¡Ranas y caballos güeros sean bienvenidos!

LA ANTIGUA San Juan de Letrán, hoy éjele Lázaro Cárdenas, esquina con Mina, tiene un santo y seña; santo por ingenioso, seña por verbal. Lugar donde se democratiza el espectáculo. Recinto luminoso de una cara de la cultura popular. Aquí, Borolas, Julián de Meriche, La Sonora Santanera, Carmen Salinas, Alejandro Luna, Los Imperio, Tere Villa y Vitola le sacan el lustre a la expresión popular. Y digo en tiempo presente, porque lo bien hecho hace tradición, o la prolonga. La arma o desarma, la anda o la desanda, o lo que es lo mismo, máscala camaleón.

Este lugar viste mil llamativos colores, tantos como necesita para su sobrevivencia: teatro de revista, recinto sagrado de la farándula, templo de la carcajada, eco del canto tradicional, columpio de la nostalgia que llegó para quedarse, hogar del sketch ligado a su corazón, refugio de la coreografía desparramadora de la sensualidad vitalicia. Y por último, pero muy al último, mitológica referencia de los estudiosísimos de la cultura popular. Tan tan.

¡Ranas y caballos-güeros! Sean ustedes bienvenidos a este su teatro de revista… Entra música brillante. Parte el cortejo de hermosas vedetes: chaquira y plumaje, lentejuela y malla. Telón o luna de cartón. «Farolito que alumbra mi cultura despierta…».

Entonces, mi cuate, te arrellanas en tu asiento y descubres la influencia impecable del teatro Blanquita en el formato del programa de televisión «Siempre en Domingo».

Y es que el teatro Blanquita es el último heredero de esa forma del espectáculo que se destapó en tiempos de la revolución: María Conesa y compañía, pasando por El Panzón Soto, Mimí Derba, y demás rataplanes, para llegar a mediados de este siglo, antes de la era de la televisión y en pleno éxito radiofónico, al fervor del teatro de revista: Politeama, Iris, Follies, Margo, etcétera, y dentro de estos etcéteras van envueltos en celofán, con listones de colores: Agustín Lara, Rosita Fornés, Pérez Prado, Pedro Vargas, Palillo, Manolín y Shilinsky, y ya no le seguimos porque entonces nos va a dar pena: ¡Ay!, aquellos tiempos que ya no volverán.

Verdad, el país despegaba, se industrializaba, el cine mexicano vivía su «época de oro», el llamado renacimiento cultural mexicano se nutría y nutría a la cultura popular Diego Rivera, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Elías Nandino, Carlos Chávez y demás, o la usaban o los usábamos. Escribían sketchs para El Panzón Soto o componían música sinfónica. Participaban con alguna escenografía o le ponían diálogos a las películas o escribían algún comercial: «Remoje, exprima y tienda…» son los tres movimientos del quehacer de la cultura popular, y así, cómo, pus así, se nos deja venir la otra mitad de este siglo. Eso que dicen que es la generación que le da esa otra cosa que mencionan para parecer a la moda: la modernidad.

Entre tanto chillido de tanta criatura moderna se inaugura el teatro Blanquita, ya cuando todos los demás teatros de revista van de capa caída, y la avenida San Juan de Letrán ya no está tan de a tiro, todavía se oye el tacón dorado y llora el guitarrón, pero los desatados años sesenta preludian el yeah yeah y la noche de un día difícil. Pero ni así se hizo chiquito el teatro, duro y donde tope, sea inglés o francés, chico o grande José Alfredo sigue siendo el Rey y la Santísima Santanera es la Boa, y a Javier Solís le dicen el Loco, porque el mundo es así… Y el recinto de la carcajada y el meneíto se hacen a la medida del centro histórico: ni más ancho, ni más escalonado, como diría el poeta, justo en el centro.

Un tiempo mexicano va que vuela a Laredo y el otro se queda con Los Hermanos Carrión.

Ese tiempo baila en el California Dancing Club y se jetsetiza en el King Kong. Se sexualiza en el teatro Lírico y se desfoga en la Arena México: aspira a construir el Metro, el Estadio Azteca, la nueva Basílica de Guadalupe, el Museo Rufino Tamayo, y a ejelevializar Niño Perdido. Y la Zona Rosa quiere tener su esquina mágica: Génova y Hamburgo, con paraguas de Cherburgo. Quiero decir que Carlos Monsiváis se afilia al Partido Comunista y el Ratón Macías al PRI.

Así, los que nos movemos entre el libro de texto gratuito y la aspiración de ser psicólogos, comenzamos nuestra cultura del espectáculo con las revistas del Blanquita: Amalia Mendoza La Tariácuri (y no le pidan por favor Amarga Navidad, porque me hace llorar), Daniel Santos, El Jefe (vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me iré para la guerra…), Borolas (y ya llegué…), Julio Jaramillo (madre, afuera hay un hombre, dice que él es mi papá…), Chabela Vargas (ponme la mano aquí, Macorina), Carmen Salinas (me hablaste, güey…), Palillo (y su sketch de los güevos…) y a propósito, también andaban dando brincos Los Kaluriz y Los Imperio, hasta que poco a poco la nostalgia en pleno se apoderó de la marquesina, hasta que la provincia hizo la visita al teatro como una obligación turística.

Y ya Monsiváis metía la mano, y ya El Liri Liri Lon metía la mano. Y ya a Julio Castillo le daba por homenajear a José Alfredo, el del caballo del hocico sangrando, con un caballo blanco en vivo y a todo galope en pleno escenario, y Juan Ibáñez se inventaba una revista llamada Danzón y luego otra con Ofelia Medina como estrella principal llamada Mambo, puras hartas ganas de la chinita Margo Su por revitalizar el teatro de revista y ya luego como todo: nace, crece, se desarrolla, madura y va para abajo.

Y ahora, otro tiempo, pura pusmodernidad, y el teatro Blanquita, como hijo de la mala vida, terco como una mula, dale y dale al ingenio y al sentimiento popular, a la educación sentimental y al ¿qué me miras?, ¿soy o me parezco?