Capítulo 14
Durante una conversación con el maître del Dorchester, Hetty dispuso que el almuerzo les fuera servido en la suite.
—Esto no ha sido un almuerzo —declaró Dick más tarde—. Ha sido un banquete.
—Tenía que hacer algo espectacular para obligarte a comer —explicó Hetty—. No podemos lograr que nadie resucite ni remediar lo que está hecho alimentándonos de galletas adelgazantes y agua de Vichy. Me comprendes, ¿verdad, Dick?
—Te comprendo.
Johnny dijo lánguidamente:
—Hetty cree que todas las desgracias del mundo pueden resolverse encargando una comida de diez libras por cabeza y derramando lágrimas de cocodrilo sobre el caviar.
Hetty se quedó estupefacta. Con el rostro desencajado, se levantó de un salto, a punto de llorar. La puerta de su dormitorio se cerró con estrépito.
—Johnny, lo que has dicho ha sido detestable —manifestó Dick.
Johnny se sentó pesadamente, derramando su copa de oporto.
—¿No estás de acuerdo?
—No; opino que ha sido un comentario bastante inoportuno y desagradable.
—¿Qué derecho tienes tú a sermonearme?
—Esto no disculpa tu conducta de ahora con Hetty. Te guste o no, ella sólo pretendía mejorar mi estado de ánimo.
—Conque ¿no apruebas mi modo de tratar a mi esposa? Pues déjame decirte algo: si encontraran asesinada a mi ex esposa no me verían paseando por Hyde Park con una prostituta a la mañana siguiente.
—Johnny, fuiste tú quien nos invitó a venir aquí. Y la chica no es una prostituta, para usar tu arcaica expresión.
—Pues tú la has tratado como si lo fuera; ni siquiera te has molestado en acompañarla hasta el taxi.
—Siento que mi caballerosidad no esté a la altura de la tuya, Johnny.
—Si lo estuviera, Brenda quizá aún viviría/
—Tranquilo, Johnny. No vayas demasiado lejos.
—¿Hasta dónde puedo llegar?
—Hasta la habitación de Hetty para decirle que me voy y que le estoy muy agradecido por todo.
—¿Por qué no vas tú mismo? Cógela de la mano, compadécete de ella. Tu matrimonio fue un éxito tal, que debes saber cómo comportarte en estos casos.
—Escucha, Johnny, lo malo de ti es que no sabes beber. Despídeme de Hetty y dale las gracias.
—Se las darás tú mismo porque aún no te vas. Te llevaremos al aeropuerto.
—No iré si tú conduces.
—No seas idiota. En mi estado actual no podría conducir ni una bicicleta. He pedido un coche de alquiler.
Johnny cerró los ojos y ladeó la cabeza.
Un instante después estaba roncando.
Dick llamó a la puerta de Hetty. Esta se hallaba sentada ante el tocador maquillándose. Se volvió al oírle entrar. Tenía en su mano derecha, preparado como proyectil, un tarro de crema de Elizabeth Arden.
—¡Oh, eres tú! —dijo—. Si hubiera sido Johnny se lo hubiese tirado a la cabeza.
—Está dormido.
—¡Vaya con este hombre! Hace sólo una semana que nos hemos casado y ya empieza a lanzarme insultos.
—Yo, en tu lugar, no tomaría a Johnny demasiado en serio cuando ha bebido unas copas de más. Tendrías que haber oído algunas de las cosas que acaba de decirme. Pero cuando despierte no recordará ni una palabra.
Hetty empezó a hendir el aire con su espejo de mano.
—¡Ese chiste de mal gusto sobre las lágrimas en el caviar! —exclamó—. Sí, hemos comido caviar, ¿y qué? No hemos celebrado ningún carnaval, con confetti y sombreros de papel. ¡Oh, qué hombre! ¡Me dan ganas de abofetearle!
Dick se rio.
—Hetty, querida, ha sido un almuerzo delicioso, y en cuanto al caviar, Johnny ha sido el primero en repetir.
—¡Ah, sí! ¡Vaya cerdo!
—Lo dices porque estás furiosa.
—Es posible.
Ninguno de los dos habló durante unos minutos; mientras, Hetty continuó maquillándose; sostenía el espejo desde diversos ángulos, contemplándose solemnemente, y aplicándose la crema en el rostro con la otra mano. Oyeron cómo recogía el camarero las cosas del almuerzo, en el salón, y cómo se llevaba después el carrito y cerraba la puerta tras de sí.
Hetty se levantó, se alisó la falda, y echó una mirada a su reloj de pulsera, de platino y brillantes. Se lo acercó a los labios y le dio un beso.
—Creo que deberíamos llevarte al aeropuerto lo más rápidamente posible.
—Está bien, voy a despertar al viejo Johnny.
—El viejo Johnny ya está despierto —anunció Johnny desde el umbral, con una sonrisa—. Y se siente muy enfermo y muy desgraciado.
—Pues deja de sentirte desgraciado. Más vale que seas útil y preguntes si ha llegado el coche —replicó Hetty.
Sonó el teléfono.
—Ya ha debido llegar —dijo Johnny.
—Tomaré la precaución de salir por la puerta de atrás —anunció Dick—. Me recogéis al final de Oíd Park Lañe.
—Roger —musitó Johnny, tras descolgar el teléfono.
Diez minutos después estaban en camino hacia el aeropuerto de Londres, donde Johnny y Hetty contemplaron aliviados cómo despegaba el «Caravelle» de la Air France que Dick había tomado.
Al día siguiente, el superintendente Oxford ordenaba la detención de Richard Anthony Ian Blamey, acusado de asesinato.