Seis

Seis

Los cuatro van en silencio en la camioneta, circulando de cara al sol por la desierta carretera. Gay conduce con una mano y tiene la otra posada en el alegre vestido sedoso de Roslyn, sobre el vuelo de la falda.

Detrás, Guido parpadea viendo pasar el tiempo:

—Me hubiera gustado pasar por casa para asearme un poco. —Se palpa la barba incipiente, mirando la cabeza bien peinada de Roslyn delante de él.

—¿Por qué? —dice Roslyn, volviéndose—. Si estás muy bien, Guido. ¿A que sí, Iz?

—Los he visto peores, desde luego.

Guido sonríe con aire taciturno:

—Tú siempre tan cumplida, Isabelle. ¡Eh! ¡Espera! —Agarra el hombro de Gay, girando al mismo tiempo en el asiento para mirar algo que acaban de dejar atrás—. ¡Para!

Gay frena y Guido señala en dirección a un bar y una gasolinera que acaban de pasar.

—¿Ves a ese junto a la cabina telefónica de ahí? Creo que es aquel chaval de California. ¡Da marcha atrás!

Gay asoma la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué chaval?

—Sí, hombre, ¿cómo se llamaba?…, el jinete que montó contigo en el rodeo de Stinson el año pasado.

—¿Perce Howland? —exclama Gay, y recula a toda velocidad.

Perce Howland está sentado sobre su silla de montar, con la espalda reclinada contra el cristal de una cabina telefónica al lado del arcén. Tiene el mentón apoyado en las manos y la mirada perdida en el suelo. Al ver el vehículo que da marcha atrás, lo mira con ojos somnolientos. Es un joven que rondará los treinta, experto en la monta de caballos salvajes, es decir, un hombre sin domicilio fijo, que la mayoría de las noches duerme con la ropa puesta y en el transcurso de una misma tarde puede saltar de la riqueza a la pobreza, un hombre a quien los mismos hoteles de tres al cuarto que hace un mes lo expulsaron por considerarlo persona non grata hoy podrían recibirlo con los brazos abiertos. Todavía no tiene la oreja deformada por los golpes, ni le han saltado los dientes de delante, ni hay en sus ojos el aturdimiento que caracteriza a los de su tribu, pero sí tiene más de una costura en la cara y se ha roto los huesos en más de una ocasión.

Al levantar los ojos para fijarse en el coche que se acerca por la desierta carretera, se advierte ya en ellos el matiz expectante, escrutador de su mirada. Hay cierto candor en la extraña suavidad y delicadeza de sus movimientos, una lozanía que, por sí sola, emana fuerza.

Una sonrisa radiante de alegría se abre en su rostro cuando el vehículo se detiene delante de él y ve quién está al volante al otro lado de la ventanilla.

—¡Gay Langland! ¡Qué tal, mamón!

Gay le agarra el brazo.

—¿Qué haces ahí sentado?

—Iba en autoestop hacia el rodeo de Dayton, pero el tipo ha cambiado de opinión y me ha dejado aquí tirado. ¡Hombre, piloto! ¿Qué tal? ¡Qué alegría veros, bribones!

Gay acerca a Roslyn a la ventanilla.

—Quiero que conozcas a este chaval, Roslyn. Te presento a Perce Howland.

Roslyn saluda con un asentimiento.

Perce se quita el sombrero.

—¡Vaya con el viejo Gay!, cada vez pica más alto. Encantado, señorita. —Le estrecha la mano; hay cierto azoramiento en sus maneras. Se dice para sí que tal vez se trata de una de las tantas divorciadas que pasan por la vida de Gay.

Guido va a presentárselo a Isabelle, cuando suena el teléfono en el interior de la cabina. Perce se precipita al interior, calándose cuidadosamente el sombrero, como si se dispusiera a hablar cara a cara con alguien.

—Disculpen ustedes, hace un rato que intento hablar con mi casa, ¡y no hacen más que ponerme con Wyoming! —Entra en la cabina y cierra la puerta—. ¿Oiga?… ¿Mamá? Soy Perce, mamá.

En el coche los cuatro se quedan callados, escuchando la voz apagada de Gay. Contagiados enseguida por su emoción, se mantienen el silencio.

—¿Oiga?… ¿Mamá, me oyes? Soy Perce, mamá… Bien, estoy bien… No, ahora en Nevada. En Colorado era antes. He ganado otro concurso de monta de toros, mamá. Cien dólares. Sí, un rodeo de primera. Pensaba gastármelos en un regalo para tu cumpleaños, pero tenía las botas hechas polvo… No, mamá, no he vuelto a pisar un hospital desde lo que te conté. Me compré unas botas nuevas, ya está… —Atónito, dice—: ¿Y para qué demonios iba a casarme? No, sólo me compré… —Se interrumpe—. ¿Y si intentaras creerme de vez en cuando, y todos tan a gusto, eh? —Evidentemente la madre le hace algún reproche—. Está bien, está bien, lo siento. —Intentando retomar la ligereza anterior—: ¡Además del dinero, me regalaron una hebilla de premio! —Dirigiendo la hebilla hacia el auricular—: Con un caballo salvaje grabado y mi nombre y apellidos debajo. ¿No estás orgullosa? —Su sonrisa se esfuma; se toca las mejillas—. No, no, la cara ya la tengo curada, como nueva… ¿Cómo no me ibas a reconocer?… ¿Oiga?… ¿Operadora? ¿Mamá? Dales recuerdos a Frieda y Victoria, ¿eh? —Silencio. La reprimenda está agotando la paciencia de Perce. Entreabre la puerta para que circule el aire. El sudor le escuece en los ojos—. Claro, dale recuerdos a él también. No, mamá, se me ha pasado por alto, eso es todo… Bueno, pues ya te lo digo ahora. —A punto de estallar—: ¿Qué quieres?, ¡fuiste tú la que se casó con él, no yo! Salúdalo de mi parte. Igual te llamo en Navidad… ¿Oiga? ¿Oiga?

La comunicación se ha cortado, pero aun así añade, mascullando muy atribulado:

—Que Dios te bendiga a ti también. —Nada más salir de la cabina, muda el sombrío semblante. Un tanto avergonzado por haber mostrado sus sentimientos delante de ellos, amaga una sonrisa, sacudiendo la cabeza a la vez que se limpia el sudor de la cara—. No iréis por casualidad hacia el rodeo de Dayton, ¿verdad?

Habla Guido:

—¿Por qué? ¿Te has apuntado?

Perce:

—Eso pretendo, si es que alguien me lleva… Y si junto los diez dólares de la entrada… Y si me prestan dinero para un caballo una vez allí. —Se echa a reír—. ¡Ya ves lo preparado que voy!

Gay:

—¿Y si te vinieras con nosotros a por unos mustangs? Necesitamos otro hombre.

Perce:

—Caray, ¿así que sigues volando en ese trasto?

Guido:

—Es menos peligroso que montar un caballo salvaje.

Perce:

—Pero se cae desde mucho más alto.

Roslyn:

—¿Tan malo es tu avión?

Gay:

—Ahora no empieces a sufrir por él, nena.

Roslyn, riendo:

—Era curiosidad nada más.

Gay, a Perce y Guido:

—Como ésta se ponga a sufrir, no hay quien la pare.

Esa intensidad de sentimiento en Roslyn sorprende a la vez que atrae a Perce:

—Si has visto volar ese cascajo de DC-6, no me extraña. No sabía que aún quedaran mustangs por estas tierras.

—Esta mañana he divisado quince —replica Guido.

Gay añade enseguida:

—Bueno, puede que sean más.

—¿Con quince qué vais a sacar? —Perce se ríe, sin saber por qué—. Porque si hubiera unos mil o así, todavía. Pero subir hasta allá arriba sólo por quince caballos… En fin, que sólo de pensarlo, no sé… Como que no me parece bien.

Su sensibilidad parece hallar eco en el rostro de Roslyn. Es como si ella se alegrara de su presencia allí.

—Mejor que trabajar a jornal, ¿no? —aduce Gay.

—Hombre, antes que a jornal, cualquier cosa —corrobora Perce.

—Mira, hagamos una cosa: te acompañamos en coche hasta el rodeo, ponemos los diez dólares de la inscripción y pido un caballo en préstamo para la competición. Y mañana por la mañana te vienes con nosotros y nos ayudas a echarle el lazo a los mustangs.

Perce se lo piensa un momento y luego dice:

—Y me compráis ahí mismo una botella de whisky del bueno y así me voy animando para el rodeo.

—Eso está hecho. —Gay se va en dirección al bar, metiendo la mano en el bolsillo.

Perce se vuelve hacia Roslyn, con gran curiosidad y excitación en el semblante. No acaba de situarla.

—Eres…, ¿eres amiga de Gay desde hace tiempo?

—Bastante.

Perce hace un leve ademán de asentimiento, se da la vuelta incómodo, como escapando de lo insoluble, y va a recoger su silla de montar para meterla en la camioneta.