¿Por qué llora Leslie Caron?
Roberto Uría
El Instituto de Meteorología ha dicho que hoy será un día cálido y soleado. Y luego de hacer sus respectivas acrobacias con las probabilidades y porcientos de lluvia, vientos y oleaje, ha concluido que las temperaturas máximas en la tarde oscilarán entre veintinueve y treinta y dos grados centígrados. Habrá sido un día cálido y soleado, pero yo he amanecido con frío, un frío que nace en el abdomen, y con mucho viento, y un oleaje de espanto me recorre todo el cuerpo. Estoy casi lluvioso. Invernal.
Después que me hicieron nacer, hubo grandes disputas familiares por mi nombre. Héctor contra Alejandro; Enrique contra Jorge. Que si Hugo, que si Javier. Al final, triunfó Francisco. Pero todos estos años he venido siendo Panchito y, en ocasiones, Panchy con «i» griega para que sea más sexy… Sólo que yo he llegado a preferir, por sobre todos los nombres, el de Leslie Caron. Es tan musical, tan europeo. Además, mis compinches admiten que entre ella, la actriz, y yo, existe un gran parecido, la misma gracia y la misma condición etérea…
Pertenezco a una familia «sagrada», de esas que ya no vienen más, casi perfectas. Con una madre, un padre, adorable hermanita, un perro y muchas plantas, resulta ser un clan apretado y ajeno. La casa, por supuesto, es el clásico nidito decorado y decoroso. En fin, que al parecer yo termino siendo la única nube gris que empaña la prosperidad de tal cielo azul.
Porque hay que admitir que en mí la dialéctica funcionó mal; o tan bien que no se ajusta a las imperfecciones de nuestros tiempos. No sé. El caso es que los miembros de mi familia, como casi todos, son «entes productivos», «social-men-te-ú-ti-les», asalariados del progreso y la concordia, santos y vírgenes bastiones de la economía… Y yo, por mi triste parte, me siento solo como una mariposa o una caracola: soy una bella parásita. Me preocupo de embellecerme y alegrarme hoy, y no pienso en el tan venerado mañana, que cada vez más promete ser atómico o neutrónico o qué sé yo…
No he seguido estudiando porque me aburre sobremanera que durante cinco o seis horas diarias haya especialistas que me atiborren de esquemas, prejuicios, sucesión de calamidades y errores, falsas perspectivas y redundancias. Me harté, simplemente. Y el futuro al carajo.
¿Y dónde podría ganarme «la sal» con el sudor de mi frente? ¿Dónde sin perecer calcinado en el frío horno de los horarios y las reuniones? ¡Qué tiempos tan bárbaros éstos!, diría Atila.
Yo prefiero ejercer de «alegre». La alegría más volátil es la mía; cada trozo de calle o de ciudad es mi escenario, y yo soy la más cotizada vedette. Me sepulto bajo una montaña de lentejuelas y luces de mercurio, no vaya a ser que perezca ahogado por el peso de mis propias luces… Por esto, adoro las paradas de guaguas, los parques, las tiendas y los mercados, las colas de los cines. Eso sí, jamás he tenido un baño público en mi currículum. Soy demasiado hipocondríaca y romántica todavía.
Lo mío son las flores, la música —Barbra Streisand es mi ídolo—, los helados, y la playa con el sol, la espuma del mar y las gentes; sobre todo las gentes, ¡cielos! Casi casi desnudas. ¡Qué paisito éste! Es la isla mágica de los hombres lindos. Todo el mundo es bello. Por todas las partes me cercan y me devoran hombres jóvenes, fuertes, de todas las formas y colores. Son mamutes que te aplastan con tanta vitalidad. Me cercan —como «un collar de palpitantes ostras sexuales», diría Neruda—, pero tan pocos me pertenecen alguna vez. Porque si mirar es bueno, tocar es mejor.
Tocar: perecer. Un instante, un golpe de ala y a volar a lomos de un tiempo implacablemente epidérmico. ¡Qué manera de perjudicarnos! Pero en fin…
El caso es que me paro frente al espejo y me veo siempre y termino preguntando: ¿qué será de esta loca? ¿Qué puedo hacer contigo, Leslie Caron? ¿Por qué habré tenido que ser así? He intentado cambiar, pero no logro hallar nada que verdaderamente me interese. Nada ni nadie. La mayor parte de las gentes me inspira lástima; son vacíos, tan falsos; se mueven a través de los estrechos márgenes de los esquemas que les imponen. Yo he optado por esta esclavitud. No me he elegido a mí mismo, mas acepto las cartas servidas y hago mi juego mortal como cualquier otro. Es como el color de los ojos; no me gusta éste, sin embargo, no queda otra alternativa que utilizarlos para ver. ¡Y qué cosas he visto y veo!
He visto a un padre que trabaja demasiado y que «se reúne» todavía más; que cuando no pesca con los socios, anda con las queridas; un padre que jamás ha recordado qué día nacieron los hijos.
He visto a una madre que también trabaja como una mula; que se encarcela en su propia piel siempre atiborrada de coldcream; que cuando no sufre las machangadas del marido, pone al hijo a peinar sus pelucas y luego va a olvidar las penas. He visto a una hermana que se casa con un tipo sólo porque tiene una casa en Miramar y un carro y una videocasetera y un etcétera larguísimo; una hermana que se va y deja sin ajuar, casi desnuda, a la loca del hermano. ¡Y cómo la envidian todos! Sí, veo claramente.
Y veré a un pobre pájaro alicaído, arrugado, solo, sin familia ni amigos reales; tal vez, rodeado de algunos cómplices tan fantasmas y viejos como él. Un pájaro esperando que algún día termine esta concatenación de muertes cotidianas a las que se ha sometido. No me hipoteco el futuro ni dramatizo y ojalá que no sea del todo así. Pero: ¿qué hacer? ¿Qué golpe milagroso podría cambiar el curso de estas visiones?
Y hay veces que mando al carajo la fobia a las arrugas y me dejo cobrar un precio exorbitante y —créanme— lloro y lloro como una niña. Sí, amanezco frío y lluvioso, y me vengo, así, de la utilería tan perfecta de un día cálido y soleado y de las realidades sádicas…
Y si alguien preguntara: «¿Por qué llora Leslie Caron?», sólo respondería: «Porque la vida es una cabrona».