pellejo?
—No —respondió John.
—¿Ves? —se alegró Franz—. Ya te lo decía yo. ¡Morir ahogado en este podrido e inmundo líquido viscoso! ¡Brrr! Es un castigo que no se lo deseo ni al peor de mis enemigos. Comportémonos como Dios manda y degollémosle antes para que no sufra. ¡Rasss… y listo! ¿Qué opinas?
Tanta filantropía comenzó a descomponerle las tripas a Erast Petrovich, pero el amable y encantador mister Morbid se puso a refunfuñar:
—¡Sí, claro, y mancharme el cuchillo de sangre! ¡Hasta puede que me salpique la manga! ¡Como si fueran pocos los mareos que ha causado ya este mocoso! Nada, que estire la pata como teníamos pensado. Y si quieres hacerte el bondadoso, pues ¡hala!, ahórcalo tú mismo con una cuerda, que en eso eres un maestro. Mientras tanto, me voy a dar una vuelta por ahí, a ver si encuentro una buena barra de hierro.
Sus pesados pasos se alejaron y Fandorin se quedó a solas con el humanitario Franz.
—Cierto, era mejor no atarlo por la parte de arriba —consideró éste con aire pensativo—. He gastado toda la cuerda.
Erast Petrovich lanzó unos gemidos para alentarlo, como diciéndole: «¡Nada, hombre, no te preocupes por mí, que ya me las arreglaré por mi cuenta!».
—¡Ay, pobre infeliz! —suspiró Franz—. ¡Cómo gime y se le desgarra el corazón! ¡Está bien, chico, no tiembles! Que el tío Franz no va a escatimar su cinturón siempre que sea para tu bien.
Los pasos de gigante comenzaron a escucharse otra vez.
—¡Mira qué trozo de raíl he encontrado! Nos va a venir de perlas —zumbó la voz del mayordomo—. Lo pasaremos por debajo de las cuerdas y seguro que no sube a la superficie en menos de un mes.
—Un minuto, espera a que le meta el lazo en la cabeza.
—¡Anda y vete al diablo con tus mimos! ¡No tenemos tiempo que perder! ¡Está a punto de amanecer!
—¡Ay, amigo mío, perdóname! —se excusó Franz, apenado—. Estaba escrito que ésta sería tu suerte. Das hast du dir selbst zu verdanken!
Levantaron de nuevo a Erast Petrovich y empezaron a voltearlo.
—¡Azazel! —exclamó entonces Franz, con voz severa y solemne, y un segundo después el cuerpo atado desapareció chapoteando en el agua putrefacta.
Fandorin no sintió frío, ni la mantecosa pesadez del caparazón acuoso que lo envolvía, mientras cortaba con su estilete las cuerdas mojadas. Pasó los mayores apuros con la mano derecha, pero cuando al fin logró liberarla, todo fue sobre ruedas. ¡Uno!, y su mano izquierda comenzó a ayudar a la diestra. ¡Dos!, y el saco quedó rasgado de arriba abajo. ¡Tres!, y el trozo de raíl descendió hasta clavarse en el barro del fondo.
Ahora sólo debía preocuparse de no salir a la superficie antes de tiempo. Impulsándose con las piernas, Erast Petrovich colocó las manos hacia delante para tantear con ellas a un lado y a otro en aquella turbia oscuridad. Por allí cerca, en algún sitio, debían de estar los puntales que sostenían el embarcadero. Un segundo después sus dedos rozaron una viga de madera, resbaladiza y cubierta de algas. Lentamente, sin prisas, comenzó a ascender por ella. Tenía que evitar cualquier ruido, cualquier chapoteo.
Debajo del embarcadero reinaba la oscuridad más absoluta. De pronto, aquel agua negra vomitó sordamente de sus entrañas una mancha blanca y redonda. Y en el interior de aquel círculo blanco apareció inmediatamente otro, más pequeño y oscuro: era la cabeza del consejero titular Fandorin, que aspiró con avidez una bocanada de aire fluvial. Olía a podredumbre y a queroseno. Así era el mágico aroma de la vida.
Mientras arriba, en el muelle, se desarrollaba una apacible conversación, el furtivo se esforzaba por escuchar desde el agua todo lo que decían sus verdugos. En tanto esperaba a que éstos se marcharan, a Erast Petrovich se le escaparon unas lágrimas tiernas, imaginando en qué cariñosos términos le recordarían sus amigos y sus enemigos, a él, al héroe muerto prematuramente, y qué discursos fúnebres resonarían sobre su tumba durante el entierro. Durante toda su infancia había tenido esas fantasías. Por eso el joven se indignó, comprensiblemente, al escuchar las trivialidades que intercambiaban aquellos dos villanos que se tenían por sus asesinos. ¡Ni una sola palabra en honor del ser humano que acababa de desaparecer bajo aquellas lóbregas aguas, un hombre con inteligencia y corazón, un alma noble y de tan altas miras!
—¡Ay, no me extrañaría que este paseo me cueste un ataque de reúma! —suspiró Franz—. Menuda humedad llega de ahí abajo. Pero, bueno, ¿qué esperamos aquí de pie? ¿Nos vamos o qué?
—Todavía es demasiado pronto.
—Oye, con estas idas y venidas me he quedado sin cenar. ¿Crees que nos pondrán algo de comer o nos habrán preparado otro trabajito de éstos?
—Da igual, no podemos hacer nada. Ellos mandan y nosotros obedecemos.
—Sí, pero no estaría mal llevarnos a la boca un buen filete de ternera, ¡aunque esté frío! Escucha cómo me suenan las tripas… Oye, ¿y vamos a tener que mudarnos otra vez? Ahora que comenzábamos a acostumbrarnos a este sitio. ¿Y para qué? Ahora, vuelta a empezar.
—Ella sabrá por qué… Si lo ha ordenado, será que es necesario…
—En eso tienes razón, nunca se equivoca. Por ella sería capaz de cualquier cosa, hasta de matar a mi propio padre. Si lo hubiera conocido, claro está. Ni nuestra madre habría hecho tanto por nosotros…
—Es verdad… Bueno, vámonos ya.
Erast Petrovich aguardó hasta que el ruido de sus pasos se perdió en la lejanía. Luego, para mayor seguridad, contó hasta trescientos. Y sólo entonces nadó hasta la orilla.
Cuando tras varios intentos frustrados consiguió por fin encaramarse con un titánico esfuerzo al bajo pero abrupto pretil del malecón, las tinieblas de la noche, desplazadas por el amanecer, comenzaban ya a disiparse.
Al fallido ahogado le vencían los escalofríos, le castañeteaban los dientes y hasta tenía hipo, pues al parecer había tragado una buena bocanada de aquella agua descompuesta. Pero el hecho de vivir lo hacía todo admirable. Erast Petrovich abrazó con una amorosa mirada la extensión ilimitada y gris del río, en cuya otra orilla unas lucecitas brillaban dulcemente; se conmovió con la solidez de los redondos almacenes portuarios y celebró el cadencioso balanceo de las barcazas y los remolcadores amarrados a lo largo de los muelles. Una apacible sonrisa iluminó el húmedo rostro —con una franja de nafta pintada en la frente— de aquel resucitado de entre los muertos. Comenzó a desperezarse estirando dulcemente los brazos. Pero justo cuando se encontraba en aquella absurda pose se volvió a quedar pasmado, porque una pequeña y ágil silueta humana, que había surgido de la esquina de un almacén, acudió rápidamente a su encuentro.
—Pero ¡qué monstruos, qué bestias! —Sin dejar de caminar, se lamentó aquella silueta con su aguda vocecita, audible desde lejos—. Nada, que no se puede confiar en nadie. Tiene uno que controlarlo todo. ¿Adónde irían sin Piyov? Morirían como cachorros ciegos, se perderían sin remedio.
Embargado por una cólera más que justificada, Fandorin se abalanzó sobre él. El traidor parecía convencido de que no se había descubierto su satánica apostasía.
Entonces, en la mano del secretario provincial centelleó un objeto metálico con un resplandor amenazante, y Erast Petrovich, que acababa de frenar en seco, empezó a retroceder.
—¡Ah, pero qué razonable es usted, fresoncito mío! —aprobó Piyov, que avanzaba con su ágil y felina manera de andar—. Sí, un adolescente muy sensato, lo adiviné en cuanto le conocí. ¿Sabe qué es esto que tengo en la mano? —Y agitó varias veces el objeto, mostrando a Fandorin una pistola de dos cañones de un calibre descomunal—. Un aparatito terrible. Un smasher; así lo llaman los malhechores londinenses en su jerga. Aquí, si presta atención, se introducen dos balas explosivas; sí, esas mismas que están prohibidas por la Declaración de San Petersburgo de 1868. Pero los delincuentes, mi querido Erast, son unos auténticos malvados. ¡Pasan por encima de todas las convenciones humanitarias! Pues bien, cuando una bala explosiva de este tipo penetra en un objeto tierno, se abre como los pétalos de una flor. Y todo, carne, hueso y venas, queda hecho picadillo. Por eso, mimosín mío, ande con cuidado, y no se le ocurra hacer ningún movimiento brusco. Si no, a lo mejor se me dispara el arma del susto y después nunca podré perdonarme tamaña bestialidad, estaré arrepintiéndome el resto de mis días. La herida resulta especialmente dolorosa si la bala acierta en el vientre o en algún lugar de esa zona.
Fandorin dejó escapar un hipido, ya no de frío sino de miedo, y gritó:
—¡Iscariote! ¡Has vendido a tu patria por treinta monedas de plata! —Y continuó retrocediendo, alejándose de aquel terrible cañón.
—Como dijo el gran Derzhavin, la versatilidad es una característica de los mortales. Además, es inútil que me ofenda, amiguito, porque no me he vendido por treinta monedas, sino por una cantidad mucho más sustanciosa, satisfactoriamente ingresada ya en un banco suizo. Para la vejez, para no morir en la calle. ¿Y a usted, idiota, quién le ha metido en este asunto? ¿A quién quería ladrarle? Si tiras una flecha contra una piedra, lo único que consigues es perder la flecha. Esto es un coloso, una pirámide de Keops. ¡No se puede matar a un gigante con tirachinas!
Mientras el secretario hablaba, Erast Petrovich, que ya había reculado hasta el borde mismo del muelle, hubo de detenerse cuando su talón se apoyó en el reborde. Al parecer, eso era lo que Piyov pretendía.
—¡Ay, qué bien, qué estupendo! —canturreó parándose a diez pasos de su víctima—. Así me resultará más fácil arrastrar hasta el agua a un jovencito tan rollizo como usted. Zafiro mío, no se inquiete. Piyov hace bien su trabajo. Un disparo… y listo. En lugar de una cara encarnada, tendremos una papilla rojiza. Si luego le sacan del agua, jamás podrán identificarle.
Y su alma alzará el vuelo al encuentro de los ángeles. Es tan joven, que apenas habrá tenido tiempo de pecar.
Con estas palabras, el hombrecillo levantó el arma, guiñó el ojo izquierdo y sonrió con satisfacción. No tenía ninguna prisa por disparar, se veía que disfrutaba del momento. Fandorin lanzó una última y desesperada mirada por el malecón desierto, débilmente iluminado por la aurora. Nadie, ni un alma. Sí, aquél sí que era el fin. Algo pareció moverse junto al almacén, pero no pudo fijarse con más detenimiento. Luego se oyó un trueno fortísimo, mucho más intenso que cualquier disparo, y Erast Petrovich, tambaleándose hacia atrás y dando un aullido desgarrador, cayó de nuevo al río del que tan trabajosamente había salido apenas unos minutos antes.