Capítulo 8
—Debes haber hecho varios kilómetros —dijo Bárbara Milligan. Estaba sentada en la cama con los pies debajo de los muslos, la espalda encorvada y el rostro pálido y desencajado.
—¿Qué?
—Digo que debes de haber andado varios kilómetros, arriba y abajo de la habitación. Yo ya esto mareada de tanto mirarte. Lo siento, pero creo que no puedo hacer nada que te sirva de alivio.
Él se pasó las manos por la cabeza.
—Escucha Bárbara, ¿no sería mejor que te fueras? No quiero verte envuelta en esto.
Fue cojeando hacia la ventana y se quedó allí, mirando el parque. Ella se acercó, situándose detrás suyo.
—Te hace sentirte peor el que estuvieras aquí conmigo, ¿verdad?
El negó con la cabeza.
—Lo que me hace sentirme peor es el hecho de que soy indirectamente responsable.
Ella le miró sin comprender lo que decía.
—Estás diciendo tonterías.
—No, Bárbara, lo digo en serio. Nunca debí permitirle que se metiera en esta clase de negocios.
—No veo cómo hubieras podido impedírselo.
—Tendría que haberle advertido sobre la gentuza que se vería obligada a tratar, enfermos mentales, dementes, obsesos. ¡Dios mío! ¿Por qué no se lo advertí? ¿Por qué?
Empezó a pasear otra vez por la habitación.
—No te tortures —le dijo Bárbara—. Esto puede ocurrirle a cualquier mujer que vaya a la esquina de su casa a echar una carta cuando ya es oscuro.
—¡Pero no fue así! —le contestó excitado—. ¡Era una tarde soleada y en el centro de Londres!
—Y alguien te vio frente a la casa poco después —observó ella—. Esto es lo que más me preocupa.
—¿Por qué, Bárbara?
—Porque la policía pensará que fuiste tú, a no ser que vayas y lo expliques todo. ¿No lo comprendes, Rich?
—En este caso habrá de ser la policía la que se ponga en contacto conmigo.
—No es una cuestión de ponerse en contacto; es, es…
—¡Es una cuestión de ser arrestado por asesinato! ¡Es esto lo que intentas decirme! ¿no?
Ella asintió.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a pedir que me suban otra botella de whisky.
—Rich, si pides más whisky, pensarán que tienen a un dipsomaníaco en el hotel.
—Tal vez sea verdad —dijo él—. Brenda era una mujer excelente, quizá demasiado para mí. Ayer mismo la estuve esperando mientras ella entraba a rezar en una iglesia de Piccadilly. Yo no he sido nunca muy creyente, y ahora todavía lo soy menos. ¿Qué clase de Todopoderoso es este que recompensa de este modo las plegarias de una mujer?
—Si fueras a la policía y les contaras esto, sabrían que estabas diciendo la verdad —dijo Bárbara.
—Seguro —replicó él—, seguro. Lo escribirían y me pedirían que lo firmase. Sería magnífico, un artículo estupendo para los periódicos.
De pronto, Babs empezó a sollozar, tendida boca abajo en la cama.
—Bárbara, por el amor de Dios, no llores.
Sus lágrimas le irritaron. ¿Por qué demonios tenía que llorar?
—No te enfades conmigo, Rich. Sé cómo debes sentirte, pero yo también tengo sentimientos y estoy deshecha por dentro, realmente deshecha.
Él se le aproximó, se sentó en la cama, y empezó a acariciarle con dulzura los bucles del cabello.
—No estoy enfadado contigo, Babs. Sólo lo estoy conmigo mismo.
—Es mejor no complicar las cosas, ¿no crees? —observó ella.
Dick cogió el teléfono de la mesilla de noche.
—Voy a pedir ahora mismo otra botella de whisky.
Ella le cogió la mano, y le suplicó:
—¡No lo hagas! Si bebes más, te emborracharás.
—Esta es precisamente mi intención —dijo él, volviendo a coger el teléfono—. Necesito olvidar. Quizá pueda pensar con más serenidad cuando despierte de la borrachera.
Ella puso una mano sobre el aparato y cortó la línea.
—Si necesitas más whisky iré yo a buscarlo —dijo—. De lo contrario empezarán a sospechar de nosotros.
—Buena frase —se burló Blamey.
Se tendió en la cama, fijó la vista en el techo, y después cerró los ojos. Tenía la cara brillante por el sudor. Babs fue hacia el tocador y se arregló el maquillaje frente al espejo biselado.
—¿Qué marca de whisky quieres?
Repitió la pregunta, y al no recibir respuesta, se volvió. Dick estaba profundamente dormido. Dejó el lápiz de labios y empezó a desatarle los cordones de los zapatos.