Capítulo 9

Estaba amaneciendo cuando Blamey abrió los ojos. Inmediatamente se dio cuenta de que alguien respiraba a su lado. Por una rendija de la cortina entraba un rayo de luz que iluminaba el traje de seda de una mujer, colocado dentro del armario, cuyas puertas estaban abiertas. En medio de aquella penumbra pudo ver también una botella de whisky vacía, depositada en un estante y dentro de una palangana.

La mujer que estaba a su lado le rodeó con sus brazos desnudos.

—¿Estás despierto, querido?

Conocía aquella voz.

—Sí.

—¿Cómo te encuentras?

—Muy mal.

—Has estado dando vueltas toda la noche.

—He tenido unas pesadillas espantosas.

Ella estrechó más su abrazo y apoyó su cabeza en el hombro de él haciéndole cosquillas en la barbilla sin afeitar con sus espesos y cortos bucles.

—Hueles a whisky.

—¿De verdad? Lo lamento.

—¡Oh! A mí no me molesta. Es un olor agradable y viril.

A pesar de la tenue luz reinante en la habitación pudo ver que ella sonreía, mostrando la blancura de sus dientes perfectos. Conocía aquella sonrisa… Por fin se dio cuenta de que estaba en la cama con Bárbara Milligan. De momento, no podía recordar las circunstancias precedentes, ni que hubiera deseado alguna vez que esta situación tuviera lugar.

La boca de ella estaba tan cerca, que distinguió un labio más pálido que el otro, como si hubiera empezado a desmaquillarse, o a pintarse, y hubiera abandonado la tarea antes de terminarla.

La luz fue aumentando. Entonces vio un sostén y unos portaligas negros colgados del respaldo de una silla; después la imagen de sí mismo y de la chica en el espejo de una de las puertas del armario.

Ella interrumpió aquel silencio:

—He pedido el té, pero aún tardarán en traerlo.

Él hubiera preferido café bien cargado, pero no importaba, le vendría bien igualmente.

—Piensas en todo —murmuró—. ¿Has pedido también un kilo de aspirinas?

—No, pero tengo algo de codeína en el bolso. Es más fuerte. ¿Quieres una tableta con un poco de agua?

—Mejor dos, o quizá tres.

Babs saltó de la cama en busca de la codeína y el agua. El, por el espejo, veía su silueta desnuda, mientras llenaba el vaso de agua.

Cuando volvió, encendió la lámpara de la mesilla. Estaba desnuda ante él con la mayor naturalidad. El suave vello de su cuerpo era del mismo color claro que los bucles de su cabeza.

Le puso las tabletas en la mano y le acercó el vaso de agua. Apagó la luz y volvió a meterse en la cama, arrimándose a él.

—Gracias —dijo Dick.

—De nada.

—Me parece que tengo una horrible resaca.

Con especial tono de voz, preguntó ella:

—¿Y nada más?

—¡Oh!, y una chica preciosa.

En aquel momento llamaron a la puerta. Babs salió de la cama y se cubrió con la bata de Dick.

—¿Quién es?

—El té, señora —contestó el portero.

—Un momento.

Fue hacia la puerta, anudándose el cinturón de la bata. Cuando cogió la bandeja, vio sobre ella dos periódicos doblados.

—He pensado que querrían el Express y el Mail, señora.

—¡Oh!, gracias.

Cerró la puerta, deseando que el portero no hubiese sido tan servicial. Los periódicos de la mañana era lo que menos quería en aquellos momentos.

Fue a la ventana y descorrió las cortinas. La habitación se llenó de sol, iluminando la simplicidad de los muebles. Una ligera neblina flotaba sobre los árboles de Hyde Park.

Oyó a Blamey que murmuraba: «Pobre, pobre Brenda. Encontraré al que lo hizo y le mataré».

—Dijiste eso mismo anoche.

—¿Sí? Pues lo vuelvo a decir hoy.

—¿No sería mejor que ayudaras a la policía a buscar al culpable?

El negó con la cabeza.

—¡Ellos creen que fui yo!

—Si vas y se lo explicas todo, comprenderán que están equivocados.

—Lo comprenderán sin que yo me entregue. He estado casado con Brenda durante veinte años.

—Rich, dime una cosa: ¿quién pidió el divorcio, tú o Brenda?

—Discutimos el asunto, pero fue ella quien lo pidió. ¿Por qué?

—No me consideres entrometida, pero, ¿qué motivos alegó?

—Crueldad, pero fue una comedia, naturalmente. Los abogados se inventaron cada una de las palabras de la evidencia.

—¿Cuál fue?

—¿Qué quieres decir?

—¿Cuál fue la evidencia? ¿Qué clase de crueldad? No creas que me meto donde no me importa; te lo estoy preguntando por una razón.

El dejó la taza de té, sin haberlo probado siquiera.

—Empiezo a comprender por qué lo preguntas. A mí aún no se me había ocurrido. Algunas partes de la demanda de Brenda me presentaban…, bueno, como una especie de sádico.

—¿Y tú no te defendiste?

—Claro que no. Los dos queríamos el divorcio. Ninguno de los dos quería esperar a conseguirlo por causas de deserción.

—¿Quieres decir que Brenda declaró bajó juramento que todo aquello era verdad?

El asintió.

—Los abogados le dijeron que tenía que hacerlo si quería conseguir el divorcio. Estoy seguro de que ni siquiera comprendió la mitad de las declaraciones.

—Rich, tienes que ir a ver a esos abogados y obligarles a decir que nada era verdad, que se lo inventaron.

—Jamás consentirían en hacerlo. Les expulsarían del Colegió de Abogados.

—Idiota, ¿qué te importa que les expulsen del Colegio de Abogados? Sabes lo que van a hacer contigo, ¿no? A ti te expulsarán de la vida con ayuda de un verdugo. ¡Recobra tu maldito sentido común, por amor de Dios!

—Vamos, no te exaltes, Bárbara, no te exaltes.

—Esto es lo que te dirá el verdugo cuando te ponga la cuerda alrededor del cuello.

—Bárbara, te estás poniendo histérica. La pena de muerte va a ser abolida. El verdugo se quedará sin empleo.

—¡Magnífico, magnífico! —replicó ella—. El verdugo irá a engrosar la lista de los parados. ¿Donde crees que estarás tú entonces? Te estarás pudriendo en la cárcel, cumpliendo cadena perpetua. Ahí es donde estarás.

—¡Cálmate, Bárbara, cálmate!

Estaba tan furiosa contra él que le clavó las uñas en los brazos, desde el hombro hasta el codo, dejándole una raya amoratada salpicada de puntitos de sangre.

—¡Basta ya!

—¡No, no! No te dejaré en paz hasta que vayas a ver a esos abogados y les obligues a decir la verdad.

El dolor impulsó a Blamey a apartarse de las uñas de Babs, pero aquel movimiento hizo que aún le penetraran con más fuerza en la carne. Logró desasirse de ella y se acercó al espejo del armario para ver los arañazos que le había hecho.

—Supongo que te darás cuenta de que si me pillan tendré que explicar cómo ha sido esto.

—Les diré que fui yo —replicó ella—, y les explicaré por qué lo hice.

Se acercó a él con una botella de agua de colonia que llevaba siempre en el bolso. Derramó unas gotas sobre su hombro para desinfectarle las heridas.

El escozor le hizo dar un respingo.

—Si puedo pedir prestada mi bata, me gustaría ir al cuarto de baño —dijo.

—¿Pido el desayuno mientras tanto? —preguntó ella.

—Yo no quiero, pero pídelo para ti si quieres.

—¿Desde cuándo no has comido?

—Desde anteayer. ¿Qué importa eso?

—¡Tienes que comer algo!

El buscaba algo en su bolsa.

—¿Me has traído la máquina de afeitar?

—Está aquí.

—Gracias.

—Siento haberme enfurecido.

—No te preocupes. Comprendo tu estado de ánimo.

—No te entretengas demasiado —dijo ella—. Creo que lo mejor sería que nos marchásemos de aquí. Tengo miedo. Más que miedo, terror.

Cuando él hubo cerrado la puerta del baño, Bárbara se metió de nuevo en la cama y sacó los dos periódicos de debajo de la almohada. El crimen de Leicester Square figuraba en la primera página de ambos, del Express y del Mail. Ambos mencionaban que la mujer asesinada había sido la esposa «del ex jefe de escuadrón Richard Blamey, DSO, DFC y abogado, y del cual había obtenido el divorcio». Los dos periódicos publicaban fotografías de Brenda y de la fachada de su oficina, tomada esta última desde Leicester Square.

Ninguno de los dos periódicos llevaba una fotografía de Richard, aunque ambos debían tenerla en sus archivos de la época de la guerra. Aquello quizá podía dar a entender que era considerado el único sospechoso.

Aún estaba leyendo uno de los periódicos cuando oyó a Richard. Volvió a ocultarlos debajo de la almohada.

—Dentro de diez minutos nos subirán café y tostadas —anunció.

Mientras él se vestía, Bárbara se puso la bata para ir, a su vez, al cuarto de baño. Cuando volvió, ya habían traído el desayuno, y Richard estaba leyendo uno de los periódicos.

—¿Por qué has escondido los periódicos bajo la almohada?

—Te has dejado la máquina de afeitar en el lavabo.

—Gracias.

Los periódicos de la mañana daban muchos más detalles del crimen que las versiones de los de la noche anterior. Richard leyó hasta la última palabra.

—¿Por qué has escondido los periódicos? —repitió.

Ella estaba sentada frente al tocador, abrochándose el sostén. Movió la cabeza con desaliento.

—Lo siento —dijo—. Quería ahorrarte un mal rato.

—Comprendo.

—Salgamos de aquí, Rich, y tomemos un café en cualquier otra parte.

—Muy bien —accedió él.

Descolgó el vestido de Bárbara y le ayudó a ponérselo.

—¡Ya! Estás preciosa.

—Quizá resulte un tanto sospechoso que yo salga vestida con el mismo traje de cuando llegamos.

—¡Eso no tiene importancia!

Ella se alisó la falda, dio un toque final a las solapas y recogió la bata de él, que metió, doblada, en la bolsa.

—Haces mi equipaje como si lo hubieras hecho toda tu vida —observó él.

—Y no me importaría seguir haciéndolo —replicó ella.

Él pensó que era más cortés no hacer ningún comentario, y se dirigió a la ventana. La niebla ya no envolvía los árboles de Hyde Park. Encendió un cigarrillo.

—¿Me das uno, por favor?

—Perdona.

Encendió otro y se lo dio. Después Babs cerró la bolsa.

—Bien. ¡Ya está! —dijo Bárbara—. Ya podemos irnos.

—Sí, será lo mejor.

Blamey cogió la bolsa y echó la última mirada a la habitación, mientras ella le quitaba un hilo de la solapa.

—Dejaré esta bolsa en Victoria. ¿Dónde quieres que te deje a ti, Bárbara?

«Me compara con su equipaje —pensó ella^—, pero primero es su bolsa. ¿Tan poco significo para él? Aunque, en verdad, si una se entrega a un hombre sin que éste se lo pida, es de esperar que la trate de cualquier modo, como si fuera una maleta. Puede que sea injusta con él, teniendo en cuenta lo que está pasando. En realidad, el pobre está sobreponiéndose continuamente a su problema». Y fingió tomarlo a broma.

—Puesto que dejas la bolsa en Victoria, podrías dejarme a mí en la oficina de Objetos Perdidos.

Él se echó a reír al tiempo que le daba un pellizco. Salieron de la habitación y se dirigieron a las escaleras por el pasillo alfombrado.

—Tú no te perderás nunca, Bárbara.

—No estoy muy segura —dijo ella—. Me siento desfallecer.

Esperó en la puerta mientras él pagaba la factura.

Ansiaba demorar el momento de la despedida, y por ello cuando él salió le dijo:

—Me gustaría mucho dar un paseo por el parque.

—Es una buena idea.

La cogió del brazo para cruzar la calle.

—¡Oh! —exclamó ella, deteniéndose de improviso casi delante de un autobús de la línea 88—. ¿Y el traje que mandaste a la tintorería?

—He dicho al portero que volveré a buscarlo. No lo haré, naturalmente.

—Es una lástima. Los trajes buenos cuestan dinero.

—Este no era tan bueno. La chaqueta tenía los codos remendados y los pantalones estaban muy rozados.

—Pero te servía para trabajar en un bar.

—No creo que encuentre empleo en otro bar, cariño —le dijo él cuando entraban en el parque—. Quizá trabaje en Correos, o en una lavandería.

—No digas estas cosas, por favor.

Él se encogió de hombros mientras cambiaba de mano la bolsa.

—Déjame que te ayude a llevarla, Rich.

—No pesa. Puedo llevarla yo.

Bajo los árboles del parque vieron algunas formas acurrucadas de los que carecían de hogar y que dormían a la intemperie. Varios de ellos se habían construido como pequeños refugios con las tumbonas que había por allí.

—¿Nos sentamos un poco?

—Bien.

Se sentaron en un banco, frente al Serpentine.

No había nadie a su alrededor, pues los vagabundos preferían lugares más ocultos para su descanso. El único ruido que podía escucharse era el chapoteo y los graznidos de los patos en el borde del estanque, mientras que los cisnes se deslizaban por él silenciosos y arrogantes como «Rolls Royces» entre vulgares coches utilitarios. Un par de patos salieron del agua y se acercaron a ellos con su torpeza habitual.

—¿Verdad que son graciosos? —comentó Babs.

—Sí.

Ella entrelazó sus dedos con los de él, y su mano le transmitió una cálida sensación protectora.

—Rich, ¿qué vamos a hacer?

El deseaba que dejara de usar aquel diminutivo de su nombre, pero no se lo dijo para no lastimarla. Tampoco le gustó el modo de formular aquella pregunta: «¿Qué vamos a hacer?». Implicaba una duración de sus relaciones.

«Qué diablos verá en mí —pensó—. Casi le doblo la edad, tengo una calvicie incipiente, empiezo a tener barriga y cojeo al andar. No tengo trabajo y muy pocas probabilidades de tenerlo, y es casi seguro que me pescarán y me acusarán del asesinato de Brenda».

Richard Blamey lo ignoraba, pero no hacía ni diez minutos que el portero del hotel, a quien había dado buena propina, acababa de telefonear a la policía:

—Es acerca del crimen de Leicester Square. Creo que es mi deber comunicarles que acaba de salir de este hotel un hombre que concuerda perfectamente con la descripción del sospechoso. Ha pasado aquí la noche con una cualquiera y ha enviado su ropa a la tintorería, servicio urgente.