Lobos en la noche
Ángel Santiesteban
—¿Listo, Esteban? —y con un gesto de cabeza responde un sí atemorizado. Salimos bien tarde en la noche, bajo una llovizna que amenaza con afiebrarnos. Mantenemos los pasos ligeros y suaves para no llamar la atención. Suerte que ya nadie hace guardia del comité en las cuadras como antes, y pueda delatarnos por sospechosos. Las calles están frías y solitarias: éste parece ser el día perfecto. Pasar por la estación de policía nos atemoriza porque el guardia de la puerta nos mira con recelo. Parece un espantapájaros, dice Esteban, y no quiero reír porque si el centinela se percata de la burla puede hacer un movimiento con uno de sus dedos y estaríamos llorando largo tiempo en un calabozo. Aprieto el saco donde traigo todo lo necesario: dos cuchillos, chágara, nylons y soga. Me alegra que la luna sea minúscula y nos proteja. Vuelvo a preguntarle a Esteban si recogió el carné y me palpo el bolsillo para comprobar que llevo el mío. Le pido, casi en súplica, que no deje caer los pies con tanta fuerza sobre los charcos, Esteban, me parece sentir el eco también temeroso de los pasos rebotando en las paredes y eso puede delatarnos. Vuelvo a insistir que pise todavía más suave, coño. Me mira impaciente y hace una mueca. Pienso que tal vez estoy exagerando y lo que hago es ponerlo más nervioso de lo que normalmente está.
El saco pesa cada vez más por la lluvia. Lo cambio de hombro. Un gato negro cruza la calle y aunque evito mirar a Esteban, sé que tienen los ojos sobre mí. Pregunta si mejor no sería regresar. En este momento pasamos por debajo del farol de la esquina y Esteban se percata de mi incomodidad. No seas cobarde, le digo cuando ya esquiva mi mirada. Pero recuerdo la humedad y el mal olor de las celdas, y también me siento apendejado. Y para darle ánimos, no sé si a él o a mí, le recuerdo que Orula nos había dado permiso, y que el padrino Miranda dice que Orula nunca se equivoca. Entonces se persigna, besa el collar de Oshún que cuelga de su cuello y enciende un cigarro.
Antes de llegar a la parada del tren dejo a Esteban con el saco escondido en un portal. Apenas avanzo unos pasos me pide que no me demore, avísame pronto para no estar mucho rato solo, mira a su alrededor y se abraza para ahuyentar el frío. Hago un gesto con la cabeza y con las manos le pido que no se impaciente, todo va a salir bien, ya verás. Me acerco a la parada, buenas noches, y nadie me responde, aquí no hay nadie educado, lo que sugiere un nivel escolar ínfimo, que trae consigo un orden social bajo, quizás demasiado bajo, el exacto para estos menesteres. Paneo con la vista para reconocer las caras. Se ve que todos son maleantes, que el miedo y la amargura les han comido la voz y las palabras, porque aquí lo que se necesita es silencio, y concentración.
Pido el último y miro las caras y todas parecen las de siempre. Alguien desde una esquina levanta y deja caer el brazo con rapidez. Me convenzo de que todo el grupo está en lo mismo y no hay infiltrados que sacarán algún carnecito avisando que estamos detenidos. Saco el pañuelo y me sacudo la nariz, que es la contraseña, y veo acercarse la silueta de Esteban. Le digo que ponga los sacos en la esquinita de siempre, hasta que asome el tren, para no tener nada arriba que nos comprometa por si vienen registrando. Ahora corre y lo deposita detrás de unas matas y regresa con los mismos salticos, se detienen frente a mí y me sonríe. Le propongo que encienda un cigarro, con la intención de tenerlo ocupado, lo toma, continúa sonriéndome, los fósforos se le han humedecido y se desespera, me mira angustiado y sigue insistiendo, con dificultad le quito la caja y rato algunos hasta lograrlo.
Nos guarecemos en la parada junto con el resto de los pasajeros, pero el viento nos tira el agua en ráfagas a la cara. Hemos acabado de llegar y ya estamos impacientes, deseo que ese tren acabe de asomar su nariz y nos recoja. Esteban se agacha para escudar la lluvia y enciende otro cigarro con la colilla anterior. Está muy pegado a mí, quizás buscando el calor de su cama. No quiero recordarle que el humo me molesta, prefiero verlo sedado. Conozco su nerviosismo. Temo perderlo porque es muy difícil encontrar un compañero que acepte correr estos riesgos; somos más perseguidos que los asesinos y casi nunca podemos contar la historia porque nos disparan a matar. Cuando vemos el reflejo de la luz del tren en el horizonte, se organiza la cola. Le hago una seña a Esteban y enseguida trae los sacos.
El calor de la locomotora nos acoge como senos de mujer. Escojo el vagón más oscuro y me siento cerca de la puerta. Esteban nunca se queja y me persigue con la fidelidad de un perro. Se sienta a mi lado. No te duermas, por lo que más quieras, le digo y mueve la cabeza como un caballo para decir que no. ¿Por qué no rezamos un poco?, se lo prometimos al padrino, Esteban, murmuro sin que me oiga. Ahora está callado con la vista fija mirando al techo.
Aunque hace frío las ventanas se mantienen abiertas. Asomamos la cabeza y el torso para mirar al camino, descubrir a tiempo alguna encerrona de la policía y tener la oportunidad de escapar. Siento los latigazos de la lluvia golpeándome el rostro y después recorriéndome el cuerpo hasta los pies. Esteban tira desesperado de mi camisa para preguntarme si no veo nada. Nada, le respondo y le pido que no vuelva a halarme la ropa, sabes que me molesta. Se queda tranquilo como un niño apenado que al momento se olvida y hace cualquier pregunta tonta. Trato de evitarlo, me levanto y finjo ir al baño para saber cómo anda el ambiente. Me sujeta el brazo y suplica que no me demore. A veces me confunde y no sé qué contestarle, no se da cuenta de que en este marginalismo, cualquiera que nos vea con esa necesidad del uno por el otro, no pensará que somos amigos de niños, que a pesar de todo tenemos buenos sentimientos, y que si estamos en esto es porque no tenemos otra alternativa; lo que podría suceder es que nos confundan y nos crean una parejita de esos hombres que se besan. Nada más que de pensarlo me dan deseos de darle un piñazo por el pecho a Esteban para que aprenda a comportarse. Miro a los que nos rodean; pero cada uno está en lo suyo. Nadie está dormido. Todos permanecen atentos a cualquier ruido que les avise que ésta será una noche de suerte. Logro que me suelte un brazo. Camino lentamente por el pasillo sujetándome de los asientos. El policía ferroviario conversa en voz baja en medio de un grupo que se calla al verme, hasta que vuelvo a alejarme. Seguramente son sus cómplices que le darán su parte y la del maquinista. A la mayoría les brillan los ojos de felinos desconfiados, los mueven nerviosos de un lado a otro. Tengo sueño y saco la cabeza por la ventanilla. Veo las luces del tren espantando la oscuridad hasta que se apagan. Enseguida la alegría me invade y voy a buscar a Esteban que ya está dormido. Lo sacudo y se despabila. Sorpresa, le digo, y me voy hacia la puerta. Cuando el tren enciende las luces nuevamente, ya está cerca el grupo de reses que dormita sobre el calor de los polines. Esteban me hala la camisa incesantemente para preguntarme si son muchas. De repente, la intensa claridad en plena noche ilumina los ojos de aquellos animales, que brillan en la oscuridad como linternas, creando un cuadro perfecto para el pintor que hubiese querido ser. No puedo evitar una sonrisa de emoción. Las reses intentan levantarse con demasiada lentitud para el peso de sus cuerpos y, encandiladas, no pueden escapar de los golpes que el tren les va propinando. Una de ellas cae al barranco y la persigo con la vista tratando de marcar el lugar. Corremos hacia una de las puertas traseras. Miro a Esteban y tiene las manos vacías, le grito que busque el saco y se sorprende, con torpeza se dirige a los asientos dando tumbos y regresa con el saco, me molesta su incompetencia pero no quiero ofenderlo para no echar a perder esto a última hora.
El tren afloja la marcha, el policía se me interpone en el camino para que su gente pueda bajarse primero, finalmente, logro esquivarlo y saltamos como lobos sobre las presas. Noto que hay pocas para tanta gente, la mayoría ya tiene sus matarifes trabajándola, y le grito a Esteban que me siga. Lo único que responde es: aquí, aquí, ya, ésta; pero es muy difícil adueñarse de una sin que otros la rodeen al mismo tiempo. No quiero que me suceda lo que a muchos, que en la desesperación, la ambición y el odio, los cuchillos se confundan y se introduzcan en mi brazo, cercenen dedos, o amanezca al otro día al lado de los restos deshuesados de estas reses con un orificio en la aorta. Sigo corriendo y digo que me haga caso, quiero una para nosotros solos, sabiendo que si no la encuentro tendremos que esperar a que terminen los otros para recoger sus sobras. Él grita que me he vuelto loco, que me detenga. Pero no le hago caso. Bajo por el barranco y allí mismo está esperándonos, en silencio; mientras Esteban sonríe con la ingenuidad y alegría de un niño, le amarra la boca para que su llanto no delate y avise a cualquier policía de camino, saco el cuchillo y se lo clavo por una de las patas y un chorro de sangre se estrella contra mi cara y me ladeo y cierro los ojos y la boca, pero sigo cortando. Ella quiere levantarse pero no puede. Cuando deja caer la cabeza, Esteban comienza a cortar. Pienso en lo preocupada que estará mi mujer, quizá esperando la noticia de que ya estoy detenido en la estación. Pienso en lo alegres que se pondrán su rostro y su barriga, sabiendo que va a descansar del sabor a pescado con fango, del picadillo de soya y la pasta de oca. Pienso en el cajón de medallas y diplomas que guardo bajo la cama. En lo sorprendidos que se quedarían aquellos que compartieron conmigo momentos históricos, como le dicen ahora.
Después envolvemos la carne en los nylons y dentro de los sacos. Me paso la mano por la cara. Estoy agotado. Aunque nos sea imposible calcularlo por el nerviosismo, llevamos cortando cerca de una hora. Hay que apurarse para llegar a la parada porque el tren ya está por regresar, Esteban. No le pregunto si me escuchó para evitar que me responda en mala forma y yo lo ofenda y terminemos a puñetazos. El saco pesa, casi no puedo con él y camino dando tumbos. Envidio la fuerza de mulo de Esteban que carga el suyo sin contratiempos; pero él es lento físicamente y más aún de pensamiento. Y como lo sabe, porque estuvo en una escuela especial para retrasados mentales, generalmente es dócil y me acepta de jefe.
—Apúrate, Esteban, cuando el tren pase, tira el saco y súbete rápido, no vaya a ser que te quedes, recuerda que no se detiene en firme.
—No me dejes solo… en esta oscuridad me pondría a dar gritos hasta que alguien me recoja. Júrame que no me vas a dejar aquí.
Es lógico que me provoque risa esa respuesta; pero he perdido el humor, al menos en estas circunstancias, no sé qué tiempo hace que no me río con ganas; quizás podría darme lástima con Esteban, pero tampoco me sale; en estos momentos no estimo a nadie como a mí, porque dependen de mi destino tres mujeres que no saben hacer otra cosa que agradecer mi esfuerzo.
—Te lo juro, no te voy a abandonar; pero no jodas más con lo mismo y cállate.
Llegamos a la parada y temo estar embarrado de sangre, aunque ahora llueve con más fuerza. Busco un charco de agua y me lavo la cara y la camisa para borrar cualquier rastro. Me duele la mandíbula de tanto apretarla, no sé si por el frío o por el miedo. Los mismos hombres desconfiados del trayecto volvemos a formar una masa oscura y silenciosa en la parada. Vemos la luz del tren que viene de regreso, surge de la lejanía como un pequeño sol que despedaza la oscuridad. Los minutos que se demora en llegar me parecen horas. Nos acercamos a los rieles, escucho los hierros rechinando como gritos. Y lo abordo casi sin detenerse; Esteban tira el saco y la mano no le llega al tubo de la puerta porque el tren ha vuelto a acelerar su marcha, sus dedos quedan extendidos, su cuerpo se inclina, estiro el brazo para alcanzarlo, no puedo, apenas veo su rostro espantado, lo imagino, me llama, su voz de niño se pierde en el ruido de los hierros y el silencio de la noche, no distingo su cuerpo por la oscuridad, me pongo nervioso, si lo sorprenden a lo mejor me delata. Muevo los sacos de la puerta para que los otros no tropiecen más y dejen escapar un silbido de impaciencia o lo peor, que nos los roben. Lo acomodo en un asiento vacío como los demás matarifes, para decir que no son nuestros ni sabemos quién es el dueño, en caso de un registro de los policías de carretera. Esteban se me acerca, me empuja y aunque no veo su cara de loco, la conozco.
—Te pedí que no me dejaras solo —dice en voz alta.
—No te dejé solo y suéltame la camisa.
—Lo hiciste, y te advertí que no me dejaras solo.
—No lo hice, simplemente porque nunca lo haría, ¿me entiendes? Sabía que ibas a poder subir por alguna otra puerta, y en el caso de que no lo lograras, iba a esconder los bultos cerca de la parada, llegar hasta la casa para recoger la bicicleta y regresaba a buscarte; yo no soy un mierda y no grites más.
—Pero yo necesito saber que nunca me dejarías en esa oscuridad.
—Por supuesto que nunca lo haría, ¿cómo coño tú crees que yo iba a poder trasladar toda esta carne sin tu ayuda? Yo también necesito tu presencia, por algo te traje, ¿no?, y habla bajito que nos están mirando.
Entonces comienza a suavizarse y mira a su alrededor percatándose de lo que está haciendo. Se sienta a mi lado sin quitarme la vista, tratando de adivinar mis verdaderas intenciones.
—¿Hubieses regresado de verdad?
Le digo que sí, la carne viene y va igual que el dinero; pero la amistad no, Esteban. Y ya, un poco más tranquilo, acomoda su cuerpo sobre el asiento, deja caer la cabeza hacia atrás. Me pregunta si estoy molesto y le digo que no jodas más, duérmete. Aprovecho para relajar también el cuerpo, aunque no la mente. El policía ferroviario finge dormir, como siempre, y no hay manera de que me adapte a su presencia. Sigo desconfiado; temo que en algún momento se levante y diga están detenidos. Le miro la pistola y me pregunto si dentro de ella está la bala que arrancará el llanto de mi familia.
Pienso nuevamente en la alegría de tener algo de comer para llevar a mi casa. En lo bien que se siente un hombre cuando puede hacerlo. En el miedo y la presión con que se hace. En que descansaría por unos días de los reproches de mi mujer por no aceptar abandonar el país. Todavía queda un trecho de peligro y los sacos mojados de agua y sangre pesan más. Ahora Esteban no se duerme. A pesar de la ligera alegría que demuestra, fuma un cigarro tras otro, y también mira desconfiado al uniformado que aún finge dormir y me toca con el codo avisándome cada vez que hace un gesto para acomodarse.
Desde que ven las primeras luces de la ciudad, comienza el movimiento de las personas y los sacos para acercarse a las puertas y, a la vez, vigilar para correr y buscar monte, por si nos esperan para registrar como la mayoría de las veces. Con el reflejo de la luz del tren descubro el brillo de la chapa blanca del patrullero y las siluetas de los policías en el andén. Mi primer impulso es lanzarme al vacío y a la oscuridad con mi saco; pero sé que mi compañero no podrá hacerlo y seguramente su llanto avisará de la encerrona al resto de los pasajeros y querrán hacer lo mismo que yo, lo que alertará a la policía y con un cerco nos detendrán a todos. Voy hasta donde está Esteban y casi con la voz quebrada le digo que hale su saco detrás de mí, me va a preguntar qué pasa y le aprieto el hombro, le digo que haga todo lo que le pida sin preguntar, al menos por esta vez; asiente sin mirarme a los ojos y arrastra el saco, llegamos hasta una de las puertas contraria a la estación, busco algo que me sirva para reconocer el lugar, un árbol, y lanzo mi saco lo más lejos que puedo del tren, Esteban me mira con el rostro espantado, pido que haga lo mismo y se demora, no quiere hacerlo, niega, mueve la cabeza desesperado, es mía, dice, y nadie me la va a quitar y abraza el saco con fuerza, me agacho y le pido que entonces haga lo que le pido, está temblando, le tomo sus manos con las mías y sin que pueda reaccionar le quito el saco y lo lanzo también, me empuja y me doy un golpe en la cabeza que no me deja ripostar, apenas levanto la rodilla y evito que vuelva a tocarme, grita por qué lo hiciste y quiere tirarse del tren para buscarlo pero la oscuridad lo detiene como un muro que no puede saltar, queda indeciso y temo que por el miedo quede atrapado debajo del tren, lo sujeto por una pierna y logro hacerle perder el equilibrio y cae sentado a mi lado. Me le acerco con dificultad al oído y le digo que la estación está llena de policías, entonces queda estupefacto, con esos ojos inmensos de loco con que suele mirarme cuando el peligro lo acecha. Nos levantamos, le advierto que no haga comentarios, y cuando los policías te pregunten, le contestas lo de siempre: venimos de casa de unos amigos que viven por la Loma del Tanque, ahora dice a todo que sí, todavía siento el dolor en la cabeza. Nos sentamos a esperar que el tren acabe de detenerse. Alguien grita dando la alerta. Vemos el corre corre de los demás al percatarse de la encerrona, pero ya no pueden ocultar la carne, sólo se alejan de ella con gesto de incomodidad. El policía ferroviario corre a esconderse en la locomotora diciendo que no vio nada. Por varias puertas suben los agentes que van directamente hacia los bultos. Preguntan quiénes son los dueños, pero por supuesto, nadie responde, quedamos mirándonos inocentemente. Indagan nuestra presencia en el tren mientras revisan los carnés de identidad, preguntan en qué trabajamos. Comprendo, por todo el temor que tratan de sembrarnos, que no van a llevarnos a la estación de policía, y seguramente que la carne tampoco irá. Dicen que como no han encontrado dueño alguno de esos sacos tendrán que llevárselos. Los arrastran y después entregan los documentos de identificación y nos dejan sentados en aquella oscuridad sin decir nada hasta que vemos las luces de los autos alejarse.
Descendemos y observo las marcas de los autos patrulleros en el fango. La parada está en calma. Ahora no tendremos que agradecerle a la lluvia su incesante monotonía para que mantenga alejados a los policías salvavidas, aunque después nos cueste una semana de fiebre y de tos. Los pasajeros tomamos rumbos distintos. Le digo a Esteban que mejor esperamos que se alejen porque pueden pedirnos una parte o querer quitárnosla a la fuerza. Nos acercamos al lugar y busco el árbol que me avise que estoy cerca de mi saco. Esteban encuentra el suyo primero, suerte que tiene a pesar de estar loco. Al fin encuentro la mía y emprendemos el regreso. Casi no se puede con los sacos y avanzamos muy lentamente. Evitamos pasar cerca de la estación de la policía, no importa que el tramo se nos haga un poco más largo. A veces vemos acercarse las luces de un carro, y soltamos los bultos por si es un patrullero, o un cooperante que avise a los guardias y no den tiempo ni a rendirnos y nos disparen con sus armas de fuego, como casi siempre hacen en estos casos de sacrificio de ganado.
Cuando entro en la cuadra, rápidamente paso revista a las puertas y ventanas donde pueden delatarnos, por la envidia de no conseguir un pedazo de carne, o no poder arriesgarse por su cobardía. Por eso siempre que alguien me ve, le regalo lo suyo, y todo queda en el olvido. Desde entonces nos vigilan para vernos salir, y esperan el regreso para recibir su parte. Pero esta vez Esteban y yo acordamos engañarlos, saltar el muro del fondo y encontrarnos en la funeraria, estoy seguro que los despistamos y nos hacen durmiendo a esta hora.
Me asusta ver una pareja en la entrada del pasillo de mi casa. Quiero soltar el saco pero sé que la poca fuerza que me queda es para llegar justamente hasta allí; después no podría volver a levantarlo. Así que me arriesgo y me acerco temeroso hasta que reconozco a mi mujer y a mi madre que me esperan cubriéndose con un nylon.
—¿Qué coño hacen mojándose? —les digo mientras me ayudan a sostener el saco. Esteban cruza la calle y tira el saco en su puerta para abrirla. Entramos en silencio por la cuartería donde vivimos aunque no podemos evitar que nuestras pisadas se escuchen como una estampida de caballos. Llego hasta mi entrada y lo dejo caer tras la puerta: un hilillo de sangre corre por las losas.
Primero me siento a esperar que se me pase el dolor del cuello, los brazos y la espalda. Mi madre, después de agradecer a los santos que mantiene con velas encendidas, ron y un tabaco humeante, viene hasta mí con una pastilla y un vaso de agua. Mi mujer me quita los zapatos, sonríe y le brillan los ojos cuando mira el saco: me recuerda las reses mientras el tren las golpeaba; ahora no se queja de que tengo mal olor en los pies y me los frota con sus manos y sus senos.
En estos momentos y a pesar de todo, me siento orgulloso y le paso la mano por la cabeza apenado por las preocupaciones que le causo: un gesto de disculpa por esta manera de vivir que no merece, o no merecemos. Y miro a mi madre que tiene los ojos cerrados y mueve los labios en silencio y a cada rato se persigna.
Tocan a la puerta y el corazón se me desboca. Mi mujer intenta inútilmente arrastrar el saco para esconderlo. Mi madre abre los ojos y mira nerviosa los santos rogándoles que no le hagan esta mierda a última hora. Soy yo, Esteban, dice, y avanzo buscando la voz con temblores en las piernas. Miro por la rendija para cerciorarme de que es él y abro la puerta. ¿Qué piensas hacer con la tuya?, me pregunta. Comérmela, le respondo, no voy a correr el riesgo de querer venderla y me cojan preso. Y tú, mira a ver qué cono haces, porque si te agarran, pórtate como un hombrecito y no menciones mi nombre. Lo mejor que puedes hacer es comértela también y olvidarte del mundo por estos días. Dice que seguramente no querré volver a llevarlo porque se porta mal. Le digo que mañana hablamos, es muy tarde. De todas formas, dice, no sé si tendré valor para volver a acompañarte, creo que te agradecería que no me invitaras más. Le digo que estoy cansado y empujo la puerta para cerrarla. No me responde y se va sin decir otra palabra. Siempre que llegamos me hace lo mismo, y después que transcurren unos días y se le acaba la carne y el dinero comienza a presionarme, me pregunta constantemente cuándo lo repetimos.
Cierro la puerta y vacío el saco sobre la mesa. Aparecen unas inmensas bolas rojas. Digo que enciendan el fogón que vamos a estar comiendo hasta reventar. Mi madre corre para la cocina para llenar el tanque de luz brillante, mi mujer prepara las cazuelas y me mira con entusiasmo.
Vuelven a tocar a la puerta, y aunque esta vez nos volvemos a asustar sabemos que es Esteban para otra de sus preguntas. Abro la puerta y es la vecina del frente con un platico. Siento la voz de mi madre que dice que esto ya es insoportable, mi mujer asegura que es un chantaje, miro a la señora y descubro que quiere esconder sus ojos tras sus arrugas, le descubro la vergüenza por hacerlo, tomo el plato y corto un pedazo y se lo entrego, antes de cerrar la puerta veo tres siluetas, son las otras vecinas, una me dice que tiene la niña enferma, y mi mujer dice que la lleve al consultorio del médico, pero ella insiste, ruega con su mirada que la ayude y la mandíbula le tiembla, dejo escapar el aliento mientras tomo los tres platos para salir de eso de una vez y por todas y poder descansar, intentarlo, al menos, ver disfrutar a mi familia del placer de comérselo, mientras corto las partes de las vecinas, ellas se quejan de que Esteban no quiso ni abrirles la puerta, dicen que no es buen vecino como nosotros. Mi madre les explica que no debemos cocinar todos a la vez porque el olor se sentirá en todo el vecindario y nos delatará. Mueven la cabeza aceptando. Les pide que nos den las primeras dos horas, después te toca a ti, y señala a una que mueve la cabeza con obediencia, después tú y termina ella. Mi esposa se los entrega y tira la puerta con fuerza por la rabia. Mamá dice que es injusto que tenga que darles puesto, que ellas tienen hijos y esposos también, por qué no se sacrifican como yo, que si caigo preso, y ni que Dios lo quiera, se persigna, ninguna hará nada por mí, sólo darle a la lengua y decirles a todos que eres un delincuente de mala cabeza. Le paso el brazo por el hombro y digo que por favor, quiero descansar la mente, entonces sonríe, me besa las manos y vuelve a la cocina.
Comienzan a freír los primeros filetes y según van cocinándose los devoran. Los toman con las manos y soplan, desesperadas por morderlos. Terminan casi al amanecer. Mi madre a veces eructa sin poder evitarlo, siento el regocijo con que lo hace. Mi mujer se ha zafado el botón de la saya por la llenura, aunque mira, como una hambrienta insaciable, el resto de la carne. Tiene preparados algunos bistecs para el desayuno de mi hija antes de ir para la escuela. Al menos por ahora no tendrá que escuchar todas las mañanas los lamentos de su mamá por no montarnos en una balsa para huir a Miami. Yo no he podido probar ni siquiera un miserable pedazo de carne. Todavía siento el nerviosismo por la tensión de la noche y el frío impregnado a los huesos. Me asusta pensar que cuando ésta se acabe, otra vez tendré que correr los mismos riesgos. Por eso, miro a los santos de mi madre y les pido que ocurra algo tan grande en mi vida que me salve de volver a intentarlo.
Quién sabe hasta cuándo me dure la suerte.