MÁS ALLÁ DEL MURO

Nedra Tyre

«Pobre chica», pensó Ellen Williams mientras miraba compasiva a su nueva amiga tendida en la alta y estrecha cama de hospital. A causa de los numerosos vendajes, entablillados y partes escayoladas, Margaret Collins pareció tener más brazos y piernas de los habituales.

Durante unos instantes, Ellen Williams sufrió un ataque de nerviosismo; se suponía que ella debería distraer a la mujer herida. Anne Fitzgerald, prima de Margaret Collins, le había sugerido que le hablara de sus viajes.

—Durante años he deseado que vosotras dos os conociérais, y ahora es el momento idóneo. Margaret ha sido siempre tan activa que el tiempo de recuperación de sus heridas es terrible para ella. Sé un ángel y ve a visitarla. ¿Puedo decirle que le harás una larga visita el próximo martes por la tarde? Por cierto, Ellen, ella tiene una afición enorme por el misterio y la intriga. Es psicóloga y está muy interesada en los comportamientos peculiares y el crimen. Así que si has encontrado algo de eso en alguno de tus viajes, cuéntaselo.

Hablando en términos figurativos, Ellen Williams temió poder ofrecer tan sólo un ramo marchito de pobres flores silvestres a Mrs. Collins en lugar de los exóticos capullos de misterio e intriga que Anne Fitzgerald le sugiriera. Las giras turísticas organizadas, que eran todo cuanto Ellen había emprendido, no se prestaban a acontecimientos misteriosos ni atraían a las personas enigmáticas y provocativas. A ellas acudían gentes de mediana edad con mucho sentido común y deseos de disfrutar del dinero invertido.

Sea como fuere, Ellen quiso hacer todo lo posible para divertir a aquella mujer que se había roto casi todo menos el cuello en un accidente de automóvil.

—Qué amable ha sido viniendo —dijo Mrs. Collins sonriendo a su visitante, una mujer menuda, vestida con sencillez, de mediana edad y atractivo poco común—. Me muero por oír algo sobre sus viajes. Siempre he deseado viajar. Ahora me temo que nunca lo haré. Pero pienso que si lo hubiera deseado de verdad, lo habría hecho ya hace mucho, ¿no le parece? ¿Acaso no disponemos con antelación las cosas que más deseamos hacer?

Puesto que Mrs. Collins era una psicóloga, cabía suponer que ella sabía bien de lo que hablaba. Así y todo, Ellen tuvo una objeción.

—No estoy tan segura —dijo—. Para ser franca con usted, debo revelarle que el viajar me ha sido impuesto. Jamás me habría movido de Lexington si mis hijos no hubiesen insistido en que viajara. Ellos no me creen cuando les digo que preferiría quedarme en casa. Ahora veamos, ¿hay algún lugar específico del que le gustaría oírme hablar?

—No. Cualquiera será distraído.

El rostro de Mrs. Collins reflejó la expectación radiante de un niño alargando la mano hacia su regalo navideño. Una sensación de insuficiencia hizo que Ellen se revolviese en su butaca. Ella temió causar una gran decepción a Mrs. Collins. Pero, como no tenía más remedio que hacerlo y, además, lo mejor que pudiera, rebuscó en su cerebro para elegir uno entre sus diversos viajes.

Y ahora que se había puesto a pensar en ello, se le ocurrió que había habido algo inusual en la excursión que emprendiera a Berlín el mes de agosto de 1961, pocos días después de que el muro fuese levantado. Aquélla resultó ser una época emocionante, de eso no cabía la menor duda. Por entonces, la paz del mundo corría grave peligro.

—Me avergüenza confesar que no tengo una mentalidad política —dijo después de aclararse la garganta. Una disculpa no era la forma correcta de comenzar. Bueno, ella lo contaría tal como acudiese a su memoria—. Yo suelo saltarme los editoriales y las columnas políticas, de modo que cuando emprendí una gira turística a Alemania, en agosto de 1961, no tenía ni la más leve noción de que una crisis fuese inminente. Llegué a Inglaterra pocos días antes de que la gira empezara y, entretanto, hice algunas excursiones diarias alrededor de Londres.

»Fue en la abadía de Woburn donde una mujer australiana me habló de la grave situación creada el domingo cuando el tránsito hacia el Berlín oriental había sido prohibido. Yo hice algunos comentarios sobre mi gira que comenzaría en autobús el día siguiente y llegaría al Berlín occidental el viernes. Ella dijo que sabía positivamente que la tal gira sería cancelada, pues ninguna agencia responsable se comprometería a llevar un grupo hasta el Berlín occidental en momentos tan críticos.

»Sin embargo, cuando más tarde llegué a mi hotel, hacia el atardecer, encontré vacía mi casilla de correo: no había ningún aviso de la agencia notificándome la cancelación. Así que tomé una cena ligera, me di un baño, puse la alarma de mi despertador y me levanté a las seis. Preparé mis cosas, tomé un poco de té, me despedí del hotel, alquilé un taxi y me encaminé hacia la estación Victoria Coach. Me había dado un margen de tiempo más que suficiente. Estaba previsto que nos reuniéramos a las siete y media y yo fui la primera en llegar allí.

»Un joven acudió presuroso a mi encuentro. Dijo ser Alex, el guía del Tour 612. Me preguntó mis datos personales para comprobarlos en una lista que llevaba. Dijo que mucha gente se había mostrado inquieta, cancelando el tour, de las treinta y seis personas inscritas, sólo dieciocho habían decidido ir.

Margaret Collins aprovechó la pausa para hablar.

—¿Sabe?, no culpo a las otras. Yo hubiese sido demasiado cobarde para seguir adelante. Me gustan las emociones, pero de segunda mano, leyéndolas o escuchándolas.

—Aquella mañana, nadie se mostró aprensivo. Todos aguardaron expectantes el comienzo del viaje. Por cierto, resultó que todos ellos excepto yo, eran súbditos británicos. Yo fui la única persona estadounidense. Una mujer grande y exuberante llamada Louise Willoughby, quien tenía un cuñado en el Times, dijo que éste había predicho el estallido de una guerra al cabo de una quincena por causa del muro, y la había llamado insensata por su insistencia en ir a Berlín. Pero ella se había inscrito para ese viaje en enero y se proponía hacerlo a toda costa. Ésa era la actitud de cada uno de nosotros: llevar a cabo lo proyectado.

»Pues bien, subimos al autobús y nos dirigimos hacia Dover. Allí hicimos cola para la revisión de pasaportes y luego abordamos un vapor. La travesía del Canal fue horrible…, muchos pasajeros se marearon terriblemente. Por fortuna, ninguno de nuestro grupo sufrió molestias serias, si bien Mr. Mauldin, de los Midlands, sintió bastantes náuseas durante la primera hora.

»Desembarcamos en Ostende. Allí no había ningún autobús esperándonos, y Alex, nuestro guía, estaba claramente desconcertado. Trató de disimular su inquietud y nos dijo que iría a averiguar lo ocurrido con el autobús y, entretanto, dado que nos aguardaba un largo recorrido, nos sugirió que aprovecháramos esa pausa para tomar algún tentempié antes de la partida. Después de explorar un poco el muelle, nos metimos en una pastelería, pequeña y atestada, donde pedimos café y bollos.

»Una vez concluida nuestra colación, abandonamos el establecimiento. Alex no estaba por ningún sitio. Tampoco vimos un autobús que llevase el nombre y número de nuestro tour.

»Cuando comenzaban los murmullos y las quejas moderadas, Alex se presentó de pronto para comunicarnos que nuestro conductor había desertado al enterarse de que nos encaminábamos hacia el Berlín occidental. Él había entendido que sólo nos conduciría por la Alemania occidental; tenía mujer y tres hijos pequeños de modo que se negaba a correr todo riesgo innecesario.

»Por suerte, otro conductor, competente y más aventurero había sido localizado. Éste llegaría en un momento pues había ido corriendo a su casa para coger ropa y cepillo de dientes.

»Mr. Mauldin, el hombre de los Midlands, dijo que no culpaba lo más mínimo al desertor y que si él tuviera mocosos en casa, no emprendería el camino hacia el Berlín occidental y la adversidad.

—¡Mocosos! —Mrs. Collins saboreó el vocablo con la lengua—. Eso es del inglés coloquial para designar a los pequeños, ¿verdad? —Sin saber cómo, manipuló sus vendajes, entablillados y escayolas para así poder escuchar con más atención a Ellen Williams.

El interés de Mrs. Collins picó a Ellen en su amor propio. ¿De qué forma proseguir? ¿Cómo iba a introducir el misterio? Porque había habido algo misterioso. No podía achacárselo a su imaginación aunque cupiera esa posibilidad…, salvo en lo referente a la última noche. Incluso entonces, podría haber sido el champaña. Pero ¿acaso el champaña tenía algo que ver con ello?

Ella no debía permitir que la mente galopara a su antojo. Debía refrenarla; presentar los hechos con propiedad y ordenados. Lo que debía hacer ahora era continuar con la descripción del tour.

—Después de tantas demoras, abandonamos Ostende muy tarde. Entretanto, había empezado a llover. Robert, nuestro nuevo conductor, un belga, nos hizo volar a través de la lluvia como si quisiera entregarnos cuanto antes en nuestro destino, cualquiera que fuese. Pasamos fugaces por Brujas y Gante hasta Amberes, nuestra primera escala nocturna.

»Cuando descendimos del autobús, todos estábamos muy cansados y casi desfallecidos. En el comedor, los camareros se mostraron impacientes y refunfuñaron sobre nuestro retraso. La cena que nos sirvieron estaba fría. Mi pequeña habitación era sórdida. No había agua caliente. Al meterme en la cama me pregunté, según suelo hacer durante mis viajes, qué pintaba yo en aquel país extraño y por qué me había ido de casa; también me prometí a mí misma no emprender ningún otro viaje hasta el fin de mis días.

Ellen pensó que ya había dicho lo suficiente sobre sus propios sentimientos. Iba siendo hora de mencionar a Mrs. Brown. Ella estaba contando las cosas tal como sucedieron, y lo cierto fue que no reparó en Mrs. Brown hasta el segundo día.

—La lluvia no había cesado por la mañana, pero todos nosotros nos sentimos bastante animosos, y Robert nos llevó a Holanda con rapidez. Atravesamos Breda y Tirburg, y después nos detuvimos en Hertogenbosch para tomar café.

»No puedo recordar el nombre de la ciudad en donde almorzamos. Sea como fuere, en el restaurante habían puesto una larga mesa de doce plazas para nosotros y otras más pequeñas. Yo me desplomé en una silla ante la mesa larga, y entonces reparé en una mujer que se encontraba sentada sola. Llevaba gafas oscuras y un sombrero de ala muy ancha. Figurándome lo desagradable que sería para ella comer en solitario, me levanté y me acerqué a ella. Le pregunté si me permitiría acompañarla, pensando que me acogería agradecida. Ella hizo una breve inclinación de cabeza. Le dije mi nombre y que era estadounidense. Ella no contestó. Luego, hice algunos comentarios sobre nuestra exagerada ración de lluvia. Para entonces, nos estaban sirviendo la sopa. Ella acabó la suya a toda prisa, se levantó y abandonó la mesa. Pensé que debía haberse puesto enferma de repente, mas no tardé en darme cuenta de que no había querido sentarse conmigo. Me sentí desairada y violenta por su comportamiento.

Mrs. Collins, el auditorio perfecto, asintió solidaria.

—Es comprensible que se sintiera así —dijo—. Cuando vas en un viaje de placer resulta muy desagradable que alguien se comporte de una forma tan grosera y abrupta.

—Apenas concluyó el almuerzo, todos volvimos al autobús. Mrs. Brown había viajado sentada inmediatamente detrás de mí, y cuando ella subió, yo ocupaba mi asiento ya. Pasó de largo y yo levanté la vista por si miraba hacia mí o se detenía para explicarme la causa de su precipitado abandono de la mesa. Pero miró al frente, haciendo caso omiso de mí.

—¿Fue tan grosera con todos los demás?

—Bueno, los otros no viajaban solos como yo, por eso quizá no se apercibieran. Yo no hablé de Mrs. Brown con nadie, y nadie la mencionó ante mí.

Tal vez fuera ahí donde ella cometiera un error. Tendría que haber comentado algo sobre Mrs. Brown con los demás, pero…, Ellen Williams no era una chismosa. Además, ¿qué podría haber dicho? La descortesía se encontraba por doquier… Ni los tours ni los turistas eran inmunes a ella.

—Prosiga, Mrs. Williams.

—De nuevo llegamos tarde a nuestra parada nocturna. Entretanto, ya habíamos cruzado la Alemania occidental y nos encontrábamos en Minden. Alex nos indicó que fuésemos a cenar directamente, que nos daría las llaves con los números de nuestras habitaciones una vez hubiésemos terminado. Nuestro largo trayecto nos había dado hambre y todos disfrutábamos de la cena. Ésta fue pesada, típicamente alemana: sopa, carne, patatas.

»Cuando hubimos terminado, salimos al vestíbulo. Alex nos estaba esperando con las llaves. Yo fui la última, y Alex me habló con tono de disculpa cuando se dirigió a mí: no quedaba ninguna habitación individual, de hecho sólo disponían de una doble que yo debería compartir con Mrs. Brown. I labia una convención, o una feria, o algo parecido y no quedaba ni un cuarto libre en Minden. Yo eché una ojeada a mi alrededor por si veía a Mrs. Brown pero no se encontraba en el vestíbulo. Alex me aseguró que ya le había explicado la situación a ella. Le dije que me parecía bien ese arreglo pues comprendía que la culpa no era suya. Él me agradeció mi actitud.

»Lógicamente, yo me sentí intranquila acerca de Mrs. Brown. Ella me había desairado dos veces ya. Resultaba evidente que no quería saber nada de mí, y yo no tenía la menor intención de imponerle mi presencia. Supe que habían subido mi maleta a la habitación, y decidí no subir hasta la hora de dormir. Mrs. Brown podría tener la habitación para ella sola hasta las diez.

»Me senté en el vestíbulo y escribí algunas postales. Luego, dos hermanas del grupo, ya mayores, escocesas, me preguntaron si quería dar un paseo con ellas. Matamos el tiempo mirando escaparates, e incluso encontramos una frutería abierta aunque ya fuese muy tarde. Aquello resultaba tan tentador que todas compramos algo de fruta. Para entonces, habíamos empezado a bostezar y comprendimos que iba siendo hora de acostarse.

»Cuando entré en la habitación, me sorprendió encontrarla vacía. Yo esperaba que Mrs. Brown estuviese ya en la cama. Me desnudé y comí fruta. Era exquisita pero me era imposible acabármela toda.

»Bien, Mrs. Brown podría desairarme de nuevo si quería, pero decidí darle la fruta que quedaba. Puse dos melocotones y algunas uvas en una servilleta de papel y lo coloqué todo sobre su mesilla de noche. Después me quité los zapatos y los saqué al pasillo para que los limpiaran. A continuación, me puse el camisón, apagué la luz y subí el edredón, uno de esos inmensos y confortables cobertores de plumas que, literalmente, te asfixian. Lamenté ser un anatema para Mrs. Brown, y me la imaginé sentada en el vestíbulo toda la noche por parecerle preferible a compartir la habitación conmigo. Entonces, me quedé dormida.

»Un timbrazo estridente me despertó.

»Salté de la cama para contestar al teléfono. Una voz masculina con un encantador y fuerte acento alemán me saludó en inglés y dijo que el desayuno estaría dispuesto dentro de media hora. Eché una mirada a la cama contigua. Mrs. Brown se encontraba en ella y escondía la cara bajo el cobertor. Había entrado sigilosa en el cuarto durante la noche sin despertarme.

»Como yo estuviera segura de que el timbre tenía que haberla despertado, dije:

»—Buenos días. Eso ha sido un aviso para que nos levantemos. Desayuno a las siete y media.

»Mrs. Brown se agitó un poco pero no dijo nada.

»Me sentí torpe y fuera de lugar, lo cual fue estúpido, ¿no es cierto? Aquella habitación era tan mía como suya. De cualquier forma, me vestí a toda prisa. Me propuse salir de allí tan pronto como pudiera. Yo no había deshecho la maleta por la noche y, por tanto, no tenía más que meter mi camisón en ella. Luego, puse el equipaje fuera para que el conserje lo recogiese.

»Al coger mi bolso, observé que había dos huesos de melocotón y algunos restos del racimo de uvas sobre la mesilla de Mrs. Brown. Tal vez ella no quisiera hablar conmigo pero al menos había comido la fruta. Por alguna razón que desconozco, eso me molestó aún más.

»Por fin estuve vestida, a excepción de los zapatos. Éstos me esperaban, recién limpios, delante de la puerta. Anduve de puntillas hacia allí. En el pasillo, había dos pares de zapatos casi idénticos. Me puse los míos y me encaminé hacia las escaleras.

»De pronto, sentí un dolor muy agudo. Mis pies me estaban matando. El viaje debía de habérmelos hinchado. No pude dar ni otro paso más. Miré hacia abajo y descubrí que en mi confusión e ira me había puesto los de Mrs. Brown. Ambos pares eran de tafilete negro con un tacón discreto pero existía una gran diferencia: los de Mrs. Brown eran mucho más pequeños que los míos.

»Me cambié de calzado rápidamente y corrí escaleras abajo.

»Durante el desayuno, todo el mundo se mostró muy excitado. Ése era el día en que saldríamos de Helmstedt por el estrecho corredor a través de la Alemania oriental para llegar al Berlín occidental. Alex nos dijo que había telefoneado a última hora de la noche anterior a su representante en el Berlín oeste. A despecho de la tensión reinante, no parecía haber ningún peligro inmediato. Era de esperar que nuestro tour prosiguiera con arreglo a lo previsto.

»Mientras yo charlaba con Alex y algunos de los otros turistas sobre las aventuras que aquella jornada podría reservarnos, casi me olvidé de Mrs. Brown. No la había visto en el desayuno. Pero su presencia se me hizo patente cuando recorrió el pasillo del autobús hacia su asiento. Yo miré adrede por la ventanilla en el momento en que pasaba por mi lado y se sentaba detrás de mí. Me enfadé de nuevo al recordar su grosería.

»La lluvia nos acompañó durante un buen rato, pero cuando alcanzamos Helmstedt y nuestro primer control germano oriental, brillaba un sol pálido. Una larguísima barrera descendió para bloquearnos el paso por la autopista. Carteles propagandísticos con fotografías de Ulbricht pegados por todas partes. A ambos lados de nuestra ruta, se veían altas empalizadas de alambre espinoso.

»Después de esperar allí sentados durante media hora larga, dos hombres subieron al autobús y revisaron nuestros pasaportes. Alex y Robert se apearon con la documentación del tour para entrar en una caseta de madera. Sus trámites acreditativos fueron más complicados que los nuestros. Al fin, se nos permitió recorrer un trecho más bien corto hasta la siguiente barrera; después de un chequeo adicional allí, fuimos autorizados a proseguir el viaje. A todo lo largo de la carretera, y a cortos intervalos, vimos garitas desde las que soldados y armas vigilaban cual gárgolas sobresaliendo de una catedral gótica.

»El tránsito se fue acrecentando en la ancha calzada y nos vimos obligados a reducir la velocidad con frecuencia. Varias veces encontramos autobuses abarrotados de turistas camino de la Alemania occidental. Sus ocupantes nos saludaban con la mano o hacían el signo de pulgares hacia arriba. También nos cruzamos con camiones militares estadounidenses y británicos; y hubo otros que siguieron nuestra misma dirección. Las altas alambradas a lo largo de la carretera nos separaban de vastos campos cultivados; jornaleros de ambos sexos se inclinaban sobre la tierra, trabajando de firme, a pocos metros de nosotros. Ninguno de ellos levantó la cabeza para mirarnos pasar. El lúpulo crecía en algunos trechos de la alambrada espinosa y ocultaba su fealdad.

»La distancia entre Helmstedt y el Berlín occidental es de unos ciento setenta kilómetros. A mí me pareció inconmensurable. Por fin, se nos sometió a los últimos trámites acreditativos del comunismo y, poco después, vimos un letrero dándonos la bienvenida al sector americano del Berlín occidental.

»Nuestro destino estaba a la vista. Algunos de los viajeros se levantaron y cogieron el equipaje de mano de la redecilla que había por encima de sus cabezas. Otros se pusieron sus abrigos. Yo quise asearme un poco antes de nuestra llegada. Cogí mi bolso y saqué la barra de labios y la polvera. Cuando abrí esta última, la sostuve a bastante altura; su espejo captó el rostro de Mrs. Brown en el asiento detrás de mí.

»Jamás había visto yo tanta desesperación en un semblante. Su expresión era la de una madre sosteniendo a un hijo muerto. Eran las facciones descompuestas de una persona en sus últimos momentos de lucidez antes de abismarse en la locura, o las de alguien dirigiéndose al cadalso. Resultó tan estremecedor que olvidé mi maquillaje. Cerré la polvera de golpe para borrar aquella visión de sufrimiento absoluto Me sentí como una intrusa. Me había topado con algo que no me incumbía, y me puse furiosa conmigo misma por haberme enfadado con Mrs. Brown.

»La desolación de Mrs. Brown me había perturbado tanto, que no presté atención a los lugares por donde pasábamos. Miré por la ventanilla para distraerme. Mi primera impresión del Berlín occidental fue la de que todo parecía recién hecho. Cada edificio que iba pasando daba la sensación de haber sido terminado en ese momento en nuestro honor.

»El hotel en el que nos alojaríamos pareció también flamante y muy atrayente. El espacioso vestíbulo estaba agradablemente amueblado; el comedor contiguo a él era luminoso e invitador.

»Tan pronto como deshice el equipaje, salí a dar un paseo. El hotel se hallaba en el centro de la ciudad. El zoológico se encontraba a dos pasos de allí y resultaba tentador. Los zoológicos me enloquecen. Pagué la entrada y deambulé por sus paseos. Allí no se percibía ningún ambiente de crisis. Padres e hijos disfrutaban lo suyo de los animales y de la soleada tarde. El restaurante al aire libre estaba repleto de comensales. Una banda tocaba valses. Un diminuto tren circulaba veloz, abarrotado de vociferantes y regocijados niños.

»Al cabo de un rato abandoné el zoo para recorrer las calles. No lejos de allí, encontré la Kurfurstendamm, el corazón del distrito comercial. Entré en KaDeWe, unos grandes almacenes, y compré algunos regalos para mis nueras. Los compradores me parecieron como los de cualquier otra parte, y lo mismo me ocurrió con los vendedores. No daba impresión de alarma, aprensión o histerismo. Me pareció, sencillamente, una agradable tarde de agosto en una ciudad sin preocupaciones.

»Almorcé temprano y lo hice a solas. No vi a ninguno de mi grupo en el restaurante. Casi olvidé mi preocupación acerca de Mrs. Brown.

»Quizá yo hubiese exagerado su infelicidad. De todas formas, me inspiraba profunda lástima.

»A la mañana siguiente, después del desayuno, Alex y Robert nos llevaron a dar una vuelta por Berlín occidental. Vimos la Funkturm y los Apartamentos Le Corbusier. Paseamos por el Tiergarten, más allá del Congreso, y llegamos hasta el castillo de Charlottenburg. Visitamos varios lugares: la prisión de Spandau, el aeropuerto de Tempelhof, el Ayuntamiento y la Universidad Autónoma.

»Cuando Robert nos dejó en el hotel, Alex nos pidió que almorzáramos sin entretenernos pues nuestro programa preveía la entrada en el Berlín oriental a la una y media.

»Pasamos al comedor sin demora, pero, cuando nos sirvieron, no pudimos comer; nuestra excitación era demasiado fuerte. Mrs. Willoughby —ésa cuyo cuñado trabaja en el Times de Londres, ¿recuerda?—, comentó que la cosa pendía de un hilo.

»—Debemos conservar la serenidad —dijo— mientras estemos en el Berlín oriental. Anoche fui a cenar con algunos periodistas británicos y berlineses. Todos me advirtieron que la situación es explosiva. Cualquier fruslería puede hacer que estalle.

»Al oír aquello, las hermanas escocesas dijeron que no irían. Mr. Mauldin intentó persuadirlas de lo contrario. Sus objeciones ante los ruegos de él fueron tan convincentes que le ganaron la partida, y el propio Mauldin decidió que, pensándolo bien, tampoco iría, pues sería absurdo correr semejante riesgo. Hubo otras deserciones. Por un momento, pareció que Robert y Alex conducirían un autobús vacío al Berlín oriental.

»Pero nuestros temores remitieron y nuestro espíritu aventurero afloró otra vez, de modo que, a la una y cuarto, en el vestíbulo nos reunimos casi todos.

»Un poco después, Alex hizo nuestro recuento como siempre, era el modo de asegurarse que no dejaba a nadie atrás. Luego, frunció el ceño. Alguien le faltaba. Eramos diecisiete en vez de dieciocho. La persona ausente era Mrs. Brown. Todos miramos nuestros relojes. Todavía quedaban cinco minutos de margen. Esperamos. Mrs. Brown apareció a la hora en punto. Entonces, Alex nos condujo a la vuelta de la esquina en donde Robert y el autobús esperaban. Alex anunció por el altavoz que un guía nos aguardaría a la entrada del Berlín oriental. También dijo que estaba absolutamente prohibido el discutir sobre el muro con el guía y que no deberíamos hablar de política bajo ninguna circunstancia.

»En cuestión de momentos llegamos al control de la Friedrichstrasse. Dos alemanes orientales subieron al autobús y nos pidieron los pasaportes. Otros hombres uniformados rodearon el vehículo y abrieron los compartimientos del equipaje. Uno reptó por debajo y registró sus fondos. Al cabo de un rato, se nos dio autorización para entrar en el Berlín oriental. El autobús se comportó como si estuviese atemorizado; avanzó dando sacudidas, después remoloneó y por último pasó de un tirón la última barricada.

»Más allá de la barrera, un joven menudo, con un chubasquero, nos hizo señas. Alex abrió la puerta del autobús y habló algo con él en alemán. El joven subió al vehículo y Alex nos lo presentó como Hans, nuestro guía en el Berlín oriental.

»La sonrisa de Hans fue agradable; su inglés era perfecto. Nos dijo, sin la menor sombra de ironía, que esperaba disfrutáramos de nuestra visita.

»Una ligera lluvia empezó a caer mientras recorríamos las calles, desiertas y tristes. Comparado con el aspecto flamante y chispeante del Berlín occidental, el oriental resultaba sórdido en verdad. Todo parecía gris: las calles, los edificios, los grandes espacios abiertos, incluso las nubes. Los escombros resultantes de los bombardeos aparecían por doquier. La sensación de tragedia resultaba tan patente como las nubes preñadas de lluvia.

»No había tráfico. Las casas deslustradas y los bloques de viviendas daban la sensación de no estar habitados. Por fin, vimos a alguien: un hombre solitario, de pie, en un portal. Pero él no nos prestó atención. Más adelante, una mujer miró hacia abajo, desde el balcón de un apartamento, aunque sus ojos no registraron nuestra presencia.

»Hans estuvo haciendo comentarios acerca del Berlín oriental durante todo el tiempo, dándonos cifras sobre población, área urbanizada, industrias, alquileres, salarios, nivel de vida. Cruzamos por la avenida Unter der Linden, vimos la Ópera Nacional, la Biblioteca Nacional y la Universidad de Humboldt. Pasamos ante el búnker de Hitler. Nos detuvimos en un quiosco para comprar postales.

»Después fuimos hacia el parque Treptow. Allí hicimos alto, nos apeamos y seguimos a Hans por un sendero hasta el monumento soviético a los caídos en la Guerra.

»La lluvia arreció y nos salpicó ruidosa mientras nos agrupábamos más para oír los datos estadísticos que Hans nos daba sobre el número de soldados rusos sepultados allí y la altura y el material del monumento. De improviso, la lluvia se convirtió en una catarata cayendo de las nubes. Nos puso en fuga. Cubrimos a la carrera la larga distancia de vuelta al autobús. Estábamos empapados y embarrados cuando nos empujamos unos a otros para meternos en el vehículo. Mrs. Brown entró delante de mí en el autobús y mis pies fueron pisando los charcos que sus empapados zapatos dejaban.

»La compostura de Hans no sufrió alteración; nos dijo que habíamos tenido suerte pues nuestra gira podía darse por terminada, exceptuando la visita al museo Pergamon. Allí estaríamos bajo techado y nos daría igual que cayese agua o no.

»La lluvia no aflojó ni mucho menos. Cubrió las ventanillas del autobús, borrando al Berlín oriental de nuestra vista. Al cabo de un rato, el autobús se detuvo y Hans nos participó que habíamos llegado al museo y podíamos abandonar el autobús.

»Todos nos levantamos. Eramos un grupo lastimoso con nuestra ropa empapada cuando nos apeamos una vez para arrostrar la lluvia y surcar raudos su líquida cortina.

»El edifico que había ante nosotros tenía la misma apariencia austera de cualquier otro museo, pero nosotros corrimos hacia él como si fuera el cielo. Dentro, todo era muy oscuro. No había ninguno de esos reflectores espectaculares que se ven en muchos museos. De hecho, la iluminación brillaba por su ausencia. Hans marchaba a la cabeza haciendo comentarios, facilitando datos en tono respetuoso y susurrando como si se encontrase en una iglesia. Los rezagados del grupo avivaron el paso para ponerse a su altura.

»Cuando me disponía a seguirles, alguien me tocó en el hombro. Me volví para encontrarme de frente con Mrs. Brown. El sombrero dejaba su cara en sombras. Gotas de lluvia caían al suelo desde la ancha ala. Una extraña sonrisa se dibujaba en su rostro. No sé cómo describirla…, se trataba de una sonrisa sutil, forzada, y yo no me atrevía a mirarla a los ojos porque temí ver otra vez en ellos la pavorosa tristeza que ya había observado cuando nos aproximábamos al Berlín occidental.

»Ella comenzó a hablar.

»—Gracias por la fruta —me dijo—. Estaba deliciosa. Me gustó mucho. —Su voz fue un susurro, como si me estuviese confiando un secreto que nadie más debiera compartir.

»Yo quedé estupefacta. Totalmente desconcertada.

»—Me alegro infinito —respondí en tono normal. Mi voz levantó ecos a lo largo del interminable corredor.

»Tuve miedo. Me sentí sola aunque Mrs. Brown estuviese a mi lado. Los demás habían desaparecido. Deseé desesperadamente estar con ellos. Miré hacia la derecha. No estaban en aquella habitación. Crucé a la de la izquierda. No estaban allí. Corrí hacia delante y llegué a un enorme vestíbulo. Sentí gran alivio cuando vi a los demás y me apresuré para escuchar a Hans disertando sobre la cultura helenística de Pergamon.

»Pero no presté ninguna atención a Hans. Sólo podía pensar en Mrs. Brown y lo extraño de que me hubiese dado las gracias por la fruta.

—¿Por qué me lo agradecería entonces, Mrs. Collins?

—Desde luego, no era su primera oportunidad para hacerlo ni mucho menos.

—No. Había estado sentada detrás de mí en el autobús durante horas y horas. Había tenido tiempo de sobra para inclinarse hacia delante y darme las gracias. Había estado conmigo en la habitación aquella mañana después de comerse la fruta y no dijo ni palabra. ¿Por qué mencionarlo, pues, en el museo? ¿Por qué entonces?

—La gente es imprevisible. Tal vez la abrumara el remordimiento por no haberle dado las gracias antes.

—Pero ¿no cree que era muy extraño? ¿Que se salía de lo corriente?

—Muy extraño, cierto.

—Bueno, sea como fuere, el museo Pergamon representó el final de nuestra gira por Berlín. Hans siguió con nosotros en el autobús hasta que nos acercamos al control. Entonces, se despidió agitando la mano y desapareció en la lluvia. A todos nos entristeció dejarle en aquella maltrecha ciudad, nos había agradado.

»En el control nos impusieron el mismo rigor que ya conocíamos de nuestra llegada al Berlín oriental, sólo que esa vez fue mucho más estricto y meticuloso. Los vopos o como quiera que se los llame, escudriñaron nuestras caras y las compararon a conciencia con las fotografías de los pasaportes. También registraron los compartimientos de los equipajes y los bajos del autobús con mucho más detenimiento. Después se pusieron a conferenciar entre sí, y comprobaron, y volvieron a registrarlo todo; luego, terminaron repitiendo la tediosa rutina.

»Por fin, la señal de asentimiento fue hecha: autorizados a emprender el regreso hacia el Berlín occidental.

»Nuestra estancia en el Berlín oriental nos dejó deprimidos. Quedamos silenciosos, asombrados. Cuando pasábamos ante la iglesia edificada en honor al emperador Guillermo, en la circulación bulliciosa del Kurfurstendamm, Mrs. Willoughby habló por todos nosotros.

»—Nunca en mi vida me he alegrado tanto de abandonar un lugar —dijo—. Hoy día, el Berlín oriental es una inmensa prisión. Ya ver, hasta el domingo pasado sus habitantes sabían que si las cosas iban demasiado mal, podían coger el tren o el metro para buscar la libertad en el Berlín occidental. Tenían su válvula de seguridad. La fuga había sido posible siempre, hasta el domingo. Pero esa esperanza ha acabado. Se ha convertido en un terrible riesgo. Dispararon contra quienes pretendan marcharse. Bueno, todo esto es demasiado indignante para detenerse a pensar sobre ello. Tan pronto como me quite esta ropa húmeda voy a tomarme un té bien fuerte.

»—Cuánta razón tiene, Mrs. Willoughby —dijo Mr. Mauldin—. Pero yo pienso tomar algo más fuerte que el té apenas me haya puesto presentable.

»Ofrecimos un triste espectáculo mientras desfilábamos por el vestíbulo hacia el ascensor con nuestras ropas mojadas. Cuando llegué a éste, ya no quedaba sitio. Retrocedí para esperar su regreso. Durante la espera, eché una ojeada a varios periódicos expuestos para la venta en el mostrador. Eché una ojeada a los titulares pero estaban en alemán y no entendí nada. Me volví hacia el ascensor. El indicador se había puesto rojo señalando que descendía. Lancé una mirada circular por el vestíbulo y vi a Mrs. Brown sentada sola en un sofá. Resultaba evidente que se encontraba muy cómoda y no tenía ninguna prisa en subir para cambiarse. Entonces, la expresión de su rostro me sorprendió, me dejó atónita. Creo, Mrs. Collins, que el mejor calificativo para describirla sería el de jubilosa… Ella parecía relamerse de gusto. En ese momento, soltó una carcajada explosiva. Yo no podía creerlo. Estuve segura de que nadie de nuestro grupo encontraría un motivo lo bastante gracioso para reír así habiendo pasado tan poco tiempo desde lo que habíamos presenciado: toda una ciudad muerta. Me hubiera gustado pensar que Mrs. Brown se estaba divirtiendo por algo que ocurría en el vestíbulo, pero allí no pasaba nada digno de risa, ni siquiera remotamente distraído.

—Dígame, Mrs. Collins, de lo que le he contado sobre esa terrible tarde, ¿puede deducir algún motivo que diera pie a Mrs. Brown a tan delirante felicidad?

Mrs. Collins inspeccionó el vendaje de su codo como si pudiera encontrar la respuesta en él. La cavilación profunda arrugó su entrecejo.

—No sé si estaré en lo cierto —dijo al fin—. Pero ésta podría ser la respuesta. Fíjese, los seres humanos reaccionan de formas diferentes ante una misma situación. La mayoría de ustedes estaban deprimidos, pero, sin embargo, Mrs. Brown se sentía feliz después de su experiencia en el Berlín oriental. Quiero decir, que parecía estar como agradecida. Ella acababa de ver toda aquella miseria y se daba cuenta de lo afortunada que era. Cualquier contrariedad que la hubiese acongojado cuando entraban en el Berlín occidental podía haberle parecido una nimiedad apenas se diese cuenta de lo mucho que los habitantes del Berlín oriental debían soportar.

—Quizá sea así. Sin embargo, no creo que ella estuviese manifestando gratitud. Parecía triunfante. Caramba, yo casi diría que estaba deleitándose en la desgracia ajena.

»Sea como fuere, nuestra corta estancia en el Berlín occidental estaba tocando a su fin, y no puede imaginarse el alivio que sentimos cuando emprendimos el regreso hacia Alemania occidental al día siguiente. Pasamos una tarde y una noche placenteras en Goslar, y después fuimos a Rudesheim. Mrs. Brown dejó de mostrarse retraída. Me senté dos veces a su lado para almorzar y ella charló tanto como la primera, y me saludaba con la cabeza cada vez que pasaba a ocupar su asiento detrás de mí en el autobús. Pero en Rudesheim me descorazonó otra vez. Allí encontré unos melocotones preciosos en un puesto de fruta. Ya le he contado lo aficionada que soy a la fruta. Entonces, me encontré a Mrs. Brown en la calle. Y recordando que a ella le gustaban los melocotones, le ofrecí la bolsa.

»—No, gracias —me dijo.

»Yo insistí. Había muchos más de los que yo podía comer y a ella le gustaban, de eso no me cabía la menor duda.

»—Coja algunos, por favor —la apremié.

»—Es muy amable al ofrecérmelos —me contestó ella—, pero soy alérgica a los melocotones.

Espero que mi estupor no se trasluciera mucho. Porque, fíjese, los melocotones que le diera pocas noches antes ella se los había comido.

»De cualquier forma, nuestra gira terminaba ya y no quedaba mucho tiempo para seguir sorprendiéndose con la conducta de Mrs. Brown. Después de Rudesheim, nuestra ruta siguió a lo largo del Rin hasta Coblenza y desde allí a Bonn. Después de Bonn, pasamos a Bélgica y cruzamos Lieja para ir a Bruselas, nuestra última parada.

»Aquella última noche en Bruselas, Alex se mostró exultante. Dijo que deberíamos celebrar la conclusión de nuestro tour. Estuvimos de acuerdo con él y todos decidimos ir a un club nocturno, es decir, todos excepto Mrs. Brown y Mrs. Willoughby, quienes dijeron estar demasiado fatigadas.

»El espectáculo fue mediocre, y el champaña también. Pero nada de eso importó, la velada fue muy divertida y hubiéramos querido que no terminara nunca. Era muy probable que no volviéramos a vernos jamás, y quisimos que nuestra despedida durara todo lo posible. Alex se mostró sumamente simpático. Según dijo, aquél era el primer tour bajo su conducción durante el cual sintiera miedo al entrar en el Berlín oriental. De hecho, él había estado inquieto durante toda nuestra estancia en el Berlín occidental. Que hubiésemos salvado indemnes ese albur requirió más champaña. Todos brindamos por Alex. Él brindó por nosotros. Nos sentíamos felices y satisfechos de nosotros mismos.

»Y regresamos muy tarde al hotel.

»La habitación de Mrs. Brown era contigua a la mía y ante su puerta, vi sus cómodos escarpines negros esperando ser limpiados. Me recordaron que yo debía sacar los míos fuera también. Abrí mi puerta, cogí los zapatos del armario y los coloqué junto a los de Mrs. Brown. Luego, volví a mi habitación, cerré con llave y me metí en la cama.

»De pronto, me sentí sacudida por la extrañeza ante algo muy raro. Algo peculiar por demás. No se trataba de que el champaña me hubiese hecho tener visiones.

»Me levanté y abrí la puerta de nuevo. Los zapatos de Mrs. Brown eran el «algo» que me perturbaba. Y allí estaban, junto a los míos, pequeños en comparación con ellos. Pero yo había comprobado que mis zapatos eran más grandes que los de Mrs. Brown. Recordé muy bien que habían resultado ser mucho más grandes. Cuando ambas compartimos la habitación en Minden, yo me había puesto sus zapatos por equivocación y mis pies habían quedado encogidos dentro de ellos. Me había resultado imposible caminar con ellos.

»Me agaché, cogí los zapatos de Mrs. Brown y me los probé. Me venían tan grandes que no hubiera podido andar con ellos si lo hubiese intentado.

»Entonces, me sorprendió un ruido en la habitación de Mrs. Brown. Tuve el tiempo justo de quitarme sus zapatos y colocarlos donde estaban antes de que ella abriera la puerta.

»Por unos instantes, el champaña me hizo ver dos Mrs. Brown. Dos formidables mellizas.

»—Hola —le dije—. Espero no haberla molestado. Acabo de regresar de nuestra fiesta y estaba colocando los zapatos fuera para que los limpien.

»Las dos Mrs. Brown me sonrieron. Ambas se mostraron amigables y corteses.

—Espero que se haya divertido —me dijeron—. Buenas noches. —Y cerraron la puerta.

»Me sentí mareada. Conseguí entrar de nuevo en mi habitación. El suelo osciló un poco. Me agarré a la cama y repté sobre ella.

»Dormí perfectamente y cuando desperté me sentí como nueva. Todos los que habían ido a la fiesta se sintieron de la misma forma. El champaña nos había hecho mucho bien. Aquella tarde, el Canal había estado alborotado cuando lo cruzamos hacia Inglaterra. Nosotros no notamos nada. Marchamos hacia Londres en un autobús que ya nos esperaba en Dover, y hablamos por los codos sobre nuestro emocionante tour. En la estación de autobuses recogimos nuestros equipajes y recuerdos e hicimos cola para los taxis. Mi horario era más bien apretado, pues yo necesitaba ir cuanto antes al aeropuerto londinense para coger mi vuelo hacia Nueva York. Así que Alex y Mr. Mauldin me cedieron el primer taxi disponible. Entonces, todo el mundo me dio su adiós, y aquella cuya sonrisa pareció la más cálida y cuya mano se agitó con más entusiasmo fue Mrs. Brown. Yo jamás había visto un cambio tan notable y radical en una persona. Por favor, acláremelo. Usted es psicóloga. Según mis experiencias, las personas no cambian.

—Tiene razón, Mrs. Williams. Las personas no cambian. Ni siquiera una persona que esté sometida a los rigores del psicoanálisis cambia. Esa persona aprende más sobre sí misma y modifica su comportamiento pero, esencialmente, sigue siendo la misma.

—No obstante, Mrs. Brown cambió por completo.

—Entonces, tiene que haber una explicación. Por muy inverosímil que una cosa parezca, puede llegar a ser comprensible si analizamos todos los hechos.

—Está bien. Nosotros dos decimos que las personas no cambian, pero créame bajo palabra si le digo que Mrs. Brown lo hizo.

—Pero usted misma ha dicho que nadie más de su grupo percibió tal cambio.

—Yo fui la única persona que tuvo oportunidad de apreciarlo. Compartí una habitación con ella. Vi la desesperación reflejada en su rostro cuando entramos en el Berlín occidental. Yo…

—Usted se probó sus zapatos un par de veces.

—Quizás me equivocara acerca de sus zapatos. Recuerde que bebí gran cantidad de champaña. Pero, dejando aparte la talla de sus pies, su comportamiento se alteró de tal modo que esa mujer se diferenció tanto como el día de la noche. No actuó como la misma persona cuando regresamos del Berlín oriental. Podrían haber sido dos mujeres distintas.

La aseveración de Ellen Williams se posesionó de la habitación; su impacto ocasionó un silencio profundo. Las dos mujeres se miraron y, de improviso, la verdad brilló en los ojos de Ellen Williams e iluminó los de Margaret Collins simultáneamente.

—¡Eso es, Mrs. Williams! Exactamente eso. Hubo dos Mrs. Brown. Una inició el tour en Londres y permaneció con el grupo hasta más allá del Muro, al Berlín oriental. La otra Mrs. Brown salió del museo Pergamon y acabó el viaje con ustedes. A una Mrs. Brown le gustaban los melocotones, la otra era alérgica a ellos. Una Mrs. Brown sabía que debería permutar el lugar con la otra y quedarse en el Berlín oriental o en cualquier otro lugar detrás del Telón de Acero, y ésa fue la causa de que pareciese tan descorazonada cuando usted le vio el rostro reflejado en su polvera. La otra Mrs. Brown se regocijó en el vestíbulo del hotel de Berlín occidental porque había logrado escapar y, claro está, no tenía ninguna prisa en subir a cambiarse de ropa…, no estaba mojada. Esta segunda Mrs. Brown se encontraba dentro del museo Pergamon durante el aguacero esperando a que la otra Mrs. Brown apareciera.

—¡Claro, claro! —exclamó Ellen Williams.

—¡Qué estúpida he sido al no verlo! Si hubiese sabido lo que ocurría, podría haber salvado a la primera Mrs. Brown.

—Ni mucho menos —replicó Mrs. Collins—. No hubo la menor posibilidad de que pudiese hacer semejante cosa. La primera Mrs. Brown estaba perdida mucho antes de que usted tuviese ocasión de apreciar la diferencia entre ambas.

—Supongo que las dos serían espías —murmuró Ellen Williams.

—Por supuesto que no —dijo Mrs. Collins—. Si ambas hubiesen sido espías, el intercambio habría ido como la seda y usted no hubiese podido observar esas discrepancias en el tamaño de los zapatos o en el gusto por la fruta, y, además, la primera Mrs. Brown no se habría entristecido pues, de ser espía, habría estado realizando un trabajo que le gustaba y le aportaba buen dinero.

—¿Está sugiriendo que la primera Mrs. Brown fue secuestrada mientras visitamos el Pergamon y otra persona ocupó su lugar?

—Nada de eso —contestó Mrs. Collins—. Aquello había sido planeado con mucha antelación y la primera Mrs. Brown era perfectamente consciente de cuál era su destino. Quizás hubiese una especie de chantaje moral que ella estaba obligada a pagar para salvar la vida de sus familiares; y, siendo así, habría sido advertida para que se mantuviera apartada sin llamar la atención y que no entablase amistad con nadie en el viaje hacia Berlín. Si ella hubiese hecho amistad con alguien y charlado mucho, en el viaje de regreso a Londres, se habría evidenciado que había existido una sustitución. Esa fue la causa de que se mostrara tan descortés con usted durante el almuerzo. Y así se explica también que se ausentara de la habitación que ustedes dos compartían y no se mezclara con nadie. Más tarde, en el escenario oscuro del Pergamon, poco antes de hacer el cambio ella pensaría que ya no había peligro de dejar al descubierto la maniobra y por eso se mostró agradecida por lo de la fruta. Seguramente le emocionó la amabilidad demostrada por usted y, de resultas de ello, lamentaría no haber podido testimoniarle su gratitud antes.

—¡Y yo sin sospechar nada siniestro! —se lamentó Ellen Williams.

Margaret Collins estuvo a punto de responderle que uno debe ser receloso siempre porque el mundo es el escenario de muchas maldades, pero entonces se le ocurrió que si Ellen Williams había alcanzado una edad madura sin percatarse de ese hecho fundamental sería parte de su ingenuidad e inocencia debían ser preservadas.

Por otro lado, el mundo podía ser también un lugar plácido, sobre todo cuando le ofrecía a uno la oportunidad de hacer amistad con personas tan agradables como Ellen Williams.