Dos
Dos
Frente a los juzgados de Reno, al otro lado de la calle, hay un pequeño parque. Unos bancos bordean los senderos que atraviesan el parque, donde se alza una verdinosa estatua de un hombre, una mujer y un niño que miran hacia el edificio de los tribunales: una familia de pioneros que recuerda a los litigantes el paso de tantos de ellos por estas tierras en su larga marcha hacia el Oeste. Es un lugar agradable donde sentarse en un día de calor, pues la sombra de un árbol es todo un lujo en estas latitudes. Vagabundos y ancianos acuden aquí a holgazanear y observar a los forasteros que pasan: a veces jóvenes parejas que examinan las pruebas de sus retratos de boda, recién tomadas en el estudio de fotografía que hay al otro lado de la avenida, y a veces gente con mapas desplegados que viene a reclamar la propiedad de sus tierras. Todo lo que acontece acaba, tarde o temprano, pasando por el juzgado, y este parque les ofrece un lugar donde poder sentarse y estudiar sus documentos rodeados por el tráfico que circula por sus cuatro costados.
La grúa se detiene. Guido salta rápidamente de su interior y va hacia el otro lado para abrirle la puerta a Isabelle y ayudarla a bajar.
—Con cuidado.
—¡Qué caballeroso! —Isabelle le palmea el hombro.
Roslyn ya ha salido prácticamente del vehículo, pero Guido, de todos modos, se apresura a tomarle la mano para ayudarla. Ella no ha soltado todavía el papel y hace ademán de seguir adelante.
—Muchas gracias. Tenemos que irnos volando —le dice.
Guido le cierra el paso con gentileza.
—Si no piensa volverse al Este enseguida, sería un placer llevarla de excursión por los alrededores. En estas tierras hay parajes preciosos, ¿sabe?
Roslyn, distraída por lo que la ocupa, le da las gracias con la mirada:
—Sería un placer, pero todavía no sé lo que haré. Desde que llegué, sólo he pensado en que terminen estas seis semanas de residencia obligatorias y divorciarme.
—¿Puedo llamarla? —pregunta Guido.
—No sé dónde estaré, pero bueno. —Roslyn se pone en marcha, volviéndose un momento para decirle adiós con la mano—. ¡Gracias otra vez!
Isabelle le palmea el brazo a Guido.
—Servidora se llama Isabelle Steers.
Guido le ríe la indirecta.
—Muy bien, Isabelle. Si quiere, puede acompañarnos.
—¡Qué detalle, más vale tarde que nunca! ¡Hay que ver cómo sois los hombres de Reno!…
Isabelle ríe y sale al trote detrás de Roslyn.
Guido, un tanto turbado, ilusionado, se queda mirándolas mientras se alejan por la zona pavimentada que cruza el césped a la entrada del juzgado. Los hombres sentados en los bancos levantan la vista al ver a Roslyn, los periódicos bajan a su paso.
La joven madre con el bebé y el vestido de lunares está al pie de la escalinata que sube a los juzgados, estrechándole la mano a un abogado. Se despiden. Con mirada desolada, la joven pasa junto a Roslyn. Roslyn e Isabelle se acercan a la escalinata; Roslyn repasa con premura las notas que lleva en la chuleta. Su desasosiego va en aumento.
—No puedo aprendérmelo de memoria; las cosas no fueron así.
Isabelle se echa a reír.
—¡Ay, nena, qué en serio te tomas las cosas! Tú di lo que pone ahí y listo; no tiene por qué ser verdad. Que son los tribunales, no es ningún concurso.
Empiezan a subir los peldaños, y Roslyn, después de guardarse el papelito en el bolsillo, levanta la mirada y se queda paralizada ante lo que ve. Un hombre baja las escaleras en dirección a ella. Tiene buena planta, es alto, de unos treinta y ocho años, y lleva un sombrero de paja flexible y una corbata de vistoso estampado. Es un hombre que siempre intenta mostrarse receptivo al mundo que lo rodea, pero el mensaje nunca parece estar claro. Ahora mismo, se siente cohibido por tener que pleitear; en otro tiempo fue un hombre de éxito y este juicio amenaza su dignidad. Ha dado en creer que, por el simple hecho de haber venido hasta aquí, su mujer se convencerá de algún modo de que la culpable es ella. No obstante, él la perdonará y ella volverá a idolatrarlo. Es Raymond Taber, el marido de Roslyn. Raymond amaga una sonrisa turbada, dolida, como confesando haber cometido algún pequeño error.
—Acabo de aterrizar ahora mismo. No llego demasiado tarde, ¿no?
Roslyn lo mira; un repentino temor la asalta y guarda silencio. Él baja los peldaños para colocarse a su altura.
—No, Raymond. Haz el favor, no quiero saber nada.
Raymond muda el semblante, lleno de rencor.
—Dame cinco minutos, venga. Después de dos años, cinco minutos no es…
—Ahora que no me puedes tener, ahora me quieres, eso es lo que pasa. Por favor… No te estoy echando la culpa. Yo lo veía igual que tú. El problema es que ya no creo en eso.
Roslyn trata de pasar de largo, pero él la agarra por el brazo.
—Nena, comprendo que…
—¡Tú qué vas a comprender si no lo comprende nadie! —Roslyn le hinca un dedo en el pecho—. ¡No «estás», Raymond! —Da un paso atrás—. Para estar sola, mejor estoy sola de verdad. Déjame, Raymond… No conseguirás que vuelva a sentir pena por ti.
Roslyn lo deja allí plantado, impotente en su furia, y le hace una seña a Isabelle, que la rodea con el brazo. Los sollozos la sacuden por dentro, pero no piensa llorar; sube a toda prisa la escalinata con Isabelle y entra en el juzgado.
Guido, sentado en su grúa, las observa por la ventanilla hasta que desaparecen. Ha presenciado la discusión, pero no ha podido oírla. Ahora enfila la calle principal, intrigado. Un tren detenido en la calzada le obstruye el paso. Al llegar a la barrera, apaga el motor y se reclina en el asiento mientras espera. Tiene la mirada perdida y meditabunda. De pronto vuelve la cabeza y sale inmediatamente de su ensimismamiento exclamando:
—¡Gay!
Gay Langland está al pie de la escalerilla del tren acompañado de una mujer. Y, al lado, su fiel perro. Gay se vuelve hacia la grúa y saluda a Guido con la mano, diciendo:
—¡Espera! ¡Precisamente pensaba ir a verte!
A pocos metros de distancia aguarda un revisor, reloj en mano. La mujer, de unos cuarenta y dos años, va elegantemente vestida. Teme haberse comportado tontamente e intenta corroborar esa sospecha escudriñando los ojos de Gay; hay una sonrisa triste en su semblante, llena de temor e infelicidad.
Gay aparta la vista de Guido y vuelve a posarla en ella.
—En fin, que haya suerte, Susan. No te olvidaré, de eso puedes estar segura.
La mujer baja la vista y, viendo las manos que él le tiende, percibe el formalismo y el rechazo manifiestos en ese gesto de despedida; se dispone a estrechárselas, tratando de mantener la compostura, pero de repente se arroja a sus brazos con los ojos anegados en lágrimas.
Habla Gay:
—Vamos, vamos, cariño, tienes que ser valiente.
El revisor:
—¡Pasajeros al tren!
La mujer:
—¡Ni siquiera sé adónde escribirte!
Gay, tranquilizándola al tiempo que la empuja con delicadeza hacia el estribo, contesta:
—A la lista de correos. Ahí me llega seguro.
La hace subir al estribo, y ella se vuelve hacia él:
—¿Lo pensarás, Gay? Es la segunda lavandería de Saint Louis.
—Mira, no quiero que luego te llames a engaño, Susan. Yo no sirvo para los negocios.
El tren arranca. El revisor salta al interior y toma a la mujer del brazo para ayudarla a acabar de subir. Gay sigue el avance del tren. Susan, perdida ya toda compostura, rompe a llorar.
—¿Pensarás en mí? ¡Gay!
—¡Sabes que sí, cariño! ¡Adiós!
Susan amaga un saludo valeroso, masculino, al alejarse. Él mantiene el brazo levantado incluso después de haberla perdido de vista, comprensivo en su despedida pero profundamente aliviado. Luego cruza el andén, con el perro pisándole los talones. Guido ha estacionado la grúa junto a la acera; Gay se acerca a él, apoya el brazo en la ventanilla abierta del vehículo y se dirige a él con voz que se diría cansada:
—¿Qué tal, amigo? ¿Preparado para coger el portante y largarte de esta ciudad? Porque lo que es yo me iría ahora mismo.
—Lo he estado pensando. —Guido hace un ademán en dirección al tren que acaba de partir; hay cierta excitación curiosa en sus ojos, una sugerente si bien tímida ansia de detalles—. ¿Ésa quién era?
Gay sonríe ante la curiosidad morbosa de su amigo, pero parece reacio a compartir su cínica postura.
—Susan. Buena gente, esa mujer.
Abre la portezuela y se deja caer en el filo del asiento. El tráfico discurre silencioso. Gay tiene cuarenta y nueve años; es un cowboy de pelo en pecho y un hombre que sabe escuchar maravillosamente. Se quita el sombrero y limpia el sudor de la cinta. Parece tener la mente en otra parte, pero no porque esté pensando en algo en particular, sino simplemente porque no está donde está. Es una mañana laborable cualquiera y la tierra y las montañas lo rodean. Ahora ofrece un aspecto satisfecho o tal vez agotado; es difícil discernir cuál de las dos cosas. Con Guido mantiene una amistad de negocios; pero no hay negocio que les ocupe. Puede que tenga muchos amigos por el estilo. Uno tiene la impresión de que no es una persona que espere mucho de los demás, pero es él quien marca el paso con quienquiera que lo acompañe, puesto que no sabe aceptar órdenes. Aunque tampoco tiene interés alguno en llevar la voz cantante. Sus planes son siempre a corto plazo, como mucho quizá a dos semanas vista; más allá, sólo está la tierra circundante, y conoce a gente en todas partes. Es un hombre sin hogar, pero feliz consigo mismo, interesado por sus semejantes. Cuando escucha, da la impresión de sentir que la vida es para él un espectáculo a veces ruidoso, a veces delicado, a veces descabellado, a veces peligroso. Un espectáculo que no tiene pies ni cabeza. Él escucha, con interés, y al igual que las marmotas a veces desaparece súbitamente bajo tierra y asoma después por otro lado. No precisa recurrir a argucias porque nunca se ha planteado prometer nada a nadie, por lo que sus traiciones son menores y sin consecuencias. «Si hay que hacerlo se hace», parece creer. La moral está llena de mujeres, y Gay, recatadamente, ha logrado que muchas se sustraigan a ella, con declarada gratitud. La negativa de Gay a hacer mofa de la que acaba de partir en ese tren impulsa ahora a Guido a abrirse:
—Acabo de conocer a un bombón de mujer, Gay. De quitar el hipo.
Gay lo mira con sorpresa complacida.
—Cómo no sería para dejarte tan impresionado… Oye, ¿por qué no vamos a las montañas?
—Mi idea era reunir unos quinientos dólares esta vez. Debería comprarme un motor nuevo.
—Qué demonio, si con ese avión llegas a donde quieras. Llevas más de dos meses trabajando en ese taller, amigo…, ya has juntado bastante para tirar un año. A ver si te malacostumbras. ¿Qué quieres que te diga?, yo estoy deseando respirar un poco de aire puro y no ver un alma durante un tiempo, ni mujer ni hombre. Incluso podríamos hacer una batida y pillar algún mustang.
Guido aparta la mirada, indeciso.
—Te veo luego en el bar. Ya hablaremos.
—¡Así me gusta! —Gay se apea y cierra la portezuela de golpe—. ¡A ver si conozco a tu bombón!
—Lo único malo es tener que pasar por tanta palabrería inútil.
—Qué demonio, ¡si no hay nada más útil que hablar con una chica guapa! Llevas un tiempo algo tristón…, a lo mejor así te animas. ¡Luego nos vemos!
Gay da un paso atrás, se dicen adiós con la mano y la grúa arranca. Gay echa a andar, con el ánimo un poco más alto en la mirada.
En un tramo de la calle principal, la calzada cruza a modo de puente el angosto río Truckee, que discurre entre edificios. Roslyn e Isabelle van andando por él, pero Isabelle la detiene en la barandilla. El calor del mediodía parece haberlas amustiado.
Habla Isabelle:
—El que tira la alianza al agua, nunca más se divorcia.
Turbada, Roslyn acaricia la alianza, como protegiéndola.
—Venga, nena, si todo el mundo lo hace —insiste Isabelle—. Ese río lleva más oro que el Klondike.
Roslyn pregunta con cierta aprensión:
—¿Tú la tiraste?
—¿Yo? ¡Uy, yo la perdí en mi luna de miel!
—Vamos a tomar una copa.
—¡Así se habla!
Unas pocas puertas más abajo hay un casino. Abierto a la calle, un aparente mar de panzudas máquinas tragaperras refleja una luz de neón rosa y azul. La mayoría de sus pasillos están todavía desiertos, pero unos cuantos madrugadores accionan ya las palancas, pestañeando en ese mar de cromo, los ojos fijos en las destellantes luces, como peces en un oscuro mundo submarino. En el interior todo suena amortiguado. Las dos mujeres toman asiento a una mesa cerca de la barra y observan a los jugadores desperdigados por el local.
Un camarero se acerca y Roslyn pide:
—Un whisky escocés, creo yo. Con hielo.
—Para mí uno de cebada, con agua —añade Isabelle.
Las palancas engrasadas de las tragaperras suenan apaciblemente en la penumbra de neón. Las dos guardan silencio un momento, observando. Un viejo cerca de ellas se persigna ante una máquina y tira de la palanca.
Isabelle lleva la mano al brazo de su amiga:
—¡Anímate, nena!
—Lo haré, pero es que no soporto tener que pelear con nadie. Incluso cuando gano, pierdo. En el fondo, me refiero.
—¡Pero, mujer, si eres libre! Será que aún no te has hecho a la idea.
—No, lo malo es que siempre acabo igual como empecé. Nunca he llegado a contar con nadie en realidad, y ahora…
—Bueno, con tu madre bien que contarías, ¿no?
Roslyn sofoca una extraña sensación de vergüenza.
—¿Cómo se puede contar con alguien que desaparece cada dos por tres? Ninguno de los dos… «estaba» en realidad. Ella a veces se iba con un paciente y no volvía en tres meses. ¿Te imaginas lo largos que son tres meses para una niña? Y él se dejaba caer sólo cuando había que hacer reparaciones en el barco…
Llega el camarero, deja las bebidas sobre la mesa y se marcha. Isabelle levanta el vaso.
—Bueno, pues a hacer puñetas, ¡brindemos por todo, niña!
Roslyn agarra de repente el brazo de Isabelle:
—Qué buena persona eres, Iz. Eres casi la única mujer que he tenido por amiga en mi vida.
—Escucha, no te marches; quédate a vivir aquí. Hay una academia de baile; podrías dar clases… Porque si algo bueno tiene esta ciudad es que siempre está llena de forasteros interesantes. —A Roslyn se le saltan las lágrimas, para sorpresa de Isabelle—. Ay, mi niña, lo siento; ¿qué he…?
—De pronto echo de menos a mi madre. Qué tonta, ¿verdad? —Levanta el vaso con resolución, risueña—. ¡Por…, por la vida! Sea lo que sea.
Ríen las dos y beben. Roslyn se fija en el perro de Gay, sentado pacientemente al pie de la barra:
—¡Oh, mira qué monada de perro! ¡Tan tranquilito ahí sentado!
—Sí, son majos los perros —comenta Isabelle.
Roslyn e Isabelle observan a Gay, que se agacha para poner un vaso de agua delante de su perra, Margaret. Margaret bebe. Gay lanza una ojeada hacia ellas, hace un asentimiento con la cabeza a modo de saludo y al erguirse para volverse hacia la barra, entra Guido, con una camisa limpia y pantalones de vestir. Guido ve a Roslyn y se dirige hacia ella, al tiempo que Gay amaga un saludo en su dirección.
Habla Guido:
—¡Eh, hola! ¿Cómo ha ido la cosa?
Roslyn, tímidamente, contesta:
—Bien. Fin de la historia.
Guido asiente, sin saber cómo proceder, y le hace una señal a Gay de que se acerque, en parte para disimular su nerviosismo.
—Quiero que conozcáis a un amigo mío. Os presento a Gay Langland. La señorita Taber…
Gay, al caer en la cuenta de que es «ella», dice:
—¡Hombre! ¿Qué tal?
Guido, en dirección a Isabelle, prosigue:
—Y ésta es…
—Isabelle Steers. —A Roslyn—: Lo bueno de los hombres de Reno es que no se les olvida un nombre.
Ríen los cuatro. Isabelle está radiante, feliz de conocer a gente nueva:
—¿Por qué no os sentáis, chicos?
Habla Gay:
—Vaya, gracias. Siéntate, Guido. ¿Camarero? ¿Qué estáis tomando, chicas?
Isabelle:
—Whisky. Estamos celebrando que se ha quemado la cárcel.
Una camarera se acerca a la mesa.
—Tráenos cuatro dobles —pide Gay, y después se dirige a Roslyn—: Menuda impresión le has causado aquí al amigo, y —a Guido— no me extraña nada.
Roslyn lanza una mirada a Guido, pero su intensidad la hace volverse de nuevo a Gay y dirigirse a él:
—¿Tú también eres mecánico?
—¿Éste? —tercia Isabelle—. Éste es cowboy.
Gay, muy risueño, pregunta:
—¿Cómo lo sabes?
—Una, que tiene olfato, ¿no?
—No me dirás que huelo a vaca…
—Es en la cara donde se te huele, cowboy. —Isabelle se inclina hacia él y ríe—. ¡Pero, ay, cuánto os quiero, bribones! Una vez tuve un amigo cowboy… —Da un rápido trago—. Le faltaba un brazo, pero era más capaz con uno solo que cualquier otro con dos. Capaz de cocinar, me refiero… —Ríen todos—. ¡En serio! Podía lanzar al aire una sartén entera de chuletas y pescarlas al vuelo. Porque, desde luego, una calamidad sí sois todos, bien que lo sabéis.
—En eso puede que tengas razón —admite Gay—, pero más vale ser una calamidad que trabajar a jornal.
La camarera llega con las copas.
Habla Guido:
—Supongo que ahora te volverás al Este, ¿no?
Roslyn:
—No acabo de decidirme; no sé qué hacer.
Gay:
—¿Eso significa que no tienes un negocio que atender o una escuela donde dar clase, o…?
—¿Yo? Si ni siquiera terminé el bachillerato…
—Hombre, ésa sí que es una buena noticia.
—¿Por qué? ¿No te gustan las mujeres instruidas?
—Bueno, no tengo nada en contra. Pero siempre quieren saber lo que estás pensando. Será que allá en el Este se piensa mucho.
—Igual sólo pretenden conocerte un poco. —Roslyn sonríe con sorna—. Eso no te parecerá mal, ¿no?
—A mí no, ni mucho menos. Pero ¿desde cuándo preguntando se conoce más a un hombre?
—¿Insinúas que va a mentir?
—Bueno, puede que no…, ¡pero puede que sí!
Isabelle suelta una risotada, y la fase de preguntas y respuestas toca a su fin.
—¡Pidamos otra ronda! —propone Gay.
Roslyn lo secunda:
—¡Venga, sí, otra!
La franqueza de Gay apacigua a Roslyn; busca conversación con ella sin disimulo, y eso la estimula gustosamente.
—¡Eh, mozo! —Gay llama al camarero—. A ver si nos puedes traer otros cuatro, anda. —Se vuelve hacia Guido, relajado y feliz, intentando abrir brecha—. ¿Qué, cómo lo ves, piloto? ¿Hacemos esa escapada hoy mismo?
Espoleado, incómodo, Guido recoge el testigo balbuceante.
—¿Ha salido algún día de Reno, señorita Taber?
—Un día fui paseando hasta las afueras, pero… parece que más allá no hay nada —contesta Roslyn.
—Oh.
—Puede que allí sea precisamente donde está todo —tercia Gay.
—¿Como qué? —pregunta Roslyn.
—El campo.
—¿Y allí qué se hace?
—Vivir simplemente.
Intrigada, buscando la mirada de Gay, le pregunta:
—¿Y cómo…, cómo se vive simplemente?
—Bueno, pues… lo primero, te acuestas. Luego, te levantas cuando te viene en gana. Luego te rascas —ríen por lo bajo—, te fríes unos huevos, miras a ver qué tal día hace, tiras una piedra, montas a caballo, haces una excursión, silbas…
Roslyn y Gay intercambian una mirada.
—Ya me hago una idea.
Habla Isabelle:
—Te sentaría bien, niña, ¿por qué no te vas a dar una vuelta?
—Si te apetece —propone Guido—, yo tengo una casa vacía en el campo, un poco más allá de Hawleyville. Si quieres un poco de paz y tranquilidad antes de volverte al Este, tuya es.
Roslyn sonríe de oreja a oreja:
—Ah, ¿pero la última de turno ya se ha marchado?
—¡No! En serio —salta Guido, en un arranque expansivo que no va con su carácter—. Es la primera vez que ofrezco mi casa a nadie.
—Vaya, gracias. No me quedaría allí, pero la verdad es que tenía pensado alquilar un coche y ver si el campo…
—Gay tiene una camioneta, o puedo ir a por mi coche.
—No. Entonces alguno tendría que traerme de vuelta.
—¡Por mí, ningún inconveniente!
—Te lo agradezco, pero a mí siempre… —un tanto azorada por tener que contrariarle, posa una mano sobre la de él—, siempre me ha gustado sentirme independiente, ¿sabes? Alquilaré un coche. ¿Dónde podría?
—¿Ahora mismo? —salta Gay.
—¿Por qué no?
Gay se pone en pie:
—¡Pues vamos! Tú no pierdes el tiempo, ¿eh?
Guido comenta:
—Sólo tengo que parar en el taller y decirle al jefe que me despido.
—¡Di que sí, muchacho! —concluye Gay.
Van por un pasillo flanqueado por máquinas tragaperras en dirección a la calle. De buenas a primeras, ha surgido un propósito, una senda que surca el informe día.