Diez
Diez
Una columna de polvo atraviesa el desierto por detrás de la vieja pero aún útil camioneta de Gay. En la caja al descubierto, atado a la parte trasera de la cabina, hay un bidón de gasolina con una bomba manual. El vehículo avanza dando tumbos por el pedregoso terreno cubierto de maleza, aplastando de vez en cuando el blanquecino esqueleto de alguna res abatida por el invierno.
Gay va al volante; Roslyn, sentada a su lado, lleva la perra en la falda, con el hocico apoyado en el hombro. Perce escupe por la ventanilla. Todavía tiene la nariz cubierta de esparadrapo. El sol los deslumbra. Avanzan dando tumbos, con el desierto de cara.
Roslyn advierte que la perra está temblando. La mira y luego se vuelve hacia Gay:
—¿Por qué tiembla?
—Suele pasarle cuando subimos por aquí.
De pronto el avión de Guido baja en picado sobrevolando el techo de la camioneta y lo ven alejarse frente a ellos en dirección a las montañas, en vuelo rasante, haciendo oscilar las alas como si saludara. Todos gritan sorprendidos. Gay lo saluda con la mano por la ventanilla y pisa el acelerador. En su rostro y en el de Perce aflora una súbita excitación, la perspectiva de la acción que empieza a fraguar.
La noche oscura cubre las montañas; es el final del crepúsculo, cuando la luz violeta se torna azul. Las estrellas caen a puñados salpicando el cielo. Las montañas, sólidas y misteriosas, aguardan. Delante de ellos, la hoguera arde en la oscuridad; es lo único que se mueve en derredor.
Los cuatro están sentados en torno al fuego. Cerca está la camioneta, y un poco más allá, el avión amarrado, ambos titilando a la luz de la luna y las llamas como dos monstruos intrusos descansando antes del ataque.
Hay un paréntesis en la conversación. Guido está contando una historia sin quitarle el ojo a Roslyn, sentada frente a él al otro lado de la hoguera. Roslyn recoge los últimos platos secos y los guarda en una caja de plástico. De pronto atiende absorta al relato. Gay está entretenido sacándole pulgas a la perra, y Perce escucha a Guido con atención, imbuido de respeto.
Guido levanta la vista al cielo.
—Esa estrella está tan lejos que, cuando su luz llegue a la Tierra, es posible que ya no esté allá arriba. —Mira a Roslyn—. Es decir, que sólo podemos ver las cosas como eran, nunca como son en el momento.
Habla Roslyn:
—Sabes mucho, ¿eh, piloto?
Perce sacude la cabeza.
Guido:
—Bah, la astronomía viene toda en los libros. Sólo es cuestión de leer.
Roslyn levanta la vista al cielo:
—Aun así, es fantástico tener conocimientos.
—Tú tienes algo mucho más importante.
—¿El qué?
Guido lanza una ojeada al cielo:
—Esa forma tan grandiosa de conectar con todo. Lo vives todo intensamente; lo que les pasa a los demás, te pasa a ti. Es una bendición ser así.
Roslyn se ríe:
—La gente me dice que son sólo nervios.
—Si no fuera por algunos nerviosos, los humanos seguiríamos comiéndonos los unos a los otros.
Gay, juntando las palmas de la mano de pronto, como limpiándoselas, interrumpe:
—Bueno, no sé vosotros los instruidos que pensaréis hacer, pero aquí los ignorantes se van a planchar la oreja.
Gay se levanta; cierta tensión entre él y Guido agudiza sus movimientos.
Roslyn vuelve a preguntar:
—¿Por qué tiembla la perra?
Gay mira al animal y luego echa un vistazo a las montañas:
—Habrá olfateado a esos caballos. Tienen que andar cerca, Guido.
Roslyn se ha inclinado hacia la perra para acariciarla. De pronto, el animal enseña los dientes y casi le muerde en la mano. Roslyn da un respingo, asustada.
Gay reacciona con una furia inmediata:
—¡Tonta de perra! ¡Ven aquí!
La perra se arrastra hacia él sobre el vientre y Gay le da un manotazo.
—¡No le pegues, no lo ha hecho adrede! ¿Alguna vez le ha dado una coz un caballo?
—No es de los caballos de lo que tiene miedo. —Miran todos hacia Guido, que adopta una pose categórica, como plantando cara—. Es de nosotros.
—¿Qué tonterías dices, Guido? Nunca he maltratado a esta perra. —Gay parece cada vez más furioso.
Guido, firme en su postura, desafiante:
—Es pura lógica, Gay. Ha subido aquí montones de veces, sabe perfectamente lo que va a pasar. Muchos de esos animales salvajes que rondan por ahí arriba mañana estarán muertos.
Un destello de asombro cruza el rostro de Roslyn. Los otros tres, sin embargo, parecen dar por sentado que Roslyn sabe a lo que han venido, y Guido prosigue:
—¿Quién le dice que no va a ser ella la siguiente? Los animales no son tan tontos como las personas, ¿no?
Gay despliega el saco de dormir de Roslyn junto a la hoguera.
—Toma, nena, aquí junto a la lumbre no pasarás frío.
Guido trajina con su saco. Perce, sin embargo, repara en el semblante de Roslyn.
Gay, al levantar la vista del saco de dormir, descubre que Roslyn no se ha movido, y que hay una extraña expresión de horror en su rostro.
Roslyn finalmente se vuelve hacia él.
—¿Los matáis?
—No, no, los vendemos a un tratante de ganado.
Roslyn, con un hilo de voz, está estupefacta, aunque en el fondo la noticia no la sorprende tanto:
—¿Y él los mata?
Gay habla con absoluta naturalidad, como exponiendo un hecho:
—Son lo que llaman carne de matadero, hacen pienso para perros con su carne. Ya sabes, esos piensos para perros y gatos que venden en las tiendas.
Roslyn se estremece. Gay se acerca a ella y le tiende una mano amablemente.
—Pensaba que lo sabías. Todo el mundo…
Roslyn retira la mano con delicadeza, lo mira fijamente a los ojos, atónita, se vuelve y se aleja en la oscuridad.
—… lo sabe.
Gay duda un momento y, luego, en gran medida también para ocultar su vergüenza ante Guido y Perce, agarra el saco de dormir de Roslyn y la sigue.
—Quizá sea mejor que duermas en la camioneta. Por si viene algún bicho…
Va detrás de ella en la oscuridad.
La encuentra al lado de la camioneta, arroja el saco de dormir a su interior y luego lo despliega sobre la caja trasera. Roslyn tiene los ojos desmesuradamente abiertos; tiembla ligeramente. Gay la vuelve hacia sí. Poco a poco, Roslyn levanta la mirada. En su rostro se aprecia la mezcla de estupefacción y angustia que la embargan, mientras en su interior forcejea con dos visiones opuestas de Gay.
—Duerme un poco. Venga. —Gay intenta ayudarla a subir, pero ella se lo impide con delicadeza; con la delicadeza suficiente para que note el miedo que le inspira. Lo mira como si lo viera por primera vez—. Nena, yo lo único que hago es cazarlos. Los vendo al tratante. Es lo que he hecho siempre.
Pero ella le sostiene la mirada.
—No tienes por qué mirarme así, nena. Ahora eres tú la que me mira como a un extraño.
La inminente amenaza de su desafecto le parte el corazón y la atrae hacia sí con una exclamación sofocada.
—¡Nena! —La aparta para verle la cara.
—Yo…, yo creía que…
—¿Qué?
—Que eran para montar, o…
—Claro, como que lo eran… sobre todo para regalárselos a los niños por Navidad. Porque son caballos pequeños de tamaño, a los niños les encantaban. Pero —casi sonríe— hoy día los niños usan motocicletas. También solían venderse mucho para cría; el cruce con un mustang mejora mucho la raza.
Roslyn empieza a prestar oído, a percibir el dilema en el que el propio Gay se halla atrapado.
—Cuando empecé en esto, muchos se usaban para labranza. La sangre de los mustang tiraba de todos los arados del Oeste; los colonos no podrían haberse instalado en estas tierras si alguien no se hubiera ocupado de cazarles los mustang. Pero…, pero todo cambió, ¿entiendes? Yo hago lo que he hecho siempre. Fueron ellos los que…, los que cambiaron las cosas. En aquellos tiempos no existía comida enlatada para perros. Era…, era un trabajo decente, nena, un trabajo de hombres, un trabajo que sé hacer bien. Y yo quería que vieras lo que sé hacer. —Sonríe—. Aparte de haraganear por casa moviendo muebles.
—Pero ahora los matan.
Gay calla, sin saber qué responder.
—Tú…, tú sabes que eso no está bien, ¿verdad? Dices todo eso, pero sabes que no está bien.
Roslyn le hace sentirse culpable, y Gay no puede cargar a solas con ese peso.
—Nena, si no lo hiciera yo, lo haría otro. Siempre hay gente por aquí cazando.
—¡A mí qué me importa lo que hagan los demás!
—Esta noche bien que te has comido un bistec, ¿verdad? Y bien que has…
Roslyn se tapa los oídos.
—¡A mí qué me importa!
—Bien que has comprado comida para mi perra, ¿verdad? ¿Qué crees que había en esas latas?
—¡No quiero saberlo!
—Nena, para que algo viva, algo tiene que morir.
—¡Calla!
Roslyn sube a la camioneta, se mete en el saco de dormir, se vuelve de medio lado y se tapa los ojos con las manos. Gay titubea un momento; luego sube de un salto a la parte trasera de la camioneta y se sienta a su lado. Sabe que ya casi la ha perdido para siempre; sólo el evidente tormento que la acosa lleva a Gay a pensar que la despedida no será fácil para ella.
Finalmente se dirige a su rostro escondido:
—Roslyn, tú y yo nunca nos hemos engañado. Sabes muy bien que no deseo perderte. Pero tienes que poner un poco de tu parte. Porque no puedo hacer como si esto fuera tan tremendo como lo estás pintando. Lo único que sé es que, si no, lo que queda es trabajar a jornal; aquí arriba soy dueño de mí mismo. Eso era lo que te gustaba de mí, ¿no?
El silencio se prolonga.
—Lo que me gustaba era que fueras un buen hombre.
—Y no he cambiado.
—Sí que lo has hecho. Esto lo cambia todo.
—Nena, un buen hombre puede matar.
—¡No es verdad!
—Bueno, pues si tan mal te parece, puede que tengas que aceptar un poco de malo con lo bueno o te pasarás el resto de la vida huyendo.
Roslyn se vuelve de pronto hacia él con los ojos llenos de lágrimas:
—¿Acaso hay algo por lo que merezca la pena dejar de huir? ¡Eres igual que todos!
Rompe a llorar desengañada, tapándose la cara. Él enseguida posa una mano sobre ella.
—Sí. Puede que todos seamos iguales. Tú misma también. —Roslyn aparta las manos de la cara y hace ademán de incorporarse sobre los codos, indignada. Gay añade, de nuevo con voz serena—: Uno empieza haciendo algo, sin mala intención, algo que le parece de lo más natural, y llega un momento en que la cosa cambia y se convierte en algo malo. Como bailar en un club nocturno. Tú empezaste en eso sólo porque te gustaba bailar, ¿no? Y luego resulta que poco a poco acabas descubriendo que al público no le interesa lo bien que bailes, que cuando te miran con los ojos salidos están pensando en otra cosa muy distinta. Y lo convierten en algo feo, ¿no?
Los recuerdos disuelven la ira de Roslyn, y se reclina.
—También yo podría haberte mirado por encima del hombro, haberte visto como a una chiquita cualquiera que se exhibe en clubs nocturnos a tanto la noche. En cambio, me quité el sombrero ante ti. Porque yo sí soy capaz de distinguir.
Los ojos de Roslyn buscan su mirada. Gay tiende la vista hacia las montañas.
—Éste…, éste es mi baile, Roslyn. Y si los demás lo han convertido en otra cosa distinta, pues… Ni tú ni yo podemos cambiar el mundo. Si cazo esos caballos es para poder seguir siendo libre. Sólo por eso.
—¿De verdad…, de verdad te quitas el sombrero ante mí?
Gay se inclina y la besa en los labios.
—¡Lo dices de corazón! ¿Verdad? ¡Oh, Gay!
Se abrazan en silencio. Gay baja de la camioneta. Con ojos atribulados se inclina hacia ella, lleva los labios a su boca y Roslyn lo estrecha con fuerza.
Gay se incorpora y le acaricia los párpados. Luego va hacia la hoguera, que está empezando a apagarse, se sienta sobre el saco de dormir y se quita las botas. Perce y Guido están acostados en sus sacos, cerca de la lumbre. La perra se acerca a él y se tumba, y Gay masculla, antes de meterse en el saco:
—Tonta de perra, vergüenza debería darte.
Guido, dentro del saco, se vuelve hacia él:
—Si quieres, mañana la llevo a casa en el avión.
Gay se limita a mirarlo con una suspicacia instintiva, todavía inconsciente:
—Ya me extrañaba a mí que quisiera venir…
Perce lanza un cigarrillo a la lumbre.
—Roslyn lleva mucha razón. Bien pensado, no tiene mucho sentido la cosa. Por quince caballos…
Gay deja escapar un suspiro:
—No os preocupéis por ella. Ya lo va aceptando.
Gay se acuesta de lado. Junto a él, la perra está tumbada con la cabeza apoyada sobre las patas, y la luz de las llamas centellea en sus ojos. Tiene la respiración todavía jadeante, entrecortada.
Gay le dice en voz muy baja:
—A ver si te tranquilizas de una vez. Todo el mundo haciendo escenitas…
Nadie se mueve. Fuera del círculo de luz, la tierra está desierta. En la oscuridad centellean los ojos del perro, mirando parpadeantes hacia las montañas y los animales todavía invisibles que van a morir.