Diana cazadora and Colorado Springs
Alberto Garrido
Ni tú ni la luna, Diana, sino este infierno donde me hundo frente a un barman. Pedí otro trago y fui metiendo en el vaso la ciudad, las putas, los poetas, borrachos, locos, comunistas, disidentes, niños y viejos; los removí a conciencia, con rabia, y sorbí ese coctel visceral y patriótico que me condujo a lugar inconfesado con sospechoso cartelito de Toilette y que no era baño ni nada sino el meadero del sucio bar y mis pies comenzaron a nadar en orine y vomité a aquella caterva de gentes que me había bebido.
Los vomité despacio, primero a ellos y luego a toda la patria. Y ahora me siento mejor, más rabioso y más solo.
La ciudad y tú, Diana. La ciudad fundada por el Adelantado antes de que Dios fundara a Diana y de que yo la fundiera a mí y al Morro. Escena inicial: el Paraíso de las Mulatas, noche tórrida, D se acerca a A y a G y deja caer un par de C. Traducción: Diana se acercó a nosotros, miró con desprecio a Aida, mi costilla rencillosa, antes de descargar su furibundo poema de amor por mí: dos regias laticas de cerveza, quien las probó lo sabe.
Quién hubiera podido imaginar que tú, Cazadora, aparecerías con tu protagónico fondillo mercenario y esa sentencia de «América para las americanas» que saltaba por tus ojos brillantes. Qué encontronazo entre las dos culturas. Porque Diana tal vez no sabía lo que es amor de mulata, de una cubana dispuesta a defender sus mejores conquistas bajo este cielo y esta tierra. O sí lo sospechaba y se propuso exterminar nuestro amor indígena con dos balazos de lata amarga y helada, mientras volvía a cargar su rifle, sus dos ojos, para mirarme luciferina, vil, y yo, búfalo joven, urdía el umbral de una aventura.
Esa noche agoté mis defensas contra esa forma de amor torpemente anexionista: abundé en decúbitos pronos y supinos sobre Aida en la habitación de un hotelucho, quemé las mejores páginas del Kamasutra sobre su piel, intenté borrar a Diana, la piel de Diana en Aida, los ojos de gringa en los ojos oscuros, pero sólo conseguí incorporarla a la escena y aunque intenté anularla con el recurso infalible de imaginarla orinando, todo fue inútil. Por el pozo abierto de la ventana (no había persianas sino un hueco por el que entraba la luna, es decir, Diana, fisgoneando) nos sorprendió el amanecer, a Aida con las greñas jubilosas y a mí desamparado y vencido por el fantasma de la noche anterior.
Sólo podía hacer una cosa: buscarte entre las ruinas, invocarte en las calles sagradas, seguir tu estela por los bares decentes. No me fue fácil.
Pero yo sabía que todos los caminos tenían que dar a ti, Diana, y te encontré saliendo de las piedras de la iglesia Dolores, pulsando una camarita que movías como un detector de fantasmas.
Diana quería visitar el Morro. Pareció feliz de poder compartir su español conmigo, porque yo era un artista independiente, y porque la palabra independencia la llevaba como un veneno saludable en el tuétano, mezcladas en dosis iguales las Trece Colonias, la guerra de Secesión, los discursos de Lincoln y Luther King, las canciones de Lennon y Bob Dylan, el grito de anarquía feminista y hasta el cine independiente, del cual era fanática.
Yo no quise explicar qué es un artista independiente. La tarde prefiguraba una tormenta de verano por encima del Morro. Y tú, enhorquetada sobre los cañones que defendieron la ciudad contra aquellos piratas que de todos modos entraron y arrasaron con tesoros y mujeres; tú, Diana, dentro del castillo, metías los dedos en la historia como en un pastel, hasta quedar solos, bajo una torre que sirvió de atalaya a algún vigía.
Supe así que un 23 de abril la primavera de Colorado S., en California, se había asomado al hogar de Diana para verla manchar su primer pañal con un buen augurio. Después pude estudiar todos sus rostros: la primera comunión, cumpleaños, días de acción de gracias, Navidades, fiestas del 4 de julio y otras fotos ante una casa de madera con techo a dos aguas (lo imaginé rojo y fresco), y junto a un hombre breve (el padre) y una matrona sureña (la madre). También mostró algunos retratos de su éxodo a la gran urbe de Manhattan, rodeada de hombres de negocios que le habían dado a comer el árbol del bien y el mal.
Mientras guardaba las fotos, me aseguró que sólo había querido mostrar el lado claro de su vida. Sonrió y me besó en los labios. Olía a dentífrico y a regalo. Olía a postal, a campo y fruta. Olía a Norteamérica. En ese momento olía al lado claro de su vida y me sumergí en ella, en un seno que cedió bajo el botón de la blusa, una redonda manzana de California que mordí despacio. Diana cerró los ojos y aulló a la noche todavía lejana, mientras el cielo se abría y asombraba una luna lívida en el crepúsculo.
No ocurrió más porque estuvimos a punto de ser sorprendidos por una empleada del castillo que pastoreaba a los visitantes retrasados hacia la salida. Nos despedimos en el mismo corazón de la ciudad, frente al inmenso cadáver blanco del hotel Casa Granda y mientras subía la fatigosa Enramadas, consideré mi futuro:
1) recalar en la casa de Aida y someterme a sus interrogatorios policiales y a los fragores de su cuerpo;
2) regresar como un hijo pródigo al dulce hogar donde mi familia da gracias a Dios por el pan negro de cada día;
3) buscarte, Diana, no en el aullido de loba amamantadora, sino en el show del Casa Granda.
Tiré a suerte, salió la primera opción, pero la deseché, encarándola con el argumento servil de que la suerte es el pretexto de los fracasados.
Lustroso como un caballo de carreras me aposté frente al hotel y tuve que soportar hasta las diez el río de turistas y la grey de putas que hacían el pan con amor y escualidez. Por fortuna, Diana vino en mi rescate y me condujo Babel arriba hasta la azotea. Había un show de toques de tambores batás y sobreabundantes poemas de Guillén y mujeres con turbantes.
Obligué a Diana a despojarse de un collar amarillo con su arcano tan negro. ¿Por qué lo hacía? Una noche memorable, en medio de un corte del fluido eléctrico, Aida había acudido con una vela que puso sobre la mesita de noche. Bajo esa única luz comenzamos un cuerpo a cuerpo. En medio de la batalla campal pude ver, con asombro creciente, cómo Aida se iba transfigurando: primero su piel, que pasó del ámbar al mármol con ese color que sólo tienen la muerte o el amor, y luego su boca se tornó pequeña, del malva al rosa, y sus ojos donde cabía mi cuerpo se fueron achinando, y toda su piel comenzó a brillar, a titilar, y cientos de espíritus cayeron sobre mí para habitarme y poseerla.
Después encontré en una gaveta de Aida un papel que suscribía las recitaciones de Santa Martha (la Virgen de las mujeres con desamparo vaginal, el demonio lúbrico que amarraba de por vida a los amantes), y lo rompí para inutilizar el hechizo de aquel espíritu obsesor que tomaba prestado el cuerpo de Aida.
¿Entiendes, Cazadora? Por eso se impuso el machismo nacional a la injerencia norteña. El pretexto usado fue sabio, aunque apócrifo: el collar te quedaba horrible. Y tú fingiste caer en la trampa, porque no te importaba, o porque confundías, émula de los funcionarios nacionales, la Cultura con la Hechicería.
Diana no fumó Gauloises ni yo opté por Marlboros. Tampoco bebimos, ni hicimos caso de la fiesta de aprendices de brujo. Nos bebimos el humo de su pasado, la pérdida de su virginidad en un retiro de boy scouts, su trabajo como edito ra en un periódico newyorquino, y le oí decir que había dos Nueva York: la de Woody Allen y la de Martin Scorsese, dos ciudades y dos ficciones que se obstruían y negaban y reproducían; a las dos ella las conocía a fondo, tenía una en cada pulmón, de ahí el asma y el dolor en su vicioso pulmón izquierdo, que la atraía a la paz del hogar en Colorado S. junto al padre y la matrona, y el soplo tormentoso de su pulmón derecho, «Conqueror Worm», dijo, que le permitía trabajar como una yegua durante dos años para gastarse después cada centavo en este viaje que había comenzado por el grasiento México y que incluía a Cuba y América del Sur. No era el azar concurrente lo que nos había puesto cara a cara en el Paraíso de las Estrellas, frente al Castillo del Morro y como gatos sobre el tejado de zinc caliente del Casa Granda, sino su pulmón derecho, su vocación de cowboy con faldas y su imperturbable resolución de vivir. Esa noche las armas secretas de Aida hicieron su efecto en mí y Diana y yo no hicimos el amor ni la guerra, sino que fui vencido por el sueño. Soñé que yo era un tonto que se jugaba la vida en otro país, que recorría desaforadamente la isla de una punta a la otra, que ganaba el título mundial de ajedrez y le estrechaba una mano colorada al Presidente. Y tú, Diana, eras la jinetera licenciosa que no oías consejos y terminabas tu vida con la cara y el alma agujereadas en una linda casita en el sanatorio de Los Cocos.
Luego de aquel sueño intranquilo, al menos no amanecí convertido en un monstruoso insecto. Era el mismo, ahora sobre el regazo de Diana, quien me miraba sin verme, reproduciendo a todas las matronas sureñas.
Compartimos un beso incestuoso y me rogó que la guiara a la Imprenta.
La Imprenta era un verdadero Museo en el cual los hombres me ignoraron para adorar a Diana, el perfil lucífero de Diana en su vestido gris melancólico.
La llevaron como abejorros por cada una de las máquinas, aquellas Chandlers que debieron reproducir, en un tiempo irrecobrable, entintados retratos de rufianes cuya captura merecía una buena recompensa. Era como si Diana se reencontrara con la historia de su país a través de un Aleph inaudito que el tedio de la mañana no podía vencer.
Vanidad de vanidades, no pensaré en el almuerzo pantagruélico ni en otras nimiedades que te diferencian, Cazadora furtiva, del resto de las historias de amor. Pero si algo mi borrachera no hiperboliza es que la luna estuvo saliendo de día y de noche. Te lo dije y tú sólo sonreiste, imponiéndome ese terror ancestral que tuvieron los Conquistadores del Fuego.
Esa noche copularon tu idioma y el mío, y se hablaron Shakespeare y Cervantes, las gaitas escocesas y las trompetas chinas, Presley y el Benny.
Y si junto al Morro Diana olía a Norteamérica, ahora su sabor me condujo de un sueño a otro, abriendo puertas y laberintos tras sus muslos, peces de fuego: probé las metáforas de los normandos que arponeaban sus ballenas en los mares glaciales; probé a las tribus ojibwas reunidas junto a la pipa de la guerra, y las visitaciones del peyotl; bebí de los rápidos entre los cañones de esplendor magnífico en El Colorado; sorbí a los inmigrantes que levantaban negocios prósperos hablándose a gritos en todas las lenguas del Viejo Continente; probé la quimera, la pepita de oro y el polvo de los bisontes; mordí los comercios de Penny Lane y me sumergí en el Submarino Amarillo; probé la cultura grecolatina, los cráteres lunares, el tiempo y el desamparo, y los arcanos abiertos ante mis ojos. Probé a todas las Dianas reales y a todas las de las pinturas, esculturas y literaturas. Me la bebí despacio, mezclé sus aguafuertes, la pinté sobre mi piel y me pinté en ella, consagrado y exhausto.
Ya no era nadie. No debía dinero, no tenía hambre, no recordaba mi nombre.
Era el género humano, Adán sacado de su sueño y contemplando a su costilla hecha mujer y lámpara. Diana respiraba a mi lado por su pulmón izquierdo, asmática y dispuesta a todo. Pero poco a poco fuimos volviendo al mundo de los hechos reales, y a la mañana siguiente ella tenía que partir hacia La Habana (dijo La Vana), y de allí a México, porque en honor a la verdad estaba ilegal en mi patria, y de México viajaría a Buenos Aires y de allí a Chile y de Chile a la luna, o quién sabe, porque mientras me hablaba la imaginé amando a todas las culturas, a rostros aindiados sobre los volcanes y en las ambulancias de la Cruz Roja Internacional, a niños guerrilleros de Sendero Luminoso sobre la vena de los Andes, a comerciantes de pinchos en Machu Picchu y a los bebedores de coca y mate.
Abruptamente Diana comenzó a llorar, con ese llanto americano y universal.
Era demasiado para mí, Cazadora, saber que podías llorar despojada de la fiereza del águila sobre un acosado islote masculino que aún se enredaba entre tus piernas. Corriste hacia el baño y cerraste la puerta por dentro y temí lo peor, porque los suicidios sólo son buenos en los filmes. Pero luego saliste del baño, Diana, con esa hermosura que sólo dan la tristeza y la maternidad, más perfecta que la Diana de Boucher y que todas las Dianas vestidas y desnudas que la vasta Pinacoteca Universal ofrece a los voyeuristas de las Artes. Por primera vez tuve conciencia de tu desnudez, mientras te frotabas el sexo con una toalla como si fueras a sacar conejos o palomas o alguna réplica de mí mismo que pudieras llevarte como souvenir para el Norte revuelto y brutal que nos desprecia.
Después Diana sacó de una maleta una piara de fotos, las tiró sobre la cama y anunció que me quería mostrar un secreto, lo verdadero detrás de lo real, el lado sombrío de su vida, para el cual bastaba sólo un ojo de asombro.
Eran pocas, pero estaban ordenadas sádicamente, revelando la concurrencia del doctor Jeckyll y de mister Hyde en Diana. La primera rehacía a un hombre de barba cansada, espejuelos redondos y cara de premio Nobel, sonriendo a la cámara. Diana explicó que se trataba de un amigo de su padre, de un reconocido pacifista con muchos libros que advertían el auge creciente de los grupos neonazis en California. Pues ese hombre, dijo, ese hombre que merecía la confianza de su padre y de la nación la había violado, sí, a ella, a Diana, en una cabaña en Las Rocosas. Sin darme tiempo a reaccionar mostró otra foto: se trataba esta vez de un negro viejo con una gabardina.
Parecía humilde y azorado. Diana dijo: Éste es el amor de mi vida, mi entrada al New York de Scorsese. Su nombre, Jim. Era un líder de los panteras. Jim no me hacía el amor, sólo exigía un fellatio. Me enseñó todas las drogas: marihuana, cocaína, el crack. Era un alma noble y atormentada.
Decía que Cristo tenía que ser negro. Era un espíritu demasiado elevado para mi país. Apareció en un carro con un tiro en la sien.
La inocencia de cada foto hacía su testimonio más absurdo, pero también más probable. Pero yo no quería creer lo que decía, aunque el mundo esté lleno de viciosos, violadores y espíritus atormentados. No sé por qué, comencé a sospechar que todo aquello era una trampa para destruir ese tiempo en que la sublimación de un ser en otro conmociona toda seguridad personal.
Diana podía estar destruyendo cualquier atisbo de amor, las llamas roja y azul bajo un cubo de agua helada. Tal vez yo era uno más alcanzado por la flecha de Diana y ella, en otro país, volvería a encender y a apagar la llama doble, huyendo del amor, asentada en su oficio de cazadora solitaria.
Nunca podré probarlo. Sólo puedo asirme a la madrugada última, en la cual jugamos a Lady Godiva y el caballo, al Cowboy y la pistola Rosa, a la Guerrillera y su Fusil, a la CIA y el G-2, a si tú me la Paramount Pictures yo te la Metro Goldwyn Mayer. Nunca antes nada, ni el Beowulf, ni el cuadro más bullicioso de Picasso, asistió a tal combinación de palabras y gestos. Diáspora y resaca, polifonía que los sentidos iban traduciendo, españinglés gunmanvenyeahmuérdemeasípleaseaymamacitayesvírateohmother tomalapinkgunahoranow?sicoñoahoraneverayasíyesohyesayayayayayayayAUUUUUUHHH.
………… Riquíiiiiisimo B i n g o We are the champions.
Dormimos en el suelo y en el aire, y amanecimos recordando que había pasado la noche de un día difícil y que ya, ahora mismo, eran el boleto, la despedida, el vuelo.
Olor a petróleo. Caras estresadas. Empleados que chequean boletines y equipajes. Diana se muerde el corazón y mira la luna. Entrego sus maletas.
Ella me arregla el cuello de la camisa y cierra el botón superior como si hiciera mucho frío. Pero el calor cae como un huevo frito sobre nosotros.
Anuncian que los pasajeros pueden abordar el avión. Ella saca de la nada un sobre y me dice que es un regalo. Le digo que no. ¿Dinero? Ella sonríe, llora: Nada de eso, una foto. Sé que es dinero, pero abro el sobre y veo que sí, que es una fotografía. No de Washington ni de sus bucles afeminados ni de la Casa Blanca. Estamos Diana y yo en Colorado S., ante una casa de madera con el tejado fresco y rojizo, a dos aguas. Para que sobrevivas, me dice mientras yo guardo el sobre. Nos besamos y ella murmura algo así como «Creo que éste es el comienzo de una larga amistad», antes de desaparecer en el ruido de los motores del avión. Y cae el happy end y yo vuelvo a resbalar en la peste a ron y a excrementos.
Diana Correcaminos, te fuiste oliendo a mala noche y a mi país, no a ese olor folklórico de los posters, sino a mi olor, a raíz de hombre, a leche cortada y a llanto de niño con hambre y con calor. Y así huele esta Toilette en la que estoy doblado, mirando ese cuadro abstracto que el vómito hace, y en el cual quise meter la ciudad completa, con sus negros y sus parejas y sus locos y sus comunistas y sus niños y piedras. Todos bajo la misma soledad y la falta de amor que nos constriñe.
Tú estallarás entre los frutos de Colorado S. o estarás metiendo entre tus piernas a la Gran Urbe Universal. Te desnudarás sobre el Empire State y te vestirás bajo las cataratas del Niágara. Quién sabe. Pero yo, antes de regresar a casa junto a mi familia, que me juzgará necio y perdido, o a los brazos de Aida, quien me despreciará o se rendirá, quiero mirarte en esa luna, Diana, donde tú estás, Cazadora, mejor que en cualquier lienzo, desde antes que caminara sobre ti el primer astronauta, antes de que te desflorara un boy scout y un pacifista te violara o te obligara un Negro Pantera a los fellatios y la droga. Allí tú, Diana, aún estás limpia, dando una luz que no te pertenece, sino a los hombres que como yo te andan buscando.