CAPITULO XII

El público rugía de entusiasmo.

Ni una sola mesa o silla desocupada. También sobre el largo mostrador se apiñaba la nutrida clientela del Emerald. Aquél era el momento culminante. Incluso la bola de la ruleta cesaba de girar y las partidas de póquer se interrumpían.

Susan estaba en el escenario.

Aquello justificaba la enorme expectación reinante.

La voz de Susan era deliciosamente aguda. Como el chirriar de un carro mal engrasado. La canción, capaz de enrojecer a un viejo conductor de diligencias. El fulano del piano, más que tocar, aporreaba las teclas.

Con todo ello, el éxito de Susan era resonante.

Tal vez influyera el atrevido vestido que mostraba con generosidad los encantos de Susan. El pronunciado escote mareaba a los espectadores de la primera fila. También el ondular de caderas. Y aquellas piernas, de largos y esbeltos muslos...

Sí.

Todo aquello contribuía al éxito de Susan.

La mujer, concluida la canción, hizo una profunda reverencia.

Deliberada.

Sus opulentos senos apenas quedaron controlados por el amplio escote. También uno de los clientes fue difícil de controlar. Hubo que atizarle en la cabeza para que desistiera de subir al escenario.

Susan se retiró, sonriente por el triunfo alcanzado.

Barry Klein llegó cuando ya el espectáculo tocaba a su fin. Permaneció unos segundos junto a los batientes. Sus ojos trazaron una inquisitiva mirada por el local. En uno de los palcos, el más privilegiado, descubrió a Ralph Garfield. También éste se percató de la presencia de Klein, pero optó por simular que la ignoraba.

La ruleta volvió a funcionar. Las partidas de póquer se reanudaron, tras la estimulante pausa. Algunos clientes, terminada ya la actuación de Susan, abandonaron el saloon.

Klein consiguió un hueco en el mostrador.

Solicitó un whisky.

Muchos de los allí presentes le eran conocidos. Viejos amigos que ahora le negaban el saludo. Que se alejaban de su lado, limitándose a una despectiva mirada.

Barry Klein no les hizo maldito caso.

Era consciente de las miradas y comentarios que se hacían en torno a su persona, pero se mostró indiferente.

—Hola, Barry.

Susan estaba junto a él.

Había cambiado su vestido por otro menos audaz, aunque sí más provocativo, al ceñir su cuerpo como un guante.

Klein le dirigió una sonrisa.

—Tenías razón, Susan. El Emerald es un fabuloso negocio.

La mujer se pegó al brazo derecho de Klein.

—¿Has presenciado mi actuación?

—Llegué con un poco de retraso.

—Vuelvo a cantar dentro de una hora. Aún faltan mis mejores clientes. Los vaqueros de los ranchos cercanos a Down Hill acuden todas las noches. Tengo muchos admiradores.

Barry Klein percibía el turbador contacto del cuerpo femenino.

Le sorprendió el excesivo entusiasmo de la mujer.

—No lo dudo, Susan. Y más de uno te echará de menos.

—Prefiero tu compañía, Barry. Eres el...

—¡Apártate de ese bastardo, Susan!

La voz resonó en el salón.

Potente.

Por encima del bullicio reinante. Las conversaciones cesaron paulatinamente. Las miradas se centraron en el individuo que había gritado.

También los azules ojos de Klein se posaron en él.

Un hombre de unos treinta y cinco años de edad. De pálido rostro. Manos femeninamente cuidadas. Vestía con excesiva elegancia. Una levita, chaleco floreado sobre camisa rizada, lazo de seda, pantalones rayados y botas de flexible cuero. Del cinturón canana pendía un «Colt» de cachas de marfil.

Susan parpadeó, con fingido estupor.

—¿Qué ocurre, Clint?

—¿No sabes quién es ese tipo, Susan? ¡Un sucio hijo de perra! ¡Un pistolero que traicionó a sus compañeros!

—¿Se refiere a mí? —inquirió Klein, con fría sonrisa.

—¡Seguro! Ninguno de los aquí presentes ha olvidado lo ocurrido hace cinco años. Barry Klein dejó morir a uno de sus compañeros en el Paso del Loco. Eres un cobarde.

—Tú eres Clint Markham, ¿verdad?

—En efecto. El hombre que le va enviar al infierno.

—¿Por qué, Clint?

—No me gusta que los cobardes pisen el Emerald. Y además, te has atrevido a poner tus sucias manos sobre Susan. Ella es mi chica, Klein. Por eso vas a morir como un perro.

—Creo que existen otras razones, Clint. Tal vez quieras completar tu trabajo. Hace cinco años te pagaron por delatarnos al sheriff de Owens City. Cobraste la recompensa ofrecida por Frank Sturges, James Beckley y Sidney Warner,

Markham enrojeció.

—No sé de qué estás hablando. ¡Defiéndete!

Susan, y los parroquianos más cercanos a Klein, ya se habían ido distanciando prudentemente.

Los dos hombres estaban frente a frente.

Clint Markham fue el primero en llevar su diestra al revólver. En un rápido movimiento.

Su dedo índice se curvó alrededor del gatillo, pero no llegó a disparar. Una bala se lo impidió.

Una onza de plomo que se acopló en su pecho. A la altura del corazón. Dibujando un feo orificio en el elegante chaleco floreado.

Barry Klein permaneció con el humeante «Colt» en la mano derecha; pero ninguno de los allí presentes reaccionó. Estaban demasiado sorprendidos. Asombrados por la endiablada rapidez de Klein.

Los batientes del saloon se abrieron con ímpetu para dar paso a Rock Jewison. El sheriff se inclinó sobre el caído. Nada se podía hacer por él. Clint Markham estaba muerto.

Los ojos del representante de la ley fueron hacia Klein.

En dura mirada.

—¿Qué ha ocurrido, Barry?

Klein no respondió de inmediato.

Sus ojos no se apartaban de Clint Markham. Pensaba en Frank, en Sidney, en James... Acribillados a balazos. Delatados por Markham.

—Legítima defensa, Rock.

—¿Cómo empezó todo?

—Clint Markham me provocó deliberadamente. Comenzó a insultarme.

El sheriff interrogó a los presentes, con la mirada.

Un vaquero de rostro pecoso asintió, tras lanzar un certero salivazo a la escupidera.

—Es cierto, sheriff. Markham le llamó repetidamente cobarde. Cualquier hombre con agallas le hubiera cerrado la boca de un balazo. Markham se lo buscó.

El representante de la ley volvió a posar su mirada en Klein.

—Quiero mantener la paz en Down Hill, Barry. Con tu presencia, ya tenemos el primer muerto. Poco importa que fuera en defensa propia. Otro incidente y me veré obligado a arrojarte de la ciudad. En Down Hill no queremos pistoleros.

Barry Klein depositó unas monedas sobre el mostrador.

Se encaminó hacia la salida.

Minutos más tarde, se oía el galope de un caballo.

Rock Jewison ordenó retirar el cadáver.

Poco a poco, las conversaciones se reanudaron en el saloon, aunque todas versando sobre lo ocurrido. Alabando la diabólica rapidez de Barry Klein. Aventajar a Clint Markahm, uno de los «Colt» más temidos de Texas, era una verdadera hazaña.

El tipo del piano, a una muda indicación de Susan, comenzó a tocar el Dixie. El whisky volvió a correr en abundancia. La muerte de un hombre, en la turbulenta Texas, carecía de importancia.

Todo parecía haber vuelto a la normalidad, cuando un individuo de cabeza rapada penetró en el saloon, vociferando como un loco.

—¡Han robado en el Banco!... ¡Han matado a Philip!...

Rock Jewison se precipitó sobre el individuo.

—¿Qué diablos estás diciendo, Harris?

El hombre comenzó a mover nerviosamente la cabeza.

—¡Es cierto, sheriff! Philip quedó revisando unas cuentas. Fui a llevarle la cena... ¡Está muerto! ¡Y la caja fuerte, vacía!

Ralph Garfield también había muerto.

Pálido como un cadáver.

El llamado Harris siguió hablando con entrecortada voz:

—Apuñalaron a Philip, pero no debió morir en el acto. Se arrastró hasta la puerta y allí quedó inmóvil. Logró escribir un nombre con su propia sangre. El de Barry Klein.

CAPITULO XIII

El incesante canto de los grillos era coreado por el lejano aullido de un coyote. La luna se había dignado a salir, acompañada de su majestuosa corte de estrellas. Su nivea claridad rivalizaba con la oscuridad de la noche.

Barry Klein estaba junto a la empalizada del rancho.

Con un cigarrillo en los labios.

—Bonita noche, ¿eh, Barry? Ideal para los enamorados, aunque yo, cuando iba a cortejar a las muchachas, prefería las noches sin luna. Cuanto más oscuridad, tanto mejor.

—Eres muy poco romántico, abuelo.

—Recuerdo a un viejo amigo mío. También él iba a cortejar a su novia en noches sin luna. Se equivocó de casa y penetró en la de Charles Murray. La hija de Murray, fea como un diablo, le echó el lazo. Mi amigo protestó, asegurando que había cometido un error; pero Charles Murray le obligó a casarse, empujándole con el cañón de un rifle mata-búfalos. Sí, infiernos... Las noches sin luna también tienen sus inconvenientes. Tenía yo unos veinte años, allá en tierras californianas, cuando en uno de los poblados mineros de...

Norman Holden se interrumpió.

Quedó con la boca entreabierta.

No le sorprendió el lejano galope de unos caballos, sino aquellas borrosas luces.

—¿Qué puede ser aquello, Barry? Juraría que...

—Sí, abuelo. Jinetes con antorchas.

—Parece que vienen hacia aquí. Ahora están atravesando el Down River.

—Ve en busca del rifle.

—¡Seguro!

El anciano corrió hacia la casa. Al retornar con el rifle, ya los jinetes eran visibles.

Cerca de una veintena.

Los que iban en cabeza enarbolaban las antorchas.

Klein amartilló el rifle.

Uno de los jinetes se destacó entre los demás. En su pecho destellaba la estrella de sheriff.

—Es Rock...

—Sí, abuelo. Y su visita no parece amistosa.

Los jinetes llegaron ante la empalizada, rodeando a Barry Klein y al anciano. Sonó la voz de Rock Jewison:

—Entrégate sin ofrecer resistencia, Barry.

—¿Qué diablos ocurre ahora? La muerte de Clint Markham fue...

—No es la muerte de Markham la que nos trae hasta aquí, Barry —interrumpió el sheriff secamente—; sino el asesinato de Philip.

—¿Philip? ¿Quién es ése?

—¡Maldita sea, sheriff! —gritó uno de los jinetes—. ¡Acabemos con él! ¡Busquemos el árbol más alto!

—No habrá linchamiento. Philip McDonald era uno de los empleados del Banco, Barry. Escribió tu nombre con su propia sangre. No has olvidado el feo oficio de robar Bancos.

—Yo no...

Uno de los jinetes enlazó a Klein. Tiró bruscamente de la cuerda, arrojándole al suelo.

—¡A la horca con él! ¡Colguémosle de un árbol!

Cuatro individuos desmontaron, abalazándose sobre Klein. Le arrebataron el rifle.

—Aquí hay una pala —rió uno de los hombres—. Vas a cavar tu propia fosa, pistolero. ¡Y luego te colgaremos del árbol más alto! ¡No perdamos más tiempo, muchachos!

Rock Jewison había desenfundado su «Colt».

Apretó el gatillo.

El que había hablado en último lugar, vio volar su sombrero de un balazo.

—La próxima vez apuntaré más bajo. ¡No habrá linchamiento! —exclamó el sheriff—. No dudo que Barry Klein sea colgado por su crimen, pero antes será sometido a juicio.

—¡Es culpable, Rock! ¡Philip le delató con su propia sangre! ¿Por qué perder el tiempo? ¡Terminemos de una vez!

—Soy el sheriff de Down Hill. Elegido por vosotros para hacer respetar la ley y el orden. Cumpliré con mi deber.

La firme voz de Jewison, apoyada por el revólver, hizo retroceder a los exaltados.

—Monta en tu caballo, Barry.

Klein obedeció.

Dirigió una animosa sonrisa al pálido Norman Holden.

Minutos más tarde, el grupo de jinetes se alejaba veloz en dirección a Down Hill. El corto trayecto se efectuó con rapidez. El sheriff cabalgaba junto a Barry Klein. Aún no muy convencido de haber tranquilizado los ánimos.

Llegaron a Down Hill.

Ya próximos a la circular plaza del pueblo, se vieron sorprendidos por varios disparos.

Seis.

Seis detonaciones procedentes de una de las casas cercanas a la plaza.

—¡Ha sido en casa de Susan Eshley! —gritó una voz.

El sheriff desmontó.

—¡Tú vendrás conmigo, Barry! No quiero dejarte a merced de ellos, pero si intentas escapar no vacilaré en llenarte de plomo. ¡Sígueme!

Rock Jewison corrió hacia una casa de artístico porche. De una sola planta. Las dos ventanas aparecían iluminadas.

El representante de la ley no perdió el tiempo en llamar. De seco puntapié abrió la puerta.

Penetró en la casa acompañado de Klein.

Ambos se detuvieron paralizados por la escena.

Ralph Garfield yacía bañado en sangre. Seis balazos en el pecho. Susan gritaba histérica en uno de los rincones.

De pie, en el centro de la estancia, Elizabeth. Sus manos aún sostenían un humeante «Colt».

La mujer dejó caer el arma.

Giró hacia los estupefactos Klein y Jewison.

—Aquí tiene al asesino, sheriff. Ralph Garfield robó en su propio Banco y mató a Philip.