Uno

Uno

Hay un arco de acero permanente que atraviesa de un lado a otro la calle principal con un rótulo de neón anunciando:

BIENVENIDOS A RENO, LA CIUDAD PEQUEÑA

MÁS GRANDE DEL MUNDO.

Reno es una ciudad pequeña y tranquila. A través del parabrisas casi alcanzamos con la vista el otro extremo de la calle principal, a unas doce manzanas de distancia. A esta altitud todo se percibe con nitidez; el cielo luce inmaculado, y en el programa matinal de radio suena una alegre música de jazz. Es una ciudad limpia. Los grandes templos del juego son de estilo modernista, color gris plomo, y sus letreros de neón están encendidos a pleno día. El semáforo cambia y nuestro vehículo avanza con precaución. Pero una manzana más adelante, un policía baja de la acera para darnos el alto, detiene a un camión que circula en dirección contraria y ayuda a una ancianita a cruzar lentamente la calle. La anciana entra en la tranquila sucursal bancaria, junto a la cual hay una elegante tienda de moda y confección para señoras, vecina a su vez de otro establecimiento cuyo escaparate ostenta un rótulo en letras doradas que reza «Dados». En otros locales se anuncian «Apuestas hípicas», «Casino» y «Alianzas de boda». Mientras hacemos ese alto momentáneo en nuestro camino, un estridente zumbido nos llama la atención. El ruido procede de un salón de juegos a la izquierda, profusamente iluminado en su interior, que además de transmitir ese ruido a la calle proyecta un letrero destellante sobre la acera con la palabra Jackpot, anunciando que dentro del local algún cliente se ha hecho con el bote.

El policía, con sus gafas de montura dorada, nos hace señas con la mano de que avancemos, pero en ese momento una mujer se acerca a la ventanilla de nuestro vehículo. Lleva un bebé de tres meses en un brazo y una maleta en el otro.

Habla la mujer:

—¿Por aquí voy bien para el juzgado, caballero?

Se oye la voz del conductor:

—Gire en la próxima esquina y después tome la segunda a la izquierda.

—Gracias, muy amable. No hay quien se aclare en esta ciudad.

—Ni que lo diga, señora.

La mujer regresa a la acera. Hay cierto patetismo rural en su mirada, un aire de desarraigo en la intensa desconfianza con la que se mueve. Es una joven delgada, y lleva un vestido de lunares que le queda grande. Se aferra al bebé y a la maleta como si no pudiera perderlos de vista en ningún momento.

Nuestro vehículo se pone en marcha de nuevo y, por un momento, avanza al mismo paso que ella. El jazz suena en la radio todavía alegre y despreocupado. Los rótulos de neón destellan bajo el sol. Los pocos transeúntes que circulan por las aceras son mujeres, en su mayoría mujeres solas. Muchas de ellas pasean ensimismadas, con un aire ausente, con aspecto de turistas y divorciadas que aún no saben moverse por la ciudad. La canción termina y un locutor lugareño saluda a los oyentes. Con el sonido de su voz arrastrando las palabras, continuamos nuestra marcha por la calle principal. Detrás del ventanal de un supermercado vemos a una mujer con una bolsa grande de la compra sujeta en un brazo, mientras con la otra acciona la palanca de una máquina tragaperras; sin esperar siquiera a que los cilindros de la máquina terminen de girar, camina hacia la puerta con la vana esperanza de que el estrépito de las monedas la detenga. Más allá, una pareja de enamorados contempla los trajes de boda expuestos en un escaparate. Al lado de la tienda hay una puerta con un rótulo en el que se lee: «Demandas de divorcio, primera planta». Reno es una ciudad próspera, y recientemente han inaugurado un hotel que da al río Truckee, con la fachada gris repleta de balcones en voladizo. Más allá se alzan las áridas y parduzcas montañas con sus cumbres nevadas. Aquí se alcanza tan lejos con la vista que incluso se aprecian los peñascos que asoman por la cara visible de las montañas. El locutor dice, arrastrando las palabras con voz de barítono: «Bueeeeeno, amigos…» y por un instante la radio no emite más que un crujido de papeles mientras él, claramente, hurga alrededor buscando el correspondiente anuncio publicitario. Dos muchachos indios con petos vaqueros contemplan desde una esquina nuestra marcha; sus rostros son como los de los ciegos, no puedes detener la mirada en ellos demasiado tiempo.

El locutor ríe entre dientes.

—Amigos, aquí les traigo un tema para la reflexión mientras esperan a que hierva su Café Rizdale envasado al vacío. Por tercer mes consecutivo, hemos superado a Las Vegas. Cuatrocientos once divorcios concedidos hasta ayer, en comparación con los trescientos noventa y uno de Las Vegas. No cabe duda, amigos, de que somos la Capital Mundial del Divorcio. Y hablando de divorcios, ¿quieren librarse de malos hábitos? ¿Qué tal si levantan las posaderas, entran en Haber’s Drug Store y se dan el gusto de dormir una noche a pierna suelta gracias a las bondades de Dream-E-Z?[*]

Ahora circulamos por una calle arbolada, con aspecto de zona prácticamente residencial, con casas muy pequeñas, algunas de ellas bastante descuidadas y casi pobres. Se respira el ambiente plácido, casi aletargado, de un día de calor en Nevada. Al volver…

—Naturalmente, pese al nombre del producto no les estamos ofreciendo ningún sueño especial, amigos. Dream-E-Z es uno de los tantos nombres que se inventan los de la capital. Pero el caso es que funciona. Puedo garantizarles sin género de dudas que con estas pastillas se acabaron las noches insomnes. Dream-E-Z es auténtico descanso embotellado, amigos, es paz y relajación. Usted, madre, deje a un lado las preocupaciones. Papaíto, suéltese. Dream-E-Z. Vamos, amigos, ahora todos juntos… Repitan conmigo como hacemos siempre… todos a una. —Suena un crescendo de violines con una melodía soporífera—. Dream-EeeeeeeZeeeee.

El vehículo se detiene junto a la acera, el motor se apaga y, con él, la radio.

Guido se apea de un salto de lo que ahora vemos que es una grúa, va hacia la parte trasera y saca una batería. Cargado con ella, accede al jardín de una casa. En el dorso del jersey lleva la inscripción: JACK’S RENO GARAGE.

Va hacia la parte trasera de la casa, donde hay aparcado un Cadillac descapotable nuevo, con la capota abierta. El coche tiene golpes por todas partes y los guardabarros abollados. Guido apoya un momento la batería en el guardabarros para sujetarla mejor y al ir a encajarla en su sitio oye un avión en el cielo. Levanta la vista.

Un gran avión de pasajeros ruge sobre él, volando bastante bajo. Guido lo observa, con un punto de nostalgia y cierto aire de entendido en los ojos, hasta que se pierde de vista en dirección a las montañas. Luego inserta la batería en el hueco y se dispone a conectarla. Debe de rondar los cuarenta; es difícil precisar su edad con exactitud porque es moreno de tez y tiene un aspecto saludable, el pelo muy corto, los brazos robustos y una forma de mover el cuello que recuerda a la de los jugadores de lucha libre; de espaldas parece de constitución atlética, aunque camina con los pies hacia dentro y tiene la voz un tanto aguda. Pero de frente, hablando cara a cara con él, da la impresión de ser un hombre con estudios. Tal vez el clásico tipo rudo pero sensible. Luego, de buenas a primeras, parece como si sus ojos negros adquirieran un espesor de estulticia y él se transformara en un lugareño, un alma cándida que se pasa la vida debajo de coches escacharrados, el típico mecánico que hace una pausa en mitad de la dura jornada para mascar su bocadillo y ver pasar a las chicas.

Ahora, mientras manipula la batería, un trabajo sencillo que sólo requiere movimientos automáticos, su mirada se expande y se diría que sus ojos ven o desean ver algo sin dureza ni limitación de espacio. La piel que le rodea los ojos y el caballete de la nariz es más pálida que la del resto de la cara —la marca de unas gafas de aviador—, de manera que cuando parpadea tiene un aspecto como de loro, de algún pájaro tropical que pestañea constantemente.

Una voz de mujer le hace volverse.

—Joven, ¿tiene usted hora?

Sujetando la puerta mosquitera para que no se le cierre, Isabelle se protege los ojos del sol de la mañana. Lleva el brazo izquierdo en cabestrillo, pero en la mano tiene un despertador. Es una mujer de sesenta y tantos, poco femenina, con una media melena al estilo de los años veinte, un corte que, dados los pocos cuidados que requiere, denota en cierta manera que es poco amiga de perder el tiempo en menudencias. Lleva una bata vieja, que se sujeta con los codos para que no se le abra. Tiene la nariz y las mejillas ligeramente violáceas, la voz destemplada y chillona, y contempla el mundo con una divertida desidia, rayana en un aire de abandono e inteligencia desperdiciada. Pero en cuanto abre la boca para hablar —lo que la hace toser y carraspear— se adivina en ella una persona de gran bondad. Hay un tono en su voz desprovisto de todo sentimentalismo. Da la impresión de que nunca espera nada a cambio; sería capaz de ser amable hasta con su verdugo, de disculparse tal vez por haberle obligado a levantarse a una hora tan intempestiva. Hacia el prójimo en general siente poco más que desesperanza, pero jamás ha conocido a un solo individuo a quien no estuviera dispuesta a perdonar. Un ligero deje sureño dulcifica sus palabras. Al verla, Guido siente deseos de sonreír, como le sucede a casi todo el mundo. La mujer aguarda de pie en el umbral a que le digan la hora, haciendo visera con la mano para protegerse del sol, como una india. Guido consulta su reloj. Como si acusara a toda la industria relojera, la mujer añade:

—Tengo seis u ocho relojes en casa, y ninguno funciona.

—Son las nueve y veinte.

—¡Y veinte ya! —Isabelle se asoma por el porche y dice a voces, en dirección a la ventana de arriba—: ¡Nena, bonita, que son y veinte! —Nadie contesta—. ¿Nena?

Roslyn aparece detrás de la mosquitera de la ventana; apenas apreciamos sus rasgos. Le contesta a voces, agitada:

—¡Cinco minutos! ¿Y tú?

—Yo estoy lista. Acabo de plancharme el pañuelo del cabestrillo. Venga, bonita, que el abogado dijo a las nueve y media en punto.

—¡Ya voy!

Isabelle se vuelve al oír el motor del coche arrancando. Guido asoma por detrás del volante, se apea del coche y se inclina sobre el motor, aguzando el oído. Isabelle se acerca a él, todavía con el despertador en la mano, al que se le ha olvidado dar cuerda o poner en hora.

—Espero que no sea rácano. El coche está nuevo, ¿eh? Debería darle un buen dinerito.

—¿Ese cuentakilómetros va bien? ¿Treinta y siete kilómetros lleva hechos?

—No hemos dado más que un par de vueltas. Por culpa de los dichosos hombres de esta ciudad, que no dejan de hacerse los encontradizos para pegar la hebra. —Con sonrisa orgullosa—: Es que es una mujer despampanante, ¿sabe?

Se oye la voz de Roslyn:

—¿Subes un momento, Liz?

—¡Ya voy, bonita! —Luego, en dirección a Guido, que mira hacia la ventana de arriba para echarle una ojeada, añade—: Ande, sea usted todo lo generoso que pueda. No se deje llevar por las apariencias; está nuevo, un regalo del marido por lo del divorcio, ¿sabe usted?

—¿Ahora se hacen regalos cuando se divorcian?

—¿Por qué no? A mí, en cada aniversario de nuestro divorcio, mi marido me manda sin falta una maceta con una rosa amarilla. Y este julio hará diecinueve años. —Lo trata ya con camaradería y, riendo, le aprieta el brazo y se inclina hacia su cara—. Claro que la pensión alimenticia no me la ha pagado nunca, pero yo para qué lo voy a molestar… si no sale de él, ¿eh?

Isabelle va hacia el porche de nuevo.

—¿Ese brazo se lo rompió en el coche?

—No, qué va. La última inquilina que tuve antes de ésta, que estuvimos celebrando su divorcio y servidora se…, se portó mal. ¡Ay, qué harta estoy de mí misma!

De pronto parece que van a saltársele las lágrimas y desaparece en el interior de la casa. Picado por la curiosidad, Guido echa una ojeada hacia la ventana, y después saca un bloc y un lápiz y se pone a dar vueltas alrededor del coche, tomando nota de los desperfectos.

Isabelle atraviesa apresuradamente la casa, sube al piso de arriba y entra en una habitación. Caos; cajones abiertos; la cama repleta de cartas, artículos de tocador, revistas y rulos.

—¿Podríamos repasar otra vez lo que tengo que decir, Iz? —dice Roslyn en voz alta desde el vestidor.

—Pues claro, guapa. —Va hacia un espejo y arranca un pedazo de papel pegado en el marco. Se sienta en la cama, calándose unas gafas—. Vamos a ver: «¿Su marido, el señor Raymond Taber, la maltrataba?».

No hay respuesta.

—¿Cariño?

Al rato contesta:

—Bueno…, sí.

—Tú di sí y punto, bonita.

Una joven y hermosa rubia sale como un relámpago del vestidor, subiéndose la cremallera del vestido, y va hacia el escritorio, donde con la mano libre hurga buscando algo entre el desbarajuste de potingues, papeles y objetos varios, sin dejar de mirarse de refilón en el espejo. Tiene un aspecto impecable, no le falta un detalle, pero en conjunto da una impresión un tanto atolondrada; tan pronto parece obsesionada por su aspecto como indiferente por completo y gira la cabeza demasiado rápido como para que el peinado le aguante y, con el vestido recién planchado, se pone a cuatro patas para buscar algo debajo de la cama. Pese a la rapidez de sus movimientos, cierta callada introversión se agazapa en su mirada. Lanza una ojeada a Isabelle.

—Sí.

Roslyn se ajusta el vestido en el espejo, concentrada al mismo tiempo en el esfuerzo de responder. Como muchas veces cuando hace algo, cuando observa algo o cuando le sucede algo, una parte de ella se encuentra completamente sola, como una niña nueva en un colegio, desconcertada por su presencia allí, buscando frenéticamente una cara amiga.

Isabelle sigue leyendo:

—¿De qué manera se manifestaba dicho maltrato?

—Pues… ¿cómo decía, que no me acuerdo?

—«Desoía persistente y cruelmente mis derechos y deseos personales, y en varias ocasiones recurrió a la violencia física contra mí». —Isabelle levanta la vista del papel.

—Persistente y… —Roslyn se interrumpe, inquieta—. ¿Es necesario que diga eso? ¿Por qué no puedo decir que «no estaba» y punto? Porque podías tocarlo, pero estar no estaba.

—Bonita, si eso fuera motivo de divorcio, quedarían once matrimonios a salvo en todo el país. Venga, tú repite…

Se oye un bocinazo. Isabelle va a toda prisa hacia la ventana. Abajo, Guido, guardando el bloc, le grita:

—Ya llamarán del despacho para comunicarle la valoración.

Roslyn se acerca a Isabelle y se dirige a él a voces:

—Esas abolladuras no son culpa mía, ¿eh?

Ahora Guido ve por fin a Roslyn, aún detrás de la mosquitera, pero con bastante claridad. Se siente extrañamente avergonzado, azorado.

—Procuraré que se lo paguen lo mejor posible, señorita. Ya lo tiene a punto. Le he cambiado la batería.

—Ah, no, no pienso usar ese coche nunca más. Pediremos un taxi.

—Si salen ya, yo mismo las llevo en la grúa.

—¡Estupendo! ¡Dos minutos! ¡Vístete, Iz! ¡Tienes que hacerme de testigo!

Isabelle toma la mano de Roslyn con un arrebato de emoción.

—Con ésta ya serán setenta y siete las veces que he hecho de testigo en un divorcio. Dos sietes traen suerte, bonita.

—¡Ay, Iz, ojalá!

Roslyn sonríe, pero sus ojos siguen reflejando temor y una confusa consternación. Isabelle sale a la carrera del dormitorio, desatándose el cinturón de la bata con la mano buena.