UNA PRESA FÁCIL
Al Nussbaum
Sería imposible explicar con exactitud por qué los dos hombres eligieron a la anciana Mrs. Hartman como su víctima. Quizá fuera por su evidente edad y fragilidad. Tal vez se debiera al hecho de que ella hubiese salido del Banco pocos minutos antes. O puede que les hubiese atraído el descomunal bolso en bandolera que ella aferraba con aire protector o bien la circunstancia de que ella recorriese sólo una manzana entre la bulliciosa multitud y luego se desviara por una bocacalle tranquila y desierta.
Cualquier combinación de dichos factores, o todos ellos juntos, pudo haberles influido. En cualquier caso, ellos la habían avistado y marcado como presa fácil. Así pues, ambos se le acercaron por detrás y luego se separaron para situarse uno a cada lado de ella. El que iba a su izquierda le puso la zancadilla y, simultáneamente, el otro cortó la correa de su bolso e intentó arrebatárselo. Pero, en lugar de extender las manos para atenuar su caída, como ellos esperaban, la anciana de cabello canoso empleó ambas manos para agarrar fuerte el bolso y estrecharlo contra sí. Cayó sobre el pavimento y se oyó el sonido de un viejo hueso al quebrarse, pero ella no aflojó su presa en el bolso.
Uno de los hombres se arrolló el extremo suelto de la correa a la muñeca e intentó arrancarle el bolso mientras el otro pateaba a la anciana con sus botas de punta cuadrada. No hubo gritos pidiendo socorro ni alaridos. Los únicos sonidos fueron el restregar de pies contra el suelo y el jadeo de ambos hombres al forcejear con Mrs. Hartman para hacerle soltar el bolso. Los hombres estaban resueltos a apoderarse del bolso. Cada tirón de la correa iba acompañado de varias patadas para obligarle a soltar el bolso; pero las mandíbulas apretadas de la anciana y su frenética forma de agarrarlo, evidenciaron que ella estaba igualmente decidida a no dejárselo quitar.
Por desgracia, no era lo bastante fuerte para habérselas con un hombre, y no digamos con dos. Al cabo de unos segundos, el dolor y la fatiga hicieron que perdiera el conocimiento. Ellos desenredaron el bolso de los inertes dedos y huyeron, dejándola tendida sobre la acera.
Nadie presenció el ataque ni el robo. Cuando ya habían transcurrido casi quince minutos, Mrs. Hartman fue descubierta por otro transeúnte. La policía y la ambulancia llegaron simultáneamente, pero para entonces los dos ladrones estaban ya a kilómetros de distancia.
La anciana recobró el conocimiento por unos instantes cuando era trasladada en camilla a la ambulancia; volvió los ojos ensombrecidos por el dolor hacia un agente uniformado que estaba cerca de ella mirándola.
—Mi dinero —dijo con una voz tan queda que a él le costó entenderla—. Me han robado el bolso y yo tenía todo mi dinero en él.
—¿Cuánto le robaron, señora? —preguntó el agente.
—Treinta y tres mil dólares —repuso ella después de unos instantes de vacilación. Luego volvió a desvanecerse.
Aunque ella no hubiese podido decir mucho, sí fue lo suficiente para promover el latrocinio desde el nivel de delito menor al mayor de crimen. Cuatro detectives fueron enviados a la sala de urgencias del hospital para que estuvieran a mano cuando ella pudiese hablar otra vez; y un número equivalente de periodistas y reporteros de televisión se reunieron también en el hospital.
Cuando fue trasladada en la camilla rodante desde la sala de curas, Mrs. Hartman semejaba una momia. Le habían escayolado ambos brazos y una pierna, y su cabeza aparecía envuelta en vendajes. Sin embargo, salió despierta de allí y pudo contestar a unas cuantas preguntas. El sargento de detectives Kendris, un hombre fornido de cuarenta y tantos años, llevó toda la conversación. Los periodistas hubieron de conformarse con lo que pudieron captar y con las fotos que pudieron tomar.
—¿Me oye bien, Mrs. Hartman? —inquirió Kendris.
—Sí —contestó la mujer con tono débil.
—Cuando se la encontró, usted dijo al agente que le habían robado treinta y tres mil dólares. ¿Es cierto eso?
—Sí…
—¿Cómo es que llevaba usted tanto dinero encima?
—Soy… —Mrs. Hartman titubeó como si buscara las palabras adecuadas. Por fin contestó—: Soy una vieja insensata. No siempre muestro sentido común. Una vez al año, y en ocasiones dos, retiro todos mis ahorros del Banco. Guardo el dinero en casa unos cuantos días y allí lo miro y lo toco; luego lo devuelvo al Banco. Esta vez… —Su tono fue perdiendo volumen hasta casi extinguirse— lo perdí todo.
—¿Reconoció usted al ladrón?
—Fueron dos, pero yo no los había visto jamás. Y no estoy segura de poder reconocerlos si los viera de nuevo. ¡Sucedió todo tan aprisa…!
En ese punto, el sedante que le había administrado el doctor empezó a surtir efecto y se quedó adormecida.
—Si tiene más preguntas, sargento Kendris —dijo la enfermera—, tendrá que volver mañana.
A la tarde siguiente, Kendris irrumpió en el hospital cual un oso enfurecido, mas no consiguió hablar con Mrs. Hartman. Ella había estado durmiendo todo el día y el doctor no permitió que el sargento la despertara.
Al otro día, Kendris repitió su visita. Llegó algo más calmado pero su enfado resultaba evidente. Mrs. Hartman estaba recostada sobre unas almohadas y una muchacha voluntaria, casi adolescente, le estaba leyendo el periódico. Kendris pidió a la chica que esperara fuera mientras él hablaba con la anciana.
—Veamos —dijo imperioso apenas se quedaron solos—, ¿con qué finalidad me mintió usted?
—Yo no…, sé lo que quiere decir —balbuceó ella.
—¡No me venga con ésas! Sabe muy bien de lo que estoy hablando: de sus treinta y tres mil dólares imaginarios. El robo fue difundido por los periódicos y la televisión, pero cuando fui al Banco para averiguar si tenían anotados los números de serie del dinero, me enteré de que usted jamás ha abierto allí una cuenta. ¿Por qué me mintió?
Las manos maltrechas de la mujer se abrieron y cerraron en un gesto desvalido.
—No quise que los ladrones se salieran con la suya. Deseé hacerles pagar por lo que me habían hecho.
—Pero usted no necesitaba mentir —insistió Kendris—. ¿No sabe usted que nosotros hubiésemos trabajado con el mismo afán para recobrar su pensión de la Seguridad Social que una gran suma de dinero?
Como ella no contestara al instante, Kendris tuvo tiempo de analizar lo que había dicho un momento antes y ver cuán ridículo era. Cuando se creyó que la cantidad sustraída era de treinta y tres mil dólares, se habían asignado cuatro detectives al caso así como varios reporteros para seguir cada uno de sus movimientos; sin embargo, ahora, él era el único asignado oficialmente y eso duraría sólo hasta que volviera a la oficina y depositara su informe en el archivo de casos sin resolver. Al menos, él tuvo la decencia de sentirse avergonzado.
—¡Oh, no quise decir eso! Estoy segura de que la policía hace todo cuanto puede sin considerar la importancia de los sustraído —dijo Mrs. Hartman.
Pero aquellas palabras tuvieron un sonido hueco para Kendris. El hecho de que aquella anciana maltratada hubiese respetado sus sentimientos más que él los de ella, le avergonzó aún más.
—Mire —dijo él con el objeto de abreviar la entrevista—, olvidemos todo este asunto —mientras hablaba, empezó a dirigirse hacia la puerta—. Si se descubre algo, le será notificado sin demora. —Y dicho esto, salió de la habitación.
La joven auxiliar voluntaria regresó. Cogió el periódico que había dejado a un lado cuando Kendris llegara y se sentó junto a la cama.
—¿Quiere que le lea algo más? —inquirió.
—Sí, por favor —respondió Mrs. Hartman—. Lea la reseña sobre esos asesinatos otra vez.
—Pero ¡si se la he leído ya cuatro veces! —protestó la chica.
—Lo sé, pero léala otra vez, por favor.
La chica carraspeó y empezó a leer: «La policía ha investigado un escándalo habido a las diez de la pasada noche en un apartamento del 895 de la Séptima Avenida. Dos hombres fueron encontrados muertos allí: William White y Jesse Bolt, que compartían la vivienda; ambos yacían en el suelo de la sala, como resultado de una lucha con navaja. Según declaraciones de los vecinos, aquellos hombres se habían pasado casi todo el día discutiendo y peleando, acusándose mutuamente de ocultar una suma de dinero. La lucha a navajazos en la que se mataron uno al otro, fue el desenlace de un enfrentamiento que se había prolongado durante todo el día. Uno y otro tenían un largo historial de arrestos. La policía prosigue su investigación».
Mrs. Hartman sonrió a pesar de los magullados labios.
—Por favor, llámelo de nuevo —dijo con un tono de voz suave.