Capítulo 1
El barman de la cervecería El Milagro Moteado, situada entre Piccadilly Circus y Leicester Square, estaba leyendo un recorte de periódico, ya atrasado, que hacía referencia a su persona: el Rey accedía graciosamente a conceder la recompensa de la Orden del Servicio Distinguido al jefe de escuadrón Richard Anthony Ian Blamey, DFC[1], que también era abogado. El jefe de escuadrón Blamey había demostrado en repetidas ocasiones una pericia y una tenacidad excepcionales en las operaciones de bombardeo. Sus dotes de mando habían prestado coraje a cuantos volaron con él, siendo particularmente notable el ataque a baja altura contra la factoría Messerschmitt de Regensburg. En aquella ocasión, el jefe de escuadrón Blamey volvió al ataque una y otra vez, pese a la intensa oposición de las defensas antiaéreas enemigas y a tener un trozo de metralla incrustado en el tobillo. El ataque a Regensburg, que supuso una penetración de quinientos kilómetros hacia el interior de Alemania, causó graves desperfectos en la factoría que hasta entonces había fabricado el cincuenta por ciento de los aviones de caza enemigos.
Richard Blamey rompió el recorte en pedazos y lo echó al inodoro; después tiró de la cadena. Poco a poco subió cojeando los escalones de piedra que conducían al bar, y una vez allí miró el reloj de propaganda de la cerveza Guinnes. Era casi la hora de abrir.
El recorte había llegado aquella mañana entre los papeles de su madre, que le había enviado el procurador de la familia. La señora Blamey había fallecido hacía unas semanas, sola, lejos de su único hijo, al que culpaba de la precaria situación en que había vivido durante sus últimos días. La anciana señora Blamey nunca comprendió que el muchacho a quien vio recibir una condecoración de manos del rey Jorge VI en el Salón Azul del Palacio de Buckingham hubiese fracasado tan lamentablemente en su vida civil. Ella le había aconsejado siempre que no invirtiera su dinero en un negocio tan fluctuante como era una escuela de equitación.
El Milagro Moteado, cuyo nombre era una alusión a El Tetrarca, estaba decorado con grabados ecuestres, con trajes de seda de los jinetes y herraduras con un baño de plata. El establecimiento se encontraba en un pasaje, entre un Banco y una casa de apuestas, y frente a la entrada de servicio de un hotel y la puerta de salida de los artistas de un teatro.
Del interior de la casa de apuestas se podía escuchar una voz fantasmal: «Oficina Central de Telégrafos emitiendo pruebas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Aquí la Oficina Central de Telégrafos emitiendo pruebas. Once a diez, a la par, cinco a dos, tres a uno, siete a dos. Aquí la Oficina Central de Telégrafos emitiendo pruebas».
Richard Blamey se sentía más deprimido que de costumbre aquella mañana del lunes. Con ademanes cansados cogió el Morning Advertiser que estaba en la barra del bar, con la intención de dar una mirada a la sección de carreras, pero unos titulares de la portada llamaron su atención. Se trataba de la muerte de Lawrence Larry Wellington, el cual se había ahorcado en su celda de la prisión de Brixton.
—¡Oh, no! —exclamó Blamey en el silencio del bar.
Larry Wellington había sido su primer artillero, el Charlie de la cola, en aquella expedición a Regensburg. Había estado con él en Colonia, en Bremerhaven, en Berlín, en el Mohne Dam, en Düsseldorf, y habían regresado juntos más veces de las que podía recordar. A Larry, que había salido siempre sin un solo rasguño, ahora se le había ocurrido colgarse en la celda de una prisión.
Richard Blamey fue detrás de la barra. Necesitaba un trago. Ya lo pagaría cuando abriera la caja. El encargado estaba en aquellos momentos en la bodega, mientras las camareras se maquillaban. Se sirvió un whisky largo, y ya casi se lo había terminado cuando apareció el encargado en la escalera que llevaba a la bodega y al lavabo de caballeros.
Se llamaba Félix Hope-Forsythe, y era el sobrino de uno de los dueños de la destilería.
—Recoja sus cosas y váyase. Está usted despedido, Blamey.
—¿Por qué?
—Por falta de honradez, ni más ni menos. Ahora comprendo por qué se acaban tan pronto las existencias.
—¿Se refiere usted al whisky que me acabo de tomar?
—Me refiero al whisky que se acaba de tomar y a todos los que se ha estado tomando.
—Este es el primer trago que me he servido desde que estoy aquí, y tenía la firme intención de pagarlo cuando abriera la caja.
—Querrá usted decir que es la primera vez que le cojo con las manos en la masa.
—¡Usted no es quién para hablar de falta de honradez! —exclamó Blamey—. Sé Jo que ha estado haciendo en la bodega, poniendo en las botellas de «Gordon’s» la ginebra que compra usted a granel en la destilería.
—¡Fuera! —dijo Hope-Forsythe, señalando la puerta—. ¡Fuera de aquí!
Blamey salió cojeando de detrás de la barra. Era varios centímetros más bajo que Hope-Forsythe y tenía diez años más, pero éste retrocedió.
Blamey se dirigía ya hacia la puerta, cuando retrocedió y puso dos medias coronas sobre el mostrador.
—Esto es por el whisky —dijo. Y encaminándose hacia la salida, añadió—: Quédese con el cambio.
—Espere un momento.
Blamey se detuvo.
—¿Qué pasa ahora?
Enmarcado por el umbral, y mirando al encargado, no tenía precisamente el aspecto de un héroe.
Sus cabellos eran rojizos y escasos, y estaban manchados por mechones grises. Los talones de sus zapatos estaban desgastados por el uso y su chaqueta de montar, remendada en los codos.
—Tal vez he sido algo brusco —se disculpó Hope-Forsythe—. Si usted me hubiera dicho que necesitaba un trago, yo le habría comprendido. Olvidémoslo, ¿quiere?
—Yo ya lo he olvidado —le contestó Blamey, volviéndole la espalda.
Salió. Por las puertas abiertas de la casa de apuestas brotaba la cantilena diaria: «Aquí la Oficina Central de Telégrafos en emisión de pruebas…».
Los apostadores estudiaban ya las listas, apretujándose codo con codo, o empinándose los de filas más posteriores, pero todos atentos a los resultados facilitados por los periódicos deportivos. Otros se sentaban en los sillones, frente a mesas cubiertas de cristal y provistas de ceniceros demasiado pesados para ser sustraídos. Allí estudiaban sus libretas o las listas de las carreras con fervor religioso, moviendo los labios, como en una plegaria, enfrascados en su meditación.
Richard Blamey, ya dentro de la casa de apuestas, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, indiferente a las constantes pruebas telegráficas que se dejaban oír sobre su cabeza. A juzgar por las precauciones tomadas en dichas pruebas de retransmisión, cualquiera hubiese podido pensar que se estaban preparando para lanzar un artefacto a la Luna. Blamey no tenía la menor intención de arriesgar sus exiguos recursos en cualquiera de los caballos favoritos del día, pero aquí disfrutaba de la misma comodidad que en otra parte y, además, no tenía ningún sitio adonde ir.
Se sentía enfermo, más enfermo de lo que jamás se sintiera en ningún tipo de avión. No se compadecía de sí mismo, sino de Larry Wellington, ahorcado con su propia corbata en una celda de Brixton, la prisión de Su Majestad. Dick Blamey no era un sentimental; la muerte repentina no le horrorizaba, ni siquiera la de un amigo. De joven se había enfrentado a ella demasiadas veces. Tampoco podía decirse que Larry y él hubiesen continuado su amistad después de la guerra; probablemente no se habían visto más de media docena de veces en los últimos veinte años, y casi siempre, por casualidad, en las carreras. Era la única afición que tenían en común.
La última vez que se vieron fue el año anterior, en Sandown Park, y Larry no había demostrado la menor preocupación. Vivía con una estupenda pelirroja llamada Jennifer Page y tenía mucho dinero.
Dick Blamey pensaba siempre en Wellington como en Larry el Afortunado, porque ganaba mucho dinero emborronando cuartillas, en tanto que él trabajaba como un forzado de la mañana a la noche, intentando dirigir sin ayuda de nadie una escuela de equitación, y, para colmo, perdiendo dinero. Después de un verano lluvioso decidió la construcción de un picadero cubierto. Su aspecto era magnífico una vez terminado, y pensó que, a partir de aquel momento, le sería posible dar clases sin interrupción durante todo el año, fueran cuales fuesen las condiciones meteorológicas. Pero no había contado con las autoridades locales. Se le había olvidado pedir el permiso para la edificación, y le ordenaron que la derribase. No consiguió nada subrayando el hecho de que su picadero estaba oculto tras los árboles y que no obstaculizaba para nada las líneas del paisaje, lo cual no podía decirse de la urbanización del propio Ayuntamiento, cuyas burdas construcciones de ladrillos rojos se esparcían por toda la llanura con sus farolas de cemento, centro recreativo y salón de máquinas tragaperras.
Varios jóvenes de esta misma urbanización se divirtieron una tarde apedreando tan ferozmente a una de sus yeguas, que le vaciaron los dos ojos. No le quedó otra alternativa que llamar al veterinario para que la matase. Hacer lo mismo de un tiro con los responsables hubiera sido demasiado piadoso; no obstante, la policía local opinó que era una tarea casi imposible descubrir a los culpables, y, por otra parte, tampoco hubiera servido para nada. Tan sólo les hubieran hecho comparecer ante el juez.
Sé trataba de un incidente bastante corriente: los muchachos se aburrían.
A las autoridades locales lo que les preocupaba era la transgresión de Blamey al construir un edificio sin su permiso. Le dieron a entender que, si no lo derribaba, se vería expuesto a la pena más severa que la ley del país podía infligir. Acto seguido, el Banco le exigió el pago del préstamo. Uno de los miembros de la junta directiva del Banco había estado en el mismo puesto que Blamey en el Salón Azul del Palacio de Buckingham, pero cuando el ex jefe de escuadrón Richard Anthony Ian Blamey, DSO, DFC y abogado, le escribió una carta personal explicándole su situación, la única respuesta fue una carta de los procuradores del Banco. Para reunir el dinero, Dick Blamey empezó a apostar. En seis meses se arruinó.
Le hundieron. Los caballos que le quedaban se vendieron por 30 libras cada uno; los ponies, por algo menos. La quiebra estuvo precedida por un divorcio. Así pues, las dotes de mando, la pericia y la tenacidad del jefe de escuadrón Richard Blamey no parecían llevarle a ninguna parte en la Inglaterra de la posguerra, excepto al fracaso más rápido y rotundo. Pero Blamey no era hombre a quien le gustase mirar atrás. No estaba dispuesto a permitir que el cascote de su tobillo le lisiara también el hombro.
Había aceptado el empleo en El Milagro Moteado como una etapa de aprendizaje, convencido de que en un par de años podría aspirar a un puesto más alto. Después de todo había oído decir que Johnny Dring-Porterhouse iba a regentar una taberna de estilo inglés, y nada menos que en París. Si un afable zoquete como Johnny Dring-Porterhouse podía conseguir un puesto como éste, no cabía la menor duda de que él también. Por otra parte, no dejaba de ser una suerte que su ex esposa, Brenda, no le hubiera exigido una pensión alimenticia.
La oficial de aviación Brenda Hillingdon había sido «la chica de la voz de oro» para todos los aviadores de la base de bombarderos de Lincolnshire. Ningún ruiseñor logró jamás emocionar tanto a un corazón como la voz de Brenda desde la torre de control mientras los Avro Lancaster describían círculos en el aire, esperando aterrizar después de una incursión nocturna.
«Adelante Zeta Cebra Nueve Dos Tres. Adelante Zeta Cebra Nueve Dos Tres».
Jamás había sonado de forma tan acogedora una bienvenida al hogar. Inspiraba el deseo de celebrar la propia suerte o, por el contrario, de lamentar la desgracia de los que se habían quedado atrás y que ya no volverían a oír la voz de oro. Brenda, que tenía los cabellos dorados y un cuerpo perfecto tanto en uniforme como en bañador, era el objetivo sentimental de todos los oficiales de la base, incluyendo a los casados, mejor dicho, incluyendo en particular a los casados. Es decir, que el hecho de conquistarla frente a tan reñida competencia hizo que se considerase a Dick como un tipo afortunado. Nunca hubiera podido pensar él, entonces, que llegaría un día en que el sonido de aquella voz le resultaría casi odioso.
Incluso su luna de miel tuvo un inicio desastroso, casi ridículo. Fueron a Londres —¿dónde, si no, podía j uno pasar la luna de miel mientras Inglaterra estaba en guerra?—. Reservaron la cámara nupcial de aquel mismo hotel que ahora veía desde la casa de apuestas.
El hotel se encontraba tan próximo a Piccadilly Circus que Eros podía apuntarlo con sus flechas; pero Eros no se encontraba allí en aquel entonces: había sido evacuado a un lugar seguro.
La dirección del hotel tenía un interés especial en mantener su reputación de respetabilidad, de tal manera que las parejas ilícitas no eran admitidas en el edificio, provisto de aire acondicionado y desayuno incluido en la tarifa. A este fin habían ideado una trampa sutil para descubrir a las parejas que no estaban casadas: pedían a la dama que firmase en un registro, y al caballero en otro situado en el extremo opuesto del mostrador de recepción.
La primera noche después de la boda, Richard Blamey y su esposa se encontraban ya en la cama cuando empezaron a golpear la puerta. Luego la abrieron con una llave maestra y encendieron las luces. El director y el detective del hotel les ordenaron que se vistieran y abandonaran el establecimiento.
Como sucede muy a menudo, la trampa para los culpables había cazado a los inocentes. Aún no habituada a su nuevo estado civil, y aturdida por el champaña, Brenda había firmado en el registro del hotel con su nombre de soltera.
La escena que sucedió fue digna de una farsa del Whitehall, pero a Dick Blamey no le hizo ninguna gracia, y, en cuanto a Brenda, tenía sus bonitos ojos azules anegados en lágrimas.
Cuando Dick, después de enfundarse en su bata, puso su certificado de matrimonio ante los ojos atónitos del director, las excusas de éste no pudieron ser más contritas. El personal del hotel hizo cuanto pudo por subsanar su error. A la mañana siguiente les enviaron flores, invitando a la pareja a quedarse el tiempo que quisieran como huéspedes de la dirección, pero nada convenció a Brenda para permanecer bajo aquel techo una noche más.
Cuando aquella tarde abandonaron el hotel se estaba celebrando un baile, y la orquesta tocaba Siempre habrá una Inglaterra.
Dick siempre había tenido el convencimiento de que la ridícula situación en que transcurrió su noche de bodas había sido la causa de su subsiguiente incompatibilidad. Ahora, Brenda dirigía con éxito una agencia matrimonial.
Ya no era la esbelta chica de la voz de oro, sino una mujer madura y de formas llenas. Se la consideraba algo así como una autoridad en asuntos conyugales, y colaboraba de vez en cuando en la sección de un periódico con artículos sobre este tema; también intervenía ocasionalmente en televisión.
Dick ya estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, y cuando se ponía las gafas para leer, realmente no podía ocultar su edad. Se las puso ahora para repasar las listas de las carreras. Quería olvidarse de Larry Wellington, pero no lo conseguía. Así pues, se levantó y salió, al tiempo que decidía visitar a Brenda, cuya oficina estaba a la vuelta de la esquina. Antes de llegar se detuvo a tomar un trago.