UN PASO HACIA EL ASESINATO

Jamie Ellis

Adair se respaldó en su silla ante la mesa de cocina que él utilizaba como escritorio y se enjugó el sudor de la cara con la toalla que le colgaba del cuello. Luego, hizo una pausa y frunció el ceño hacia la ventana abierta en la pared trasera de la cocina. Alguien estaba bajando por la escalera de incendios.

Por último, la tosca cortina fue asida y Adair se encontró mirando el extremo más peligroso de una pistola.

El hombre que la empuñaba se inclinó lo suficiente hacia delante para hacerse oír.

—¿Ha visto usted al individuo que bajó por esta escalera hace unos minutos? —inquirió.

—No —contestó Adair—. ¿Quién es usted? ¿Acaso un marido iracundo que vuelve a casa cuando menos se le espera?

El hombre resopló y bajó el arma.

—Soy un agente de policía. No se mueva de aquí. Vuelvo en un instante.

Entonces, se marchó. Adair oyó sus pisadas traqueteando por las escaleras metálicas hacia tierra firme, un piso por debajo de su ventana. Adain parpadeó, se encogió de hombros y volvió toda su atención a la máquina de escribir.

Siguió mecanografiando: En ese mismo instante, al otro extremo de la ciudad, los asesinos urdían planes para realizar su próximo movimiento en el juego letal… Entonces, oyó el regreso de los pasos por la escalera de incendios.

Esta vez, el hombre empujó la cortina y pasó una pierna por el alféizar. Adair se alegró de ver que el visitante no mostraba ya la pistola.

—Me llamo Brooks —dijo—. Ha habido un grave incidente arriba…

—No tengo ni idea de ello —le informó Adair.

—Hace unos minutos, en el apartamento situado directamente sobre el suyo, un hombre ha sido asesinado de dos disparos. ¿Oyó usted algún…?

—No —le cortó Adair. Examinó al visitante, un joven alto, vistiendo camiseta, unos pantalones muy arrugados y zapatillas. Entonces, añadió:

—¿Es éste el nuevo uniforme de otoño para los policías?

—¿Cómo? ¡Ah! No, señor. Yo vivo en este edificio. —El hombre se sacó una cartera del bolsillo trasero de su pantalón y la abrió ante Adair para que éste viera una placa y una tarjeta de identificación—. El tiroteo tuvo lugar a las once cuarenta y cinco. ¿Es seguro que usted no oyó…?

—Ni un rumor. Buenas noches y buena suerte.

Dicho esto, Adair se volvió hacia su máquina de escribir mientras el joven agente, Brooks, lo miraba fijamente con ira creciente.

—Aguarde un minuto —le reconvino Brooks—. Usted no parece entenderlo. Ha habido un intento de robo y un asesinato esta noche aquí mismo, ¡por encima de su cabeza! El asesino escapó por la escalera de incendios…; es decir, por delante de su ventana.

Adair suspiró y se respaldó en su silla.

—Mire, amigo, he estado trabajando aquí durante las últimas tres horas. En todo ese tiempo, nadie ha pasado por esa escalera de incendios hasta que usted lo hizo. Nadie en absoluto.

—¿Permaneció usted todo el tiempo en la cocina?

—Bueno… —contestó Adair frunciendo el ceño—. Fui al baño una vez o dos. Es posible, supongo, que alguien… Pero usted ha dicho que eso sucedió dentro de los diez últimos minutos. No me he movido de esta silla desde hace media hora por lo menos.

—Ya veo —Brooks se asomó por la ventana y gritó—: ¡Escucha, Simmons! ¡Subiré dentro de un minuto!

Luego, se volvió hacia el interior de la cocina. Miró la mesa casi oculta bajo montones de papel amarillo de copia, ceniceros y latas de cerveza pasada, con la máquina de Adair ocupando el ángulo más próximo a la ventana.

—Vivo solo —dijo Adair—, y soy un amo de casa pésimo.

El agente Brooks asintió con la cabeza.

—¿Y su nombre es…?

—William Pitt Adair; edad: cuarenta y cinco; profesión: escritor.

—¿Y es aquí donde trabaja usted?

—Un lugar tan bueno como cualquier otro —titubeó Adair un instante y luego preguntó algo remiso—: ¿Qué ha ocurrido arriba?

—Mr. y Mrs. Farley… ¿Los conoce usted?

Adair negó con la cabeza.

—Alguien irrumpió en su piso —prosiguió Brooks—. Entró por la ventana de la cocina. Los Farley estaban en la cama, dormidos. A Mrs. Farley la despertó un ruido. Y la mujer se levantó para investigar. Cuando salía del dormitorio fue golpeada. Lo siguiente que supo fue que la habían atado a una silla en la sala de estar.

—¿No vio al ladrón? —preguntó Adair.

—Entonces no. Pero pudo oír voces en el dormitorio y vio que la luz había sido encendida allí. El ladrón estaba intentando forzar a Mr. Farley a que le diera la combinación de una pequeña caja fuerte empotrada en el armario del dormitorio.

—¿Y a quién diablos se le ocurre instalar una caja fuerte en un tugurio como éste? —le interrumpió Adair.

—Mr. Farley administra un café en la vecindad. Tenía la mala costumbre de traerse la recaudación diaria a casa. Ésa fue la razón de que hiciera instalar la caja fuerte.

—¿Es que nunca había oído hablar de los depósitos bancarios nocturnos? —gruñó Adair.

Brooks encogió los macizos hombros.

—No sé decirle. Sea como fuere, Farley no quiso dar la combinación al atracador. Empezó a vociferar. El atracador le disparó…, dos veces…, y salió corriendo a la sala. Fue en ese momento cuando Mrs. Farley le echó un vistazo, luego, le vio marchar hacia la cocina y…

—¡Afuera y por la escalera de incendios! —dijo Adair. Se quedó mirando fijamente la descascarillada pared frente a su silla, luego sacudió la cabeza—. No lo creo así. Debió de haber escapado por el tejado.

—No, señor. La escalera de incendios termina ante la ventana de la cocina de los Farley. Desde ahí hasta el tejado hay seis metros de ladrillo desnudo.

—Bien…

—Se hicieron dos disparos, Mr. Adair. Mi mujer y yo los oímos. Vivimos frente a los Farley, es decir, al otro lado del corredor. Yo estuve allí al cabo de muy pocos segundos aporreando la puerta, y unos instantes después pasé al interior. Es… extraño que usted no oyese el alboroto.

Adair esbozó una sonrisa forzada.

—Yo no presto ninguna atención a lo que ocurre en torno mío cuando estoy trabajando.

Brooks le examinó con cierto interés. En apariencia, William Pitt Adair no era un tipo tan notable como para escribir en casa acerca de él. Bajo y rechoncho, con cara redonda, mofletuda y un lacio cabello castaño salpicado de gris.

En aquel momento llevaba unos pantalones, una sucia camisa de manga corta y una toalla de baño que colgaba fláccida del grueso cuello.

Brooks dijo acentuando cada palabra:

—Usted no vio ni oyó nada. Usted no conoce a los Farley. ¿Es eso todo?

Adair le miró con ojos entornados bajo las pobladas cejas.

—Exacto. Ahora, si usted quiere disculparme…

Fuera, el lamento de una sirena atravesó la espesa y silenciosa noche.

El agente Brooks anduvo hacia la ventana y se dispuso a pasar a la escalera de incendios, pero se echó un momento hacia atrás.

—Ésa debe ser la Brigada de Homicidios —dijo—. Querrán hablar con usted, Mr. Adair. Con todos los inquilinos del edificio, claro está. Así que procure no ensimismarse demasiado en sus escritos.

—No hay cuidado —farfulló Adair.

Sólo tuvo tiempo de abrir una lata de cerveza fresca y sentarse junto a la máquina de escribir cuando el timbre de la puerta zumbó.

Esa vez, tal como Adair medio esperaba, el visitante fue un conocido, el sargento Maclvers, del departamento de Homicidios.

—¡Por todos los diablos, si eres tú! —exclamó el voluminoso sargento.

Adair suspiró.

—Ya lo ves. ¿Cómo estás, Mac?

—Bien. El capitán Holcomb quiere decirte unas palabras. Arriba.

Adair no discutió. Cuando los dos caminaban por el corredor mal alumbrado hacia las escaleras, el sargento Maclvers dijo:

—No te dejaste ver después de abandonar la farándula periodística hace un par de años. ¿Qué te sucedió, Adair?

—Me jubilé —contestó sardónico.

—Hum. En los viejos tiempos estuviste en el apartamento de aquella dama y tuviste el caso resuelto antes de que nosotros, los zopencos de Homicidios, asomáramos siquiera por allí.

Adair no respondió.

En el corredor del tercer piso, unos cuantos inquilinos curiosos se agrupaban ante la puerta abierta del apartamento de los Farley. Adair observó que el batiente, con la madera astillada alrededor de la cerradura, estaba apoyado contra la pared, a un lado del vano. El joven Brooks debió de haberla abierto a patadas.

Las pobladas cejas de Adair se alzaron cuando observó el mobiliario en la habitación. Evidentemente, los Farley tenían dinero y, uno de ellos por lo menos, muy buen gusto. La sala de estar aparecía decorada con tonos pastel, azul y plateado, y la diferencia entre aquélla y la sala de Adair era lo bastante ostensible como para hacerle respingar.

La única nota discordante era una silla de cocina, caída casi en el centro de la estancia. Una maraña de esparadrapo la rodeaba y varios colgajos del mismo material se adherían aún a ella. Él los miró con ojo crítico.

Adosado a la pared, frente a la silla, había un enorme televisor en color. Dos orondos butacones y un sofá se encaraban con él formando semicírculo.

Al poco, un hombre alto, de cabellera plateada vistiendo un impecable traje gris, se acercó a Adair con la mano extendida.

—Bien, bien, Bill Adair en persona —exclamó.

Adair dio un breve apretón a aquella mano y contestó:

—¿Cómo estás, teniente…? No, eres capitán ahora, ¿verdad?

—Sí —respondió Holcomb—. ¿Y qué tal te va, Bill?

—Sigo tirando… Maclvers me ha dicho que querías verme.

—¡Claro! Los viejos amigos como nosotros deben mantenerse en contacto.

Adair resopló:

—Cuando tú empiezas a hablar de amistad, George, es hora de que yo empiece a pedir un abogado.

Holcomb rio jovial.

—El viejo Adair de siempre… No, pensé que podrías ayudarnos en un par de puntos secundarios. Ven, pasa a la cocina. Tendremos un poco más de intimidad ahí. ¿Qué has estado haciendo desde que abandonaste el Times?

—Pues durmiendo mucho mejor de noche —respondió Adair.

—Me lo creo —Holcomb hizo un gesto al pasar junto a la silla volcada—. Ahí es donde Mrs. Farley fue atada de manos y pies, con esparadrapo. Y unos cuantos centímetros del mismo material para amordazarla. Casi había conseguido soltarse las manos cuando el agente Brooks entró.

Adair asintió.

—Simpático gesto el del asesino trayendo esa silla de la cocina. Se ve que no quiso estropear los butacones con el pegajoso esparadrapo.

—Sí —murmuró Holcomb impasible—. Muy simpático.

La cocina estaba vacía cuando entraron en ella, salvo un hombre del equipo de huellas dactilares haciendo su trabajo alrededor de la ventana que daba a la escalera de incendios.

El capitán Holcomb se sentó a caballo sobre una silla y apoyó los brazos sobre el respaldo. Con un ademán, le indicó a Adair que ocupara otra silla.

—La cosa ha ocurrido así —comenzó a explicar—. El agente Brooks vive al otro lado del descansillo. Esta noche volvía a casa, un poco después de la once, como de costumbre. El hace el turno de tres a once en la división de coches patrulla. Sea como fuere, apenas se había quitado la camisa y tomado un trago, él y su mujer oyeron un griterío súbito, luego dos disparos.

»Brooks salió corriendo al pasillo y oyó unos gemidos apagados provenientes del apartamento Farley. Hizo saltar la puerta, que estaba cerrada por dentro, y encontró a Mrs. Farley encordelada como un pavo navideño Le quitó la mordaza. La mujer estaba casi histérica, pero consiguió contarle lo ocurrido.

»Brooks registró el apartamento por encima. Encontró a Mr. Farley en el dormitorio, tendido sobre la cama más próxima a la puerta. Le habían atado los tobillos a las muñecas y tenía dos orificios de bala en el pecho.

»Brooks revisó la vivienda más despacio y luego salió para examinar la escalera de incendios. Nada que reseñar allí.

»Luego, mientras él se quedaba con Mrs. Farley, su esposa regresó al apartamento de ellos y telefoneó a la central. Un coche patrulla se presentó aquí en un par de minutos, y Brooks, acompañado de un agente, inició el registro del edificio. Y tropezaron con un pequeño problema.

Holcomb descansó la barbilla sobre sus brazos cruzados y miró a Adair desde el otro lado de la mesa.

Adair se encogió de hombros.

—Le dije al muchacho que el asesino pudo haber pasado por delante de mi ventana cuando yo me encontraba fuera de la habitación.

—Sí. Pero no lo creíste probable. Y hay una joven pareja que ocupa el apartamento que está debajo del tuyo, Bill. Esta noche, ellos han estado una hora o así admirando la luna llena, sentados en los últimos escalones de la escalera de incendios. Le aseguraron a Brooks que nadie había pasado por aquel lugar en ninguno de los dos sentidos…, por lo menos no hasta abajo mientras ellos estuvieron allí. Así que…

—¿Así que qué? —preguntó Adair frunciendo el ceño.

—¿Cómo escapó el asesino? Brooks estaba ante la única puerta, la citada pareja al fondo de la escalera. No hay ninguna otra salida desde ese apartamento.

Adair se agitó inquieto en su silla.

—Tal vez el asesino no escapara.

—Tal vez. Desde luego, podría haber descendido la escalera de incendios…, pero sólo un tramo, hasta el descansillo enfrente de tu ventana para entrar seguidamente en tu casa… Mas tú aseguras que no hizo semejante cosa.

—Oye, mira…

—No te estoy acusando, Bill —dijo el capitán pareciendo consternado—. Jamás se me ocurriría…

La puerta de la cocina se abrió de pronto hacia dentro y Adair miró hacia ella. Una rubia más bien alta se había plantado allí vistiendo un pijama con muchos adornos y una bata. Llevaba enmarañada su larga melena y los pies descalzos. Miró parpadeante a Adair con ojos enrojecidos. A sus espaldas apareció uno de los detectives de Holcomb.

—¿Han cogido…, han cogido ustedes al hombre? —preguntó con voz ronca.

—Ése es su vecino del piso de abajo, Mrs. Farley —dijo Holcomb—. ¿Acaso no se conocen ustedes?

—No sé… Compréndame —repuso Inez Farley entornando los ojos—, sólo estaba encendida la luz pequeña del dormitorio. El resto del apartamento permanecía a oscuras y lo único que pude hacer fue echar una ojeada…

—Por todos los diablos —masculló Adair—, ¿qué significa esto?

Podría ser muy bien la voz que oí —dijo Inez Farley nerviosa—. No puedo estar segura…, de nada.

—Claro, claro —la tranquilizó Holcomb—. Procure tomárselo con calma.

El detective que escoltaba a la mujer pasó por delante de ella para abrirle la puerta. Adair se volvió hacia Holcomb.

—Tenemos que verificar todo —murmuró el capitán encogiendo los hombros con un gesto de disculpa—. Y, desde luego, cuando el joven Brooks te habló pocos minutos después de perpetrarse el crimen, tú sudabas lo tuyo, sudabas como un jornalero en plena faena…, y, según Brooks, estabas sentado junto a la ventana en una noche tan fresca como ésta. Como si hubieras estado corriendo arriba y abajo por una escalera de incendios.

—¡De todos los…! —tartajeó Adair—. Escucha, cuando yo trabajo, el sudor me cae a chorros. ¡Es el trabajo, créeme!

—Por supuesto. ¿Y tienes mucho éxito con esa vena literaria, Bill? ¿Haces dinero?

Adair resopló despectivo.

—¡No, diablos! Pero el suficiente para vivir sin tener que robar. Y, además, tengo algunos ahorros…

—¡Ajá! ¿Por qué abandonaste ese empleo tan sólido en el Times?

—Por múltiples razones. Una úlcera de estómago, para empezar. Por otra parte, me encontraba harto de la gente y de sus piojosos problemas. Y para terminar, eso no es asunto tuyo, Holcomb.

Por unos instantes, el capitán examinó el semblante algo enrojecido de Adair.

—¿Qué tipo de literatura escribes ahora?

—Novelas de misterio basadas en la realidad —respondió Adair con una mueca.

—¡Ah, hermano! —exclamó Holcomb mientras sus ojos grises se abrían de par en par—. Es un verdadero cambio si nos atenemos a lo que escribías en ese repelente periódico. Me refiero a lo de «la realidad». Bien, aguárdame aquí.

El capitán salió de la cocina. Y casi al instante, el agente Brooks entró. Adair observó que el joven policía había tenido tiempo para ponerse la camisa y el calzado reglamentarios.

Brooks escrutó a Adair con cierto interés no exento de compasión.

—Mala suerte la suya, Mr. Adair. Me refiero a que esa gente decidiera acampar en el extremo de las escaleras.

Adair no contestó. Encendió un cigarrillo y fumó pensativo mientras golpeaba rítmicamente la mesa con las yemas de los dedos. Él había dicho la verdad al capitán Holcomb; se distanció del juego periodístico porque realmente le enfermaba el fisgonear en los estropicios que la gente hacía de sus vidas. No era una coincidencia, ni mucho menos, el que ahora se dedicase a escribir sobre casos criminales históricos, todos resueltos con éxito y distantes del presente en el tiempo.

No tenía el menor deseo de verse envuelto en el piojoso asunto de esa noche, incluso aunque su viejo amigo Holcomb pareciera estar jugando con la idea de que él sabía sobre dicho asunto bastante más de lo que decía.

Levantó la vista y miró a Brooks.

—Es curioso —dijo—. Con toda la noche por delante para hacer su trabajo, el asesino elige, justamente, la hora en que usted, un poli, regresa a su casa y, por tanto, es seguro que oirá los disparos.

Brooks se encogió de hombros.

—El caso es que los oí. También mi mujer y dos o tres inquilinos de esta planta los oyeron. Y Mrs. Farley no los hizo…, no pudo hacerlos.

—¿La conoce usted?

—Sólo de saludarnos en el corredor. Mi mujer y yo vamos algunas veces al café de Farley para tomar hamburguesas… Él era el tipo cordial, ya sabe. Ancha sonrisa y mano generosa. Hacían buenas hamburguesas en su local.

—¿Trabajaba allí la esposa?

—No. Ella está metida en el terreno del arte. Pertenece a uno de esos pequeños grupos teatrales, ya sabe. Ese tipo de cosas. Se hace llamar «diseñadora de conjuntos», creo —Brooks esbozó una sonrisa irónica.

—«Diseñadora de conjuntos…» —murmuró Adair—. Eso encaja. Si te atan a una silla de cocina se consigue un poco más de dramatismo, supongo yo, que si lo hacen a un butacón…, y el trabajo resulta también más fácil.

—¿Cómo?

—Nada. Pensaba en voz alta. Cuando usted rompió la puerta, ¿qué observó a primera vista? Ella estaba en la silla…

—Sí. Y casi había conseguido librar sus manos del esparadrapo. Lo tenía por todo el cuerpo, semejaba una momia.

—¿Se ha parado usted a pensar que ella misma podría haberse envuelto así? ¿Que sus manos estaban casi libres porque no había conseguido atárselas mejor?

—Claro que sí —replicó Brooks—. Fue lo primero que se me ocurrió. Pero es imposible que pudiera disparar contra su marido, esconder la pistola que, por cierto, aún no hemos encontrado, y luego atarse a esa silla antes de que yo entrara.

Adair gruñó dubitativo.

—Quizá sí…, quizá no.

Brooks echó una mirada furtiva a la puerta cerrada y después se volvió otra vez hacia Adair.

—Creo que ella tenía un amigo —dijo en tono confidencial—, algún tipo que la ayudó a preparar el escenario. Luego, mató a Farley en el momento justo y se largó dejando a Mrs. Farley con una especie de coartada perfecta. Ya sabe.

Adair exhaló un suspiro.

—Podría ser. Sin embargo, ¿cómo escapó?

Brooks restregó sus zapatos del cuarenta y tres contra el suelo, con aire confuso.

—¡Demonios, Mr. Adair —masculló—, hay montañas de individuos que se enredan con señoras! Y terminan haciendo cosas que jamás hubieran soñado, por lo general. Especialmente, tipos de su edad. Ya…

—Sí, ya sé, ya sé —exclamó Adair—. ¿Le ha puesto Holcomb en esta pista o ha sido idea suya?

Brooks se quedó petrificado, mirándole con asombro. Antes de que pudiera contestar, la puerta se abrió y Holcomb entró en tromba.

—¡Vale! —dijo sin más preámbulo—. Sé que solías ser el mismísimo diablo con las mujeres, Bill, pero me es imposible verte emparejado con Inez Farley. Por lo pronto, casi te lleva la cabeza y es veinte años más joven que tú.

—Gracias —dijo Adair—. Por lo que veo, te has conformado con el hecho de que la dama lo hizo por sí sola.

—No…, no sé qué decirte. Desde luego, está involucrada. Ese chichón que luce detrás de la cabeza no engañaría ni a una mosca. Parece como si ella misma se hubiese golpeado con el tacón de un zapato o algo parecido. No, acabamos de encontrar la pistola. Justo donde esos alcornoques que tengo bajo mis órdenes debieron haberla buscado desde un principio.

—¿En la cisterna del retrete? —dijo Adair.

—Por supuesto. Una pequeña 22 con silenciador. Dos disparos. Ninguna huella en el arma, pero…

—Capitán —le interrumpió Brooks—, los disparos que yo oí no procedían de una 22, ¡y menos todavía provista de silenciador!

—Eso plantea un problema —suspiró Holcomb—. Pero el médico me ha informado que Farley murió a causa de una bala, calibre 22, que le atravesó el corazón. Y, muy probablemente, procedente de esa pistola. Lo sabremos seguro cuando Balística haga las pruebas pertinentes.

Brooks negó firmemente con la cabeza.

—No era una 22 lo que oí.

Adair se levantó, dio unos pasos hasta la ventana de la cocina y regresó dejando una estela de humo de cigarrillo. Se inmovilizó.

—Vean si pueden encontrar una programación de televisión —dijo.

Holcomb frunció el ceño, luego, asintió pausado con la cabeza. Alzando el pulgar, envió al desconcertado Brooks fuera de la habitación.

—He descubierto dos o tres cosas sobre Inez —dijo el capitán—. Según parece, ella está interesada en algo más que el corte escénico en ese teatro de aficionados que frecuenta. Tuvo amoríos con uno de los actores y su marido lo descubrió. Un amigo de Farley con quien hemos hablado, dice que estaba a punto de divorciarse…, y él tenía todo el dinero de la familia. Así que Inez se hubiera quedado a la intemperie, sin un centavo.

Adair asintió absorto.

—Entonces, ella escenificó su comedia. Esta noche, esperó a que su marido se durmiese, lo perforó con una pistola silenciosa, luego montó el decorado y esperó.

—Sí —dijo Holcomb—. Puesto que ella había sido, evidentemente, la elegida para representar el papel de protagonista, necesitaba una buena coartada. Tan sólo… —El capitán se interrumpió y encogió los hombros descontento.

Adair prosiguió.

—Ella sabía cuándo volvería Brooks a casa. Sabía la forma de reaccionar de él, como así fue, cuando oyese los disparos. Todo transcurrió a la perfección si se exceptúa el grave error de ella al intentar hacer creer que una esposa normal y saludable, durmiendo con su marido en la misma habitación, es quien se levanta de la cama para investigar un ruido extraño.

Holcomb lanzó una breve carcajada.

—Mi mujer no lo haría ni en sueños. Me obligaría a salir de la cama, vaya que sí.

—Como cualquier otra esposa —dijo Adair.

—Pero el estallido de voces, voces masculinas, y los disparos —dijo Holcomb—. ¿Crees que…?

—Averigüémoslo —dijo Adair, justamente cuando Brooks regresaba llevando un periódico plegado.

Holcomb lo cogió y lo abrió por la hoja en donde aparecía la relación de todos los programas televisivos nocturnos.

—Veamos…, a las diez y media hubo una película de pistoleros. Por décima vez, al parecer —dijo, acercándose el periódico para verlo mejor—. Sí, sí… Hay una tenue marca de lápiz junto al nombre de la película.

—Entonces, ¡ya lo tenemos! —exclamó Adair.

—Aguarden un instante —protestó Brooks—. Por amor de Dios, ¿cómo pudo saber esa señora que habría sonido de disparos en la película justo cuando ella los necesitase?

Holcomb resopló.

—Cada ciudadano del país que ve películas de última hora en la televisión, ha visto ésta una vez por lo menos. ¿Discusiones vociferantes? ¿Disparos de armas? No hay más que decir.

—Ella sabía eso —dijo Adair—. Esperó hasta la noche en que la proyectarían…, es decir, esta noche, y entonces, cuando estuvo segura de que Brooks se hallaba en casa, elevó el volumen al máximo al iniciarse la escena que terminaría con un tiroteo. Y apenas se oyeron dos disparos, apagó el televisor.

Brooks negó otra vez con la cabeza.

—No, señor. Ella no tuvo tiempo de apagar el aparato e instalarse en la silla tal como la encontré.

—Un aparato, grande y costoso como ése, es probable que tenga un dispositvo de control remoto —dijo Adair.

Entretanto, Holcomb salía ya de la habitación. Pocos minutos después, regresó llevando con sumo cuidado una especie de cajita negra llena de botones.

—Debajo del sofá —explicó—. Adonde ella lo ha enviado de un puntapié después de haberlo usado para aumentar el volumen y luego apagar el televisor.

El especialista en huellas dactilares a quien Adair viera poco antes, asomó en ese instante la cabeza por la puerta de la cocina.

—Capitán, yo…

—La huella encontrada en ese botón que sirve para apagar el televisor, es la de Mrs. Farley, ¿verdad?

—Se equivoca —respondió abatido el hombre—. No es suya. Ni de su marido.

Holcomb masculló unas cuantas palabrotas y miró a Adair de reojo.

—Vaya. Ella tuvo ayuda después de todo.

Adair se pasó los dedos por sus lacias greñas, entre castañas y grises. Luego, se animó.

—Llevaba pijama y una bata…

—Sí, sí… Temo que necesitaremos tus huellas, Adair. En realidad, eres todo lo que nos queda…

—No todo —dijo Adair con una mueca sonriente y se volvió hacia el de las huellas dactilares—. Uno puede apretar botones con los dedos, y uno puede hacerlo con los de los pies, y los dedos de la mano no dejan la misma huella que los del pie…

El hombre se retiró maldiciendo en voz baja…

Adair y Holcomb se miraron entre sí mientras esperaban. No tuvieron que aguardar mucho. Oyeron una voz femenina profiriendo protestas, y después chillidos que fueron convirtiéndose en gemidos de desesperanza y frustación.

El hombre de las huellas dactilares reapareció.

—El dedo gordo del pie derecho —dijo lacónico.

No mucho después de eso, el capitán marchó escaleras abajo con Adair. Ante la puerta de éste, Holcomb dijo:

—¿Qué me dices de venirte conmigo al centro? Acabaré mi turno dentro de una hora y entonces podremos ir a cualquier sitio a tomar una copa.

—No, gracias —contestó Adair—. Tú eres un buen chico, George, pero no quiero saber nada de ti, ni de tus casos de homicidio.

Dicho esto, hizo una inclinación de cabeza, se metió en el apartamento y cerró la puerta, cortés pero con firmeza, ante el rostro del capitán. Del picaporte colgó un pequeño cartel con letras negras: ¡NO MOLESTEN, POR FAVOR!

El capitán soltó un resoplido y se alejó.