Capítulo 17

Cualquier colegial sabe que él condado de Lincoln es llano. Sin embargo, hay unas cuantas colinas, y justamente al subir la cuesta de una de ellas, el cuerpo de Bárbara Milligan empezó a rodar hacia atrás.

Ya había amanecido cuando un coche patrulla de la policía del condado aminoró la marcha en un cruce para ceder el paso a un camión. El conductor dijo a su compañero:

—Bert, ¿has visto lo mismo que yo?

—¿Ese montón de sacos? ¿Qué tiene de particular?

—Bueno, no te burles, pero podría jurar que he visto un par de pies asomando bajo la lona.

Efectivamente, Bert se burló.

—Quizá los vendedores de patatas están perdiendo tanto dinero, que ayudan a los enterradores.

—Sea lo que sea, creo que haríamos bien en echar un vistazo.

Dio media vuelta y pisó a fondo el acelerador. Trescientos metros más allá alcanzaron al camión.

—¡Dios mío! —exclamó Bert.

Ahora asomaban dos piernas desnudas bajo la lona del camión. El conductor del coche patrulla tocó la sirena, y el camionero frenó tan bruscamente, que el cuerpo de Bárbara Milligan salió disparado y fue a parar casi bajo las ruedas del coche de la policía.

El chófer del camión sacó la cabeza por la ventanilla y miró hacia atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Baja y lo verás, muchacho —repuso el conductor del coche patrulla.

El camionero saltó a la carretera y se dirigió adonde estaban los policías. Era un chico joven. Cuando vio el cuerpo desnudo en la calzada, se tambaleó y hubiera caído sin sentido de no sostenerle los dos policías.

—Tranquilo, muchacho —dijo uno de ellos.

El rostro generalmente rubicundo del muchacho se había tornado gris como el asfalto de la carretera.

—Yo… yo no la había visto en mi vida —tartamudeó.

Unas horas después, el cuerpo fue identificado como el de Bárbara Jean Milligan, y el conductor del camión, eximido de toda complicidad.

La identificación resultó fácil porque un joven y dinámico policía había encontrado el bolso de Bárbara con el diario. Una de esas páginas, la reservada a señas personales, facilitó el trabajo de la policía. La descripción de la joven, enviada a todo el país por teletipo, se basaba en detalles suministrados por la propia víctima.

En la última página del diario había varios números de teléfono, y el último anotado por Bárbara era el de Hetty Dring-Porterhouse, a quien había prometido 11amar.

Hetty admitió que la joven asesinada había estado en la suite con Richard Blamey. Sí, habían acompañado a Blamey al aeropuerto, donde había cogido un avión con destino a París; pero la chica había abandonado el hotel varias horas antes. Se había ido sola, y Dick Blamey no se movió de la suite hasta que salieron hacia el aeropuerto, de modo que no había posibilidad de implicarle en la muerte de la joven.

En su ansiedad por subrayar este hecho, Hetty lo repitió demasiadas veces, debido a lo cuál los detectives concibieron lógicamente la sospecha de que estaba intentando proporcionar una coartada a Blamey. La víctima había sido asesinada antes de que Blamey saliera hacia París; este hecho estaba comprobado sin ninguna duda. Pero, por otro lado, estaba la palabra de Hetty y de su marido de que Blamey no había abandonado su suite hasta que salieron juntos hacia el aeropuerto de Londres.

En cualquier caso, ¿por qué la reserva del billete fue hecha a nombre de Richard Anthony? Johnny Dring-Porterhouse encontró difícil dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta.

Aquella misma tarde se iniciaron los trámites de extradición.

En Scotland Yard tuvo lugar otra reunión entre el comisionado y el superintendente Oxford. El comisionado no trató de ocultar su disgusto, y casi insinuó que esta segunda tragedia era culpa del jefe de la Brigada de Homicidios. No había tenido suficiente rapidez de acción, y la demora había resultado fatal.

De haberse firmado antes la orden de detención de Richard Blamey, esta segunda tragedia hubiera podido evitarse. El, el comisionado, acababa de recibir la orden de presentarse en el Ministerio del Interior, donde seguramente tendría que soportar una severa reprimenda.

No tenía la menor idea de qué palabras podría emplear, dadas las circunstancias, para defender la dilación y la reprobable cautela de la Brigada de Homicidios al no actuar con mayor celeridad.

El superintendente Oxford le ofreció su dimisión, lo cual enfureció todavía más al comisionado.

—En lugar de perder el tiempo interrogando a los inocentes clientes de una agencia matrimonial, tendría que haberse concentrado en localizar al ex marido de la víctima.

—Gracias por el consejo, señor —dijo el Funerario—. No tengo a mano una estadística de los hombres cojos que viven en el área de Londres, pero puedo decirle que hemos recibido ciento veintidós llamadas telefónicas de sendos habitantes de esta ciudad que están seguros de haber visto al hombre que queríamos interrogar. Hemos tenido que investigar cada una de estas llamadas.

—No es necesario que me explique la parte rutinaria de su trabajo. Teníamos que haber actuado más enérgicamente desde el principio y detener a Blamey sin pérdida de tiempo.

—Esta misma mañana, señor, usted intentaba hacer comparaciones entre este caso y el de Heath…

—No hacía comparaciones; me limitaba a señalar las similitudes en la conducta de estos dos hombres.

—Me gustaría recordarle, señor, que Heath entró voluntariamente en la comisaría de Bournemouth poco después de haber asesinado a Brenda Marshall.

—Nos interesa Blamey, no Heath. Será mejor que tenga a dos agentes dispuestos para volar a París por si la orden de extradición de Richard llega esta noche.

Pero la orden de extradición de Richard Anthony Ian Blamey no llegó a Scotland Yard hasta varios días después.

Para entonces, Dick ya se había trasladado a la habitación de huéspedes del piso de Jenny Page.

Fue la propia Jenny quien se lo sugirió.

Ambos sabían que era sólo cuestión de tiempo.

En tales circunstancias, lo importante era no dar facilidades a la policía para que lo encontrase. Cuanto más tiempo permaneciera en libertad, más posibilidades habría de que surgiera alguna pista sobre la identidad del verdadero criminal. Acaso se trataba de vanas esperanzas, pero no podían hacer nada mejor.

Naturalmente, un día u otro la policía acabaría por encontrarle en el piso de Jenny, pero de momento, allí se sentía más seguro que en cualquier otra parte. Si todas las fuerzas de la policía metropolitana habían sido incapaces de dar con él en Londres, era poco probable que un par de agentes ingleses le localizasen en París, a menos que contaran con la ayuda de sus colegas franceses. Sin duda recibirían esta ayuda al cabo de unos días, pero Dick no creía que la policía francesa concediera prioridad a su caso. Por lo menos, esperaba que no fuera así.

Jenny trabajaba durante todo el día. El apenas salía a la calle. No era un momento propicio para saborear los placeres de la alegre ciudad, ya que un simple paseo podía significar su detención. Por consiguiente, se pasaba las horas frente al televisor.

Pero, una noche, vio su propio fantasma en la pantalla, una fotografía suya de hacía más de veinte años, en la que aparecía vestido de uniforme. El locutor informó a los telespectadores franceses de que se buscaba a este súbdito inglés por doble asesinato, y que cualquier persona que le reconociera debía llamar a la policía local. Aquella emisión estaba organizada por la Interpol.

Richard Blamey se consoló pensando que ningún extraño podría reconocerle con sólo la ayuda de aquella foto borrosa. Sin embargo, desconectó el televisor, impulsado por la absurda sensación de que el locutor podía verle.

Jenny estaba aterrada.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—Me parece que volveré a Londres.

—Pero si vuelves a Inglaterra, es casi seguro que te detendrán.

—No lo creo.

—¿Por qué no?

—Porque es el único lugar donde no me buscarán. Saben que estoy fuera del país, y que sería una locura volver. Así que voy a hacerlo.

—Pero, Dick, no puedes seguir huyendo el resto de tu vida, y por culpa de algo que no has hecho.

—Muy bien. ¿Qué alternativa tengo? ¿Presentarme sumisamente para que me juzguen? Intentemos olvidar cuál sería el veredicto. Fuera lo que fuera, me meterían en una celda de Brixton, por lo menos mientras durase el juicio, y a esto no me resigno. Por evitarlo, sería capaz de matar de verdad.

—¿A quién matarías?

—Al primer policía que intentase arrestarme.

—Dick, ¿no crees que estás diciendo tonterías?

Jenny echó una mirada a la botella de whisky; estaba casi vacía, y recordaba haberla visto llena por la mañana. El sorprendió su mirada.

—Sí, he bebido mucho. Cuando he visto mi cara de chiquillo sonriéndome desde la pantalla, me he impresionado tanto, que no he dejado de beber.

—Eso no importa. Tengo otra botella en el comedor. Será mejor que la abras, porque a mí me está haciendo mucha falta un buen trago.

El quitó el tapón de aluminio de la botella y vertió una generosa dosis en dos de los vasos Waterford de Jenny.

—Yo quiero soda en el mío, hasta el borde —dijo ella—. Dick, por el amor de Dios, ¡no irás a bebértelo solo!

El asintió.

—Sí. Prefiero morir de una borrachera que ahorcado en una celda de Brixton.

—Por favor, no digas eso.

Jenny paseó por la habitación durante unos momentos. Encendió la televisión, pero en seguida la apagó.

—Gracias —murmuró él—. No resistiría volver a ver mi cara en la pantalla.

—Dick, no me gusta la idea de que vuelvas a Londres.

—¡No puedo quedarme aquí! Más pronto o más tarde, me encontrarán sólo con investigar las direcciones de los amigos de Hetty. Además, no es justo que te implique en esto. Ante la ley, estás ocultando a un criminal.

—Prefiero no discutir por detalles que no tienen importancia.

—Bueno, además tengo otra razón para irme. Empiezo a notar que esta situación te afecta los nervios.

—Dick, hace un momento has dicho una estupidez: que matarías al policía que intentase arrestarte. No lo decías en serio, ¿verdad?

—Jenny, en mi vida he hablado más en serio.

—Sólo por curiosidad, ¿cómo le matarías?

—Eso no importa.

—Supongamos que ahora llaman a la puerta, y que yo voy a abrir, y entra un grupo de policías ingleses y franceses. No podrías matarlos a todos.

—Te aseguro que haría lo posible.

—Dick, ¿quieres darme ese revólver?

—¿Qué dices?

—Que me des el revólver que encontraste en la suite de Johnny. Es suyo, ¿verdad?

Dick se encogió de hombros y sacó de su bolsillo el revólver americano de Johnny. En realidad era un bulto incómodo. Lo dejó sobre la mesa.

—Espero que no esté cargado.

—Pues sí lo está.

—Entonces, ¡por el amor de Dios, descárgalo!

El volvió a encogerse de hombros, tomó el revólver, sacó las balas y se las metió en el bolsillo.

—Una de éstas podría matar a un elefante.

—Dick, ¿te has vuelto loco?

—¿Cómo sabías que tenía este juguete de Johnny?

—Por el bulto que hacía en tu trasero, querido.

Dick pasó junto a Jenny, y fue hasta la puerta del apartamento. En el umbral se volvió para mirarla.

—¿Adonde vas, Dick?

—Al hogar —dijo él—. Al dulce hogar.

Abrió la puerta, la cerró tras de sí, y empezó a bajar las escaleras. Ella vaciló unos segundos, pero en seguida echó a correr tras él, llamándole a gritos; la calle estaba desierta, a excepción del gendarme de la esquina. Lentamente, Jenny volvió a subir las escaleras con el corazón tan vacío como la misma calle.