CAPITULO IV
—Te lo advertí, Barry... ¡Prometí volarte la tapa de los sesos!
Klein reconoció la voz.
Era Donald Garfield, el padre de Margaret, el que le encañonaba con un potente «Sharps». Un viejo y desgastado modelo de 1852. Capaz de tumbar un bisonte de un solo disparo.
—Oiga, Garfield...
—¡Quieto, Barry! Un movimiento sospechoso, y aprieto el gatillo. Levanta las manos. Bien altas, maldito...
Barry Klein obedeció.
Se incorporó con lentitud. Alzó los brazos, quedando inmóvil. Sin intentar nada.
—Entra en la casa, Barry. Alguien se alegrará de verte.
La puerta de la casa permanecía entreabierta. El porche, tan sólo iluminado por la luz que se filtraba de uno de los ventanales.
Klein empujó la hoja de madera.
La primera estancia era un amplio comedor. Larga mesa, cinco sillas, un armario, donde se alineaba la vajilla, una chimenea y un armero en la pared lateral.
Al fondo, la puerta que conducía a la cocina. Al inicio del pasillo se veía una escalera que comunicaba con la planta superior.
Dos hombres en la estancia.
Junto al armario.
Riendo alegremente. Sus risas cesaron bruscamente ante la aparición de Klein, encañonado por Donald Garfield.
—¿Y bien? —dijo Garfield, apenas cruzar el umbral—. ¿Qué os parece? Yo tenía razón. Mi oído jamás me engaña. El ruido no era producido por un gato, sino por un coyote. ¡Aquí tienes la pieza, Rock! A duras penas he contenido mi impulso de apretar el gatillo. Espero que se le cuelgue del árbol más alto.
Los dos hombres aún no habían salido de su asombro.
Contemplaban, incrédulos, a Barry Klein.
Dos hombres dispares.
Uno, joven. De unos veintiocho años de edad. Rostro aniñado. En su chaquetilla, la estrella de sheriff.
El otro era un anciano de edad indefinida. Un sucio sombrero, desmesuradamente grande, cubría sus canosos cabellos. Una descolorida camisa se complementaba con el pantalón, sujeto por negros tirantes. Calzaba botas de enorme suela. Un conjunto realmente estrafalario.
Barry Klein sonrió.
—Hola, abuelo... ¿Cómo estás, Rock?
—Hola, muchacho —respondió el anciano, tras vaciar el vaso que sostenía en su diestra. Giró para atrapar la botella de tequila, depositada en el armario.
Rock Jewison, el hombre de la estrella, se demoró en corresponder al saludo.
—No te hacía por esta zona, Barry...
—El muy bastardo saltó de la habitación de Margaret —comentó Donald Garfield con ronca voz—. Es tuyo, Rock. Enciérrale. Los dos mil dólares que ofrecen por su cabeza puedes quemarlos. Con enviarle a la horca, me doy por satisfecho.
—¿Dónde están tus compañeros, Barry?
—Me tienes a mí. Rock. Tu nombre se hará famoso en Texas. Adelante. Enciérrame antes de que alguien te quite la presa. Son muchos los cazadores que siguen mi rastro.
Rock Jewison desenfundó el «Colt» que pendía de su cinturón canana.
—No me divierte esto, Barry. Y tú lo sabes. Creí que no te atreverías a pisar Down Hill. Somos amigos. No es agradable lo que voy a hacer, pero debo cumplir con mi deber.
—Por supuesto, Rock.
Donald Garfield, al ver cómo el sheriff encañonaba a Klein, depositó el rifle sobre la mesa. Arrebató la botella de tequila al anciano para atizarse un largo trago.
—Ah, diablos... necesitaba un trago...
El viejo Norman Holden rió cascadamente.
—No lo dudo, Donald. Aún estás temblando. Encañonar a Barry Klein y salir con vida es toda una hazaña. Más bien un milagro.
Donald Garfield frisaba en los cincuenta años de edad. Cabellos grises en los aladares y rostro de angulosas facciones. Vestía con discreta elegancia. Levita de amplios faldones, camisa blanca y pantalones rayados.
—¿Qué insinúas, Norman?
—Barry pudo desembarazarse de ti. Es endiabladamente rápido. Un solo movimiento, y dispararía a través de la funda. Sin darte tiempo a pestañear. Te salvó el llamarte Garfield y ser el padre de Margaret.
Donald Garfield enrojeció.
—Tienes un elevado concepto de Barry Klein, Norman. Nos engañó a todos. Regresó de la guerra convertido en un desalmado. En un hombre sin escrúpulos. ¡Se convirtió en un ambicioso pistolero!
—Tu Banco quedó a salvo, Donald —comentó Klein, con marcada ironía—. ¿De qué te quejas?
—Llévatelo, Rock. Antes de que me arrepienta. Eres un mal bicho, Barry... Afortunadamente, tu padre murió hace años. Puede que ahora sus huesos se revuelvan avergonzados. Pude haberte matado, Barry. Por la espalda. Ningún jurado me condenaría por vengar la honra de mi hija.
—Nada hay que vengar, padre.
Margaret había surgido en el comedor.
Pálida como la azucena.
Seguía con la larga bata de seda que modelaba la perfección de su cuerpo.
Corrió hacia Klein. Se aferró a su brazo derecho. Los ojos de la muchacha contemplaron, desafiantes, a los allí reunidos.
—Le amo, padre. Tú jamás has querido comprender a Barry. Le juzgaste severamente, sin intentar conocer sus motivos. Un pistolero. Un forajido sin escrúpulos... ¿Mi honor? Barry me visitó hace meses. Quise irme con él, padre. ¡Sí! ¡Sin importarme nada! ¡Seguirle en su destino! Barry no lo consintió. Se comportó como un caballero. También hoy, padre. Una sola palabra suya... y me hubiera marchado con él.
—¡Estás loca! ¡Apártate de él!
Margaret no pareció oír los gritos de su padre.
—Hoy llegó aquí, en busca de ayuda. Le acosan como a un perro rabioso. Es perseguido por una jauría de hombres mil veces peores que él. Hombres amparados por la ley, que sólo ambicionan el puñado de dólares de recompensa. Barry se disponía a marchar a México. Cruzar el Río Grande. Está solo. Frank, James y Sidney han muerto.
El viejo Norman Holden se dejó caer en una de las sillas. Sus ojos se nublaron. El había visto crecer a aquellos tres hombres.
También Donald Garfield enmudeció.
Y el propio Rock Jewison se sintió ridículo con el «Colt» en su diestra.
—Tres hombres han muerto, padre. ¿Tres pistoleros? ¿Tres asesinos? Ahora ya es imposible juzgarles. Están sometidos al veredicto de Dios. El sí les conoce bien. Los hombres que les mataron... ¿les dieron alguna oportunidad? Ignoro cómo ocurrió todo, pero apuesto a que no se les dio ocasión de rendirse. Había que acabar con ellos. Eran fieras. ¿No fue así, Barry?
Klein escuchaba las palabras de la joven, con triste sonrisa.
Acarició la mejilla femenina.
—Ya no importa, Margaret... Tú lo has dicho. Ellos están ahora ante el mejor de los jueces.
—¿Es cierto que pensabas marcharte de Texas? —interrogó Garfield.
—Sí.
—Aún estás a tiempo. Puedes salvar el pellejo, con una condición.
Rock Jewison intervino, con vehemencia:
—No consentiré que...
Donald Garfield hizo callar las protestas del sheriff con un enérgico ademán:
—Si aceptas mi condición, podrás salir con vida de aquí, Barry. Te proporcionaré un buen caballo.
—¿Cuál es su condición?
Garfield endureció la mirada.
—En México harás una promesa, Barry. La de no volver a pisar Texas. No volver en busca de Margaret. ¿Qué respondes?
Las manos de la muchacha se cerraron, aprisionando el brazo derecho de Klein. En los ojos de la joven, una súplica.
Klein no quiso verla.
Su respuesta haría daño a Margaret. También a él. Sentía como si una mano de acero atenazara su corazón.
Pero lo mejor.
Margaret debía olvidarle.
—Acepto, Donald.
—Barry...
—Sólo me interesa salvar el pellejo, Margaret.
La joven retrocedió. Acentuando la palidez de su rostro. Un ahogado sollozo brotó de su garganta, a la vez que abandonaba el comedor, corriendo hacia la escalinata.
Donald Garfield rió con suficiencia.
—Mi hija es una pobre ilusa. No conoce a los individuos de tu calaña.
Norman Holden chasqueó la lengua.
—El único iluso eres tú, Donald. Has cometido la mayor de las torpezas. Puede que Margaret terminase por olvidar a Barry. Ahora... ya será muy difícil. Has convertido a Barry en un mártir.
—¡Al diablo con tus filosofías! Ve con Barry a las caballerizas. Que él mismo elija uno de los caballos.
—¿Te has olvidado de mí, Donald? —dijo Jewison—.
Soy el sheriff de Down Hill. Barry está reclamado por la ley. No permitiré su huida.
Garfield atrapó el rifle depositado sobre la mesa.
Con lentitud.
Con la torpeza de movimientos propia de su edad.
Rock Jewison, con el «Colt» en su diestra, pudo haber disparado sobre el rifle. Incluso adelantarse a Garfield, e impedir que se apoderase de él.
Nada de eso hizo.
Permitió que Garfield le encañonase con el «Sharp».
—Suelta el revólver, Rock. Acompaña a Barry a las caballerizas, Norman. Dentro de diez minutos, Rock podrá recoger su revólver. Ese es el tiempo de que dispones, Barry. No te olvides de tu promesa al llegar a México.
—Tranquilo, Donald. No olvidaré nada.
El anciano avanzó hacia la puerta. Salió al porche. Barry Klein, ya bajo el umbral, se volvió hacia Jewison.
—Gracias, Rock.
El sheriff de Down Hill se limitó a una leve sonrisa.
Klein alcanzó al anciano.
Juntos, recorrieron la silenciosa y solitaria calle.
En las afueras del pueblo, se alzaba un barracón. Muy próximo a la torreta del depósito del agua.
Norman Holden manipuló en el candado.
Segundos más tarde, empujaba la pesada puerta del barracón. Les llegó un penetrante hedor a estiércol y sudor. Eran cerca de la veintena los caballos allí alineados. También se veían balas de forraje, y cuatro destartalados carruajes.
El anciano encendió uno de los quinqués.
—Te recomiendo el tercero de la izquierda. Allí encontrarás también una silla de montar.
Klein siguió las indicaciones del anciano.
—¿Cómo siguen mis tierras, abuelo?
—¿Tus tierras? ¿Te refieres al Klein Ranch?
—Eso es.
—Oh, muy bien... El último ciclón se llevó las pocas tablas que quedaban en pie. Las ruinas de la casa están habitadas por ratas del desierto, sapos cornudos y coyotes. Todos en alegre camaradería. Las zonas de pastos son ya una auténtica pocilga. Creo que pronto saldrá todo a subasta. Tal vez se lleguen a pujar alrededor de los cien dólares.
—Son buenas tierras, abuelo. Tú lo sabes mejor que nadie. Has trabajado en ellas mucho tiempo. Necesitan cuidados.
—Es posible.
Barry Klein se despojó de las bolsas de cuero que pendían de su cuello.
Se las dio al anciano.
—Aquí hay catorce mil dólares, abuelo. Cuando mis tierras salgan a subasta, cómpralas.
Las arrugas se acentuaron en el rostro de Norman Holden.
Arrugó la nariz.
—¿Para qué? No voy a trabajarlas, Barry. Ya no estoy para esos trotes.
—Limítate a comprarlas.
—No creo que pague más de cinco mil dólares por todo el terreno... ¿Qué hago con el resto del dinero?
—Se lo entregas a la mujer de James.
—¿A Elizabeth?
—Sí.
—¿Ya sabe que es viuda? No, ¿verdad? Le digo que James Beckley ha muerto, y luego le largo el dinero.
Así le será más leve. Tienes ideas muy ocurrentes, muchacho.
Klein entornó los ojos.
Dirigió al anciano una suspicaz mirada.
—Hablas como si fuera el causante de su muerte.
—¿De veras? No era ésa mi intención, hijo. James, Frank y Sidney. Los tres, muertos. Eres hombre de suerte, Barry. Tú has quedado con vida.
—Esa es mi mayor desgracia. Haber quedado con vida. Creí que lo comprenderías, abuelo.
Las sarmentosas manos del anciano se posaron firmemente en los hombros de Klein.
Por segunda vez, los ojos de Norman Holden se nublaron.
—Te comprendo, hijo... Y comparto tu sufrimiento. Suerte, Barry. Cumpliré tu deseo de comprar esas tierras, aunque opino que no debes volver a Texas.
—Nací aquí, abuelo. Amo esta tierra. Volveré para morir en ella.
Se escuchó un lejano galope.
Cada vez más audible.
Klein sonrió.
—Los hombres de Owens City ya han dado con mi pista. No les esperaba tan pronto.
Norman Holden había acudido junto a la puerta.
A los pocos segundos retornó junto a Klein.
—Vienen por el sur. En pocos minutos estarán aquí, Barry. ¡Lárgate cuanto antes! Te abriré la puerta trasera. Procuraré retenerles el mayor tiempo posible. Rock y Donald harán otro tanto.
Klein montó en un brioso cuatralbo.
El anciano avanzó hacia una puerta situada al fondo del barracón. Quitó el travesaño de madera.
Se hizo a un lado para permitir el paso de Klein.
Agitó su brazo derecho.
—¡Suerte, hijo!
Barry Klein presionó los ijares de su montura.
Sonrió al anciano, en señal de despedida.
El caballo inició la marcha.
Apenas abandonar el barracón, cuando aún no había recorrido un par de yardas, resonó el disparo. Un cárdeno fogonazo brilló, fugaz, junto a la torreta del agua.
La seca detonación turbó el silencio de la noche.
Barry Klein dio un extraño salto. Se llevó ambas manos a la cabeza, cayendo aparatosamente del caballo.
Quedó con los brazos en cruz.
Inmóvil.
Con la cabeza ensangrentada.