SEGUNDA PARTE
EL HOMBRE
CAPITULO VI
Cinco años.
¿Cuánto puede un hombre envejecer en cinco años?
Klein tenía como compañero de celda a un individuo de treinta y cinco años. Se llamaba Jerry Keaton. Llevaba ya ocho años de condena en Lead Flat. Le faltaban siete por cumplir.
Jerry Keaton no lo resistiría.
Era ya un cadáver viviente. Semiencorvado. De canosos cabellos y sempiterno temblor en sus manos. Prematuras arrugas surcaban su rostro. Ojos carentes de vida. Torpe paso. Como un anciano.
Sí.
Jerry Keaton era un cadáver viviente.
Cinco años pueden durar toda una eternidad.
Barry Klein había perdido la noción del tiempo.
¿Cuántos años llevaba ya en Lead Falt? ¿Tres? ¿Cuatro...? Imposible determinarlo con fijeza. ¿Cómo distinguir el día de la noche en la celda de castigo existente en Lead Flat?
Klein la había frecuentado en muchas ocasiones.
Lead Flat se hallaba enclavada en una extensa planicie, castigada implacablemente por el sol. A poca distancia del desértico Llano Estacado. Ni la más leve vegetación. Tan sólo guijarros y rojiza tierra. Lead Flat era una amurallada fortificación. Destacaba un blocao, donde cuatro vigías controlaban todo el recinto. Armados con modernos rifles de repetición. Un pabellón para los guardianes, pequeña casa para el alcaide y los dos enormes barracones destinados a los reclusos.
Junto al pozo de aljibe, apenas separada por unas cinco yardas, estaba la celda de castigo. Era como una especie de jaula metálica. De reducidas dimensiones. Un hombre no podía permanecer allí de pie, sino encorvado. Ocho orificios como único respiradero.
En el interior de aquella caseta se alcanzaban elevadas temperaturas. Era como un infernal horno. Desde allí se podía oír el sonido del agua, al ser extraída del pozo.
Aquel sonido volvió loco a más de uno de los recluidos en la celda de castigo.
Barry Klein, a la semana de su llegada a Lead Fiat, visitó aquella demoníaca jaula. Por espacio de dos días. Sin agua. Sin probar alimento alguno. En el tiempo transcurrido hasta la fecha, ya había olvidado las veces en que fue encerrado en aquella celda.
Todo se olvidaba en Lead Flat.
Muchos llegaban altivos y orgullosos, pero pronto eran dominados. Los guardianes de Lead Flat eran expertos en doblegar voluntades. En convertir a los hombres en peleles.
Dos días por semana, y en número no superior a los diez reclusos, salían del amurallado recinto para caminar unas cuatro millas, en dirección a una cantera. Allí se trabajaba durante todo el día. Bajo el ardiente sol. Animados por los brutales golpes de los guardianes.
Eran tratados peor que bestias.
También eran ellos los que debían cavar las fosas para enterrar a los compañeros que, incapaces de soportar aquello, caían sin vida. El improvisado cementerio se alzaba a poca distancia de la prisión. Ya eran numerosas las tumbas. Allí reposaban los afortunados.
Sí.
Abandonar Lead Flat, aunque fuera con los pies por delante, era una gran suerte.
Barry Klein estaba tumbado sobre el destartalado y maloliente camastro. Con las manos bajo la nuca. La mirada fija en el techo de la celda. Los azules ojos de Klein, antaño inexpresivos, tenían ahora un sempiterno fulgor. Un extraño brillo. Las facciones de su rostro, más marcadas. Endurecidas.
Se hallaba solo en la celda.
Su compañero, Jerry Keaton, picando piedra a cuatro millas de distancia. Sudando y escupiendo sangre.
Dentro de dos días le tocaría el turno a Klein. También él sudaba ahora. En aquel barracón el calor era sofocante. Se había despojado de la gris camisa. No estaba permitido, pero la gruesa tela, junto con la suciedad que almacenaba, acentuaba el calor.
A los pies del camastro, un recipiente de madera. En un viscoso caldo flotaban dos trozos de carne. Una rata olfateó el contenido. Se alejó hacia uno de los rincones. Sin atreverse a tomar aquella bazofia.
Y la comida era lo menos malo de Lead Flat.
Barry Klein se incorporó velozmente del camastro al oír manipular en la cerradura de la celda. Se precipitó hacia su gris camisa.
Se abrió la pesada puerta.
Klein aún no había terminado de ajustarse la camisa.
—Maldita sea, Klein... ¿No escarmentarás nunca? Sabes que está prohibido quitarse el uniforme. ¿Por qué lo haces, muchacho? ¿Tenías calor? Eso no le gustará a Aldrich. El jefe de guardianes es hombre amante de la disciplina. Tampoco has probado la comida... Hoy me siento condescendiente, Klein. No diré nada a Aldrich. Recoge el plato.
Barry Klein se inclinó.
Y entonces recibió el brutal golpe en la espalda. Cayó de bruces. Al tratar de incorporarse, el guardián alzó su bota derecha aplastando la cabeza de Klein contra el plato.
—¡Infiernos, Klein...! ¿Ya tienes hambre? ¡En pie, maldita sea! ¡El jefe te espera!
Klein se incorporó, tambaleante. Pasó la bocamanga por el rostro, tratando de limpiarlo del pringoso líquido.
El guardián le empujó con la culata del rifle.
Cada barracón estaba dividido por un largo pasillo. A ambos lados, los sucios y malolientes calabozos. Dos guardianes en cada extremo del corredor, y dos más, patrullando por la extensa nave.
Imposible cualquier intento de fuga.
Se había intentado.
Un tal George White, condenado a veinte años, realizó un túnel de varios metros de longitud. Se iniciaba bajo su camastro. Fue descubierto mientras escarbaba durante la noche. Aquel túnel le sirvió de tumba.
Klein, escoltado por el guardián, abandonó el barracón.
Entornó los ojos al recibir los fuertes rayos del sol, que contrastaban con la penumbra del pabellón.
Arthur Aldrich, el jefe de los guardianes, se hallaba en el centro del patio. Junto a una carretilla.
Aldrich parecía un cuervo.
Vestía completamente de negro. De enteca figura y tez blanquecina. Incluso sus manos eran de un nauseabundo color lechoso. Tenía aspecto enfermizo. Ojos amarillentos, ganchuda nariz, labios pálidos...
Arthur Aldrich también estaba enfermo por dentro. Carecía de sentimientos. Su refinada crueldad era temida en Lead Flat.
—Perdona haber interrumpido tu descanso, Klein; pero tengo un pequeño trabajo para ti. Levanta la lona.
Barry Klein obedeció.
Tiró de la lona.
En la carretilla, doblado como un muñeco, estaba el cadáver de Jerry Keaton. Su compañero de celda. Con los ojos muy abiertos. Una mosca, gruesa y negruzca, se había posado sobre su párpado.
Barry Klein, pese al asfixiante calor, sintió frío.
Un extraño frío que le hizo estremecer de pies a cabeza.
—Ocurrió en la cantera, Klein —dijo Arthur Aldrich, mordisqueando una de sus enlutadas uñas—. Una verdadera desgracia... Todos apreciábamos a Jerry. Ocho años entre nosotros. Era como de la familia. El bueno de Jerry se negó a seguir picando, con la torpe disculpa de que ya no podía más. Tratamos de... convencerle. Ya conoces a Jerry. Era tozudo como una mula. Con tal de llevarnos la contraria, se le ocurrió echar las tripas por la boca. En fin... Ahora debemos proporcionar a Jerry un buen lugar de descanso. En marcha, Klein.
Aquélla era otra de las crueles normas de Lead Flat.
A la muerte de uno de los reclusos, debía ser enterrado por su compañero de celda.
Barry Klein comenzó a tirar de la carreta. En dirección a la pesada puerta del recinto.
Escoltado por Arthur Aldrich y el otro guardián.
La puerta de salida estaba controlada por cuatro hombres, sin contar a los vigías del blocao.
Se abrió la puerta.
A unas doscientas yardas de la prisión, se divisaba la macabra Boot Hill. El número de tumbas ya era elevado.
El siniestro brillo se había acentuado en los ojos de Klein. Empujaba la carretilla, sin apartar la mirada del cadáver.
Jerry Keaton...
Acusado de robo y asesinato. Quince años de condena. El aseguraba haber matado en defensa propia. ¿Cierto? Poco importaba. Keaton era un hombre sin escrúpulos. Un redomado canalla. Capaz de vender a su abuela por un miserable dólar.
Ahora estaba muerto.
Golpeado hasta escupir las tripas por la boca.
Ningún hombre es merecedor de ese fin.
Tampoco Jerry Keaton.
Fue compañero de Klein durante mucho tiempo. Compartieron las penalidades del cautiverio. En la oscuridad del calabozo, conversaban largamente. Intercambiando sueños y esperanzas.
Barry Klein llegó a apreciarle.
A comprenderle.
Le conocía bien. Conocía su vida. Repetida una y mil veces en las largas y penosas noches de Lead Flat.
—Este es un buen lugar, Klein. Empieza a cavar.
Barry Klein se detuvo.
Bajo el cadáver de Keaton sobresalía el mango de una pala.
Tendió a Jerry Keaton sobre la caliente arena, y comenzó a cavar. Arthur Aldrich le contemplaba con cruel mueca. A poca distancia, el guardián encañonaba a Klein, con su rifle.
Gruesas gotas de sudor resbalaron por el rostro de Klein. En sus axilas se dibujaron húmedos semicírculos. Paulatinamente, la gris camisa se empapó en sudor. La fosa ya cubría a Klein por la cintura.
—Es suficiente, Klein. Sal de ahí.
Barry Klein, con la pala en su diestra, abandonó la fosa. Se disponía a depositar el cadáver, pero Aldrich se le adelantó.
El jefe de los guardianes arrojó el cadáver de Keaton de dos secos puntapiés. Se escuchó el macabro choque contra la tierra.
Barry Klein sintió que la ira cegaba sus ojos. Una sorda furia se apoderó de él. No vio a Aldrich. Ni al guardián... Sólo una enorme mancha roja ante sus ojos. Levantó la pala para dejarla caer con brutal violencia sobre la cabeza de Arthur Aldrich. Una y otra vez. Golpeando salvajemente al individuo.
El guardián reaccionó.
Un seco culatazo en la nuca de Klein, le hizo rodar sin sentido.
Barry Klein creyó caer en un profundo pozo. Sumergido en un largo sueño del que no quisiera despertar.
Golpear a uno de los guardianes estaba penado con una semana en la celda de castigo. Y Klein había machacado la cabeza del jefe.
Sí.
Era preferible no despertar.
* * *
El blanquecino rostro de Arthur Aldrich estaba ahora rojo de ira. Tenía la cabeza vendada. Heridas en los pómulos y la nariz rota. Tardó más de una hora en contener por completo la hemorragia.
Dos hombres empujaban a Klein hacia la celda de castigo.
Una semana...
No había precedentes. Hasta la fecha, nadie fue lo suficientemente loco como para golpear a uno de los guardianes. Un tal Crawford ostentaba el mayor tiempo. Cuatro días. Salió aullando como un poseso, y golpeándose contra el suelo. Afortunadamente para él, murió a las pocas semanas.
En Lead Flat ya se conocía lo ocurrido.
Se hacían apuestas.
Muy pocos confiaban en volver a ver a Klein con vida.
Cuando Barry Klein iba a ser introducido en la celda de castigo, se abrió el portalón de entrada al recinto. Un ligero buggy avanzó por el patio. En el pescante, un individuo.
Arthur Aldrich acudió junto al carruaje.
—Buenos días, alcaide.
—¿Qué diablos le ha ocurrido, Arthur?
—Barry Klein. Me golpeó con una pala. Permanecerá una semana en la celda de castigo.
—¿Klein? Tiene gracia... —el alcaide llevó su diestra al bolsillo de la levita para consultar unos papeles. Sonrió burlonamente—. Hay individuos con suerte. Suspenda el castigo, Arthur. Que Klein se presente en mi despacho dentro de quince minutos.
Aldrich parpadeó, perplejo.
No obstante, evitó formular pregunta alguna.
—Muy bien, alcaide.
El carruaje se hallaba detenido frente a la caseta del alcaide. Este descendió del vehículo.
Robert Brooks fue nombrado alcaide de la prisión, poco antes de que se iniciara la guerra civil. Llevaba ya cerca de los diez años al frente de Lead Flat. Tiempo suficiente para convertirse en el individuo más repulsivo de Texas.
Penetró en la casa.
Robert Brooks no pernoctaba allí. Tenía su vivienda en Rittsville, un pueblo situado a seis millas al sur de Lead Flat.
El alcaide se acomodó tras su mesa escritorio. El despacho era confortable. Junto a la biblioteca se alineaban varias botellas de licor.
Un guardián se presentó con un voluminoso paquete, que depositó sobre la mesa.
—¿Ordena alguna otra cosa, alcaide?
—Mete prisa a ese Barry Klein.
—Ya viene hacia aquí, señor.
Coincidiendo con las palabras del individuo, se escucharon unos discretos golpes a la puerta. Tras la autorización del alcaide, aparecieron dos hombres, escoltando a Klein.
—Podéis retiraros.
El alcaide quedó a solas con Klein. Este permanecía en el centro de la estancia. Con los brazos pegados al cuerpo.
Robert Brooks consultaba unos papeles.
Alzó la mirada.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí, Klein?
—Lo ignoro, señor. He perdido la cuenta.
La respuesta no sorprendió al alcaide.
Era muy normal.
—Yo se lo diré, Klein. Cuatro años, ocho meses y once días.
Klein no se inmutó.
Muy poco faltaba para los cinco años. Pero de cumplir la semana en la celda de castigo, no saldría jamás con vida de Lead Flat.
—¿Un cigarrillo, Klein?
Aquello sí hizo parpadear a Barry Klein.
Contempló, suspicaz, la caja que le ofrecía el alcaide. De buen grado hubiera aceptado uno de los cigarros. Pero era el bastardo Robert Brooks quien se los ofrecía.
—No, señor.
El alcaide se reclinó en el asiento. Era un individuo adiposo. De mofletudo rostro, bañado en sempiterno sudor. Grandes bolsas de carne alrededor de los ojos. Dedos como morcillas.
Un tipo en verdad repulsivo.
—No ha sido un preso ejemplar, Klein. Durante los dos primeros años, ocasionó muchos trastornos. Luego pareció amoldarse un poco... y ahora, cuando ya debería estar acostumbrado, se dedica a machacar la cabeza de Arthur Aldrich. Puedo aumentar su condena, Klein.
Barry Klein no replicó.
El alcaide esbozó una sonrisa.
—No lo haré, Klein. Tengo una agradable noticia para usted. Este paquete es suyo. Compruebe el contenido.
Klein abrió el paquete, depositado sobre la mesa.
No pudo evitar un leve temblor en sus manos.
Allí estaba su ropa. La que llevaba en el momento de entrar en Lead Flat. Su chaquetilla, el pantalón, las botas tejanas, su cinturón canana y el «Colt»... También sus objetos personales. El reloj, la bolsa de tabaco... Todo estaba allí.
—¿Quiere firmar aquí, Klein?
—¿Qué significa todo esto, alcaide?
—Debe firmar este papel. Es un justificante. Así consta que recibe todas sus pertenencias.
Barry Klein creyó ser víctima de una cruel burla. Iba a hablar, pero se le adelantó Robert Brooks, tendiéndole un documento:
—Aquí tengo la orden de libertad, Klein. Firmada por el gobernador del Estado. Llegó con un poco de retraso, ya que debió ser puesto en libertad hace un par de días. De ahí que no pueda castigarle por haber golpeado a Aldrich. Hoy ya no debería estar en Lead Flat.
Klein quedó anonadado.
Contemplando con incrédulos ojos aquel papel.
—No comprendo...
—¿Qué cosa, Klein?
—Usted lo ha dicho antes, alcaide. Cuatro años, ocho meses y once días. Mi condena es de cinco años. ¿Por qué se adelanta mi libertad?
Robert Brooks se encogió de hombros.
—Ocurre con frecuencia. Y en muchos casos, se demora. Recuerdo a un tal Paul Henney. Le sentenciaron a dos años. Por un lamentable error, permaneció seis en Lead Flat. El protestaba, por supuesto, pero nadie le hacía el menor caso. Todos protestaban. El reducir su condena no ha sido por buena conducta, Klein. Supongo que algún abogado ha presionado con insistencia. Lo cierto es que está ahí. Firmada por el gobernador. Es libre, Klein. Dentro de un par de horas sale la carreta de provisiones en dirección a Rittsville. Puede ir en ella. Lleve sus ropas.
Barry Klein, aún aturdido por los acontecimientos, obedeció con torpes movimientos.
El alcaide abrió uno de los cajones de su mesa escritorio.
—Aquí tiene algún dinero, Klein. El que le corresponde. Ningún preso es puesto en libertad con los bolsillos vacíos. Esa es la orden. No es mucho dinero, pero sí lo suficiente para comer un par de días. Luego volverá a robar y entonces tendremos el placer de encontrarnos nuevamente en Lead Flat.
—Lo dudo, alcaide.
Robert Brooks sonrió.
—Eso dicen todos. Usted es carne de horca, Klein. Sale de aquí dominado por el odio. Volverá a robar. Y apuesto a que ahora no tendrá reparos en apretar el gatillo. ¿Me equivoco?
Klein dirigió una fría sonrisa al alcaide.
—No... no se equivoca, alcaide. Ahora mismo siento deseos de vaciar el cargador en su cabeza... de taponar su sucia boca con plomo.
—Un sentimiento muy lógico, Klein; pero quiero advertirle que su revólver está sin munición. Tomamos precauciones. Adiós, Klein. Hasta pronto.
—Ahí sí se equivoca, alcaide. No volveré al infierno de Lead Flat. De caer otra vez, será con el cuerpo acribillado a balazos.