Tres
Tres
La ranchera de alquiler de Roslyn circula a toda velocidad por una carretera recta e interminable, a unos cuatrocientos metros por detrás de Gay, que va en una camioneta con ya diez años de antigüedad. A excepción de los dos vehículos, la carretera está desierta. A ambos lados del asfalto se alzan las peladas montañas de Nevada, macizo tras macizo. De vez en cuando, alguna que otra pista de tierra se adentra serpenteando en ellas, suscitando el sorprendente pensamiento de que quizá desemboque en algún lugar habitado. No hay viviendas a la vista; sólo alguna cerca esporádica indicando que al otro lado hay ganado pastando de vez en cuando. Las montañas se alzan al frente como torsos de enormes gigantes; ante el ojo que pasa a toda velocidad, sus ondulantes cimas oscilan como si la tierra respirara silenciosamente. El sol de mediodía proyecta manchas rojas, como heridas, sobre su superficie, un repentino rubor purpúreo en una, un rosa pálido en la siguiente, un reflejo parduzco en la de más allá. Pese al runrún de los motores, la tierra parece sumida en un silencio imperturbable, un silencio que crece en la mente hasta convertirse en una voz muda.
Roslyn, que va al volante con Isabelle al lado, aparta una y otra vez la mirada de la carretera para contemplar las grandes y romas colinas. Su mirada es introspectiva, sus ojos se agrandan con cierto respeto.
Habla Roslyn:
—¿Qué hay detrás de ellas?
—Más montañas —contesta Isabelle.
—Y ese olor tan maravilloso, ¿qué es? Huele como a un perfume verde.
—Artemisa, bonita.
—¡Ah, claro! ¡Sólo la había olido en frasco! —Entre risas—: Oh, Isabelle, qué hermoso es todo esto, ¿verdad?
Isabelle percibe el entusiasmo de Roslyn:
—Más vale que te prevenga sobre los cowboys, hija.
Roslyn ríe afectuosamente.
—¡Hay que ver cuánto te preocupas por mí!
—Eres demasiado ingenua, hija mía. Los cowboys son los últimos hombres auténticos que quedan en el mundo, pero son menos de fiar que un zorro hambriento.
—Pero ¿y si no hay otra cosa? En el fondo de los fondos, me refiero. ¿Tú crees que yo soy de fiar?
—Supongo que lo serías si tuvieras a alguien con quien serlo.
—Ya no lo sé. Quizá no haya que creer en nada de lo que nos dicen los demás. Quizá ni siquiera sea justo con ellos.
—En fin…, a mí no me preguntes, hija. Este mundo y yo siempre hemos sido extraños el uno para el otro…, en el fondo, quiero decir.
Se quedan en silencio. Las montañas y sus tonalidades surcan los ojos de Roslyn.
Un trecho por delante, Guido va conduciendo la camioneta. A su lado, Gay dormita con el sombrero calado sobre los ojos.
—No he oído lo que el tipo le ha dicho —dice Guido, y mira de reojo a Gay buscando corroboración—, pero me ha dado la impresión de que era ella quien lo había dejado a él. Al marido. —Guido espera, pero Gay no abre la boca—. No acabo de entender a esa chica, ¿sabes? A veces parece una inocentona, como si se hubiera caído de un guindo. Igual que una cría. Pero lo mismo él descubrió que se la estaba pegando, ¿no? —Gay guarda silencio—. Un pedazo de hembra, ¿eh?
—Sí. De primera.
Guido va a decir algo, pero mira de reojo a Gay y decide dejarlo dormir. Prosiguen viaje en silencio. Adelantan a dos indios, a lomos de sendos caballos pintos, que van cabalgando lentamente a su derecha siguiendo a una pequeña manada de reses. Guido reduce la marcha, asoma la cabeza por la ventanilla y hace una señal a Roslyn con la mano. Abandona la carretera y toma por una pista de tierra, sin dejar de echar ojeadas por el retrovisor.
Siguiéndole, Roslyn se adentra entre la polvareda y las matas de artemisa, en dirección a las montañas. Al rato ya están ascendiendo el vientre de una colina. Serpentean cuesta arriba, por un camino cada vez más pedregoso y de curvas más pronunciadas. Los peñascos desgajados de la roca fuerzan la sinuosidad de la senda. Atraviesan una cañada y luego suben por un desfiladero cuyos flancos ocultan prácticamente el cielo. De buenas a primeras, al otro lado del desfiladero aparece una casa; Roslyn aparca detrás de la camioneta y los motores se apagan.
Las dos mujeres se apean de la ranchera, mirando la casa. Gay y Guido se acercan a ellas. Una nubecilla de polvo parduzco se aleja flotando lentamente. Por un instante, la súbita aparición de la deshabitada vivienda impone su silencio sobre ellos.
Un aire extraño, casi fantasmal, emerge de la casa, una construcción de una sola planta y estilo bastante moderno. Sus ventanas dan a una pendiente que cae en abrupto declive en dirección a la carretera, no visible desde allí, y al siguiente macizo de montañas que se alzan más allá. En la inmensidad del paraje, parece tan tremendamente solitaria como un barco varado.
La casa está sin terminar. Se ven paneles negros de revestimiento sintético sobre los que tendrían que haber ido los tablones de madera, tirados en el suelo formando una pila, blanquecina y castigada por la intemperie, entre la que se enredan las campanillas silvestres. El tejado a dos aguas está cubierto sólo en parte, hay una zona bastante amplia por debajo de la cual todavía asoma la tela asfáltica negra. Hay caballetes cubiertos de maleza y artemisa. En un ala de la casa a medio construir se eleva un entramado de puntales y vigas, y pequeños matojos de artemisa brotan por los cimientos. La impresión general es de abandono, como si la obra hubiera quedado paralizada por una repentina catástrofe o se hubiera dejado inconclusa caprichosamente para correr de repente en pos de otra idea. No es una granja, tampoco un rancho; la única razón evidente de su presencia allí es la espléndida panorámica que se domina desde ese emplazamiento. Aunque alguien con posibles como para edificar por un motivo así difícilmente habría concebido una casa tan convencional y de tan reducidas dimensiones.
A Roslyn, sin embargo, esa misma inutilidad le resulta en cierto modo poética, como la manifestación física de un anhelo insatisfecho:
—¿Por qué no está terminada?
Guido contesta crípticamente:
—Resiste a las inclemencias del tiempo. Venid, pasad adentro.
Los hace entrar por la puerta lateral. Se detiene antes de que traspasen por completo el umbral y se vuelve hacia Roslyn, palmeando la guata negra de aislamiento entre el entramado abierto de un tabique.
—Aislada.
Roslyn hace un gesto de asentimiento, sin saber exactamente a qué se refiere, y Guido se adentra en la sala de estar. Con un amplio ademán del brazo, anuncia:
—Sala de estar —y Roslyn asiente de nuevo, mirando el completo surtido de muebles, desde la butaca de cuero con respaldo reclinable hasta el sofá-cama, los sucios cristales de las ventanas sin cortinas, los tramos de pared forrados con listones de nudosa madera de pino y los que no son aún más que puntales pelados, las polvorientas mantas indias tendidas sobre el sofá. No hay humedad, pero lo parece. La luz entra tamizada por el polvo que cubre las ventanas.
Guido abre una puerta y, apoyado contra la jamba, la invita a echarle un vistazo.
—Éste iba a ser otro dormitorio.
Roslyn asoma la cabeza y ve el entramado de puntales de madera que conforman esa ala de la casa. El sol le da de pleno en la cara e ilumina la tierra que se entrevé por las vigas del suelo, aún sin pavimentar.
—¡Incluso está bonito tal cual!
Animado, Guido va rápidamente hacia el ventanal de tres hojas que hay enfrente.
—Vista panorámica.
—¡Oh!
Pero al acercarse a mirar, Guido no ve más que un cristal grisáceo y corre presuroso a abrir la puerta de la entrada.
—Mirad esto.
Seguida por Gay e Isabelle, Roslyn se detiene en el umbral y baja la vista hacia el mar de montañas que se pierden en la distancia.
—Dios mío, es una cordillera inacabable.
—Venid a ver el cuarto de baño. —Guido la agarra del codo y Roslyn cruza la sala de estar tras él. Al pasar por delante de la chimenea, Guido la toca y alza la vista siguiendo su tiro hasta el techo—. La chimenea.
Roslyn asiente con la cabeza.
—Obra vista —observa.
—La cocina.
Roslyn entra en la zona de la cocina y se fija en la araña que hay dentro del fregadero y en la caja de copos de jabón, arrugada por la humedad, que alguien ha dejado sobre el fogón.
—Nevera de gas. —Guido abre la puerta del congelador y ella se asoma. El orgullo que gobierna sus movimientos atrae a Roslyn. Guido cierra la nevera y atraviesa una puerta, rápidamente, como temiendo que Roslyn pierda interés.
—Alicatado.
En el cuarto de baño, Roslyn observa las baldosas. Guido va hacia otra puerta, la abre y Roslyn se coloca a su lado.
—Y aquí está la habitación de… —Se interrumpe al ver una foto de boda con un recargado marco sobre el cabecero de la cama. Dos rosarios cuelgan de él—. De matrimonio. Aquí murió mi mujer.
—Oh, lo siento. —Roslyn echa un vistazo al desangelado dormitorio: una cama de matrimonio, una cómoda, una ventana, un muro de contrachapado sin pintar. En la foto, misteriosamente, parece que ni el rostro de Guido ni el de su mujer tuvieran edad, como si no hubiera pasado el tiempo. La tristeza embarga a Roslyn, y al mirar hacia la cara de Guido a su lado, vislumbra por primera vez el secreto tormento que hay tras sus ojos.
—Faltaba ya poco para que saliera de cuentas —cuenta Guido—. Yo estaba colocando el sombrerete de la chimenea cuando… dio un grito, y eso fue todo.
Pregunta Roslyn:
—¿No pudiste avisar al médico?
—No la vi tan mal. Para colmo, se me había pinchado una rueda y no tenía de repuesto. En fin, una mala pata tras otra. A veces pasa.
—Sí, ya sé. ¿Y ya no podías seguir viviendo aquí?
Guido, sorprendido ante el derroche de comprensión, se deja arrastrar por la tentación de cultivarla. No obstante, se aprecia en él cierto temor a la burla, y se dirige a ella con cautela y delicadeza.
—Nos conocíamos desde los siete años.
—Deberías buscarte otra chica.
Guido, con un leve deje de condescendencia ante la sugerencia:
—No sé yo. Estar con otra persona me parece digamos que…, no sé, imposible. No era como las demás. Daba igual lo que yo hiciera, ella siempre estaba de mi lado, nunca se quejaba de nada.
Roslyn percibe la injusticia de esa declaración y amaga una risita.
—Quizá fuera eso lo que la mató. —Rápidamente, viendo que Guido se ha ofendido—: Quiero decir que, de vez en cuando, no viene mal quejarse. —Pero Guido no lo entiende, y Roslyn, buscando ligereza, a la par que indulgencia, se cuelga de su brazo y hace ademán de sacarlo de la habitación—. ¡Vamos! ¡Enséñame el resto de la casa! ¡Es preciosa!
Salen a la zona de la sala de estar. Gay está repantigado en el sofá; Isabelle levanta en alto una manta india para examinarla.
Habla Roslyn:
—¿A que esto es precioso, Iz?
Isabelle:
—Para que fuera perfecto alguien tendría que salir al coche a por la botella de whisky que servidora ha comprado con su dinero.
Guido:
—¡Uy, es verdad! —Encantado de cambiar de tercio, va hacia el umbral y sale al exterior de un salto, necesariamente, puesto que no hay escalón.
Roslyn deambula por la sala, tocando cosas.
—Hay vasos en la cocina, Isabelle —dice Gay—. Yo estoy que no me tengo de cansancio.
—No, querido, a ti lo que te pasa es que eres un cowboy. Y un cowboy no levanta el trasero a menos que le esté cayendo un chaparrón encima.
Él le ríe la broma mientras Isabelle va hacia la zona de la cocina. Gay se vuelve hacia Roslyn, que se ha detenido ante un sucio cristal para contemplar la vista. La mira de arriba abajo, el trasero, las piernas.
—¿Qué?, ¿demasiado agreste para ti, Roslyn?
Una especie de suspense ensimismado emana de ella:
—Oh, eso no me importa.
—Tendrías que haber visto a su parienta. Ayudaba a verter el cemento, a martillear clavos. Buena gente, la mujer.
Roslyn mira alrededor como si quisiera que las paredes le devolvieran su recuerdo:
—Y ahora está muerta… Porque él no tenía rueda de recambio.
—En fin, así es la vida.
Sus miradas se encuentran; en la de Roslyn hay contrariedad por esa réplica contra su verdadero sentir.
—Pero también puede no serlo, no lo olvides. —La inamovible resolución de Gay la hace sostenerle la mirada un momento, hasta que al cabo, a su pesar, una leve gratitud cruza su semblante.
Guido sube el tranco de un salto y entra en la sala de estar con una pequeña bolsa de papel llena de comestibles y una botella. Los mira a los dos y a Isabelle, que está secando los vasos en el pañuelo del cabestrillo, y dice, alzando la voz:
—¡Es una alegría ver a gente en casa! Venga, amigos, a beber. —Va hacia Isabelle, que está en la zona de la cocina—. Pondré en marcha la nevera. Hace hielo en un momento.
—¡Hielo! —exclama Isabelle a través del entramado de vigas en dirección a Roslyn—. ¿Tanto tiempo nos vamos a quedar?
—No sé…
Inconscientemente, Roslyn mira hacia Gay como esperando que sea él quien lo decida, y él responde ante su vacilación:
—¡Pues claro! ¿Dónde íbamos a estar mejor? ¡O en mejor compañía!
—¡Hecho! —Roslyn ríe.
—¡Así se habla! —Gay alza la voz en dirección a la cocina—: ¡Pon en marcha ese hielo, muchacho!
Isabelle entra en la sala de estar, con unos vasos en una bandeja, y Gay salta del asiento para ayudarla y asir la botella que lleva encajada en el cabestrillo. Él mismo sirve el whisky.
Habla Gay:
—Venga, que corra, a ver si logramos que el desierto eche flor.
Isabelle:
—Que corra, pero pasito a pasito. No tenemos más que una botella.
Gay sujeta a Roslyn por la muñeca y le pone el vaso en la mano.
—¡Venga, toma! Métete esto entre pecho y espalda y verás cómo te sienta.
Roslyn le sonríe, animada por su insistencia.
Guido entra en la sala y toma un vaso.
—Venga, ¡a sentarse todos! Pongámonos cómodos.
Roslyn se sienta en el sofá, e Isabelle a su lado. Ellos, en unas sillas.
Guido se dirige a Roslyn, muy esperanzado:
—Bueno, me alegro mucho de que os guste la casa.
—Pues, brindemos por Nevada, el estado «vertedero» —propone Isabelle.
—¿El estado qué? —pregunta Roslyn.
Prorrumpen todos en risas.
—El estado «vertedero». ¿Que quiere jugarse el dinero? Pues venga a dejárselo aquí. ¿Que tiene una esposa que quitarse de encima? Aquí se la quita de encima. ¿Una bomba atómica de sobra? Suéltela aquí, que a nadie le va a importar un comino. El eslogan de Nevada es: «Aquí no le hacemos ascos a nada, ¡pero luego no nos vengan con cuentos si las cosas les desaparecen!».
Gay replica:
—¡Ay, cuánta razón llevas!
—¿Cómo es que tú no te volviste a tu tierra, Isabelle? —quiere saber Guido—. Viniste aquí para divorciarte, ¿no? En un principio.
Isabelle da un trago, mira cohibida a Roslyn:
—Si te digo la verdad, no era lo bastante guapa como para volverme.
—¡Oh, Isabelle! —exclama Roslyn.
—Es verdad, nena. La belleza es útil en todas partes, pero en Virginia es una necesidad. Casi hasta para sacarse el carnet de conducir. A mí me encanta Nevada. Fijaos que aquí ni siquiera hay horarios de comida. Nunca había conocido a tanta gente que no tuviera reloj. Puede que tengan dos mujeres, pero relojes ni uno. ¡Benditos sean!
Roslyn, relajándose, reclina la cabeza en el sofá mientras los demás beben. Han aflojado el ritmo. Las risas se disipan.
Habla Roslyn:
—¡Qué silencio hay aquí!
Repanchingado, Gay dice con manifiesta seriedad:
—El sonido más bello que existe.
Todos dan un trago. Un silencio celestial se ha adueñado de la sala.
—A unos ocho kilómetros de aquí hay una tienda india… —dice Guido, y Roslyn lo mira sin comprender—, por si hay que hacer alguna compra. Comestibles, de todo un poco. En caso de que decidas quedarte un tiempo.
Gay habla con franqueza, sin tapujos:
—Yo estaría dispuesto a echarte una mano con las obras. Si quieres.
Roslyn da otro trago y se levanta del sofá. Los demás la observan mientras se dirige, ensimismada, hacia una estantería medio vacía. Incapaz de soportar el silencio, se vuelve hacia los dos hombres:
—¿Podríamos encender la chimenea?
—¡Faltaría más! Tira de maravilla. —Guido salta del asiento y apila la madera en el hogar. Levanta la vista hacia Roslyn y amaga una sonrisa, agradeciendo poder complacerla.
Ella le sonríe también, abstraída, y cuando aparta la mirada de Guido, repara en que Gay ha estado observando el silencioso contacto entre ambos. Sonríe a Gay y él la mira con intensidad, sin rebozo.
—A lo mejor conocen a tu amigo —dice Roslyn a Isabelle. Y a los hombres—: ¿Conocéis a un tal Andy?
—¿Andy qué más? —pregunta Gay.
—¡Déjalo, niña! —le pide Isabelle—. A los hombres no se les puede buscar.
—¿Qué pasó?, ¿echó a volar? —quiere saber Gay.
—Bueno, no exactamente. Lo que hizo fue no volver. —Isabelle se ríe de sí misma—. ¿Andy Powell? ¿Alguna vez…?
—¡Claro! Uno que es manco. ¿Al que a veces llaman Andy «el Tontainas»?
Isabelle, un tanto ilusionada a su pesar, se echa a reír:
—¡El mismo!
Roslyn, albergando esperanzas por Isabelle, le pregunta a Gay:
—¿Dónde está?
—El mes pasado precisamente lo vi en el rodeo.
—¿Podrías localizarlo si…?
—Hija mía —Isabelle interrumpe a Roslyn—, a ver cuándo te convences de que las cosas no se pueden cambiar.
Un desconcertante torrente de protestas enciende el rostro de Roslyn:
—Pero si se puede hacer algo…, yo no sé qué hacer, ¡pero si lo supiera, lo haría!
Roslyn repara de pronto en que los tres la miran en silencio, como si los hubiera desafiado sibilinamente. El interés de Gay se ha avivado; Isabelle se siente un tanto avergonzada e inútil; a Guido el arrebato lo ha dejado un tanto asustado, pero también atraído por ella. Y Roslyn, viendo que ninguno de los presentes ha comprendido lo que verdaderamente pretendía decir, añade, casi entre risas:
—¿Hay algún tocadiscos o alguna radio en la casa? Vamos a poner música.
Habla Guido:
—No hay luz.
Roslyn:
—¿Y la radio del coche?
Gay:
—Qué feliz ocurrencia. ¡Pon esa radio, Guido!
Guido:
—Tú siempre tienes ideas, ¿eh?
Ilusionado, Guido va rápidamente hacia la puerta y sale de un salto.
Gay:
—¿Otra copa, Roslyn? Para que no se enfríe la primera.
Roslyn:
—Con mucho gusto.
Fuera, se oye el motor del coche arrancando. Con un vigor extrañamente juvenil, Isabelle se pone en pie y va hacia la cocina.
—Creo que me voy a hacer un bocadillo. ¿Alguien quiere uno?
—Bueno —acepta Roslyn.
Isabelle entra en la zona de la cocina. Gay, cerca de Roslyn, le llena el vaso y dice, en tono confidencial:
—Espero que te quedes por aquí. ¿Hay alguna posibilidad?
El semblante de Roslyn se ve invadido por una tristeza rayana en un extraño desamparo.
—¿Por qué? ¿Qué más daría?
—Puede que con el tiempo no diera lo mismo en absoluto.
Roslyn lo mira con ojos inquisidores, abiertamente, y él no elude su mirada. Fuera, en la radio del coche, suena música de jazz. Oyen que el motor se apaga. Gay lleva una mano a su brazo.
—¿Bailas?
—Bueno.
Gay la atrae hacia sí. No es mal bailarín. Guido entra en la sala de estar y la escena lo pilla un tanto desprevenido.
Roslyn se dirige a él por encima del hombro de Gay:
—¡Gracias! Iz, ponle otra copa. Es una casa muy bonita, Guido.
Isabelle sale de la zona de la cocina. Guido pasa junto a la pareja y finge interesarse por el fuego. Un pensamiento rápido, calculador, cruza su rostro, iluminado por la luz de las llamas.
Isabelle, mientras prepara los bocadillos con una sola mano, exclama:
—¡No bailas mal, cowboy!
—¿Eh?, ¿por dónde me llevas? —dice Gay.
Roslyn está bastante achispada; su cuerpo se mueve con mayor libertad:
—Relájate. Acompaña a tu pareja, no luches contra ella.
—Pero si no estoy luchando.
Roslyn se aparta e intenta bailar un lindy hop con él. Gay se mueve con torpeza, pero asombrado de sí mismo.
—¿Se puede saber qué hacéis? —pregunta Guido, que, al igual que Isabelle, los observa con sonrisa intrigada. Guido da un largo trago; una competitiva tensión brota en su interior.
Isabelle se dirige a Guido con callado orgullo:
—Daba clases de baile, ¿sabes? Antes de casarse.
—¡No me digas! ¿En un salón de baile?
—Algo por el estilo, supongo.
Al conocer ese dato, Guido vislumbra una posible afinidad entre ambos, y se interpone entre ella y Gay.
—¿Y el dueño de la casa, qué? —Con delicadeza, a Gay—: Hazme sitio, ¿eh, amigo?
—¡Ojo con esos hermosos piececitos!
Guido mira de frente a Roslyn, con los ojos chispeantes y una familiaridad casi ridícula en la sonrisa.
—¡Bah, ella sabe perfectamente cómo apartarse! ¡Vamos!
Guido da una palmada y los deja a todos boquiabiertos marcándose un enérgico lindy hop. Roslyn lo sigue al instante, con alegría. Se sujetan, se separan, bailan espalda con espalda, y Guido consigue hacerle sacar lo mejor de sí misma.
—¿Dónde diablos has aprendido, piloto? —le dice Gay, y luego a Isabelle—: ¡Ahora me entero de que sabía bailar! —En voz alta—: ¡Mira tú el piloto, qué escondido lo tenía!
Termina la canción, con Guido muy arrimado a Roslyn en el último compás, y en el silencio que sigue, ella lo aparta de buenos modos pero con firmeza, aunque sonriendo, y desasiéndose con una expresión que refuta la fácil victoria que se refleja en los ojos de Guido.
—¡Tendríais que montar un número los dos! ¡Qué arte, Roslyn! —exclama Gay.
—¡Buf! —Jadeando, cada vez más achispada, Roslyn se dirige tambaleante hacia la puerta de la calle. Por la radio suena otra canción. Guido se acerca a ella, la toma por la cintura y la vuelve hacia sí, tomándose confianzas.
—Venga, guapa, que ésta es buena. Hacía años que no bailaba.
Bailan, cada vez más acompasados. Al rato Roslyn le pregunta:
—¿Tu mujer no bailaba?
—Como tú, no. No tenía… gracia.
Roslyn, pegada todavía a él, levanta los ojos para mirarlo a la cara.
—¿Y tú por qué no le enseñaste?
—Eso no se aprende.
—¿Tú qué sabes? Quiero decir, ¿cómo lo sabes?
El imprevisto giro del pensamiento de Roslyn deja anonadado a Guido. El rencor le ensombrece el semblante.
—¿Ves? ¡Se murió sin saber lo bien que bailas! No es culpa de nadie, pero hasta cierto punto —Roslyn sostiene el pulgar y el índice en alto, separados apenas unos milímetros—, quiero decir que sólo hasta cierto punto, puede que fuerais unos desconocidos el uno para el otro.
Herido, con un tono rayano en el desprecio, Guido replica:
—No me apetece hablar de mi mujer.
Dicho lo cual, deja de bailar.
Roslyn lo ase del brazo. La música sigue sonando; ella está ya muy bebida y una profunda aflicción aflora en su rostro.
—¡Oh, no te enfades! Lo que pretendía decir es que si la querías podrías haberle enseñado lo que fuera. Porque todos nos tenemos que morir, ahora mismo de hecho nos estamos muriendo, ¿no? Cada minuto mueren montones de maridos y mujeres, sin que se hayan enseñado el uno al otro lo que en realidad saben. —Roslyn advierte el desconcierto de Guido y adopta un tono suplicante—. Con lo buena gente que eres, Guido. —Roslyn se aparta el pelo de los ojos para borrar la imagen del semblante resentido de Guido—. ¡Necesito aire! —Se vuelve rápidamente hacia la puerta principal, dispuesta a salir.
Gay salta presuroso del sofá y la detiene antes de que se caiga en el tranco. Isabelle sale corriendo detrás de él.
—Mejor que te eches un rato, nena —le recomienda Gay.
Isabelle añade:
—Venga, vámonos a casa. Ayúdala a bajar, cowboy.
—No, si estoy bien, sólo… —Roslyn va de nuevo hacia la puerta.
Guido salta al otro lado del umbral, y Roslyn cae en sus brazos, de pie. Está mirándolo a la cara, riendo, sorprendida de la súbita caída, cuando él le planta un beso en toda la boca, estrechándola contra sí. Roslyn se zafa dándole un empujón.
Arriba en el umbral, Isabelle exclama en alto con voz temerosa:
—¡Ayudadme a bajar! ¡Métete en el coche, Roslyn!
Guido recula, propulsado por el empujón de Roslyn, y se aparta tambaleante. Roslyn, sola por un momento, mira a su alrededor. El jazz sigue sonando por la radio del coche. Se lanza a una danza en solitario entre la maleza, con pasos delicados y melancólicos, y al llegar a un majestuoso árbol, se detiene y luego se abraza a él, apretando la cara contra el tronco.
Guido, Isabelle y Gay la observan juntos desde el umbral de la casa, desconcertados. Guido, todavía molesto, hace ademán de ir hacia ella, pero Gay lo detiene. Gay se adentra entre la maleza en dirección al árbol e intenta girarla por el hombro con delicadeza, pues tiene la cara escondida bajo el brazo. En cuanto la toca, Roslyn vuelve la cara hacia él y, asombrosamente, ríe feliz y contenta. Gay esboza una sonrisa, pero está perplejo.
—¡Estabas preocupado por mí! —se sorprende Roslyn—. ¡Eres un encanto!
—No quería que te partieras tu bonita crisma.
Le pasa el brazo por la cintura y ella se deja conducir a la ranchera, aparcada junto a la baqueteada camioneta de Gay. Con la puerta abierta del vehículo, Gay se vuelve hacia Guido, con intención de decir algo, pero Guido lo interrumpe:
—Adelante, llévala tú, ya cojo yo tu camioneta.
Gay la ayuda a subir y Roslyn dice:
—No, no dejes a Guido solo, Iz… Móntate con el pobre Guido. —Disculpándose, en dirección a Guido, dice—: ¡Es una casa preciosa, Guido!
Gay se sienta al volante.
Los dos vehículos emprenden el descenso por la pedregosa pista de tierra en dirección a la carretera, la camioneta abriendo el camino. En el interior de la ranchera, Roslyn, sentada sobre una pierna, roza casi con el pie la cadera de Gay. Se encuentra en esa momentánea fase de calma posterior a una súbita tormenta, contemplando con mirada vidriosa las montañas que se alzan a ambos lados de la carretera. Se vuelve hacia el perfil de Gay; su rostro parece reflejar una calma, una ausencia de incertidumbre que destila bondad, un interés auténtico que Roslyn agradece.
—No pretendía herir sus sentimientos. ¿He herido sus sentimientos? —le pregunta Roslyn.
—Lo que está claro —dice Gay, muy sonriente— es que has conseguido que se soltara el pelo el muy tunante, menuda sorpresa. —Se echa a reír—. ¡Hay que ver lo cómico que estaba bailando así! —y suelta una risotada.
Han llegado al arranque de la pista de tierra. La camioneta ya ha accedido a la carretera, girado y continuado camino. Gay detiene ahora el vehículo, mira a derecha e izquierda por si viene alguien, y sus ojos se posan en Roslyn; ella lo está mirando inquisitivamente, con un atisbo de sonrisa todavía en el semblante.
—Eres toda una belleza. Es…, es casi un honor ir sentado a tu lado. Me deslumbras. —Ella ríe por lo bajo, sorprendida—. Hablo de corazón, Roslyn. —Pone el freno de mano y se vuelve hacia ella—: ¿Por qué estás tan triste? Creo que eres la chica más triste que he conocido en mi vida.
—Y tú el primer hombre que me dice eso. Normalmente me toman por una persona muy alegre.
—Porque das alegría a los hombres, eso es todo.
Gay intenta abrazarla; ella se resiste con delicadeza.
—Yo no siento lo mismo por ti, Gay.
Gay, en cierto modo complacido, le levanta la barbilla.
—Bueno, no te desanimes, nena…, ¡puede que algún día quizá sí lo sientas! Oye, ¿por qué no pruebas y te quedas a vivir aquí una temporada? Mira, a veces cuando uno no sabe por dónde tirar, lo mejor que puede hacer es no moverse…, además, te aseguro que aquí tendrías algo que no se encuentra en todas partes.
Roslyn le pregunta con la mirada.
—Puede que uno no valga gran cosa en ciertos aspectos, pero lo que sí soy es un buen amigo.
Roslyn le dice, tocándole la mano:
—Gracias.
Gay, alentado, arranca el coche y mete la marcha:
—Te llevo a Reno si quieres, y recoges tus cosas… —Gay avanza ya por la carretera, con creciente urgencia—. Prueba una semana, y ves qué tal.
Circulan un rato en silencio.
—¿Te han contado alguna vez la historia del hombre de ciudad que estaba de paso en el campo? Y ve a un granjero sentado en su porche y le pregunta: «Caballero, ¿sabría indicarme cómo regresar a la ciudad?». Y va el granjero y le dice: «No». Y el de la ciudad pregunta: «Entonces, ¿sabría decirme cómo ir a la oficina de correos?». Y el granjero dice: «No». «Bueno, pues, ¿sabe entonces cómo se llega a la estación de tren?». «No». Y el de la ciudad: «Caballero, no sabe usted gran cosa, ¿verdad?». Y el granjero, desde el porche, le suelta: «No. Pero yo no me he perdido».
Rompen a reír los dos. Cierta reserva se disuelve en Roslyn, como si percibiera una delicadeza en los sentimientos de Gay, un interés sin fisuras por ella. Incluso una vez que él ha devuelto la vista a la carretera, Roslyn se siente en el centro de su mirada.
Le pregunta:
—¿No tienes una casa donde vivir?
—Claro que la tengo. Además, no la hay mejor.
—¿Dónde?
—Aquí mismo.
Con un gesto de la cabeza Gay señala el campo abierto. Roslyn mira por la ventanilla buscando alguna vivienda entre el paisaje lunar, pero al no ver más que colinas desiertas se vuelve de nuevo hacia el perfil de Gay, atraída por su circunspección. Luego devuelve la mirada a la noche, intentando encontrar un punto de apoyo en la inmensidad circundante.