LA ÚLTIMA PREDICACIÓN
Clark Howard
Coy se dejó caer desde el costado del furgón vacío una hora después de que el lento tren de mercancías atravesara la frontera de Arkansas. Se deslizó por el terraplén cubierto de ceniza hasta la hondonada, junto a la vía férrea, y esperó oculto entre los arbustos a que pasara, parsimonioso, todo el tren y el furgón de cola se perdiera de vista. Luego, escaló la pendiente de nuevo y, una vez arriba, miró a su alrededor.
Coy no vio nada en tres direcciones salvo un vasto y monótono panorama de tierra labrada, roto en diversos lugares por un cercado, una casa o una arboleda. En la cuarta dirección, su escrutinio fue recompensado con la vista de una carretera secundaria asfaltada que corría perpendicular a la vía férrea. A un kilómetro más o menos, Coy divisó lo que parecía ser una pequeña estación de servicio. Creyendo posible encontrar allí algo de alimento, se encaminó hacia el lugar. Mientras caminaba, su estómago gruñó con furia.
La última comida de Coy había sido una cena la noche precedente; cinco horas antes, él había excavado por debajo de la valla que rodeaba a la cuadrilla de trabajadores allá en Mississippi y se había encaminado hacia la frontera de Arkansas. Ahora sería cerca de la una a juzgar por la inclinación de su propia sombra, lo cual significaba que estaba en ayunas desde hacía casi veinte horas. Llevaba dos dólares y sesenta centavos consigo y quería conservarlos el mayor tiempo posible. En Arkansas se requería un dólar como mínimo para no ser acusado de vagabundo, pero él necesitaba comer algo cuanto antes, pues sabía que, de lo contrario, se pondría enfermo.
Resultó que la estación de servicio era, también, una tienda de comestibles rural. Finalmente, después de echar un vistazo por el interior, Coy invirtió cincuenta y ocho centavos en una lata de salchichas vienesas, un paquete de galletas cracker y una botella de naranjada fría. Hizo que el tendero le abriese la lata y, llevándose sus comestibles afuera, se sentó sobre una caja vacía a comer. Cinco minutos después de que empezara su yantar, vio llegar el autobús de la prédica evangelizadora y también vio a la chica por primera vez.
Quizá fuera su melena, larga y sedosa, de un color cereza oscuro o los hombros anchos cuyas líneas descendentes convergían en una cintura tan grácil que parecía incapaz de mantenerla unida…, o tal vez los labios sin pintar que ella entreabrió al detenerse por unos instantes en los altos escalones del autobús. «Quizá sea —se dijo—, porque ella es la primera mujer que veo después de casi siete meses de abstinencia en el campamento prisión del condado Squires, en Mississippi». Aunque no tuviera explicación lo que pasó entre ellos cuando sus miradas se cruzaron y trabaron por unos instantes, una cosa fue cierta: ocurrió algo electrizante y recíproco. Coy tuvo la certeza de que ella sintió, exactamente, lo mismo que él.
La chica terminó de descender aprisa del vehículo y marchó por el otro costado del mismo hacia los lavabos. Cuando se hubo perdido de vista, Coy volvió su atención al propio autobús. Resultaba evidente que éste había conocido días mejores. A Coy le pareció un autobús de colegio remozado. A través de las ventanillas pudo ver que la mitad trasera había sido transformada en una especie de vivienda. Sobre el flanco, debajo de las ventanillas, se había pintado una frase: PREDICACIÓN EVANGELIZADORA PALABRA SANTA.
Dos hombres se apearon del autobús mientras Coy lo estaba observando. Uno dé ellos era un individuo de expresión ácida y mirada fría, alto y enteco como un palo. A despecho del caluroso día, llevaba un traje negro y una corbata de lazo anudada a la garganta. Caminaba erecto, rígido, sin mirar a derecha ni izquierda.
El segundo de los hombres que se apearon era un lisiado de poca estatura. Tenía el pie izquierdo zambo y llevaba un zapato ortopédico con un alza enorme. Comprensiblemente, su caminar desgalichado le hacía ir a la zaga del hombre alto.
Después de que ambos sujetos penetraran en la tienda, Coy terminó su comida y comenzó a pasear por el lado del edificio adónde se dirigiera la muchacha. Se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó uno de los dos cigarrillos que le quedaban en un arrugado paquete. A continuación, rascó la cabeza de una cerilla con la uña del pulgar y lo encendió. Apenas había arrojado la cerilla, se respaldó en un bidón vacío; entonces la chica reapareció. Tenía la cara algo enrojecida, como si acabara de lavársela con agua fría. Lanzó una breve mirada a Coy y se encaminó hacia la tienda.
—Hola —la saludó él en voz baja cuando pasaba por su lado.
—Hola —respondió ella. Casi se detuvo pero pareció pensarlo mejor. Después de dar medio paso vacilante, reanudó su marcha.
—¿Quieres aguardar un instante? —dijo Coy cogiéndola del brazo—. Tú viajas en ese autobús de evangelización, ¿verdad?
—Ya me viste apearme de él, ¿no? —replicó ella. No hizo el menor movimiento para librarse de la mano de Coy.
—¿Crees que querrán llevarme hasta la próxima ciudad?
—No tienes suerte —respondió enfática—. El hermano Monroe, el predicador, nunca admite autoestopistas. —Entonces, la chica bajó la vista y le miró la mano—. ¿Has acabado con mi brazo?
Coy la soltó y ella comenzó a alejarse. Pero después de dar dos o tres pasos, giró sobre sus talones.
—Si me dejas dar una chupada a ese cigarrillo te diré cómo podrías conseguir que te recogieran.
Coy asintió y le pasó el cigarrillo. La muchacha miró recelosa hacia la tienda, luego, se le acercó presurosa y aspiró una larga y honda bocanada de humo. Se colocó muy próxima a él, rozándole la muñeca con las yemas de los dedos. Despidió una leve fragancia que Coy encontró muy grata. Observó que llevaba desabotonada la parte de arriba del delantero del vestido y vio que tenía abundantes pecas en el escote.
—¡Qué bien sabía, caramba! —exclamó ella después de exhalar el humo. Se tambaleó un poco—. ¡Diantre! Cuando estás sin fumar durante una semana, esto pega fuerte.
Coy la cogió otra vez del brazo para darle apoyo. Ella se lo agradeció sonriente, casi aturdida.
—¿Qué me dices de ese viaje? —inquirió él.
—Vale. Escúchame. Vas allí y te ofreces al hermano Monroe para conducir el autobús. Sabrás conducir, ¿no?
—Claro.
—Bien. Al hermano Monroe no le gusta conducir; dice que le causa molestias en la espalda. El otro, Aaron Timm, el del pie zambo, es quien se encarga de la conducción, pero ayer, en las afueras de Little Rock, la policía multó al hermano Monroe por eso. Ellos dicen que Aaron no debería conducir un vehículo en semejantes condiciones. De modo que si te prestas a llevar el volante, tal vez el hermano Monroe te deje acompañarnos.
Ambos oyeron el portazo en la tienda al mismo tiempo, y la chica se apartó presurosa de Coy.
—Ahora he de marcharme —dicho esto, ella se alejó a paso vivo.
Coy dio una última chupada al cigarrillo pensando que los labios de ella lo habían tocado, recordando el aroma que exhalaba ella, y las pecas que desaparecían hacia abajo por el escote del vestido. Sonriendo para sí, arrojó la colilla y se encaminó hacia el autobús.
La chica estaba ya sentada junto a una de las ventanillas abiertas. Aaron Timm esperaba junto a la puerta del autobús mientras que el hermano Monroe contaba un puñado de monedas para pagar la gasolina.
—Discúlpeme, reverendo —dijo Coy cuando el predicador hubo terminado—. Me preguntaba si usted querría llevarme hasta la próxima ciudad.
—No admito autoestopistas —contestó hosco el hermano Monroe.
—Yo me ofrecería a pagarle si tuviese dinero, señor —dijo Coy con toda cortesía—. Pero me complacería mucho trabajar para ganármelo. Yo podría ayudar en la conducción o realizar cualquier otra labor.
—No sería mala idea, hermano Monroe —terció Aaron Timm—. Esos motoristas pueden haber dado aviso para que se nos vigile.
—Y la próxima vez podríamos ir a la cárcel, hermano Monroe —apuntó la chica desde su ventanilla.
—¡Callaos, vosotros dos! —Saltó el predicador—. ¡No me hace falta que unas personas como vosotros piensen por mí! —Miró a Coy de arriba abajo—. ¿Eres buen conductor? ¿Prudente?
—Sí, señor —contestó Coy con entonación solemne.
—Está bien. Ponte al volante —ordenó Monroe—. Te probaré durante un par de kilómetros.
—Gracias por su bondad, reverendo.
Cuando el hermano Monroe se volvía para subir al autobús, Coy sonrió a la muchacha. Ella le devolvió la sonrisa, además de un guiño.
La vasta y llana tierra de labor desfiló pausada mientras Coy conducía el autobús sin prisas a lo largo del asfalto. Él podía ver por el espejo retrovisor que Aaron Timm se había dormido, acurrucado en uno de los asientos dobles. Después de vigilarle desde un asiento delantero durante dos minutos si acaso, el hermano Monroe se había retirado a la parte trasera corriendo la pesada cortina que aislaba su alojamiento privado. La chica se había trasladado a un asiento de pasillo y, apoyando las rodillas en el asiento delantero, leía una manoseada revista. Tal como estaba sentada, ofrecía a Coy una excelente panorámica de sus piernas. Durante un buen rato, él distribuyó equitativamente su tiempo entre la carretera y ella. Al cabo de unos cuantos kilómetros, la muchacha cerró los ojos y se tendió sobre el asiento para dormitar, con lo cual Coy se quedó sin verla.
Como no había nada más en el autobús que ocupase su mente, Coy extrajo el último de sus cigarrillos y se lo fumó mientras conducía. Pensó en Gaston, la ciudad adónde se dirigían. Roscoe se encontraba en Gaston…, o por lo menos estaba allí una semana antes. Coy lo había averiguado por un tipo recién llegado a la cuadrilla de trabajos forzados que había realizado durante algunos días la limpieza del salón de billar en Gaston, dedicándose después a vagabundear por la frontera entre Estados hasta Lill, Mississippi, en donde había recibido una condena por hurto. Había sido sentenciado a noventa días y el mismo día del juicio había llegado al campamento prisión del condado de Squires. Fue dos días después cuando Coy le oyera mencionar a un hombre llamado Roscoe que organizaba partidas de naipes en la trastienda del Gaston Pool Parlor.
Coy se preguntó a quién utilizaría Roscoe como gancho ahora. «Probablemente a otro primo como lo era yo hace un año», se dijo. Su pensamiento dio marcha atrás, y vio aquel día funesto, cuando Roscoe le descubriera en un café barato de Alabama lavando platos por cuatro dólares diarios y la comida. A Roscoe le gustó su aspecto y lo sacó de aquel tugurio para enseñarle las artes del gancho en una partida de póquer. «En realidad no se trataba de ningún engaño», le explicó Roscoe. Todo cuanto tenía que hacer el gancho era subir la apuesta cada vez que su compinche le hacía la señal de que iba a pedir menos de tres cartas. Se suponía que se trataba de una simple cuestión de porcentajes, eso era todo. No había nada de fraudulento en ello si se exceptuaba el hecho de que Roscoe tentaba la suerte en un noventa por ciento a su favor usando cartas marcadas. Entonces, una noche, él se esfumó y dejó que Coy cargara con el proverbial muerto en un parador del condado de Squires.
Coy lanzó su colilla por la ventanilla abierta y se frotó la cicatriz que dibujaba un arco sobre su mandíbula. Se la había causado una botella de cerveza que uno de aquellos jugadores le estrellara en plena cara poco antes de que se lo llevasen a la cárcel. El dueño del parador, organizador de la partida, era primo del magistrado del condado y, para consolar a sus jugadores, quienes habían perdido una buena parte de sus beneficios de la cosecha del algodón, influyó sobre su pariente el magistrado para que Coy saliera sentenciado a un año de prisión.
La cuadrilla destinada a trabajos forzados se dedicaba a abrir zanjas de irrigación durante doce horas diarias. Coy se había habituado a ello al cabo de pocas semanas, después de que sus ampollas se inflamaran, reventaran, sangraran y se endurecieran hasta convertirse en callos; después de que los hombros le dolieran al máximo y terminaran transformándose en músculos elásticos, funcionales; y después de que su estómago cesara de rebelarse contra las acuosas gachas y la grumosa sopa de avena con que el condado de Squires alimentaba a sus convictos. Él se había habituado a todo y estaba determinado a superar la dura prueba. Un año, había dicho el magistrado cuando mandó que lo encerrasen, y Coy debería cumplir ese año.
Sin duda lo habría hecho si no hubiese oído mencionar el lugar en donde Roscoe se hallaba. Porque el pensar en Roscoe era demasiado para él. Roscoe luciendo elegantes camisas de seda mientras Coy vestía arpillera a rayas; Roscoe devorando rosbif y huevos mientras Coy ingería bazofia; Roscoe durmiendo sobre colchón de plumas en una habitación de motel con aire acondicionado mientras Coy pasaba sus noches sobre un banco de madera en un asfixiante barracón carcelario. Pensar sobre todo eso era demasiado. El trabajo se le hacía cada vez más insoportable, los alimentos volvían a resultarle intolerables y las noches semejaban tenebrosos períodos de tortura en los que la sonriente faz de Roscoe ocupaba su mente.
Coy no había podido aguantarlo más, y por eso decidió escapar. Una noche, hacia las diez, se escapó del barracón aprovechando un tablón casi suelto y excavó por debajo de la alambrada espinosa. Se encaminó hacia el oeste, hacia la frontera del Estado más próximo. Anduvo sin descanso durante nueve horas, y a las siete de la mañana siguiente robó un mono y una camisa de trabajo en el tendedero de un labrador. Una vez se hubo cambiado de ropa, marchó hacia la carretera más próxima y consiguió ser recogido por un camión cargado de verdura. Tres ciudades más adelante por la carretera se ganó tres dólares descargando el camión en la fábrica de conservas. Compró un paquete de cigarrillos e inmediatamente después saltó a un tren de mercancías que abandonaba la ciudad. Viajó en el mercancías hasta cruzar la frontera de Arkansas. Una hora después, se apeó sobre la marcha para caminar hasta la estación de servicio en donde se detuviera el autobús de la predicación evangelizadora.
Mientras conducía, Coy se dijo que tenía dos misiones que cumplir: ajustar cuentas con Roscoe y perderse de vista. Si lo atrapaban y lo enviaban de vuelta a Mississippi, se ganaría un aumento de condena por la fuga: el doble del tiempo que había dejado de cumplir, más otro año. Eso haría un total de veintidós meses en lugar de los cinco que le quedaban.
Coy esbozó una sonrisa torva. Valía la pena correr ese riesgo. Dar alcance a Roscoe, haría que mereciese la pena correrlo.
Se apoyó sobre el volante y arqueó la espalda para relajar los músculos. Deseó poder encender otro cigarrillo, pero no quedaba mucho camino ya. Al frente apareció un letrero señalizador: GASTON 12.
En un solar desierto, a las afueras de la ciudad de Gaston, Coy se quitó la camisa y ayudó a Aaron Timm en la descarga del autobús. La tienda plegable de la asamblea evangelizadora que iba sujeta a la baca fue lo primero que descargaron. Luego, entre los dos, bajaron las pilas de sillas plegables y el púlpito desmontable que habían sido transportados junto a la tienda plegada. Por último, descendió un pequeño órgano de pedal que iba atado al portaequipajes trasero.
—¿Cuando montarán esto? —preguntó Coy una vez hubieron descargado y apilado cuidadosamente todo.
—Por la mañana —respondió Aaron mascando un mondadientes—. Después del desayuno, yo levantaré la tienda y colocaré las sillas y los demás objetos en sus respectivos lugares. Luego, por la tarde, iré a la ciudad y distribuiré los folletos. —Diciendo esto, señaló una caja de cartón repleta de circulares impresas—. La asamblea tendrá lugar mañana por la noche, después de la cena. El hermano Monroe pronunciará un sermón y tocará el órgano. Y esa muchacha cantará los himnos. Entonces, yo pasaré la bandeja de la colecta.
Coy asintió. Echó una ojeada en torno suyo y vio que la chica estaba abriendo un cajón que contenía cacharros y sartenes junto a un fogón portátil que acababa de montar. El predicador se hallaba desmadejado en una butaca de campaña bajo un árbol y tenía los ojos cerrados.
—Él procura no fatigarse, ¿verdad?
—¿Por qué habría de hacerlo? —replicó Aaron encolerizado por un instante—. ¿Por qué habría de hacerlo cuando unos mentecatos como yo y la chica se ocupan de todo?
—Si no le gusta a usted, ¿por qué no lo deja? —inquirió Coy, esforzándose por mantener su tono coloquial.
—¿Para hacer qué? —preguntó a su vez Aaron con un gruñido—. No es nada fácil encontrar trabajo cuando tienes un pie zambo y no se sabe hacer nada. Y yo no sé hacer nada. —Su cólera se disipó aprisa, y entonces el hombre acarició encantado la suave superficie del pedal del órgano—. Es decir, salvo tocar el órgano. Eso lo hago verdaderamente bien.
—Me pareció oírle decir que el predicador era quien se encargaba de tocarlo.
—Lo hace. Pero también yo puedo, cuando él me lo permite. Y toco mucho mejor que él, además.
—¿Y por qué no quiere permitírselo? —preguntó Coy.
Aaron Timm miró avergonzado al suelo.
—Él cree que hacemos más dinero cuando yo paso el plato de la colecta. Dice que la gente tiende a dar un poco más cuando me ven arrastrando el pie.
Coy asintió y no insistió en el tema.
—¿Puedo ayudarle en algo más?
—Ahora debo desplegar la tienda y extenderla de modo que esté lista para izarla por la mañana —dijo Aaron—. Usted puede echarme una mano si quiere.
—Por supuesto.
Mientras trabajaban con la pesada e inmensa tienda, Coy observó que la chica echaba estofado de lata en una cacerola que había puesto sobre el fogón y encendía el fuego. Ella le daba la espalda y cuando se movía, Coy le miraba las piernas y veía el juego elástico de sus músculos. Siempre había admirado a las mujeres con piernas esbeltas y fuertes.
—¿Cómo se llama? —preguntó a Aaron, señalando con la cabeza hacia la chica.
—Sauce —contestó Aaron—. No conozco su apellido.
—¿De dónde es?
—Hace pocas semanas, Monroe la recogió cuando iba hacia el sur de Indiana. Creo que es una fugitiva —dijo Aaron riendo entre dientes—. El viejo Monroe se había propuesto hacer compartir la parte trasera del autobús con él. Sin embargo, no ha tenido mucha suerte con ella… La chica sigue yendo a dormir sola afuera.
Coy miró hacia el hermano Monroe que seguía despatarrado en su butaca de campaña.
—No se ajusta a mi idea de lo que debe ser un predicador.
—Porque no lo es —gruñó Aaron de nuevo—. Ése tiene tanto de predicador como usted. Sólo sabe hablar bien, eso es todo. Cuando está tras ese pulpito, amenazando con el fuego infernal y la condenación eterna, es el mejor predicador que jamás se haya visto, pero eso ocurre solamente cuando está a punto de hacer pasar el plato. Una vez ha concluido todo, y los granjeros se van a casa con sus familias, él empina el codo otra vez y cavila sobre esa chica, Sauce.
—Le gusta el alcohol, ¿eh? —dijo Coy, y sus palabras tuvieron más de aseveración que de pregunta.
—Puede apostar sus botas a que así es —respondió enfático Aaron—. Mañana, me tendrá rodando por toda la ciudad en busca de algún contrabandista a quien comprar una garrafa. Éste es un Estado seco, como usted sabe…, en Arkansas no está permitido vender licor fuerte en un mostrador.
—Sí, lo sé.
«Así que el viejo cara de palo es un gigantesco fraude —dijo para sus adentros Coy—. Sólo un buen charlatán…».
Terminaron de extender la tienda y ambos regresaron al autobús en donde Coy había colgado su camisa.
—Bueno, supongo que deberé reemprender mi camino —dijo Coy. Y percibió un gesto de contrariedad en el rostro de Aaron, como si el hombrecillo no quisiera verle marchar.
—Si se queda usted un rato por aquí —dijo—, veré si puedo pasarle un cuenco de este estofado que Sauce está haciendo.
—Tal vez nos veamos más tarde —le prometió Coy—. Ahora quiero ir a Gaston.
—Es natural —murmuró Aaron algo desanimado—. Bien, gracias por echarme una mano.
Coy anduvo alrededor del autobús. Cuando quedó a cubierto de ojos indiscretos, se detuvo unos segundos junto a la caja de cartón que viera antes, y cogió unos cuantos folletos del hermano Monroe. Luego, atravesó el campo hasta la carretera y comenzó a andar hacia Gaston.
La trastienda del Gaston Pool Parlor estaba repleta de humo mezclado con los densos efluvios del sudor. Una docena de hombres, vestidos con monos y llevando calzado de trabajo, contemplaban la partida de póquer que se estaba jugando sobre una mesa cubierta de hule bajo la luz de una potente lámpara. Participaban cinco jugadores, dos de ellos granjeros, otros dos que por su aspecto parecían más bien sablistas de sala de billar. El quinto hombre era Roscoe.
Coy se situó entre los espectadores más alejados, en la sombra para que Roscoe no pudiera verle. A diferencia de los demás mirones, él no observó la partida, no siguió el movimiento de los naipes ni las apuestas. Se limitó a vigilar a Roscoe; escrutó su rostro y sus ojos, pensó en las múltiples comidas suculentas que Roscoe habría consumido durante los últimos siete meses; en las múltiples noches que Roscoe habría dormido entre sábanas limpias y perfumadas; en los múltiples baños calientes que Roscoe habría tomado. Mientras meditaba sobre esas cosas, Coy se llevó la mano en un gesto inconsciente a la cicatriz que aquella botella de cerveza le dejara en la mejilla.
«Disfruta del juego, tahúr —pensó—. Será la última partida que juegues por mucho tiempo».
Acto seguido, se deslizó por detrás de los mirones hasta la puerta trasera y salió al callejón. Allí se sacó de la camisa los folletos del hermano Monroe y los escondió debajo de un cubo de basura donde podría encontrarlos con facilidad. Como todo se hubiera hecho oscuro ya, Coy tuvo que acercarse a un farol para contar su dinero. Le quedaban un billete de dólar, otro dólar en monedas y dos centavos. Dejando aparte estos últimos, metió el resto en el paquete de cigarrillos vacío que todavía llevaba en el bolsillo de la camisa. Luego, silbando para sí, deambuló por la plaza hasta encontrar un café de servicio nocturno y un taxi aparcado ante él. El conductor estaba fumando con la cabeza recostada sobre el respaldo del asiento.
—Buenas noches —dijo Coy apoyando una mano en el techo del coche.
—Buenas —respondió el conductor. Y estudió a Coy pensativo.
—Hace calor esta noche —comentó Coy.
—Una pizca de más para esta época del año.
—Aquí se han montado ustedes un pueblo realmente bonito —añadió Coy mirando hacia la plaza.
—Forastero, ¿no?
—Sólo de paso —asintió—. He acampado a un kilómetro de aquí por la carretera. —Dicho esto sonrió—. Un hombre lo tiene un poco cuesta arriba cuando llega a una ciudad extraña en donde no conoce a un alma. No sabe siquiera dónde comprar una botella.
—No es posible comprar una botella en este Estado —observó el taxista—. Éste es un Estado seco.
—Lo sé —dijo Coy—. Y conozco las leyes sobre el alcohol. También conozco un poco el negocio del taxi.
—¡Ah! ¿Sí? —El taxista se esforzó por adoptar una entonación indiferente.
—Claro. Yo era conductor de taxi en Junction City, Kansas. Allí también estaba en vigor la Ley seca, pero ¿sabe usted lo que hacíamos cuando un tipo estaba sediento? Dejábamos dos dólares en cualquier parte. —Coy miró alrededor y por fin señaló hacia unas cajas vacías de Coca-Cola amontonadas a un costado del café—. Por ejemplo, esa caja en la parte superior del montón. Luego, le aconsejábamos que se diera un pasco alrededor de la plaza. Seguro que cuando él volviese, los dos dólares habrían desaparecido y, en su lugar, habría una garrafilla con whisky de fabricación casera por valor de dos dólares.
—Eso es interesante de verdad —observó el taxista.
—Bueno, por lo menos tiene una ventaja —dijo Coy—. No hay forma de atrapar al hombre que haga la venta. —Apartó la mano del coche y se desperezó—. Bueno, se está haciendo tarde. Creo que me daré una vuelta por la ciudad y luego tomaré la carretera. Hasta la vista.
El taxista lo saludó con la cabeza. Coy volvió a la acera y dio unos pasos hacia las cajas de Coca-Cola. Puso un pie sobre ellas para atarse bien el cordón del zapato y, mientras lo hacía, metió el paquete de cigarrillos con el dinero en la caja superior. Luego, se alejó por la plaza silbando para sí otra vez.
Cuando Coy regresó al café, el taxi había desaparecido con tanta diligencia como su dinero pero se encontraba en la caja superior del montón una botella cerrada, sin marca, que contenía whisky de contrabando. Coy se metió la botella debajo de la camisa y caminó por el callejón que se hallaba detrás del salón de billar. Puso la botella en el suelo, detrás del cubo de basura, junto a los folletos del hermano Monroe. Luego, se sentó al otro lado del callejón cerca de la puerta trasera del salón de billar, estiró los músculos y contempló el cielo estrellado.
Esperando allí, en la oscuridad, Coy pensó en aquella chica llamada Sauce, cómo ella le había rozado la mano cuando compartieron su cigarrillo en la estación de servicio. Recordó cuánto se le había acercado el cuerpo femenino, y cómo habían caído los rayos solares sobre las pecas que bajaban por su escote…
Roscoe abandonó la sala de billar a medianoche, mostrando tanto aplomo y desenvoltura como siempre.
Coy abrió de golpe los ojos apenas oyó el chirrido de la puerta al abrirse. Tensó los músculos y permaneció absolutamente inmóvil mientras levantaba la vista desde donde estaba sentado hacia Roscoe, el cual se había detenido en el rectángulo luminoso para subir el nudo de la corbata hasta el cuello abotonado de su camisa de seda. Después de ponerse la chaqueta, Roscoe hizo crujir sus nudillos; durante un momento, miró pensativo el despejado cielo nocturno y salió al callejón cerrando la puerta detrás de sí. Coy esperó a que Roscoe pasara ante él, y entonces se levantó.
—Hola, tahúr —dijo en voz queda.
Roscoe dio media vuelta para encontrarse con el puño de Coy, proyectado con toda la fuerza acumulada durante siete meses de trabajos forzados. Aquel puño le alcanzó la boca de pleno, partiéndole ambos labios y hundiéndole los incisivos. Antes de que pudiera gemir siquiera, recibió otro golpe en el centro de la cara; el impacto le pulverizó el cartílago y el hueso de la nariz. Luego, los mazazos empezaron a llover sobre él, abriéndole una mejilla, arrancándole la oreja a medias, fracturándole la mandíbula. Eran golpes demoledores que iban marcando un ritmo sistemático, un repiqueteo constante de dolor cuyas ondas sucesivas empezaron a ensombrecerle la conciencia. El hombre se desplomó contra una pared mientras veía explosiones continuas de destellos rojos a través de sus párpados cerrados. De forma instintiva, alzó los brazos para protegerse la cara, mas apenas lo hubo hecho, sintió que sus costillas se estremecían bajo el mismo castigo incesante hasta que el aire desertó por unos instantes de sus pulmones haciéndole creer que se ahogaba. Un atroz gancho final le alcanzó el fofo estómago y le hizo doblarse y caer de bruces sobre la basura del callejón.
Coy se irguió sobre él con pecho agitado, las manos doloridas y los brazos insensibles tras el esfuerzo realizado. «Esto por los siete meses, tahúr —dijo para sus adentros—, y por esta cicatriz».
Colocando a Roscoe boca arriba, Coy le sacó la cartera de un bolsillo interior y un paquete de cigarrillos casi lleno del bolsillo de la camisa. Luego, cogió los folletos evangelizadores de debajo del cubo, los esparció por el suelo y bajo el brazo inerte de Roscoe.
Recogió la botella de whisky del lugar en donde la dejara, y emprendió el camino por la oscura carretera. A un kilómetro casi de la ciudad, abandonó la carretera y se encaminó hacia un arroyo que había descubierto antes. Se tendió sobre el estómago y sumergió ambas manos en la reconfortante agua helada. Cuando estuvo bien seguro de que no se le hincharían, se las secó con los faldones de la camisa y volvió a la carretera.
El hermano Monroe estaba despierto todavía cuando Coy regresó al campamento. Se había acomodado sobre su catre en la parte trasera del autobús. El azulado resplandor de la linterna de petróleo proyectaba sombras profundas a su alrededor.
—Reverendo —dijo Coy muy quedo.
Monroe respingó sobresaltado.
—¡Qué! ¿Quién anda ahí? —Luego, descubrió al intruso—. ¿Qué haces merodeando por aquí, muchacho? —exclamó irritado—. ¿Qué quieres?
—No era mi intención molestarle, señor —dijo Coy—. Pero ha ocurrido algo que me induce a pedirle consejo.
—¿En plena noche? —masculló Monroe—. Tú debes de estar loco, muchacho. Ahora, lárgate de aquí…
—Sólo quería saber lo que debo hacer con esto —dijo Coy mientras sacaba la botella de whisky de debajo de su camisa y la sostenía en alto para que Monroe pudiera echarle un buen vistazo.
El anciano de mirada adusta se inclinó hacia delante y escudriñó la botella. Se humedeció los labios con la lengua.
—El dueño de los billares me la dio después de que yo le barriera el local —prosiguió Coy con aire inocente—. Es un licor muy fuerte y yo no sé qué hacer con él. El alcohol es pecaminoso, ¿verdad, reverendo?
—¿Eh? —murmuró Monroe sin apartar los ojos de la botella—. ¿Pecaminoso? ¡Ah, claro que sí! Sin duda es lo más pecaminoso.
—Yo no quise tirarla por temor de que alguien la encontrara y se la bebiera —confesó Coy—. Y tampoco quise vaciarla en el suelo por no mancillar la buena tierra. Así que pensé preguntarle a usted sobre ello, señor.
—Eso es lo mejor que has podido hacer, muchacho —repuso Monroe con entusiasmo creciente.
—Se me ocurrió que tal vez usted pudiera utilizarla en la asamblea de evangelización mañana noche —dijo Coy—. Cual una especie de ejemplo para las conductas pecaminosas. Usted podría estrellarla delante de todos para demostrar a todo el mundo cuán fácil es deshacerse del diablo.
—¡Inspirada idea, muchacho, amigo mío! —exclamó Monroe radiante—. Ello contribuiría a que algunas pobres almas vieran la luz de salvación. Haré, justamente, eso. ¡Dame la botella!
Coy se la entregó. Monroe la colocó con exquisito cuidado sobre el catre; acto seguido, puso una paternal mano sobre el hombro de Coy y le guió hasta la salida del autobús.
—Esta noche, has hecho una buena obra cristiana, muchacho, amigo mío, y ten la seguridad de que serás ampliamente recompensado por ello en el más allá. Ahora, te ruego que me dejes solo para mi meditación. Sigue tu camino en paz a sabiendas de que has aportado una ayuda muy considerable para la difusión del verbo verdadero.
—Gracias, reverendo —murmuró Coy con aire humilde.
Así que el muchacho se hubo apeado del autobús, y no bien hubo dado tres pasos, oyó el ruido del corcho al saltar. Sonrió para sí y marchó en busca de Sauce y Aaron Timm.
El sherif se presentó allí, puntual y madrugador, a la mañana siguiente, acompañado de dos comisarios. Coy, ataviado con el mejor temo negro del hermano Monroe más una flamante camisa blanca, se apeó del autobús de evangelización y les salió al encuentro.
—Buenos días —dijo el sherif—. ¿Es usted el pastor?
—Sí. Soy el hermano Coy. —Sonrió y se volvió hacia Aaron, quien estaba allí cerca colocando las clavijas para montar la tienda, y hacia Sauce, la cual se encontraba preparando el desayuno—. Ésta es la hermana Sauce. Y éste el hermano Aaron Timm, nuestro excelente organista espiritual. —Luego, Coy plegó las manos—. ¿En qué puedo servirle, sherif?
—Siento haberles interrumpido así, reverendo —dijo el representante de la ley—, pero anoche tuvimos un pequeño incidente en la ciudad. Se apaleó y robó a cierto jugador llamado Roscoe. Encontramos esto en el lugar de los hechos. —Diciendo así, mostró un puñado de folletos evangelizadores.
Coy los examinó y exhaló un hondo suspiro.
—Ya me temía yo que sucediera algo por el estilo —dijo con un toque de pesadumbre en su voz—. Deberé reconocer mi parte de culpabilidad. ¿Quiere acompañarme, por favor?
Coy condujo al sherif y sus comisarios hasta el otro lado del autobús. Tendido sobre una manta, junto a uno de los grandes neumáticos, Monroe lanzaba sonoros ronquidos en su sueño profundo de borracho. Estaba sin afeitar, desgreñado, y llevaba puestas las ropas desteñidas que Coy robara del tendedero. En el suelo, a su lado, aparecía la botella de whisky sin marca ya vacía.
—Le recogimos ayer —explicó Coy al sherif—. Nos contó que él mismo había sido predicador en fechas ya lejanas pero que luego había pasado por tiempos difíciles. Le propuse que se uniera a nuestro grupo como ayudante hasta que pudiera afirmarse otra vez sobre el suelo. Anoche, después de cenar, le envié a la ciudad para que distribuyera algunos folletos. No volví a verle hasta esta mañana. —Coy sacudió la cabeza turbado—. Yo no tenía ni idea de que hubiese provocado un conflicto.
El sherif se arrodilló junto a Monroe y le registró los bolsillos. En ellos encontró la cartera de Roscoe.
—Parece ser nuestro hombre. Cogedle y llevadle al coche, muchachos.
—Con franqueza, no sé qué decir, sherif —exclamó Coy—. Tengo la impresión de ser yo el culpable.
—Usted no tiene ninguna culpa, reverendo, no hay motivo para que piense eso. Después de todo, lo único que usted hizo fue intentar ayudarle.
—Sí, lo sé, pero me da la sensación de que esta pobre alma no es responsable de sus actos. Todo el día de ayer se lo pasó diciendo que nuestro pequeño grupo evangelizador es como uno que él tenía en otros tiempos, y anoche comenzó a referirse a este autobús como suyo. Se comportaba como si fuese el predicador y todos nosotros trabajáramos para él.
—Yo diría que este hombre puede estar un poco chiflado —dijo el sherif frotándose la barbilla pensativo—. Si continúa largándome esa historia al despertar, tal vez lo envíe al hospital del Estado para que lo sometan a observación.
—Hágalo así si cree usted que es mejor para él, sherif. Al fin y al cabo, usted es un profesional en esas cuestiones. Por cierto, ¿cómo se encuentra el hombre al que apalearon?
—Bueno, lo trabajó de firme…, este viejo borracho debe de haber usado un garrote. La víctima está hospitalizada. Y calculo que se pondrá bien con el tiempo.
—Hemos de agradecer que no haya sido mucho —murmuró reverencioso Coy.
—Así lo espero —dijo indiferente el sherif.
Ambos rodearon el autobús otra vez y el sherif se tocó con dos dedos el sombrero dirigiéndose a Sauce:
—Bien, les deseo un buen día, señores.
—Buen día tenga usted, sherif.
Coy, Sauce y Aaron se miraron entre sí y sonrieron triunfantes a un tiempo cuando el sherif y sus ayudantes desaparecieron llevándose a Monroe.
Aquella noche, tras las murmuraciones suscitadas por el apaleamiento de Roscoe y el arresto de Monroe, media Gaston se presentó en el campamento para escuchar al nuevo predicador itinerante. El joven reverendo Coy pronunció un inspirado sermón sobre los males de la bebida. Una vez hubo acabado el reverendo, la hermana Sauce cantó Dame esa religión de tiempos antiguos, acompañada al órgano por el hermano Aaron Timm. Después, el hermano Timm tocó un popurrí de himnos mientras el reverendo Coy en persona pasaba el plato de la colecta.
Cuando Coy regresó al pulpito y entregó la bandeja cargada de dinero a Sauce, observó que bajo las luces de la tienda, las pecas de su pecho parecían relucir y destellar como ese cielo cuajado de estrellas que él contemplara mientras esperaba poco antes en el callejón a Roscoe.
Cuando cogía el plato de la colecta, Sauce le apretó un poco la mano y le miró de hito en hito. Coy le sonrió y asintió con la cabeza.
«Al fin y a la postre —pensó—, el oficio de predicador no va a ser tan malo.».