¿DÓNDE ESTÁ MILO?

Fletcher Flora

Era temprano. Faltaban diez minutos para la una. Kitty llegaría tarde. Así que fui al bar, pedí un gin-tonic, cambié un dólar en monedas de cinco centavos y me encaminé hacia la pequeña habitación en donde tienen las máquinas tragaperras. Mientras tomaba mi bebida, eché las monedas en una máquina. Tuve suerte con la última jugada y gané otras dieciocho gracias a tres naranjas en línea. Volví al bar y eché un vistazo a mi alrededor pero Kitty seguía sin aparecer. De modo que cogí otro gin-tonic y regresé a la pequeña habitación, en donde perdí las dieciocho monedas de a cinco centavos que acababa de ganar. Entretanto, Kitty había llegado; aunque tarde, como de costumbre. Oyó el girar del tambor en la tragaperras y entró en la pequeña cámara para indagar.

—¡Vaya, estás aquí! —dijo.

—Nada más cierto —contesté—. Aquí estoy.

—¿Ganaste? —inquirió ella.

—No. Perdí un dólar y noventa centavos.

—Eso sí que está mal.

—No tan mal. Gané los noventa centavos jugándome el dólar.

—Entonces está bien. En realidad, has perdido sólo una moneda de diez centavos.

—Una forma muy consoladora de verlo.

Kitty llevaba una camisa blanca de algodón metida dentro de unos shorts de mahón blanco. El enmarañado cabello color castaño oscuro cortado muy corto, le nacía en la nuca formando lo que se llamaría pico de viuda pero invertido. Tenía los ojos castaños salpicados de verde, semejantes, por su tamaño y forma, a las semillas del aguacate. Era menuda; con una figura perfecta, esbelta, y unas increíbles piernas bronceadas. Después de una comida copiosa, pesaría, con toda probabilidad, unos cuarenta y tres kilos. A pesar de todo, los tenía muy bien distribuidos. Eran los kilos más potentes que jamás se vieran juntos.

—¿Qué estás bebiendo? —preguntó ella—. Parece tónica con ginebra.

—Es que bebo eso, tónica con ginebra.

—Creo que también tomaré una.

—Es una bebida muy agradable —dije—; sobre todo en los días calurosos.

Como la puerta del pequeño recinto había quedado casi cerrada a sus espaldas, dejé el vaso sobre la máquina tragaperras, estreché a Kitty entre mis brazos, la besé a fondo y le di tres palmadas en el furgón de cola.

—Cariño —dijo ella—, no debes excitarte. Dadas las circunstancias, el resultado puede ser nulo.

—Nosotros somos muy buenos en eso —dije—. Los mejores en llegar a resultados nulos.

—¡Oh, yo no diría tanto! —replicó ella—. Según me parece recordar, ha habido varias veces en que hemos conseguido algo, de vez en cuando y en algunos sitios.

—«De vez en cuando» y «en algunos sitios» son términos inadecuados —objeté—. La palabra justa es frustrante. Lo que me propongo es algo previsible y viable —proclamé enfático.

—Cariño, eso es lo que me propongo yo. Por desgracia, Milo opina de otro modo.

—Milo puede irse al infierno.

—Bueno, ésa sería una solución aceptable, estoy segura. Pero no es tan fácil de conseguir como te imaginas. Milo se negará a cooperar, ni más ni menos, y como es mi marido, habrá que tener en cuenta sus deseos, tanto si nos gusta como si no.

—Milo es un cerdo —aseguré.

—Eso es incuestionable —convino ella—, un cerdo sin paliativos. Pero por lo menos tiene la virtud de ser un cerdo con la admirable habilidad de convertir un dólar en diez. Desde mi casamiento con Milo, me he habituado a disponer de cantidades nada desdeñables de dinero, y si sobreviniera el divorcio, sería muy grato ocupar una posición ventajosa para negociar una pensión desahogada.

—Yo mismo me declaro partidario de ese tipo de pensiones cuando tal cosa es factible —dije—. Sin embargo, en este caso particular, estoy absolutamente a favor del divorcio aunque tal cosa no sea posible.

—Lo mejor que podemos hacer —dijo ella— es irnos al bar y discutir el asunto con toda serenidad, por muy difícil que sea conservar la calma cuando se trata de Milo.

A decir verdad yo había perdido ya casi toda mi refrigeración, como dicen los muchachos de ahora, aunque la culpa, debo confesarlo, no fue toda de Milo el Cerdo sino más bien de Kitty, con sus ojos salpicados de verde, sus exiguos shorts blancos y sus piernas bronceadas e impecables. Así que le eché mano decidido a repetir la escena anterior e incluso mejorarla con ciertas improvisaciones a medida que se me fueran ocurriendo, pero ella retrocedió y puso ambas manos contra mi pecho como si quisiera dejar bien sentada una suspensión temporal de la propiedad.

—No, no, cariño —dijo—. Compórtate, por favor. Sabes muy bien que tengo tendencia a la temeridad cuando se me estimula más de la cuenta. Tal como está el asunto ahora, y a pesar de nuestra inocencia, las circunstancias nos inculparían ante cualquier mente recelosa. Si llegase alguien y nos encontrara aquí, pensaría, casi con seguridad absoluta, que estábamos urdiendo algo, suponiendo que no lo hubiésemos hecho ya.

—Por lo que a mí se refiere —dije—, ese alguien acertaría en lo primero.

No obstante, para atajar la sospecha de las mentalidades recelosas regresamos al bar, aumentamos mi cuenta con dos gin-tonics y nos los llevamos hasta la mesa que había cerca de una de las ventanas que miraban a la terraza. Ésta daba a la piscina, la cual dominaba, a su vez, las ondulaciones suaves y recortadas del campo de golf que se perdían en lontananza entre greens color esmeralda. Varias criaturas, machos y hembras de dos a veinte años, chapoteaban en el agua azul brillante de la piscina, o yacían tendidos y casi desnudos a lo largo de los bordes dejándose tostar por un blanco sol abrasador. A lo lejos, en el campo, entre greens esmeralda, un cuarteto de jugadores arrastraban carritos cargados con palos. Tomé un sorbo de mi gin-tonic, que era el tercero ya, y Kitty tomó otro del suyo, que debía de ser el primero.

—Ahora —dije—, discutamos con calma sobre Milo.

—¿Estás seguro de poder hacerlo, cariño? Como ya sabes, el tratar de discutir sobre Milo con calma es una dura prueba que requiere unas cualidades de carácter muy especiales.

—Estoy trabajando con mi tercera copa, lo cual ayudará bastante. Una botella de ginebra puede procurarle a uno grandes dosis de carácter. En cualquier caso, yo no elegí a Milo voluntariamente como tema de debate. Me ha sido impuesto, por así decirlo. Reconocerás que tú eres la culpable de esta infortunada situación porque tuviste la pobre idea de casarte con él antes de que se te brindara la oportunidad de hacerlo conmigo.

—Bueno, no sacaremos nada en limpio echándome la culpa de todo. ¿Cómo me hubiera sido posible prever que vendría alguien mejor para sorberme el seso cuando se suponía que todo había quedado resuelto?

—Cualquier persona, creo yo, podría haber previsto que alguien mejor que Milo aparecería muy pronto.

—Debes ser justo, cariño. No hay duda de que Milo tiene deplorables deficiencias en ciertas cualidades esenciales pero, sin embargo, está sorprendentemente bien dotado respecto a otras, reconócelo.

—Lo sé. Ese hombre tiene una envidiable habilidad para convertir un dólar en diez.

—Ahí lo tienes. Has puesto el dedo en la llaga.

—Mientras que yo, por el contrario, tengo la lamentable tendencia a convertir diez dólares en uno.

—No permitas que eso te cree un complejo de inferioridad o algo parecido, cariño. Tú superas a Milo en otros terrenos.

—Gracias. Es una vergüenza que sólo me sea posible evidenciar mi superioridad de vez en cuando y acá y acullá. Lo que nos trae, creo yo, al punto en cuestión. ¿Has hablado ya con Milo sobre el divorcio?

—Anoche mismo tuve una conversación muy seria con él. Le sugerí que nos pusiéramos de acuerdo para llegar a un arreglo satisfactorio y tramitáramos el divorcio de una forma amistosa, agradable, sin implicaciones sórdidas, ni escándalos ni cosas desagradables.

—¿Y qué dijo Milo?

—Se mostró muy amable al respecto. A decir verdad casi admiré su actitud. Pues eso fue una bofetada para él.

—¿Estuvo conforme?

—No exactamente. Bueno, de hecho, no. Como te digo, se mostró muy amable, no se enfadó, no adoptó una postura irrazonable ni nada por el estilo, mas él se figura, al parecer, que si llega a plantearse el divorcio, él tendrá que querellarse contra mí acusándome de infidelidad.

—Querrás decir de adulterio.

—Bueno, no sé si el viejo Milo sería tan específico como todo eso, a menos que haya contratado espías y empleado micrófonos ocultos o algo parecido. Y no me sorprendería que lo hubiese hecho así, si quieres que te diga la verdad, el hacer esas sucias jugarretas es muy propio de Milo. Él es muy astuto, ya lo sabes, pero de una forma engañosa.

—¡Oh, vamos! Si él poseyera ese tipo de pruebas, presentaría una demanda contra ti con la celeridad de un rayo. ¡Maldita sea! ¿No tiene dignidad ese individuo?

—Ésa es tu forma de verlo, cariño. Para Milo, dignidad significa no reconocer en público sus deficiencias en privado.

—Eso puedo entenderlo, me imagino, pero podría apoyarse en otros motivos. Muchos hombres casados se divorcian sin necesidad de sacar a colación las leyes mosaicas. ¿Por qué no puede ser razonable al respecto?

—Eso es, precisamente, lo que él cree ser. Después de cavilar a conciencia sobre el problema, ha decidido que tú no eres más que una diversión pasajera. Basta con tener paciencia y esperar a que me canse de ti —explicó ella torciendo el gesto.

—¡Qué diablos! ¡Y yo le cruzaré su gordinflona boca con un látigo como una diversión pasajera!

—Procura bajar la voz, cariño. Además, tal vez te estés mostrando demasiado optimista. Milo es gordo y parece estúpido, pero también tiene ocho centímetros más que tú y pesa cuarenta kilos más; bien pudiera ser que si las cosas llegaran a ese extremo, hubiésemos de preguntarnos quién cruzará la boca a quién con un látigo.

—De hecho, creo que lo mejor sería que yo hablase con él y tratase de hacerle entrar en razón.

—No, eso sería inútil por completo y podría causar mucho daño. Si yo conozco a Milo como creo, sólo serviría para hacerle aún más obstinado que nunca.

—Quizás el viejo Milo no sea tan bueno como aparenta. Escarbando un poco en su pasado, tal vez yo pudiese encontrar algo que le hiciese ser algo más contemporizador con el compromiso.

—No seas absurdo, cariño. ¿Por qué un hombre habría de buscar algo inferior a lo que ya tiene en casa?

—¡Bueno! ¡A fe mía que eres una jovencita muy modesta!

—No emplees ese sarcasmo, cariño. No es elegante. De todas formas, aquí no se trata de una cuestión de modestia. En asuntos de esta clase, uno está obligado a mostrarse realista. Eso es todo.

—Está bien, seamos realistas. Milo no quiere divorciarse de ti. A ti no te interesa divorciarte de Milo. Y yo me quedo en medio, una víctima inocente del atolladero, ¿qué diablos se supone que debo hacer?

—Tú no eres más víctima que yo, cariño. De momento, lo que debemos hacer es darnos por satisfechos con el actual estado de cosas.

—«Acá y acullá» y «de vez en cuando», ¿no? Olvídalo. Además, he perdido algo de mi entusiasmo ahora que has mencionado la posibilidad de espías y micrófonos ocultos. No actúo muy bien ante un auditorio.

—Hombre prevenido vale por dos, querido. Lo único que haremos será proceder con cautela e inteligencia, hasta que las cosas se resuelvan.

—Por lo que a mí concierne, las cosas se han resuelto ya de la peor forma posible. «Acá y acullá» significa en ninguna parte, y «de vez en cuando» es jamás.

—¿Hablas en serio?

—Debes creerme.

—La verdad es que me resulta imposible. En mi opinión, parece improbable que encuentres a alguien tan satisfactorio como yo, por mucho que busques a tu alrededor.

—Cierto. Así me veré obligado, por mi propia conveniencia, a conformarme con algo inferior a lo mejor.

—No te lo creas, cariño. Ahora te sientes enojado e impaciente. Una vez te hayas ido, querrás volver. Espera y verás.

—Puede que lo vea, pero no pienso esperar.

Habiéndome comprometido así, quizá con excesivo apresuramiento, me puse en pie.

—No es necesario marcharse al instante —dijo ella—. Me he citado a las cinco con unos amigos para jugar al tenis, pero sólo son las cuatro y unos minutos.

—Tal vez no sea necesario —repliqué—, pero parece preferible. Adiós, Kitty. Mis felicitaciones a Milo.

—Me pregunto —dijo ella— si no querrías invitarme a otra tónica antes de irte.

La pedí y me marché. Como no había ningún otro lugar adonde pudiera ir, me encaminé hacia mi casa, una vieja cuadra conservada entre todas las cocheras del tiempo de los caballos. El bajo era todavía lo que había sido en origen, una cuadra, pero al propietario se le ocurrió hacerle un techo y montar un apartamento encima, el cual yo tenía alquilado ya que me venía muy bien: aislamiento y renta baja. Como novelista con un mercado bastante modesto, yo necesitaba ambas cosas. Subí las escaleras y entré en el apartamento. Me senté ante la máquina de escribir e intenté continuar la novela que ya había comenzado. Lo intenté durante dos horas y sólo conseguí dos líneas. Después de tacharlas me fui a la cocina y eché un vistazo al refrigerador. Como no tenía hambre, nada de lo que encontré me apeteció. Había una botella con ginebra, una quinta parte de ella, y me la bebí.

La ingestión del alcohol duró otras dos horas. Entonces, recordé que no había abierto el buzón de la correspondencia, así que bajé y miré dentro. Encontré una carta de mi agente y la llevé escaleras arriba. La abrí y, aunque me era imposible leerla con toda claridad a causa de la ginebra, parecía decir que mi agente había hecho una veta fantástica a cierta revista importante de una de mis historias al astronómico precio de tres mil dólares. Y tres mil dólares representaban un montón de dinero para un escritorcillo. Con tres mil dólares, menos la comisión, uno puede ir a alguna parte y hacer algo, o no hacer nada y practicar el ahorro por una vez. No quise leer la carta de nuevo por temor a encontrar un texto distinto. Metí el mensaje dentro de su sobre y me tumbé en la cama. Estaba oscureciendo, la noche iba llegando. Kitty estaba en lo cierto. Hacía poco que me había marchado y ya deseaba volver. Mejor aún, deseé que ella acudiera a mi apartamento en el que ya había estado otras veces. Bien, ella conocía el camino, ¡maldita sea! Continué deseando y esperando, pero ella no vino. La ginebra tomó el mando, y me fui a dormir.

Me desperté hacia las diez y media de la mañana siguiente y me bebí una cantidad de café solo bien cargado equivalente a la ginebra ingerida la noche anterior. Luego, me afeité, duché y vestí; después, volví a la sala y me encaminé hacia la puerta porque alguien la estaba aporreando sin tregua. Imaginad quién estaba en el descansillo. No Kitty. Milo. El viejo Milo en persona.

—Hola, Lewis —dijo—. Tienes un aspecto endiablado.

—He estado enfermo —gruñí—. Me comí un lote de bayas de enebro en mal estado.

—¿Puedo entrar?

—Más te vale hacerlo antes de que me deje llevar por la tentación de echarte a patadas del descansillo.

Entró y tomó asiento en mi mejor butaca. Se colgó el sombrero de una rodilla. Su rolliza faz, por encima de una doble papada, expresó cierto enfado. Y como le gustaba llevar los cuellos demasiado apretados, sus facciones adquirieron un leve matiz escarlata. Tal vez hubiera contribuido a ello la penosa ascensión por las escaleras. Mi visitante jadeó un poco.

—Debo decir —masculló— que estás adoptando una postura bastante peregrina. Después de todo, me parece que yo soy quien debería sentir una animosidad justificada. No obstante, vengo dispuesto a ser indulgente.

—Muy noble —dije—. Eres un príncipe, Milo.

—Lo cual no significa que mi paciencia sea ilimitada. Debemos llegar a un entendimiento, Lewis, tú y yo. Hoy he sacrificado la hora de mi almuerzo para visitarte.

—¡Eso es demasiado! Haces que me sienta humilde de verdad.

—Con franqueza, Lewis, te repito que no entiendo tu desvergonzada temeridad. Ten cuidado, no me empujes demasiado lejos. ¿Esperas que te ceda a Kitty así, por las buenas? Permíteme recordarte que yo soy la parte agraviada en este ridículo asunto. Cada uno de nosotros debe recordar cuál es su papel.

—Tienes mucha razón. Porque yo me paso el tiempo declamando tu parte.

—Tú lo has dicho, viejo. Puedo comprender muy bien tu decepción. Ahora bien, no tienes más remedio que soportarlo. Te recuperarás al cabo de algún tiempo, permíteme decirlo. Entretanto, debo insistir en que te abstengas de ver a Kitty otra vez. En privado, quiero decir. Desde luego, tienes plena libertad para conversar con ella dentro de las relaciones sociales normales cuando las circunstancias lo requieran.

—Es muy generoso, por tu parte, Milo. Lo de la concurrencia social normal me parece toda una concesión.

—Te pido, pues, tu palabra de caballero. ¿Quieres dármela?

—Bueno, mucho me temo que las relaciones sociales normales con Kitty requerirían más comedimiento por mi parte del que me temo pudiera tener. Adolezco de cierta debilidad en tales cuestiones. Por consiguiente, y según he indicado a Kitty ya, he resuelto hacerlo mucho mejor. No mantendré ninguna relación con ella sea social, extrasocial o de cualquier otra índole.

Milo optó por desmenuzar mi tajante observación. Cuando descolgó el sombrero de su rodilla y se levantó, pude ver su minúsculo y pulcro cerebro trabajando con un lápiz azul detrás de sus ojos.

—Muy bien, Lewis —dijo—. Me has dado tu palabra de caballero, y la acepto de buena fe.

—La fe es lo que vale —comenté—. Mueve montañas.

Se encasquetó el sombrero y salió, marchando escaleras abajo. cómo su coche arrancaba en la glorieta. Me fui a la cocina y busqué otra botella de ginebra pero no había ni una. Con un cabo de lápiz atado a un cordón, escribí en mi lista de compras: Gin, 2 de 75 d. Una vez anotado el recordatorio miré en el compartimiento del armario y, volviendo a la lista, escribí: soda 6 bot. Completamente seco, regresé a la salita y leí la carta de mi agente otra vez. Allí seguía diciendo lo mismo de la noche anterior. Me senté ante la máquina de escribir e intenté continuar con la historia, pero la cosa no funcionó.

Y siguió así durante cinco días. Volví a la carga y comencé el trabajo repetidas veces desde el principio, pero ninguno de los ensayos fue bueno. Utilicé papel amarillo de copia para trabajar. Entre un intento y otro, bebí respetables cantidades de ginebra, y algunas veces, cuando me acordaba, me freí un huevo o puse una patata en el horno. De noche bebí ginebra, y tres de las cinco noches antedichas me acosté vestido. Cavilé mucho sobre Kitty. Sí, pensé en ella, la vi, la olí, la sentí y la deseé. Una de esas cinco noches soñé con ella; ese sueño fue una expresión de mis condiciones. Resultaba duro eso de ser un caballero. Fue el trabajo más duro que jamás había hecho.

Al cumplirse la sexta mañana después de aquellas cinco noches, me levanté temprano y, una vez me hube afeitado, duchado y puesto ropa limpia, empecé a trabajar y mi labor marchó bien. Le puse el tapón a la botella de ginebra y lo dejé quieto. Todo marchó bien aquel día y durante todo el siguiente, y cuando el tercer día terminaba, también yo acababa la historia. La metí en un sobre, llevé éste a la oficina de Correos y lo expedí. Luego, me detuve en la cafetería del hotel que había frente a Correos y tomé una comida caliente: filete con patatas y toda la verdura que es buena para la salud. Bebí una copa en el bar y después volví a casa. Miré en el buzón por primera vez en dos días, y encontré un sobre de mi agente con el cheque dentro. Llevé el sobre escaleras arriba, lo abrí con nerviosismo y examiné el cheque.

Era muy hermoso. Tenía un delicado color verde pastel con el poético nombre del Banco en la esquina inferior de la izquierda así como la bella y enérgica firma de mi agente en la parte inferior derecha. Entre su nombre abajo y el mío arriba, había algunos números maravillosos y algunas palabras encantadoras; tanto unos como otras estaban escritos de formas distintas para decir la misma frase encantadora: $2.700, dos mil setecientos dólares. Aquello fue vivificante. Me llenó de buenos propósitos. Comencé por reunir toda mi ropa sucia dentro de una sábana también sucia, cargué con el fardo y lo llevé a la lavandería que había a dos manzanas de mi casa. Mientras la ropa se lavaba y secaba, tomé dos tazas de café bien cargado en la cantina y discutí sobre las condiciones económicas reinantes con un joven muy circunspecto, quien dijo ser ayudante de fontanería. Más tarde, plegué mi ropa sobre una de las mesas provistas con tal fin, cogí la alta pila entre mis brazos y me encaminé hacia casa, atisbando por un lado del montón de ropa para saber por dónde iba. Una vez en casa, saqué dos maletas del armario y las coloqué abiertas sobre la cama para llenarlas con toda la ropa. Cuando acabé, ya eran las once. El teléfono sonó y decidí contestar.

—Querido —dijo Kitty—, ¿dónde diablos te has metido?

—Aquí casi todo el tiempo.

—¿Qué has estado haciendo?

—Trabajando casi todo el tiempo —contesté.

—¿Estás seguro? Eso de «trabajando casi todo el tiempo» no suena a tu estilo, querido.

—Quizás haya exagerado un poco. También he estado bebiendo una chispa.

—No debes beber tanto. No te sienta nada bien.

—Lo sé. Y procuro mejorar. Ahora estoy practicando la abstinencia.

—¿Significa eso que has dejado de beber?

—Eso es lo que significa exactamente.

—Bueno, no estoy muy segura de poder aprobarlo. Tampoco tienes que convertirte en una especie de radical, querido.

—En realidad, no he llegado todavía a la abstinencia completa. Estoy pasando por la fase de la templanza. Pero mejorará. Pienso que si he de renunciar a ti, podré hacerlo también con el resto de mis malos hábitos.

—Eso me recuerda una cosa, querido. Me siento muy sola sin ti.

—A mí me ocurre lo mismo.

—¿Quieres verme otra vez?

—Sí.

—Mañana noche Milo se ausentará de la ciudad. Tiene que asistir a una asamblea o algo parecido. ¿Quieres que vaya yo ahí?

—Sí.

—Tan pronto como sea discreto, una vez haya oscurecido, saldré para allá. Pasaremos unas horas deliciosas, querido.

—No.

—¿Cómo?

—He dicho que no.

—No te entiendo, de verdad. ¿Por qué no?

—Yo te echo de menos, y quisiera verte otra vez, y me encantaría que vinieras mañana noche para pasar unas horas deliciosas. Eso es lo que deseo, pero debo mantenerme firme. Te he dicho que estoy practicando la templanza y voy camino de la abstinencia. Comienzo a renunciar a ti y a la ginebra. Quizá renuncie a los cigarrillos.

—Por favor, querido, no hables así. Haces que me sienta triste.

—También me entristece a mí. Soy un joven triste.

—¿Quién te ha metido unas ideas tan absurdas en la cabeza?

—No son ideas. Se trata de una promesa. Di mi palabra, como un caballero. Y los caballeros no tontean con las esposas de otros caballeros.

—¿Diste tu palabra a quién?

—¿A quién ha de ser? Al viejo Milo.

—¡Maldito sea ese Milo! Parece divertirse privándome de mis placeres sencillos. ¡No es justo! ¿De verdad que ha ido a verte?

—De verdad.

—¿Sobre qué hablasteis?

—Sobre ti. Se mostró contrariado pero muy tolerante. Me hizo prometerle que yo no mantendría más relaciones contigo.

—¡Lewis! ¿Cómo te has atrevido a reconocer ante Milo que ha habido semejante asunto entre nosotros?

—No te preocupes. Tú estás pensando en algo muy distinto.

—¿Ah, sí? Sea como fuere, estoy muy enfadada contigo.

—No te pongas así, por favor.

—¿Te apena que me enfade contigo, cariño?

—Sí, mucho.

—Entonces no me enfado. Todo cuanto hayas dicho a Milo está perfectamente bien.

—Celebro que opines así. Siempre es preferible decirse adiós como buenos amigos.

—Ya vuelves a lo mismo, Lewis, cariño. Sencillamente, ¡no quiero escucharte!

—Adiós —dije.

Cuando hayas adquirido impulso, sigue hacia delante. Será una buena máxima siempre si estás escribiendo una novela, o compitiendo en una carrera o abandonando una ciudad. Pues bien, habiendo adquirido impulso, seguí hacia delante. Metí mis maletas y mi máquina de escribir en el coche, cerré el apartamento y recorrí unos ciento cincuenta kilómetros luego, pasé lo que restaba de la noche en un motel.

Al día siguiente, me adentré en las montañas Ozark hasta que me encontré ante una cabaña, en una pequeña estación pesquera, a orillas de un lago. La alquilé, consiguiendo algo de descuento por ser para un mes de estancia y me instalé con mis maletas y mi máquina de escribir. Me había propuesto permanecer allí un mes antes de pensar en el regreso. Permanecí seis. Por correo, envié mi cheque de dos mil setecientos dólares al Banco para que hicieran el depósito. Escribí a mi agente comunicándole dónde me encontraba. Empecé a cavilar sobre la posibilidad de no volver nunca más. Sin embargo, a principio de cada mes, enviaba un cheque a mi casero para que no alquilara el apartamento sin notificármelo.

Hubo dos buenas razones para una estancia tan larga. En primer lugar, yo seguía igual. Kitty continuaba rondando por mi cabeza y yo no conseguía librarme de ella. Recurrí a todos los remedios que pude imaginar para que me ayudasen, pero ninguno pareció servirme de nada. Fundándome en la premisa de que el ejercicio físico es el mejor sustitutivo del amor y el sexo o de ambos al mismo tiempo, nadé, remé, y di largos paseos por las colinas que rodeaban el lago. Y esperando fuera cierto lo de que un cuerpo sano es el recipiente natural de una mente sana, bebía con moderación, me acostaba y me nutría con una potente dieta de leche, huevos y pescado más el jamón de la tierra regado con salsa al pimentón. En vano. Kitty siguió rondando en mis pensamientos. ¡Bueno, qué diablos! Puesto que no me era posible mantenerla apartada de mi vida, le abrí la puerta y la invité a retozar conmigo. Me sentí mejor después de eso. Corté con los ejercicios y reduje mi dieta. Pasamos unos ratos espléndidos a modo de sustitutivo.

La segunda razón de mi larga permanencia allí fue la necesidad de trabajar y de seguir haciéndolo; y aquel trabajo resultó el mejor que yo había realizado jamás. Escribí una historia con tal facilidad y rapidez, que decidí comenzar la novela que llevaba proyectando desde fecha inmemorial. La inicié sin vacilaciones y me apliqué a ella hasta darle fin cinco meses más tarde. Entretanto, mi agente había vendido la fácil y rápida historia por otros tres de los «grandes». Pensé que la obra era muy buena. Incluso sospeché que quizá fuera mejor de lo que yo mismo pensaba. Pasé casi otro mes haciendo una somera revisión y mecanografiando una copia en limpio. Cuando la acabé, le busqué una caja, hice un paquete con ella, lo llevé a una pequeña ciudad cercana a la autopista, y lo facturé. De vuelta a la cabaña, decidí de pronto que ya iba siendo hora de poner punto final. Estábamos en noviembre. Las colinas se iban volviendo pardas y los árboles desnudándose; cualquier día, la nieve haría su aparición. Preparé las maletas, pagué el alquiler y me marché. Hice el viaje de un tirón y llegué a casa aquella misma noche.

Dormí hasta el mediodía del día siguiente. Entonces, me levanté y fui a la cocina, inspeccioné el congelador de la nevera pero no había nada que sirviese para prepararse un desayuno o un almuerzo. Mas como todavía no me sentía hambriento, volví al dormitorio, me vestí y salí a comprar ginebra y comestibles. Me sentí muy virtuoso y doméstico mientras empujaba el carrito arriba y abajo por los pasillos del supermercado, eligiendo esto, y aquello, para la despensa de mi pequeño hogar. Yo era un ciudadano ejemplar; un sólido profesional del quehacer literario que había vendido, recientemente, dos historias a tres mil dólares cada una, y que, además, tenía en el mercado una novela concebida toda ella por mí solo. De hecho, empecé a sentirme tan sustancial que deseché la hamburguesa en el puesto de la carne y compré, entre otras cosas, un magnífico solomillo.

Apenas pisé el apartamento otra vez, puse la carne en el refrigerador y repartí los comestibles por los diversos cajones y compartimientos. Aparte dejé sendas botellas de ginebra y de quina para su consumo inmediato. Acto seguido, preparé una tónica con ginebra y me lo llevé a la sala. Puse en el tocadiscos «Merry Pranks», de Till Eulenspiegel, y me acomodé en un sillón para escucharlo mientras me tomaba la bebida. Al cabo de un rato, me levanté y cambié la cara del disco. Después, fui a la cocina a prepararme otro trago y volví para seguir escuchando música, mientras me bebía hasta la última gota del vaso. Till fue ahorcado y Strauss se terminó. La ginebra empezó a rebelarse dentro de mi estómago. No obstante, me encontraba bien, muy bien, y empecé a sentir hambre. Pensé que sería conveniente sumergir algo sólido en el líquido de la ginebra. Miré el reloj. Eran las cuatro. Me levanté y anduve, como si flotase, hacia el dormitorio. Una vez allí, me desnudé y me coloqué bajo las aguas estimulantes de una ducha fría. Salí del cuarto de baño y me puse mi mejor ropa: un traje muy conservador, en un tono gris pizarra, que respondía a los requisitos de la vida social normal. Eso era lo que yo necesitaba. Como profesional del quehacer literario que había estado practicando en reclusión demasiado tiempo, yo necesitaba un poco de vida social normal. ¡Al fin!

Entré en la cafetería del hotel y comí un filete de solomillo similar al que yo no había cocinado en casa. Luego, me dirigí hacia la barra del bar y pedí un combinado como los dos que me había bebido mientras Till estaba siendo ahorcado, con la diferencia de que la proporción entre ginebra y tónica favoreció más a esta última. Bebí despacio mientras consideraba mi situación. La cuestión económica estaba resuelta; la física denotaba buena nutrición; la emocional tendía a la inanición. Entretando, el tocadiscos dejaba oír, sin estridencias, una antigua melodía de Irving Berlin. No puede decirse que Irving Berlin pertenezca al mismo estilo de Richard Strauss. Dista mucho de eso. Ya me había pasado una copa y diez minutos a la hora de la sobremesa, cuando decidí terminar con el juego. Llevaba seis meses corriendo en círculo para llegar al mismo lugar de donde partí. Me dejé caer pesadamente del taburete y caminé hacia una cabina telefónica del vestíbulo. Marqué el número de memoria. Yo esperaba que no fuese Milo quien respondiera. No lo hizo. La voz de Kitty se oyó en el auricular.

—Hola de nuevo —dije.

—Maldito seas, Lewis —exclamó ella—. ¿Dónde diablos estás?

—De vuelta a la ciudad, en el vestíbulo de mi hotel predilecto.

—Bien. ¿Y dónde diablos te has metido durante todo este tiempo? ¡He hecho lo imposible para averiguar adónde habías ido, y nada!

—Deberías habérselo preguntado a mi Banco o a mi casero. Pero no te preocupes. He estado escondido en las colinas, eso es todo.

—¿Y qué demonios has estado haciendo en las colinas?

—Intentaba recuperarme. La vida es muy saludable allí.

—¿Y lo hiciste? Quiero decir que si te recuperaste.

—No.

—Cuánto me alegra oírlo, cariño. Como verás muy pronto, hiciste una locura al huir así. Apuesto cualquier cosa a que ese malévolo tenientillo Fester sabía muy bien dónde estabas todo este tiempo pero no quiso decírmelo, simplemente.

—¿Quién es ese teniente Fester? ¿Has estado fraternizando con los militares?

—Nada de eso. El teniente Fester es un policía. Un detective o algo así.

—¡Diantre! ¿Has hecho que la policía me busque?

—Ni mucho menos, cariño. La idea surgió de ellos.

—¿De qué diablos me estás hablando?

—Procura no ser tan impaciente, Lewis. Después de todo, has estado ausente durante seis meses o más. ¿Acaso esperas que te cuente todo en un instante?

—Discúlpame. Tratándose de una persona inocente como yo soy, me pongo un poco nervioso cuando de improviso oigo decir que la Policía me ha estado buscando. Quizá sea el efecto tardío de circunstancias pasadas, cuando yo acostumbraba a birlar cosas en los grandes almacenes de a diez centavos.

—Bueno, no hay por qué inquietarse. De hecho, tengo unas noticias maravillosas para ti. Debes venir aquí y oírlas, cariño, ahora mismo.

—No estoy seguro de ser bien acogido.

—No seas absurdo, cariño. La espera me resultará muy penosa hasta que vengas.

—Me estaba refiriendo a la actitud de Milo, no a la tuya. Tal vez él no considere que las entrevistas con su mujer forman parte de las relaciones sociales normales.

—Milo no se encuentra aquí.

—¿Y dónde está?

—Maldita sea, Lewis, te lo explicaré todo si vienes aquí.

Pues bien, maldita sea, fui. Kitty, que estaba acechando mi llegada, me vio acercándome por la calle y corrió a abrir la puerta cuando todavía me hallaba a medio camino. Llevaba un suéter sumamente ceñido y metido dentro de los ajustadísimos pantalones, de modo que su silueta, destacando contra el fondo de tenue luz que había detrás de ella, daba la sorprendente impresión de no llevar nada encima. Por mi parte, no tenía la menor objeción que hacer, pero esperé que los vecinos no nos estuvieran espiando. Me deslicé por su lado hacia el pequeño recibidor en donde se podía colgar el sombrero, suponiendo que se llevara, lo cual no era mi caso. Kitty cerró la puerta apenas pasé, y ambos nos enredamos con brazos y piernas. A todas luces, Milo no estaba allí, como ella me dijera; y esperé que no regresase inesperadamente de donde se encontrara, porque Kitty y yo tardaríamos un rato en desenredarnos. Por fin, logramos separarnos poco a poco y necesitamos varios segundos para recuperar la respiración.

—Lewis, cariño —dijo ella—, ¿qué diablos te propusiste escapando así y dejándome totalmente sola? He estado muy enfadada contigo, si te interesa saberlo, y te merecerías que te retirase todos tus privilegios.

—Yo no te dejé totalmente sola —objeté—. Te dejé con Milo.

—Bueno, eso viene a ser lo mismo. Sea como fuere, Milo no está aquí. No hago más que repetírtelo.

—Sí, ya te estoy oyendo, pero no me has dicho adónde ha ido ni cuándo diablos volverá.

—Te lo diría si pudiera, pero no lo sé. Es de esperar que habiendo pasado ya tanto tiempo, no vuelva nunca más.

—Eso es mucho esperar. Tengo el presentimiento de que su ausencia no será eterna.

—Yo no estoy tan segura, cariño. Después de todo, se marchó sin decir palabra ni dejar una nota; y de eso hace tres meses largos ya.

—¡Cómo!

—De verdad. ¿Te parece una sorpresa agradable? Supongo que el viejo Milo no es tan malo al fin y al cabo.

Lo que Milo sea carece de importancia, me parece a mí. Lo que interesa es saber dónde está.

—¿Lo crees así? Por mi parte, no veo que importe tanto.

—Ese es tu punto de vista. El mío puede ser diferente.

—¡Oh, vamos!, no pongas dificultades y vayas a estropearlo todo, por favor. La chimenea de la sala está encendida. Vamos allí y sentémonos en el sofá frente al fuego. Te lo explicaré todo como te he prometido.

—Excelente idea —dije—. La apoyo sin reservas.

Fuimos allí y nos sentamos en el sofá frente a la chimenea en la que los leños de olmo rojo ardían alegres y crepitaban de vez en cuando despidiendo pavesas. Todo resultaba acogedor y cálido en extremo aunque, en realidad, el calor fuera superfluo, mas, a despecho de las distracciones e interrupciones, Kitty cumplió su promesa y me lo explicó todo.

El viejo Milo, me dijo, se había esfumado como si tal cosa. Una mañana, unos tres meses después de que yo emprendiera el camino de las colinas para someterme a una cura que no tuvo lugar, Milo abandonó la casa sin decir palabra y desapareció cual una burbuja mágica en el vasto, vastísimo mundo. Esta verdad, por muy increíble que pareciese, venía a demostrar que algunas personas pueden no ser tan cerdas como se nos antoja a primera vista. No sólo se había quitado de en medio, lo cual era de agradecer, sino que también había dejado atrás sus cuentas conjuntas con Kitty, la corriente, de 2.196,56 dólares, y la de ahorros, con 12.482,16, haciendo un total nada despreciable, así como su descapotable, prácticamente nuevo, que tampoco era desdeñable. ¿Qué opinaba yo al respecto?

Había escuchado con mucha atención sus palabras y empecé a sentirme un poco intranquilo. Incluso comencé a notar de pronto un cierto escalofrío, a pesar del fuego y de Kitty.

—¿No es notable un proceder semejante en Milo? —inquirió ella.

—Lo es, ciertamente —contesté—. Singular, como mínimo. ¿Quieres decir que Milo se marchó de aquí sin decir ni una palabra a nadie, abandonando toda su ropa, sus pertenencias y su dinero tras de sí para desvanecerse sin dejar rastro?

—Bueno, cariño, se llevó la ropa que llevaba puesta, claro está. Cuesta mucho creer que Milo saliera desnudo a la calle. El hecho es que se ha portado de una forma muy considerada y generosa, al menos eso opino yo.

—Extremada, incluso excesivamente generosa. ¿Y eso no ha despertado una sombra de sospecha al menos en la mente de otras personas? ¿La policía, por ejemplo?

—La verdad es que la policía se ha mostrado bastante desagradable en este asunto. Parece ser que han concebido la absurda idea de que a Milo le ha ocurrido algo. Me hicieron preguntas y más preguntas al respecto, y fueron por ahí interrogando a todo el que pudiera saber algún detalle sobre ello, por insignificante que pareciese; así es como descubrieron lo tuyo y empezaron a preguntarse si tendrías algo que ver con todo esto. Les dije que te habías ausentado por una temporada y que seguías sin volver, pero dio la impresión de que el teniente Fester pensaba que habías regresado en secreto o algo parecido aunque yo le asegurase que no tenías ningún motivo para hacerlo, y que, en cualquier caso, tú no habrías regresado sin avisarme que pensabas marcharte de nuevo. Me contestó que estaba tan seguro de eso como yo. No comprendí lo que quería significar, pero pareció tener algún significado. ¿No era extraño por su parte decir eso?

—Lo que me extraña —dije— es que ellos no me buscaran para preguntarme a mí directamente.

—Quizá supieran que te limitarías a negarlo si fuese verdad.

—Pues habrían dado en el clavo con tal suposición. Sin embargo, no era cierta. Durante todo el tiempo que estuve ausente, nunca me alejé más de quince kilómetros del lugar adónde fui.

—Ahí lo tienes. Ahora que has vuelto, sólo te resta ver al teniente Fester y decírselo así.

—Vaya si lo haré. Ahora bien, tengo la absoluta seguridad de que ya lo ha verificado a plena satisfacción. ¿Por qué preguntármelo directamente y arriesgarse a escuchar una mentira cuando él puede hacer indagaciones discretas por otro lado y asegurarse de la verdad? El encargado del refugio en el que estuve puede haberle dicho que yo nunca me ausenté de allí el tiempo necesario para llegar hasta aquí por carretera y regresar de nuevo.

Yo estaba intrigado.

—¿No te lo habría mencionado ese hombre si alguien le hubiese preguntado sobre ti? A mí me parece que esas pesquisas habrían despertado su curiosidad.

—Es probable que no me dijese nada si se le hubiese ordenado que no lo hiciese.

—Te confieso, cariño, que me siento aliviada. A decir verdad, se me ocurrió que tú podrías haber vuelto en secreto para secuestrar a Milo y hacerle algo.

—¡Al cuerno con eso!

—Sí, lo pensé, y me avergüenza tener que admitirlo. Pero, aún en el caso de que lo hubieses hecho, yo estaría de tu parte. Milo era de esa clase de gente que incita a hacer algo parecido y, como consecuencia, crea toda clase de dificultades a quien lo haga.

—Gracias por tu lealtad. Me alegra el corazón.

—¡Oh, bueno! Ahora todo ha terminado y las cosas saldrán bien.

—¿Lo crees así?

—Claro que sí, cariño. ¿Es que no lo entiendes? Milo me ha abandonado, eso es lo que ha hecho. He presentado una demanda de divorcio que seguirá adelante, sin la menor impugnación, recriminaciones o revelaciones embarazosas, y luego nosotros dos podremos casarnos y seremos deliciosamente felices para siempre.

Yo conseguí soltarme y me puse en pie. El olmo rojo crepitó y las chispas danzaron.

—¡Y un cuerno! —Dije.

Ella permaneció callada durante un minuto mientras yo escudriñaba sus enormes ojos castaños, salpicados de verde. Una expresión de ofendida inocencia y desconcierto se reflejaba en ellos. Ah, era una maravilla, Kitty lo era. Cuarenta y cinco kilos de maravilla concentrada que desgarraban el corazón.

—Claro que podremos, cariño. ¿Por qué no?

—Porque tú quemas. Estás al rojo vivo. Yo no te tocaría aunque llevase guantes de amianto.

—Cariño, ¿qué estás intentando decirme? Pareces insinuar que soy culpable de haber hecho algo malo.

—¡Vamos, suéltalo, Kitty! ¿Dónde está Milo? ¿Fertilizando los rosales en el patio trasero? ¿Cociéndose en cal viva debajo del suelo de la carbonera?

—Lewis, sabes perfectamente bien que no tengo rosales en el patio trasero y que nadie quema carbón aquí, por no mencionar lo de la carbonera.

—Sólo estaba citando un par de tópicos tradicionales, cariño. Pero déjalo estar. No quiero saber dónde se encuentra el viejo Milo, dondequiera que sea. Si hay algo en todo este disparatado mundo que no me interesa saber lo más mínimo, es el lugar en donde se halle el viejo Milo y cómo llegó a él. Sin embargo, te concederé una cosa. Merecerías aparecer en los libros. Eres el no va más. Cómo lo has conseguido, jamás lo sabré. Cómo una frágil hembra, de cuarenta y cinco kilos, ha podido manejar una masa de hueso y grasa dos veces más pesada que ella es algo que sin duda figurará entre los milagros de menor cuantía. ¡Pobre teniente Fester! Se va a volver loco. Dudo que pueda dormir más de una hora cada noche durante lo que le resta de vida.

Ella se puso en pie. La expresión de asombro había desaparecido de sus ojos. En su lugar, había una mirada de enorme tristeza.

—¿Así que es eso? Lewis, cariño, tú, crees que me he desembarazado de Milo. ¿Cómo puedes pensar que yo sea capaz de hacer semejante cosa, aunque Milo fuera exasperante de mil maneras y me haya dado motivo para ello un millar de veces? Sólo me siento feliz porque las cosas que antes eran imposibles para nosotros dos son factibles ahora.

—Eso es lo que tú piensas, cariño. Mas medítalo de nuevo. Lo que fue imposible antes, sigue siéndolo ahora. De hecho, y como seguramente podrás ver, las cosas se han puesto mucho más difíciles de lo que estaban, y más vale que me largue de aquí antes de que se compliquen más todavía.

Uniendo la acción a la palabra, me alejé de Kitty, del crepitante fuego y de los magníficos tiempos pasados, y caminé hacia la puerta del vestíbulo. Una vez allí, di media vuelta y me tope con Kitty, que me había seguido silenciosa con los pies desnudos.

—Ten un poco de fe —murmuró.

—Adiós —dije.

—Milo me ha abandonado —susurró ella—, y ahora lo haces tú. Jamás hubiese esperado esto de ti, Lewis, jamás.

Se quedó allí, de pie, alzando el rostro hacia mí mientras dos lágrimas se deslizaban lentas y silenciosas por sus mejillas, como si el corazón se le desbordara por los ojos. ¡Ah, era maravilloso!, parecía que todas las maravillas del ancho mundo se hubiesen reunido en su grácil persona. Terminé lo que había comenzado a hacer: salí de allí como alma que lleva el diablo.

A la mañana siguiente, me encaminé a ver al teniente Fester. Lo encontré en un cuarto trastero que pasaba por despacho. Era un hombrecillo enteco, con una gran cabeza como la calabaza de concurso y un largo apéndice nasal. Tenía los ojillos casi pegados a la gran nariz, y parecí a estar apuntándole a uno a lo largo del puente. Daba la desagradable sensación de que se disponía a disparar al estómago de quien estaba ante él.

—Me llamo Lewis O’Day —dije.

—Sé quién es usted —repuso.

—He oído decir que usted me buscaba.

—¿Oyó decir eso?

—Estaba en un lago, en las colinas.

—Sé dónde ha estado usted.

—He pasado allí los últimos seis meses. No he ido a ninguna otra parte.

—Eso me han dicho.

—Pensé que lo mejor sería pasar por aquí y hacérselo saber.

—Gracias por venir.

—¿Es eso todo?

—¿Todo qué?

—Todo cuanto usted quiere de mí.

—Bueno, yo no diría tanto.

—¿Qué más desea?

—Depende.

—Depende, ¿de qué?

—De lo que usted vaya a hacer ahora.

—¿Qué espera usted que haga?

—Casarse con ella.

—¿Con Kitty?

—Ella es la persona con quien usted ha estado pasando el tiempo, ¿no?

—Hemos sido amigos.

—Se ha cepillado a su marido para hacerle un sitio a usted, ¿no?

—¿Ha sido ella?

—¿No lo hizo?

—Creo que no.

—Yo sí.

—Usted está equivocado.

—¿Hasta qué punto?

—No tengo intención de casarme con ella.

—Debería avergonzarse de sí mismo.

—¿Qué pasaría si me casase con ella?

—Me sorprendería que no lo hiciera.

—¿Por qué?

—Porque es parte del plan.

—No hay ningún plan, ya lo sabe.

—Veremos.

—Ella no se ha divorciado siquiera.

—La viudedad es tan válida como eso.

—Si yo quisiera casarme con ella, usted no podría impedírmelo.

—¿Y quién piensa en eso?

—Bien. ¿Qué pasaría si lo hiciese?

—Mi interés por usted reviviría.

—¿No está interesado ahora mismo?

—Estoy esperando a ver qué ocurre.

—Permanecí todo el tiempo en las colinas.

—Eso ya lo ha dicho.

—No las abandoné.

—También lo ha dicho.

—¿Cómo pude haber estado aquí si me encontraba allí?

—Quizás alguien olvidara dónde se hallaba usted o se ausentara parte del tiempo.

—No he tenido nada que ver con lo sucedido, sea lo que fuere.

—Eso es muy sensato por su parte.

—Todo cuanto deseo es dejar la ciudad.

—Adelante.

—¿Cómo?

—¡Qué salga de esta ciudad, diablos!

Eso fue lo que hice. Y esa vez de veras. Necesité tres días para hacer los preparativos. Me marché en la madrugada del cuarto día y conduje a lo largo de doscientos kilómetros, más o menos, hasta una granja de Kansas. Era propiedad de un anciano que vivía allí con mi madre. De momento no se me ocurrió ningún otro sitio adónde ir, y pensé quedarme allí mientras no me proporcionara otra solución más aceptable. Además, yo pasaba por una mala época, me sentía triste y decepcionado. Necesitaba tiempo para reponerme.

El anciano y mi madre se mostraron razonablemente amables, aunque no entusiasmados, ante la idea de tenerme allí, así que me quedé en la granja durante todo el invierno. Mientras permanecí allí, me sucedieron cosas que, en condiciones normales, habrían recibido el calificativo de buenas. Acontecieron hacia fines del invierno, cuando ya la primavera apuntaba. Un importante editor me compró el libro. Otro de ediciones en rústica adquirió los derechos para publicarlo después. Aunque eso resultó muy grato, no fue todo. Alguien leyó el manuscrito en Hollywood y la industria cinematográfica se interesó por él. Súbitamente, constituí un éxito, estaba a punto de ser rico. Yo debiera haber mostrado una alegría delirante, pero no fue así. Pasé las noches durmiendo solo y con frío. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro encantador y entristecido de Kitty cuyo corazón se le desbordaba por los ojos. Terminé siendo un enfermo. Lo pasé mal, y pensé que nunca más me recuperaría. Tenía que afrontarlo. Adondequiera que fuese, e hiciera lo que hiciese, fuera bueno o malo, la veía y la tocaba, la olía y la deseaba, y no podía hacer nada para evitarlo. ¿No lo entendéis? Si yo me casara con ella, me convertiría en cómplice de un complot para asesinar, circunstancia que algún día alguien, en cualquier lugar, podría sacar a colación aunque se equivocara de medio a medio. Pero eso no sería lo peor. Lo más terrible de todo ello sería compartir techo y cama con una pequeña y cautivadora hechicera que había evidenciado un ingenio increíblemente diabólico en el refinado arte de hacer desaparecer a quien ella no quisiera. Entonces me quería pero ¿qué ocurriría después?

Me mantenía en contacto con uno de los amigos que dejé atrás. Kitty había obtenido el divorcio fundándose en el abandono y sustentando la hipótesis de que ninguna mujer es viuda mientras no se encuentre muerto a su marido. Esto ocurría en marzo. Allá por junio, Kitty contrajo matrimonio con un ejecutivo, ya maduro, del mundo del petróleo y se fue a vivir a Tulsa, en Oklahoma. He aquí lo que era Kitty.

Mi agente deseaba que fuese a Nueva York para hablar sobre contratos y otros asuntos. Era un lugar al que ir y algo que hacer, así que fui y lo hice. Luego, me quedé algún tiempo. Descubrí un pequeño bar, agradable y tranquilo, con un dinamismo nada ofensivo, en donde pasé una buena parte de tiempo. Una tarde, me encontraba en el bar, bebiendo una botella de cerveza importada, como un buen remedio contra la resaca de ginebra. No había nadie en los taburetes, excepto yo, ni en las mesas, salvo dos o tres parejas atareadas con sus asuntos. La mitad de la cerveza estaba en mi vaso y la otra mitad todavía en la botella cuando un individuo hizo su aparición y ocupó un taburete cercano al mío ante la barra. Volví la cabeza para mirarle como una consecuencia natural de ociosa curiosidad, y casi me caí al suelo. En ese momento, estaba tragando el líquido y la cerveza se fue por el conducto equivocado. Casi me asfixié antes de que pudiera hacer que retrocediera y volviese a su cauce normal. El hombre del otro taburete me observó atento.

—Lo siento —dije—, pero usted me ha sorprendido. Se parece tanto a un conocido mío que parece un hermano gemelo.

—¿Cómo estás, Lewis? —preguntó Milo.

¡Sí, santo cielo, era él! El viejo Milo en carne y hueso, gordo como un cerdo y lustroso cual una foca. Todo volvió a desvanecerse, y me aferré a la barra hasta que todas las imágenes quedaron otra vez bien enfocadas. Entonces, hice girar el taburete donde me sentaba muy despacio hasta quedar frente a Milo.

—¿Dónde diablos te habías metido? —Dije—. ¿Y cómo infiernos has llegado hasta aquí?

—La mayor parte del tiempo la he pasado por estos lares —contestó él—. Y llegué aquí en tren.

—¿Tienes la más ligera idea de los problemas que has causado?

—Bueno, Lewis, yo no me propuse causárselos a nadie. Sólo sé que la víspera de mi partida, yo estaba despierto en la cama y, cuando menos lo esperaba, sentí que estaba hasta las narices de todo. De pronto, comprendí que necesita ba marcharme adonde fuera para empezar de nuevo. Experimenté una especie de regocijo vivificante. Fue como si volviera a nacer o algo parecido. Así que me levanté de buena mañana y me fui.

—¡Y un cuerno! ¡Así, por las buenas! ¿Cómo saliste de la ciudad sin que nadie te viera hacerlo y sin tener la más remota idea acerca de tu destino?

—No lo sé. No me escabullí ni traté de ocultarme. Sencillamente, fui caminando hasta el centro, allí tomé un autobús hacia la estación y compré un billete de tren. Fue una de esas cosas raras que ocurren, supongo. Un accidente. Algo que tenía que suceder.

—¿Y por qué te dejaste atrás todos tus bártulos?

—Yo no quería nada. Necesitaba comenzar de nuevo con cosas nuevas. Incluso he estado usando un nombre diferente.

—¿Y con qué dinero te has desenvuelto? Dejaste miles de dólares depositados en el Banco.

—Minucias. En una caja de seguridad, yo tenía diez veces más y lo recogí todo camino de la estación. Tú sabes bien cómo era Kitty, una despilfarradora. Yo me proponía invertir ese dinero tan pronto como se me brindase la ocasión, y no me pareció juicioso compartirlo con ella. Kitty lo habría derrochado según su costumbre.

—Maldita sea —dije—, ¿y no pensaste que la policía sospecharía al ver cuánto dinero te dejabas atrás? ¿Cómo pudiste ser tan desconsiderado? Durante todo este tiempo, Kitty ha estado bajo sospecha de asesinato, y, por si eso no fuera suficiente, a mí se me ha tratado como si fuera, por lo menos, su cómplice.

—Siento oírte decir eso. A propósito, ¿cómo está Kitty?

—Está muy bien. Se divorció de ti para casarse con un acaudalado ejecutivo del petróleo.

—¿Lo ves? —dijo él—. Todo terminó bien y nadie resultó perjudicado.

Según la declaración del barman, yo enloquecí. Si con esa expresión, él quiso significar que hubo un vacío de sesenta segundos entre un minuto consciente y el siguiente, tuvo toda la razón. Un hombre puede hacer muchas cosas en sesenta segundos, incluso aunque no sepa lo que está haciendo. Puede morir o nacer, perder una fortuna o vender su alma. Si por casualidad tiene una botella de cerveza casi llena al alcance de la mano, puede matar a otro hombre con ella. Si hace tal cosa, no le quedará más recurso que contratar a un buen abogado.

Yo he contratado a uno. Espero que tenga un milagro en su bolsillo.