Capítulo 24
Mientras bajaba los peldaños de las escaleras entre los dos policías de la prisión, Blamey iba pensando que posiblemente la presencia de Hetty y Jenny en el juicio habría inspirado a algún periodista el encabezamiento de su artículo de aquella mañana: «Ayer, el Oíd Bailey estaba atestado de elegantes damas con motivo de llevarse a cabo, en la sala número uno, el tercer día de juicio del ex jefe de escuadrón Richard Blamey, DSO, DFC y abogado, acusado del asesinato de la camarera Bárbara Milligan». Los slogans periodísticos, como los pensionistas de Chelsea, parecen inmortales.
Uno de los policías de la prisión encendió su pipa frente a un montón de teteras. Calculó que la terminaría cuando el jurado estuviese a punto de salir. En realidad, se equivocó. Tuvo tiempo de encenderla varias veces.
—No puedo imaginarme por qué tardan tanto —dijo a su colega, con una fantástica indiferencia por los sentimientos de Blamey.
—Si hemos de llevar a este tipo a Wandsworth —dijo el otro—, nos quedaremos bloqueados entre el tráfico de Londres Oeste. Hoy las tiendas cierran tarde.
El jurado deliberó durante una hora y diez minutos, lo cual fastidió a los reporteros de los periódicos vespertinos porque ya no podían incluir el veredicto en las ediciones de última hora.
En Brixton, un preso veterano había confiado a Richard Blamey: «Mire bien al jurado cuando vuelva a la sala, y sabrá el veredicto antes de que lo pronuncien. Si es inocente, todos le mirarán mientras vayan entrando. Si es culpable, evitarán el mirarle, casi como si se avergonzaran de lo que van a hacerle. Nunca falla».
El viejo tenía razón. Cuando volvió el jurado, ni uno solo de sus miembros miró a Blamey. Todos miraron al juez mientras ocupaban sus asientos.
El escribano se dirigió a ellos e inquirió con una entonación mecánica:
—Señores del jurado, ¿han decidido ya su veredicto?
El portavoz se levantó y dijo:
—Sí, lo hemos decidido.
—¿Declaran al acusado Richard Anthony Ian Blamey culpable o inocente del asesinato de Bárbara Jean Milligan?
—Culpable, Señoría.
—¿Le declaran culpable, y es éste el veredicto de todos y cada uno de ustedes?
—Así es.
El escribano miró a Blamey, de pie entre los dos policías de la prisión.
—El prisionero es condenado por asesinato. ¿Tiene algo que alegar ante este tribunal contra la sentencia de muerte que según la ley pesa sobre usted?
En el tribunal reinó un silencio semejante al que sigue a una nevada copiosa y repentina.
Richard Blamey no tenía intención de decir nada. Le parecía absurdo, y cuando oyó su propia voz, se le antojó que un ventrílocuo estaba hablando por él. Sólo dijo cuatro palabras:
—¿Tienen permiso de edificación? —preguntó.
En circunstancias menos tristes, la réplica del acusado hubiese podido provocar la risa. En cambio, una especie de incrédulo asombro se apoderó de casi todos los asistentes. Probablemente se trataba de la frase más cínica pronunciada por un hombre que iba a ser sentenciado a muerte.
El capellán de la prisión colocó una tira de seda negra sobre la peluca del juez.
—Richard Anthony Ian Blamey, ha sido declarado culpable de un espantoso crimen —la voz del juez sonó casi demasiado frágil para las palabras que debía pronunciar—. La sentencia de este tribunal es que sea llevado a una prisión del Estado, y de allí al lugar de ejecución, donde será colgado hasta que muera, y que después su cuerpo sea enterrado dentro del recinto de la prisión donde habrá estado internado hasta su ejecución. Y que el Señor tenga piedad de su alma.
—Amén —dijo el capellán.
La función había terminado. El juez felicitó al jurado y les comunicó que estarían dispensados de prestar servicio en una corte durante diez años. Blamey sintió la tentación de gritar: «¿Por qué no tocan el himno nacional?», pero no dijo nada, y custodiado por los dos policías de la prisión, se encaminó cojeando, pero rápidamente, hacia los escalones que conducían a las celdas.
Veía confusamente muchos rostros, pero de pronto, como a través de unos prismáticos, distinguió entre ellos a Jenny, Hetty y Johnny. Sus rostros estaban desencajados, y no pudo descifrar lo que intentaban comunicarle, pero hubiera podido jurar que Johnny Dring-Porterhouse estaba llorando, el viejo idiota.
Su abogado y el abogado de la defensa fueron a verle a la celda y le dijeron que recurrirían al Tribunal Supremo, pero Blamey apenas les escuchó. Ya estaba harto del asunto.
Le dijeron que, incluso aunque la apelación les fuese denegada, podía estar tranquilo respecto a la sentencia de muerte. Hacía meses que no se colgaba a nadie en el país, y era casi seguro que habría un indulto general.
—Esto me hace sentirme a las mil maravillas —dijo Blamey.
—En cualquier caso, el juez ha cometido un grave error al emplear la antigua versión de la sentencia de muerte —le dijo su abogado—. La versión moderna es mucho más breve.
—Tal vez, como la mayoría de los jueces, prefiere los buenos tiempos pasados —replicó Blamey con sequedad—. Y a fin de cuentas, el resultado es bastante parecido, ¿no?
—¡Oh!, a propósito, creo que van a llevarle a Pentonville.
—Magnífico —repuso Dick—. ¿Por qué no alquilan la isla del Diablo, ahora que los franceses no la utilizan? No me vendría mal un largo crucero.
—Los señores Dring-Porterhouse y Jenny Page le envían cariñosos recuerdos y le piden que no se desespere.
Nihil desperandum, ¿verdad? —dijo Dick con una sonrisa sarcástica.
—Le pondrán en una celda de condenados a muerte, claro, pero no deje que esto le deprima.
Esta observación se le antojó a Dick tan cargada de ironía, que no pudo reprimir una carcajada. Estuvo riendo durante todo el viaje, a Pentonville.
Y aún seguía riendo cuando le condujeron a una de las dos celdas para condenados a muerte, la del ala A; ambas celdas estaban separadas por la cámara de las ejecuciones. Antes las dos se hallaban juntas en el ala B, con lo cual el prisionero tenía que salir de ellas maniatado y caminar un largo trecho hasta la cámara de las ejecuciones. La nueva instalación resultaba mucho más cómoda para todos. El único inconveniente era que si ambas celdas estaban ocupadas, el otro condenado no tenía más remedio que oír todos los rumores mientras se despachaba a su vecino con la rigurosa formalidad de la ley.
Aquel primer fin de semana tuvo pesadillas. Soñó que estaba en una casa de apuestas y que todos los clientes vestían el uniforme gris de la prisión, y los empleados y el que escribía en la pizarra eran oficiales de la policía.
Después, la pizarra en la que figuraban los nombres de todos los caballos y las apuestas fluctuantes se convirtió en la pizarra de la sala de operaciones de una base de bombarderos. Los nombres de los caballos fueron remplazados por los nombres de los capitanes de aviación. Las apuestas se transformaron en los detalles sobre la carga de bombas, horas de vuelo, momento de llegada al objetivo, y finalmente, las tres palabras de oro del vocabulario de cualquier piloto en tiempo de guerra: Hora de aterrizaje.
El hombre que escribía en la pizarra se esfumó, y apareció Brenda.
Pero Blamey se dio cuenta de que no figuraba la hora de aterrizaje de su avión, Z 293 (S/L Blamey), y echó a correr hacia Brenda, gritando: «¡Brenda, hemos llegado y te has olvidado apuntar nuestra hora de aterrizaje!».
Al tiempo que gritaba esto, se cayó al suelo de la celda; el oficial Wanstead, que le ayudó a levantarse, le dijo:
—Tranquilo, muchacho, o vas a despertar a todos los inquilinos de la casa.
Los policías que tenían la misión de acompañar constantemente a Blamey durante su estancia en la prisión (los Beetles de la Guardia Mortuoria), estaban un poco nerviosos por su aparente buen humor. Nunca habían visto un caso parecido, y se preguntaban si no tendrían realmente a su cargo a un perturbado.
—Anímense —les dijo Blamey—. Pronto estaré muerto.
Blamey suspiró.
—Vamos, ése no es modo de hablar —le amonestó el oficial Wanstead, un veterano—. No digas eso. No volverán a colgar a nadie en este país. Saldrás de aquí dentro de poco tiempo, cuando se apruebe el indulto. Entonces, en un año o dos te trasladarán a una de esas cárceles modernas donde se trabaja en el jardín. ¿No crees que será algo muy agradable? ¿Puede haber algo mejor?
En los días que siguieron, Blamey descubrió que se había convertido en una persona muy importante, más importante para el Estado que durante su época de aviador. Casi le mimaban.
El gobernador venía a verle todos los días, así como el oficial médico y el capellán. Dick comprendía el interés de este último por un alma que pronto sería despachada hacia otras esferas, pero no podía comprender la razón del cotidiano examen médico, por superficial que éste fuera.
Entonces uno de los policías le dijo que el oficial médico era la única persona, aparte del secretario del Interior, que tenía atribuciones para aplazar una ejecución si llegaba al convencimiento de que la salud mental o física del prisionero no eran lo bastante buenas para que éste fuera colgado, aunque jamás se había producido un caso semejante.
Cuando Blamey hacía ejercicio en el patio de la prisión, solo, a excepción de los guardianes que le vigilaban, veía muchas caras pálidas apretadas contra las ventanas de las celdas, contemplándole.
Una mañana oyó que alguien estaba cavando, y preguntó si ya le preparaban la fosa. Le informaron que estaban desenterrando los restos de Roger Casement.
Dieciocho días más tarde, dieciocho días que le parecieron dieciocho años, el gobernador le dijo:
—Tengo buenas noticias para usted, Blamey. Su sentencia ha sido conmutada a cadena perpetua.
¡Buenas noticias! Blamey se retorcía de risa en su celda mientras los guardianes le ladraban:
—¡Manténgase en posición de firmes delante del gobernador!
Ya no era una persona importante. Le habían postergado a ser uno de los condenados a cadena perpetua; otro prisionero más, vestido de gris, desprovisto de la trágica aureola que le envolvía el día en que le trasladaron de la celda de los condenados a muerte a otra celda del piso superior, junto con todos los demás criminales, en espera de su traslado a una prisión provincial.
Demostró su gratitud por el acto misericordioso del secretario del Interior, durante la primera mañana en que tomó parte en el edificante espectáculo de vaciar los orinales: separándose de la cola saltó por encima de la barandilla de hierro y fue a estrellarse contra el pavimento de piedra.
El contenido de su orinal cayó con él, empapando a un guardián y provocando en los prisioneros las carcajadas más estentóreas que se habían escuchado hasta entonces en Pentonville. Y los prisioneros aún reían cuando los guardianes recogieron a Dick Blamey y lo llevaron á las celdas que en Pentoville reciben el eufemístico nombre de hospital.
El médico que le examinó dijo, como lamentándolo:
—Vivirá.
Le transportaron al Royal Northern Hospital de Holloway Road para que fuera intervenido de múltiples lesiones. En su último momento de lucidez, antes de que la anestesia surtiera efecto, experimentó la ilusión de que la enfermera del quirófano era Brenda, y que le estaba diciendo: «Adelante, Zeta Cobra Dos Nueve Tres».