El tartamudo y la rusa

José Manuel Prieto

La idea que nos servirá de tema para nuestro próximo relato nunca se anuncia como tal desde un primer momento. Incluso no creo que exista el criterio que nos permita desecharla o aceptarla como buena. Sencillamente hemos oído o visto algo que le ha dado otra «vuelta de tuerca» a determinado aspecto del mundo que conocemos y lo masticamos lentamente sin poder determinar su naturaleza. Esa nube, amorfa y sin sabor, es sometida a análisis. Entreabriendo los labios dejamos escapar algo de ella para observarla a trasluz: ajá, una historia de amor. ¿Una interesante historia de amor? ¿Un vulgar triángulo tal vez?

A partir de aquí iniciamos un cotejo inconsciente con todo lo que sabemos y recordamos al respecto. Se verifica, para expresarnos más claro, un proceso de búsqueda de un modelo literario (o modelo adquirido por medio de la lectura) que nos permita acercarnos con mayor o menor acierto a esta nueva experiencia y valorarla a la luz del conjunto de criterios y situaciones previamente formalizadas que lo conforman.

Si damos con el modelo adecuado, el problema —en la mayoría de los casos— deja de interesarnos: nos limitamos a comprobar su identidad con alguno conocido (pueden ser necesarias ciertas aproximaciones que tengan en cuenta las especificidades del caso) y se le nombra.

De no hallar uno que «cubra» o responda adecuadamente a nuestra historia surge un segundo problema que puede denominarse como «Problema de la formación de un modelo primario». Un análisis de este proceso y de la posterior utilización de los modelos ya existentes comportaría un especial interés pues quizá permitiría develar las causas que nos impulsan a escribir.

Así, es la falta del modelo adecuado lo que nos lleva —una vez convencidos de que no conocemos alguno semejante— a conformar uno personal para explicarnos mejor una situación nueva, una historia, o, de resultar esto imposible, al menos formalizarla: convertirla en una unidad o bloque asociativo estable con el que nos sea más fácil operar sin «perdernos en la variedad»[1].

También es cierto que el modelo casi siempre existe porque ¿es acaso posible que en los muchos siglos de literatura no hayan surgido modelos universales, abarcadores de casi toda la experiencia humana? Resulta entonces una suerte que una vida normal no alcance para leerlo todo. Aunque dudo realmente que esto llegase a limitar a algún escritor muy leído pues siempre se registran mutaciones capaces de alterar la fidelidad del modelo. (Existen, no obstante, ciertas invariantes relacionadas con nuestra condición de humanos que fácilmente pueden ser explicadas por unos pocos modelos literarios y no literarios, pues los primeros no son sino reflejos de los segundos, vigentes desde siempre.)

A veces el modelo es tan ajustable al problema que nos ocupa, que si alguna locación o algún nuevo matiz capaz de introducir un error de aproximación nos tientan a conformar uno propio, nos remuerde la conciencia y escribimos «como ocurre en un cuento de Poe», «una idea tomada de Chéjov», etc. Los exergos y citas no son sino eso: referencias al modelo literario que más se acerca a lo que uno mismo quiere decir.

Esta historia del tartamudo y la rusa —para la cual no pude hallar en mi memoria un modelo ya listo— la oí de labios de un hombre que una noche me confundió con mi hermano mayor, médico de profesión.

La contaré sin trampas, sin ocultar nada a pesar de haberme «visto de perfil»[2] en más de un momento mientras la escuchaba. Esa noche un tal Jorge Torres, tomándome por médico, me pidió ayuda, facultativa para su esposa y espiritual para él. Esta última era la que yo estaba más posibilitado de dar y resultó ser, a fin de cuentas, la única necesaria en aquel caso. Digo que la contaré sin trampas porque quiero exponer el modelo que me conformé y tratar de hacer ver al lector qué paralelos encontré en mi memoria para determinados episodios a medida que iba escuchando y tiempo después por obra de pensar en ello. Esas llamadas que calzan el texto son como las fuentes de este trabajo y para ampliarlo habría que acudir a ellas. Por ejemplo cuando escribo «otra vuelta de tuerca» el lector enterado sabe a qué me refiero y qué idea debe asociarse a esta «pieza» de mi construcción. Así, y del mismo modo, todo lo demás. Tal vez sea muy joven para poder de otra forma: no he vivido casi y en cambio he leído mucho. Pude haber empezado in media res para azuzar el interés del lector, pero no lo quise por no alterar la lógica de lo que iba a exponer; porque primero medité extensamente sobre los modelos, luego sobre su posible utilización, y así lo he expuesto. La historia de amor, el tratamiento dramático también aparecerán, pero ya limpio de disquisiciones teóricas. A partir de aquí este es un cuento como cualquier otro.

I

La sala está casi a oscuras porque he olvidado encender la luz y continúo leyendo con la claridad que entra por la ventana. Afuera llueve y, sea porque la luz es ya tan tenue que no consigo distinguir lo escrito, sea porque me atrae el rumor de la lluvia, levanto la vista y sigo así, atento al freír de las gotas contra mi ventana. Al rato me envuelve una total oscuridad, he cerrado el libro y dejo que la brisa bañe mi espalda.

Cuando por fin me dispongo a encender la lámpara, oigo el «chas» de unos pasos junto a mi verja. Pienso que es alguien que tiene prisa en llegar a su casa aguijoneado por el mal tiempo, pero no, los pasos vuelven, escucho que se abre la verja y tocan a mi puerta. Grito: «entre» sin haber prendido todavía la luz y mi visitante, que no me puede ver, al franquear el umbral se detiene en seco, asombrado ante mi habitación a oscuras.

Acciono por fin el interruptor y lo invito a pasar. Le pregunto a quién busca. Quiere contestarme, lo veo boquear, levantar la cabeza y tensar el cuello como un asmático falto de aire y pienso que sufre uno de esos fuertes ataques que provoca la humedad de este mes del año.

—Siéntese, ahora se le pasa —le digo tomándolo todavía por un asmático, y sólo cuando lo oigo balbucear con gran trabajo «¿Ud. es el doctor?» caigo en la cuenta de que se trata de un gago o tartamudo que al parecer, por el esfuerzo que le cuesta articular las palabras, está dominado por un gran nerviosismo.

Como no se hace entender, me indica por señas que salga al portal: no es él quien necesita ayuda, sino su mujer, «mi mujer» acaba por decir y repite: «mi mujer, mi mujer». Una amiga suya, su novia, sabe Dios quién, yace sin conocimiento en el portal. Tiene el vestido desgarrado y está descalza.

Entre los dos la entramos a la casa.

—¿Qué le ha ocurrido? ¿Un accidente?

El hombre niega con la cabeza.

—¿Un ataque?

—No, doctor, un desmayo.

Lo miro sorprendido porque se ha expresado sin dificultad y le pregunto:

—¿Un desmayo? ¿A causa de qué?

—¿A causa de qué? De que le he estado pegando como media hora y ella sin decir palabra… Morirse es lo que debería.

Le doy un vaso de agua para que se calme y le pido que tome asiento mientras me ocupo de su mujer. Como me ha llamado «Doctor» comprendo que me ha tomado por mi hermano mayor, el médico, que alguien debe haberle dicho que vive en esta casa. No intento sacarlo de su error porque la lluvia ha arreciado y, como al parecer, no es nada grave, la presencia de un verdadero médico no es necesaria.

Le tomo el pulso a la mujer que sigue sin volver en sí, con una sonrisa en los labios. No parece que el marido le hubiese pegado mucho como dijo: no descubro hematomas grandes ni enrojecimientos, más bien parece un desmayo provocado por la tensión nerviosa.

Estoy de espaldas a mi visitante, junto a su mujer, cuando una segunda voz me interfiere y, por un momento, pienso que alguien más ha entrado a la sala. No es la voz que me ha dicho entrecortadamente «mi mujer, mi mujer», ni tampoco la que ha silabeado ceceando: «morirse es lo que debería». Ésta es una voz grave, la voz de otro hombre.

II

Estuve por decirle que su historia no me interesaba. Pero dejé pasar el instante intrigado por el milagro de su nueva voz y cuando quise deshacerme de aquella historia que no quería oír, comprendí que de hacerlo cometería un crimen con ese hombre que necesitaba desahogarse con alguien.

La historia se abría en un vuelo a once mil metros de altura[3]. Entre él, Jorge Torres, que asistiría a unos cursillos en la URSS, y una bella mujer sentada al otro lado del pasillo se había establecido una corriente de simpatía: sorpresa fingida ante el complicado cierre del cinturón de seguridad, falso brindis por el suave despegue… Por fin ella hizo una pregunta que el aire algodonado de a bordo se tragó y Jorge, obligado a responder algo, se preparó a capturar al vuelo el asombro que provocaría su respuesta. Tardó un segundo en hacerlo, le sonrió de nuevo (lo había estado haciendo desde que notara las piernas de su vecina) y suspirando dijo por fin:

—Yo soy gago, señora. Discúlpeme si no logra entenderme.

Si era gago ¿para qué le había estado sonriendo a su simpática vecina?, se quejó ahora, ¿buscándose el problema? Balbucear «soy gago señora» (soy un desgraciado) era una petición de indulgencia, una vieja maniobra suya para incitar la lástima.

Me dijo Jorge Torres que al momento se sintió bien bajo la mirada ligeramente estrábica de su interlocutora, porque sus ojos no lo miraron con la fijeza escudriñadora a que estaba acostumbrado, sino que flotaron frente a él como buscando alguna parte de su cara en la que posarse y, al no encontrarla, fueron a esconderse tras la banda de pelo rojo que cubría la mitad de su propio rostro. Después fueron sus manos las que puso en movimiento y, medio rostro cubierto aún por el pelo, sacándolas de sí como lo haría un hombre envuelto en un hábito, tomó las de Jorge entre las suyas y le dijo sin mirarle:

—No se preocupe por eso, la tartamudez no es nada anormal.


Al contarme esto, Jorge Torres se incorporó de un salto y haciendo un gran esfuerzo (de pronto se había alterado) me dijo:

—¿Se puede usted imaginar que ya en el avión usó esas palabras: «la tartamudez», y no fui capaz de cortar ahí mismo nuestra conversación?

Lamentarse ahora no tenía sentido. Cualquiera hubiera cometido el mismo error; además, la mujer era rusa. Hablaba el español bien pero con un acento que un año de estancia en La Habana, adonde había viajado para perfeccionarlo, no había eliminado.

Jorge me enseñó una foto que llevaba consigo en la billetera. Una postal muy nítida hecha en un estudio de Moscú, con una dedicatoria en diagonal al reverso[4].

Luego debía tener en cuenta aquel viaje en avión —su primer viaje en avión—, la suerte de encontrar una mujer que a las primeras palabras dichas con la inseguridad provocada por experiencias similares, le estrechó las manos e hizo el ademán de llevárselas a su regazo. Porque él registró ese ademán, ese gesto que no evolucionó porque aún no se conocían bien y que tiempo después llegó a serle tan familiar que ahora, al rememorar aquella escena, esbozó una sonrisa que resumía todo lo trágico —él se empeña en verlo así— de la historia de ellos.


Una vez en tierra, ya amigos, tomaron un taxi que los llevó hasta Moscú. No sabía si volvería a verla otra vez pero era suficiente lo poco que ya tenía de su lado: el recuerdo del contacto con la piel suave de sus manos, el brillo de sus ojos y de su pelo rojo, lo muelle del asiento del taxi en el que viajaba relajado, hablando sin oírse, tan feliz que el mismo problema de su tartamudez, al que tantos disgustos le debía, no se le antojaba ahora digno de atención.

Se acercaban a la ciudad. Las siluetas de los edificios se recortaban contra el fondo gris del cielo. Kilómetro a kilómetro se iba desvaneciendo el equilibrio que había surgido entre ellos dos, los abedules al borde del camino y las casas de campo entrevistas al paso con sus huertos y animales. El resto del viaje lo hicieron en silencio. Como él mismo expresó, «ya había dejado de gaguear alegremente». Estaba convencido de que esa ciudad fría y desconocida se la tragaría irremediablemente y le entró el temor de que se separarían y no volvería a verla jamás[5].

Se despidieron en los bajos del hotel con un apretón de manos. Ella debía apresurarse para no alarmar a quienes la esperaban; pero mañana, bueno, hoy, lo llamaría a su habitación para saber cómo se había instalado.


—¿Era agosto o julio? —le pregunté a Torres desde la cocina adonde había ido a preparar una limonada.

—Agosto. Allí son muy frescas las noches en agosto, se siente bastante frío. Estuve parado en la acera hasta que el taxi se perdió de vista. Entonces entré al vestíbulo del hotel que a pesar de lo avanzado de la hora encontré lleno de gente: varios árabes que identifiqué por la manera de vestir, un grupo de italianos que parecían haberse reunido allí abajo con el propósito expreso de gastarse bromas y tres circunspectos ancianos de nacionalidad indefinida que regresaban de algún paseo y, esperando el elevador, estudiaban el comportamiento de los italianos con la vista fija, como científicos que observaran un fenómeno raro sin la menor simpatía.

A los quince minutos ya estaba en mi habitación preparándome para dormir. Me senté en el borde de la cama frente a una gran ventana panorámica que permitía ver gran parte de la ciudad. Aquí y allá titilaban las vallas de neón y las luces de los apartamentos. Veía también la franja acerada de un río. ¿El Moskvá? Me caía de sueño. Busqué la frazada tanteando, sin volverme y apagué la lámpara de mesa. Ya debía estar bien lejos dentro del sueño cuando el timbre del teléfono me hizo desandar el tramo recorrido.

Levanté el auricular.

—Oigo, ¿quién habla? —no me acordaba de nada y me hacía en mi casa, en Cuba.

—¿Es usted, Jorge? Es Elena quien le habla. ¿Ya está durmiendo? Me alegro, así sé que no tuvo problemas. Le volveré a llamar mañana. ¡Que duerma bien! ¡Chao!

III

Traje de la cocina una jarra con limonada y salimos al portal para no despertar a Elena. La había acostado sobre el diván de la sala, arropado con una manta, y ahora dormía profundamente. Afuera había cesado la lluvia. Torres prosiguió su historia:

—Al día siguiente, al despertarme, descubrí a mi compañero de cuarto. Un hombre delgado, de unos treinta y cinco años, que ocupaba una cama junto a la mía. La noche anterior lo había sentido llegar como una hora después de la llamada de Elena y, aunque ya era hora de desayunar, seguía durmiendo. Lo zarandeé y volvió hacia mí una cara angelical por la paz del sueño. A mí me intrigó esa cara de justo que, como supe después, no tenía nada en común con su dueño. Pasados unos días, cuando sentado en el hall junto a Elena trataba de convencerla para que subiera a mi habitación, ella me preguntó con quién compartía el cuarto. Yo comencé a contarle sobre el cara de ángel y su vocación de playboy, cuando aquel pasó por nuestro lado haciendo correr su vista dos o tres veces de las piernas de Elena a su cara y limitándose a saludarme en voz alta pero sin mirarme.

A ella pareció caerle bien porque le sonrió en respuesta. Me dijo: «Apuesto a que en Cuba trabaja en una cafetería (resultó ser cierto: estaba en Moscú como premio por su buen trabajo). ¿No ves lo bien peinado que va?». No acababa de decírmelo y ya el hombre se estaba rehaciendo el peinado frente al mármol reluciente de una de las columnas del hall. Se volvió para mirarnos: ¿lo estábamos viendo hacer? y, acodándose frente a la recepcionista, puso en juego con otra sonrisa angelical su atractivo irresistible.

Elena me dijo: «Hasta aquí me llegó el olor de su colonia. Un hombre muy atractivo como quiera que lo mires. ¿Treinta y cinco años? Ni gota de grasa, rostro angelical como tú mismo dices: mi amigo es un lovets duch (pescador de almas)».

Parece que en ruso la frase le sonaba mucho más convincente, porque Elena siempre la repitió en ruso. Yo, por mi parte, nunca la había oído y me pareció muy afortunada para Ángel (era su verdadero nombre) y así lo hemos seguido llamando entre nosotros.

Nos reímos los dos, pero a mí me desagradaba esa atención de ella por cosas ajenas a nosotros. Ella, simplemente, estaba igual de nerviosa; pero yo pensé que trataba de desviar el curso de la conversación y no acceder a subir conmigo al cuarto. Sentía mi cabeza como a dos palmos de mi tronco. Ésa era la sensación: como si la tuviera desprendida del cuerpo. Sería una victoria pírrica (hay cosas más difíciles que llevar una mujer a la cama), pero cuando uno se lo ha propuesto llega a ofuscarse con ello y no quiere saber de nada más.

—Yo esperaba su respuesta muy exaltado —había tenido un día completo para imaginármela— pero en su rostro ya se hacía visible cómo al empuje de mi vehemencia iban cayendo uno tras otro los tabiques que la separaban de mí. Se había recostado a mi hombro; yo sentía el olor de su pelo, el calor que emanaba su cuerpo, la flacidez agradable de sus brazos desnudos. Era la segunda entrada de aquel motivo casi musical de la primera vez, en el taxi; lo sentía ir llegando y se alegraba mi alma. Alrededor nuestro, en el hall, no había nadie, o por lo menos así me parecía, ya incapaz de percibir otra cosa que no fuera ella. Entonces, en el momento en que, aunque nada había ocurrido físicamente, «ya era mía», le tomé las manos y el ligero chasquido de una descarga eléctrica se dejó escuchar nítidamente.

—Nos miramos asombrados. Yo no sabía qué explicación darle a esa descarga eléctrica, porque es algo que no ocurre aquí. Ella sin embargo conocía su origen nada sobrenatural y a pesar de esto, como después llego a confesármelo, asoció esa pequeña descarga eléctrica a una presencia demoníaca que se dio a conocer, informó allí de su presencia, de esta manera. Era como si se nos hubiera advertido «nada bueno saldrá de esto». Pero ¿qué podía pasarme? No estaba para pensar en fantasmas y ella no podía dar marcha atrás aun queriendo. Fuimos a tomar el elevador. Allí estaba también mi vecino esperándolo y, como nos resultaba violento estar ahí, frente al lift, sin decir palabra, Elena dijo:

—¿Cuándo acabará de bajar el lift?

A lo que mi vecino reaccionó sorprendido:

—¡Ah! ¿Pero se dice lift? ¿Se llama lift en ruso?[6]


Sobre la mesita de portal sudaba la jarra con la limonada. Jorge tenía los pies extendidos y sorbía su limonada lentamente. Yo lo mismo y pensaba vagamente en lo que me había contado. Consideré que podía cortar su relato allí porque él ya estaba calmado y a mí, a decir verdad, me daba igual. No había logrado interesarme y le continuaba oyendo más bien por cortesía. Claro que no me había cogido por el cuello de la camisa y dicho en un susurro, como para abrirme el apetito: «Le voy a contar algo realmente extraordinario, algo sobre lo que nunca oyó hablar». Simplemente, el pobre gago, pasando miles de trabajos, me refería su historia que yo escuchaba aparentando interés porque, para no confundirles, a los tartamudos se les presta una atención desmedida, que no observamos con un interlocutor normal. Esto genera escenas cargadas de misterio, alarmantes, como la visión que una vez tuve de una plática en la que uno de los interlocutores era tartamudo, detalle que yo desconocía. Conversaban un hombre joven y una muchacha con el torso inclinado hacia adelante y el oído vuelto hacia él, como el que está oyendo. Pero como en ese justo instante no estaba oyendo nada en realidad debido a los grandes intervalos de silencio entre frase y frase, se daba la situación única de estar oyendo sin oír. La vista de esta escena me recordó esos cuadros de pintura galante en los que uno de los personajes está «hablando» y el otro «oyendo». Mas de un cuadro no se puede esperar sonido alguno y yo aquella vez estuve cosa de un minuto sin saber a qué atribuir aquel silencio.

IV

Fue todo amor los cinco días que estuvo en Moscú, me dijo. ¿Moscú la ciudad blanca, la capital asiática? ¿Las almenas kirguizas del Kremlin?[7] Nada de eso. Le quedó muchísimo por ver de Moscú. Ahora lo único que contaba eran los paseos largos que se dio con Elena por sus calles.

Elena era una mujer muy bella, de una belleza que sugería esplendidez y no frivolidad ni perfidia. Me la hizo ver sentada frente a él, vistiendo una blusa blanca tiesa por el almidón, sus antebrazos descansando en la minúscula mesilla de un café.

¿Cómo podía suponer que aquella mujer buena era el amor de su vida? La escuchaba sin tomarla mucho en cuenta. Muy enamorado, eso sí, cualquiera haría lo mismo, pero sin interesarse por la primera vez que ella había visto el mar, ni por nada que no fuera saber que hoy estaba sentado frente a ella acodado a la minúscula mesilla del café.

Elena le contó que uno se acostumbra tanto al invierno que al sexto mes de ver caer nieve y soportar heladas la existencia del trópico, del ecuador, se antoja un fino engaño, semejante a la fe en la resurrección y en la vida del más allá en la que cifra todas sus esperanzas el creyente. De modo que los reportajes de la TV que mostraban los países cálidos adquirían el inseguro valor de la estampa que en el texto religioso ilustra la vida regalada que se le reserva al justo, al paciente, al que sabe esperar.

A Dios gracias no había que esperar toda una vida. En marzo aumentaban las horas de sol y la nieve comenzaba a fundirse en las aceras. Carámbanos del grosor de un brazo se desprendían de los aleros y se estrellaban con fuerza contra el pavimento, el fragor del hielo al fragmentarse llenando el aire. (Los largos paseos y las pláticas tocaban a su fin: él viajaría a otra ciudad para asistir a unos cursos.)

La víspera del viaje ocurrió un incidente que le abrió los ojos a Jorge Torres. Ese día, al querer entrar en la habitación, usualmente abierta a esa hora, se le hizo esperar unos minutos[8]. Cuando por fin cedió el picaporte encontró a Elena y a Ángel sentados junto a la ventana. Los observó llevar su conversación ficticia, saludarlo sin querer terminar la falsa…

Jorge Torres me miró fijamente a los ojos a través del humo del cigarro para ver la impresión que esta parte del relato causaría en mí. Yo debía saltar intrigado y aventurar una suposición de esa índole: «¿Lo había estado engañando?» o bien: «¿Qué hacía esa mujer encerrada con aquel hombre cuando Ud. no estaba?». Torres esperó en vano la pregunta y aquello terminó por agradarle. Yo no habría entendido nada de haber formulado tal pregunta, me habría quedado tras el primero de los círculos concéntricos de su relato.

Esa pregunta, tal conjetura, estaba excluida. ¡Qué fácil todo si se hubiera podido encontrar una pregunta así, una conjetura así para esta historia!

Por fin descubrió una camisa nueva que le proporcionó la clave del misterio y se quedó «mudo de asombro». Desconocía cómo habían podido averiguar la fecha de su cumpleaños (Ángel le había estado dando el visto bueno a aquella camisa de regalo para Jorge).

—¿Estaba siendo traicionado por aquel hombre, por Ángel?

—Precisamente, y eso era lo grave. Perdí los estribos. Le pregunté qué pretendía con aquello, le grité que no tenía madre y que se merecía que le pegara.

No intentó defenderse. Comprendía muy bien la gravedad del hecho. ¿Aconsejándola en lo de la camisa? Sí, muy buena justificación. Gracias. Esa mujer lo que andaba buscando era que yo cargase con ella. ¿Acaso no se daba cuenta? ¿No lo sabía?

El bueno de mi vecino sólo atinó a responderme con una de sus sonrisas de ángel: ¡Pero ella es tan buena!

Mejor hubiera dicho «de una virtud ejemplar» y esa hubiera sido la frase exacta. ¡Qué miedo sentí! ¡Nunca había sentido tanto! Amar significa un compromiso tan grande que la mayoría de las gentes se desentienden de él, despavoridos.


—Al día siguiente partí para la ciudad del Volga donde recibiría mis clases. Subí al tren, y al verla llorosa junto al pescante, me dije que no la vería nunca más[9]. Ahí se quedaba en Moscú entre la niebla y el gentío agitando un pañuelo de despedida. Conmigo viajaba ahora un representante de la fábrica que había organizado los cursillos. Un ruso taciturno amigo de hacer chistes inextricables con la mayor seriedad del mundo.

Yo viajaba al encuentro de la Rusia que conocía por los libros: mozos membrudos de cabellos descoloridos, los tártaros de rostro impasible, el kazajo de las revistas ilustradas con radio transistorizado, sus arqueadas piernas enfundadas en flamantes jeans. La multitud que cascaba indolente pepitas de girasol… Mi oído captaba sonoridades siglo XIX, de literatura clásica rusa: Kostromá, Riazán, Saratov… A Saratov iba yo.

Llegamos al día siguiente. Descendí al andén y respiré hondo. Habíamos cruzado un puente, avistado un río, los remolques avanzando trabajosamente corriente arriba, tirando de barcazas. ¿Qué me esperaba en aquella ciudad? ¿Qué otra Elena? No, ninguna otra. Di media vuelta tocado por la certidumbre de que la vería ahora mismo y, efectivamente, allá venía corriendo, desbocada, muy alegre de haberme hallado.


—¿Increíble?

—Para Ud. y para mí tal vez sí. A ella no le había costado nada tomar esa decisión. El misterio de la mujer. (¿De la mujer rusa?[10]) No había dudado un segundo, al verme ir tan feliz en el tren, de que me seguiría. Compró un boleto de avión, cubrió cientos de kilómetros. Allí estaba. ¿No me alegraba de verla?

Aquello me emocionó, no pudo disgustarme. La besé amigablemente, atraje su cabeza y aspiré el aroma de su pelo.

¡Estaba en casa!

Ella tomó mis manos, se las llevó al regazo y fijó en mí unos ojos aún secos que no tardaron en cubrirse de lágrimas…

Salimos caminando seguidos del ruso que no dio muestras de asombro. Al llegar a la parada del trolebús se limitó a preguntarme si sabría encontrar el hotel. Le aseguré que sí, y yo y Elena nos fuimos a pasear por un maleconcito junto a aquel mismo río que había visto desde el tren. Nos habíamos encontrado de nuevo. ¿Qué significaba esto? ¿Para toda la vida? ¿Había venido a encontrar mujer a miles de kilómetros de casa? ¿Acaso me quería tanto? ¿Acaso se puede querer tanto a alguien?

Yo tenía veinticinco años y nunca le había preguntado si me quería o no, si me amaba o no. Se tiene esa edad y se estudia uno siempre como desde afuera, ¿qué tal me veo? ¿No estoy haciendo el ridículo? A veces se montan unas escapadas y se vive despreocupadamente, se permite uno hacer piruetas en público, gaguear a gusto, imaginarse libre por un momento; pero nunca se deja engañar por estas fugaces vacaciones y, en general, somos aburridos y, lo que es peor aún, pusilánimes. Ser así nos salva de dar pasos en falso, pero lo trágico de esta actitud sin discernimiento es que te guarda lo mismo de lo bueno que de lo malo. Y cuando alguien te quiere de verdad y le preguntas: ¿Me quieres? Su respuesta no te interesa nada porque al oír: «Sí, te quiero», se es tan pobre de espíritu que uno piensa para sí, ¿y a quién más quieres con esas piernas que tienes?

Ese día, allí en el corazón de Rusia, mi pregunta de siempre recibió una respuesta que dejó mal la estimación que me tengo, que todos nos tenemos.

—¿Acaso te dije alguna vez que te quería? —me respondió—. Yo no te quiero, ni «te aaamo», para que lo entiendas mejor. Me he guardado muy bien de hacerlo porque me gustas y no quiero buscarme ningún otro hombre ahora que te he encontrado, pero estás muy enfermo para permitirme el lujo de quererte. Perdóname que te sea sincera, pero al oírte preguntar esto pensé que te podía perder. Créeme, sé muy bien lo que digo. ¡Te presto mi cuerpo para ponerte a flote y me vienes con esa pregunta! Perdóname, pero me asustaste tanto que debo decírtelo así. Si quieres puedes pensar que te quiero y para ti será verdad. Mucha gente vive con menos que eso y les va bien.


Yo me le reí a Jorge en la cara:

—No me digas que le creyó. Lo estaba engañando como a un niño.

—Yo también pensé lo mismo. Pero un engaño así, de existir, tiene la misma fuerza que la verdad porque no me lo decía sólo para aparentar. Una actitud así, aun siendo falsa, es llevada por el orgullo hasta sus últimas consecuencias, al menos en ese momento yo la creía capaz de eso y también me asusté.


—Vivimos en esa ciudad tres meses. Lo que para mí no representaba nada parecía ser mucho para ella. Me quedé de una pieza cuando comprendí que se casaría conmigo en cuanto se lo propusiese. Así fue. No me dijo nada, ni gritó de alegría, ni hizo un gesto. El ligero estrabismo de su mirada se acentuó más por un momento. Parpadeó una o dos veces, y como siempre ocurría, sin transición visible en su rostro, los ojos se le llenaron de lágrimas. Al momento me arrepentí de haberlo hecho. Su comportamiento era imprevisible. Una mujer demasiado frágil para mí. Nunca llegaría a entenderla. Estoy seguro de que Ud. tampoco podría, y conozco a pocos hombres capaces de hacerlo. He pensado mucho en esto. Es horrible. Ese mismo día le pegué.

No soy un degenerado ni un alma negra (al menos quiero creerlo). Cuando por fin vinimos a vivir a Cuba, pensé que eso se acabaría, pero me engañaba. Mientras más hacía por mí, más le pegaba.

Aprendí a hablar de nuevo a los veinticinco años porque ella no quiso que yo siguiera siendo un gago sin remedio. Pasé meses con un logopeda y ya podía pedir algo en la calle sin que la gente se fijara en mí. Me recogía piedrecitas para llenarme la boca y me daba conversación por las noches para que mi lengua aprendiera a moverse sin tropiezos. Me enseñó a cocinar muy bien. A veces invitábamos a nuestros amigos y yo preparaba el almuerzo. Ángel venía a vernos. Seguían siendo los buenos amigos de siempre. Él con una mujer nueva cada vez. Se quedaban conversando en la sala y yo me llevaba a su amiga a la cocina para que no se aburriera sola en la terraza. Alguna pensaría que yo era un triste gago consentidor.

Con todo, al margen de esos domingos apacibles, se perdían muchas cosas, pero ya yo no sabía si eso podía interesarme o no. Ella me había tomado como objeto de su servidumbre y era feliz sirviéndome[11]. No era que me compadeciera. Todos padecemos de algo y todos podemos ser compadecidos por algo. La única diferencia consiste en que mi defecto es más visible, o audible, si se quiere; pero esa entrega total, esa comprensión total que no objetaba nada me desconcertaba[12]. Como si con su inteligencia de mujer hubiese dado con la verdad de los mártires. Nunca me reprochaba los días y las noches idas en refriegas y discusiones. Para ella esa era su vida y no tenía sentido eludirla. Me exasperaba. Le pegaba, le pego fuerte por cualquier cosa hasta hacerle sangre y le dejo grandes hematomas que se mantienen por semanas enteras.

Una noche la maniaté después de haberla golpeado. La alcé en vilo y la tiré en la cama. Lloraba como siempre, sin sollozos, y me preguntaba con un hilo de voz: «¿Pero qué estás haciendo? Tú eres bueno. ¿Por qué?».

Salí dejándola amarrada. La hubiera matado ese día. Si hubiera estado seguro de que nadie se enteraría, de que hubiese podido desaparecer su cuerpo por ahí, arrojarla al mar sin ser visto, no habría dudado en hacerlo. Caminaba por la calle muy alterado, a grandes trancos, pronunciaba en alta voz su nombre. La mataría. ¿Qué hacía esa rusa aquí? La mandaría de vuelta lo más rápido posible. Le había pegado poco; debía haberle roto sus bellos dientes, fracturado un brazo. De pronto, parándome de golpe, grité: «¡Por Dios Elena! ¿Qué he hecho contigo?» y me lancé a correr hacia mi casa. La luz del cuarto estaba apagada y pensé que se habría ido a algún lado. «¡Y yo corriendo!», me dije. ¿Qué hace esa mujer sola por La Habana, vejada por mí? Busqué algo con qué pegarle cuando volviera. Junto a la verja escondí un palo que encontré en el jardín.

Abrí la puerta. Encendí la luz y entonces la vi sobre la cama, dormida con las manos amarradas aún sobre la espalda. «¡Elena! ¡Elena!» Le desaté las manos, me tomó la cabeza y la llevó a su regazo.

No dijo nada. Seguía llorando con mis manos entre las suyas. Yo me arrodillé frente a ella. Sentía tanta vergüenza que no sabía qué hacer, qué decirle. Empecé por prometerle que aquello no se repetiría jamás. Ella me escuchaba sin decir palabra. Me puse de pie y le dije que después de lo ocurrido no podíamos seguir juntos, que ella debía irse, yo no era el hombre que le convenía. Le pegaba. Mañana mismo reservaríamos su pasaje… Entonces me dijo que lo que yo quería era deshacerme de ella. Que era lo que buscaba y que lo veía bien claro.

No pude creer aquello. ¡Estúpida! Pensé en el palo de junto a la verja, pero no corrí por él. De un puñetazo la senté en la cama. Se cubrió el rostro con las manos y le pegué hasta que me dolieron los nudillos. ¡Estúpida! No sé qué hacer con ella.


—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Cosa de un año pero todo este tiempo ha sido así. Hoy ha vuelto a suceder. Ahora se desmaya a los primeros golpes. Le he dado mil vueltas en la cabeza a esto. No nos hacen falta las mujeres virtuosas. La virtud no es para degenerados como Ud. o como yo. Todos somos unos degenerados y usted, por ejemplo, lo sabe bien.

—Quizá tenga razón… Sí, seguramente… —me interrumpí porque vi a Elena junto a la puerta. Había comenzado a amanecer.

—Oiga, Torres, tengo que decirle algo. Yo no soy médico. Es mi hermano mayor. Él vive aquí pero hoy…

Jorge Torres se paró y avanzó hacia ella mientras me hacía un gesto con la cabeza: «¿Qué importancia tenía eso ahora?». Se veía de nuevo frente a una historia que al contarla tal vez habría creído acabada.

Recostada al marco de la puerta Elena lo miraba a los ojos. Él fue hasta ella y, tomándole las manos, le dijo en voz baja: «Vete al baño y péinate. Ahora mismo nos vamos».

Cuando Elena se internó de nuevo en mi casa, le dije a Torres:

—No tiene por qué sentir pena de haberme contado todo eso, quiero que sepa…

—¿Pena? —me replicó Torres sonriendo—. ¿Pena?

Elena volvió en ese instante, tomó a Torres por el brazo y, con la cabeza apoyada en el hombro de él, ambos salieron caminando hasta la verja.

Antes de perderse por la esquina, ella volvió su rostro hacia mí y sonrió. Su pelo rojo brillaba al sol.

—¿Pena? —me había dicho Jorge Torres—. ¿Pena por qué?