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Dado que no había ningún tren disponible que pudiera llevarnos directamente a Bistritz, el profesor Van Helsing y yo tomamos un tren que pasaba por Bucarest y Veresti, la segunda mejor opción, y que llegaba a última hora de la tarde del día siguiente. De ahí debíamos viajar hasta el paso del Borgo por nuestros propios medios, ya que el profesor no se fiaba de nadie. En Veresti, Van Helsing compró un viejo carruaje descubierto y caballos, el equipo y los víveres necesarios para el viaje y numerosas pieles para mantenernos calientes. Por fortuna, el profesor hablaba un gran número de idiomas, por lo que no tuvo problemas para llevar a buen término todas las gestiones.

Nos pusimos en camino aquella misma noche. Pensando en el decoro, Van Helsing le dijo a la dueña de la posada en la que cenamos que éramos padre e hija. La mujer nos preparó una enorme cesta con provisiones, suficientes para un regimiento de soldados.

Viajamos durante tres días con sus correspondientes noches, deteniéndonos tan solo para comer y avanzando a mucha velocidad. Nos encontrábamos de buen humor e hicimos todo lo posible por animarnos el uno al otro. El profesor parecía infatigable; al principio no descansaba y era él quien se encargaba de conducir el carruaje. Yo me sentía tan exhausta durante el día que apenas era capaz de mantener los ojos abiertos. A veces caía en un sueño tan profundo que era difícil despertarme. Me daba cuenta de que el profesor albergaba cada día más recelos hacia mí a causa de ello. Supongo que no deseaba admitirlo, e insistía en que no era más que el traqueteo del carruaje por aquel camino sin asfaltar lo que me inducía a tener tanto sueño. El agotamiento venció por fin al profesor la segunda noche y se vio forzado a entregarme las riendas. Conduje toda la noche mientras él dormía a mi lado.

Cambiamos los caballos con frecuencia con los granjeros que nos encontrábamos por el camino, que estaban bien dispuestos a realizar el intercambio por una generosa suma. Aquello era precioso; campos, bosques y montañas hasta donde alcanzaba la vista, rebosantes de belleza. La gente con la que nos cruzábamos eran personas fuertes, sencillas y amables, pero parecían ser muy supersticiosos. El primer día, cuando nos detuvimos en una casa para tomar una comida caliente, la mujer que nos sirvió gritó alarmada y se persignó al ver la cicatriz de mi frente. Luego alargó la mano y me apuntó con dos dedos haciendo un gesto que imitaba el aspecto de una pequeña cabeza con cuernos.

—¿Qué significa eso? —susurré al profesor.

—Es un hechizo o una protección para alejar el mal de ojo —respondió en voz baja.

Me pareció que la mujer había puesto mucho ajo en la comida. Antes me gustaba mucho, pero ahora no podía soportarlo. No probé la comida… lo que hizo que el profesor me mirara nuevamente con desconfianza.

Todos los días Van Helsing me hipnotizaba y yo le informaba dando a entender que Drácula continuaba dentro de su caja, viajando por el río, y cada noche Nicolae entraba en mi mente para informarme sobre el avance de los demás.

Jonathan y Lord Godalming se han detenido a inspeccionar todos los barcos que navegan por el río.

Han izado una bandera rumana para hacerse pasar por un barco del gobierno… son muy listos.

Pero, naturalmente, no han encontrado nada.

¿Y el doctor Seward y el señor Morris?

Continúan cabalgando infatigablemente y sin contratiempos.

El paisaje fue volviéndose cada vez más agreste a medida que avanzábamos. Las cimas de los Cárpatos, que en Veresti habían parecido tan lejanas y bajas en el horizonte, ahora nos rodeaban y se elevaban imponentes ante nosotros. En varias ocasiones avisté un murciélago sobrevolando el cielo en círculos sobre el carruaje antes de perderse en la lejanía. Dos veces creí divisar un lobo agazapado al amparo de los árboles mirándonos fijamente. ¿Podría ser Nicolae velando por mí?

Las casas eran cada vez más escasas y distaban más unas de otras, y por la noche podíamos oír aullar a los lobos. La diligencia de Bucovina a Bistritz nos adelantaba dos veces al día en el polvoriento camino, pero no vimos a ningún jinete y tan solo nos encontramos con unos pocos campesinos a lo largo del trayecto. El tiempo era cada vez más frío y la nieve caía de forma intermitente, fundiéndose con rapidez. Se percibía una extraña opresión en el ambiente o, tal vez, era solo dentro de mí, pues conforme avanzábamos, la sangre de mis venas parecía volverse más fría y lenta. Unas veces me sentía mareada y otras no podía dejar de tiritar, a pesar de la abrigada capa de lana y de las pieles que Van Helsing había comprado y que me cubrían.

—Deberíamos llegar al paso del Borgo al amanecer —dijo el profesor mientras continuábamos viajando en la penumbra previa al alba del tercer día—. Tendremos que quedarnos con los dos últimos caballos que cambiamos, porque puede que no consigamos otros.

Sabía que los mapas del profesor pronto no servirían de nada. Jonathan había escrito en su diario que una vez que se hubo apeado de la diligencia en el paso del Borgo, había tardado pocas horas en llegar al castillo en el veloz carruaje de Drácula. Pero, a menos que pudiéramos ver el castillo desde el desfiladero, no tendríamos ni idea de qué dirección tomar… y mi inquietud crecía por momentos, pues no había sabido nada de Nicolae en todo el día.

Justo después de que saliera el sol vimos humo procedente de una fogata y divisamos a una tribu de gitanos acampados junto a unos matorrales no lejos del borde del camino, acontecimiento que resultó ser de lo más extraordinario.

—Pidamos a esos gitanos que nos indiquen la dirección al castillo de Drácula —sugirió el profesor deteniendo los caballos y bajándose del carruaje para unirse a ellos.

Cuando nos aproximamos al grupo, admiré el carromato gitano. Estaba pintado de un color rojo vivo y adornado con volutas doradas, techo redondeado y cortinas amarillas en las ventanas. Van Helsing saludó a los viajeros, que estaban reunidos en torno al fuego. Un gitano de aspecto robusto, con cabello negro hasta el hombro y un bigote del mismo tono, le devolvió el saludo inclinando la cabeza con expresión fría y adusta. Las mujeres, todas muy hermosas, abrigadas con sus largas capas y con las cabezas cubiertas por coloridos pañuelos que les caían por la espalda, nos miraron con recelo y siguieron con la tarea de preparar el desayuno sobre la hoguera.

—No parecen muy amistosos —susurré al profesor.

—Pero puede que nos ayuden.

Van Helsing les preguntó en lo que parecía ser la lengua nativa de los gitanos. En cuanto terminó de hablar, todos aquellos hombres y mujeres parecieron completamente aterrados y comenzaron a persignarse. Aquel que nos había saludado con tanta tranquilidad se puso en pie de repente, sacudiendo la cabeza con vehemencia y profiriendo una retahíla de frases que no entendí.

—¿Qué sucede? —le pregunté al profesor.

—Por lo que he podido deducir, se niega a compartir esa información, si en realidad la conoce, y nos ha advertido enérgicamente que no nos acerquemos al castillo si apreciamos nuestras vidas, pues está habitado por demonios.

Justo entonces se abrió del golpe la puerta del extremo del carromato y de ella bajó una anciana, con la cabeza cubierta por un pañuelo morado oscuro, que se dirigió cojeando hacia nosotros sin quitarme la vista de encima. La expresión de su rostro denotaba tal interés que me quedé paralizada. ¿Por qué me miraba de ese modo? ¿Sería a causa de la cicatriz de mi frente? Pero no, su atención parecía centrarse en todo mi ser, como si percibiera algo extraordinario en mí. Se detuvo frente a mí, me agarró de la mano y la sujetó fuertemente con la suya, que estaba llena de arrugas, mientras clavaba su mirada en la mía. Luego soltó un pequeño gemido y la alegría iluminó su rostro mientras hablaba animadamente con voz áspera. Me señaló a mí, luego a sí misma y después al resto de los gitanos junto a la fogata… No comprendí las palabras pero, por sus gestos, deduje claramente su significado.

¡Me estaba diciendo que era una de ellos!

Los demás gitanos se levantaron y me rodearon con gran algarabía y emoción; me tocaron, me abrazaron y me estrecharon la mano mientras parloteaban sonrientes. Me sentí tan abrumada que apenas supe qué decir o qué pensar. El profesor mantuvo una breve conversación con ellos, que no tardó en traducirme.

—Dicen que la anciana sabe cosas. Y ella dice que es usted familia suya. Le he explicado que es inglesa, pero ella insiste en que su sangre corre por sus venas desde hace mucho.

Estaba muda de asombro. ¿Sería posible? ¿Acaso mi madre, y yo misma, descendíamos de aquellas gentes?

Los gitanos nos invitaron a calentarnos junto a la fogata y a compartir el desayuno, y el profesor estuvo de acuerdo en que podíamos hacer una breve parada. Pasamos media hora en su compañía, durante la cual nos trataron con generosidad y amabilidad y nos obsequiaron con sus historias. El profesor me las traducía lo mejor que podía. Nos contaron que eran miembros del clan Konoria, una de las miles de tribus gitanas nómadas de Rumanía. La anciana era la vidente y la mayor parte de sus ingresos provenían de sus lecturas de la buena fortuna. El momento más emocionante tuvo lugar cuando la mujer me tomó de nuevo la mano.

—Se enfrenta a un gran peligro y se verá forzada a tomar una decisión trascendental —dijo con la voz cargada de significado—. Escuche lo que su cuerpo le dice. Está cambiando. Deje que sea él quien le guíe.

Al menos eso fue lo que el profesor Van Helsing me tradujo, con el ceño fruncido por la preocupación.

Me sentí aterrorizada al escuchar aquel augurio que hablaba sobre peligro, decisiones por tomar y los cambios que estaba sufriendo mi cuerpo, pero rápidamente lo aparté de mi mente negándome a creerlo. Incluso los adivinos gitanos podían equivocarse, ¿no era así?

La anciana también nos aconsejó que nos mantuviéramos lejos del «aterrador castillo», advertencia que el resto del grupo repitió de forma categórica. Pasaron treinta minutos en un abrir y cerrar de ojos. Me levanté a regañadientes para marcharme pues, mientras nos despedíamos con abrazos y apretones de manos, sabía que era muy poco probable que volviera a ver a aquellas gentes. Los gitanos eran nómadas por naturaleza, y no daban a conocer sus rutas.

—Bueno, ha sido realmente interesante —declaró Van Helsing cuando nos pusimos en marcha.

—Nunca he tenido parientes. Hace muy poco me enteré de que mi madre podría tener sangre gitana. Es verdaderamente emocionante pensar que alguno de mis antepasados podría haber sido miembro de ese clan.

—Sí. Pero es una lástima que no pudieran, o no quisieran, ayudarnos a encontrar el castillo del conde Drácula. Aunque supongo que no debería sorprenderme. —El profesor guardó silencio durante un momento; luego me miró con una expresión extraña—. ¿A qué cree que se refería la anciana cuando le dijo que se vería forzada a tomar una importante decisión?

—Lo ignoro por completo —respondí sintiendo un pequeño escalofrío.

Después de recorrer unos pocos kilómetros más por el mismo camino, coronamos la cumbre del paso de Borgo y, maravillados, nos detuvimos a echar un vistazo. En todas direcciones podían verse altísimas montañas y valles cubiertos por frondosos pinares que se alternaban con algunos árboles caducifolios coloreados con todos los tonos del otoño, desde el verde hasta el naranja, pasando por el dorado, el amarillo, el teja y el rojo. Aquello era de una belleza arrebatadora pero, para mi disgusto, no vi el castillo. No había el menor rastro de existencia humana por ninguna parte.

Hay un camino secundario a poco más de un kilómetro y medio.

La voz de Drácula me llegó de forma tan inesperada que me sobresalté.

Lo he señalado con tres rocas y una cruz de madera, prosiguió, un pequeño divertimento para Van Helsing. Gira a la derecha y síguelo.

Gracias, pensé, pero, y luego, ¿qué?

Ten paciencia. Yo te guiaré. Ya casi has llegado, casi estás en mis brazos.

—Debemos continuar, profesor —dije en voz alta—. Este es el camino. Un poco más allá hay un camino secundario.

—¿Cómo lo sabe? Yo no puedo ver el castillo.

—Tengo un presentimiento.

Van Helsing asintió y espoleó a los caballos para que se pusieran en marcha. No tardamos en llegar al sendero.

—¡Ajá! —exclamó—. ¿Ve la cruz? Los lugareños deben de haberla puesto ahí como protección y advertencia. En efecto, estamos en el camino correcto.

Celebro que le haya gustado, dijo Drácula con una risita. Tenía los dedos cruzados mientras la colocaba.

Avanzamos con lentitud. El camino secundario se bifurcaba en muchos otros, aunque no teníamos la seguridad de que en realidad fueran senderos, de tan descuidados y cubiertos por maleza que estaban. Para empeorar más las cosas, comenzó a caer una ligera nevada, pero la voz de Nicolae continuó guiándome. Tuve la sensación de que nos estaba haciendo dar un rodeo, ya que después de toda una jornada de viaje seguíamos sin ver señales del castillo. Sin embargo el profesor no parecía estar preocupado.

Continuamos camino hasta que oscureció, ascendiendo a través del terreno pedregoso cubierto por densos bosques. Mientras Van Helsing ataba y daba de comer a los caballos, yo hice una fogata con algo de leña que habíamos llevado con nosotros y preparé la cena. Pero el aroma de la comida no me atraía lo más mínimo.

Cuando el profesor se unió a mí junto al fuego, le entregué su plato con una sonrisa en la cara.

—Discúlpeme, pero ya he comido. Estaba tan hambrienta que no he podido esperar.

Me di cuenta de que él dudaba de mí, pero se limitó a apartar la mirada y a comer en silencio.

Van Helsing había comprado varias lonas impermeabilizadas y bastante cuerda con la intención de elaborar tiendas en las que guarecernos, pero ninguno de los dos teníamos experiencia en tales cosas. Después de tres intentos fallidos, nos dimos por vencidos y preparamos dos camas sencillas, apilando las pieles, junto al fuego. El profesor Van Helsing insistió en que durmiera mientras él montaba vigilancia por si aparecían lobos u otros peligros.

Al oír mencionar a los lobos, me sentí alarmada.

—Por favor, profesor, no dispare a ningún lobo a menos que esté seguro de que pretende atacarnos. Ellos también son criaturas de Dios y, a fin de cuentas, hemos invadido su territorio.

—Respetaré sus deseos, señora Mina, y tendré consideración con los lobos si me es posible —repuso sonriendo.

Me tendí sobre la improvisada cama y me cubrí con una de las pieles. Las nubes se habían desplazado dejando al descubierto el cielo estrellado en todo su esplendor. Estábamos en medio de la naturaleza, a kilómetros de ninguna parte, envueltos por una profunda quietud. Mientras escuchaba el susurro del viento entre los árboles, el canturreo de los insectos nocturnos y el lejano aullido de los lobos, cada sonido parecía más fuerte y claro que nunca.

No estaba cansada y echaba de menos a Jonathan. Me preguntaba cómo se encontraría y traté de imaginar lo que estaría haciendo en esos instantes. Intenté conciliar el sueño contando estrellas, pero no dio resultado. Me extrañaba aquella nueva y rara tendencia a pasar las noches en vela.

Seguramente no sería preocupante, sin duda tenía el sueño alterado debido a que había dormido durante el día, me dije.

Vi que el profesor Van Helsing estaba quedándose dormido y le propuse, ya que no tenía sueño, montar guardia con mucho gusto en su lugar. Mi ofrecimiento pareció entristecerlo, pero aceptó de buen grado. A continuación se tumbó en el camastro a mi lado y se durmió enseguida.

Me incorporé en la cama y pasé la noche vigilando. Sin embargo, y pese a mis buenas intenciones, debí de quedarme dormida… pues tuve un sueño.

En él, me encontraba tendida sobre una piel junto a la hoguera, con el profesor dormitando a unos treinta centímetros de mí. Solo la parte superior de su canosa cabeza asomaba por encima de la piel que lo arropaba. Mientras contemplaba su figura me invadió el impulso de acercarme a él y pasar los dedos por aquel cabello canoso que brillaba a la luz de la hoguera con aspecto sedoso.

Me acerqué a él sin hacer ruido. Sin embargo, cuando retiré el extremo de la piel para dejar al descubierto su rostro resultó que, para mi sorpresa, no era el del profesor, sino el de Jonathan… ¡Un Jonathan décadas mayor y con el pelo blanco! Tenía un aspecto adorable y plácido mientras descansaba. Mi corazón se hinchió de amor por él y me sentí impulsada a besarle. Cuando incliné lentamente la cabeza hacia él con la intención de rozar su sombreada mejilla con los labios, sentí un repentino y punzante dolor en la mandíbula junto con una sed insaciable.

Ansiaba su sangre.

Profiriendo un gruñido me abalancé sobre la garganta de Jonathan.

Mina.

Desperté sobresaltada y me sorprendí inclinada sobre el profesor, con los labios a escasos centímetros de su garganta. Retrocedí horrorizada y avergonzada. ¿Qué diablos hacía? ¿Qué habría provocado un sueño tan depravado? Y ¿por qué había actuado de igual modo en la vida real? Nunca había sido proclive a caminar dormida como lo había sido Lucy pero, de no haber despertado, ¡podría haber mordido al profesor Van Helsing!

¿Qué me estaba ocurriendo? Presa del pánico, me palpé los dientes con la lengua, aliviada al descubrir que tenían el tamaño y la forma normales.

Mina.

Era la voz de Drácula colándose en mi mente. Con el corazón acelerado por la confusión, me aparté del profesor… y me encontré cara a cara con un par de altas botas negras. Alcé la vista y vi a Nicolae en carne y hueso de pie ante mí.

Me levanté de golpe y me arrojé a sus brazos, tan feliz de verle que creí que iba a estallarme el corazón.

«¡Gracias a Dios que estás aquí!», pensé.

—Podemos hablar en voz alta. Él no se despertará. —Drácula me besó apasionadamente, luego me estudió a la parpadeante luz del fuego—. Tienes buen aspecto, aunque estás un poco delgada. El aire libre parece sentarte bien.

—Acabo de tener un sueño sumamente perverso.

—Eso he oído.

—¿Qué clase de animal soy para tener un sueño semejante? ¡No soy mejor que las tres arpías que se abalanzaron sobre Jonathan en tu castillo!

Él parecía un poco sorprendido por aquello.

—Supongo que «arpías» es un término tan bueno como cualquier otro para definir a mis hermanas. —Me besó de nuevo y después me dijo—: Te he echado de menos, cariño. Verte en la distancia y no poder estrecharte entre mis brazos… no sé cuántas veces he estado a punto de arriesgarlo todo apareciéndome ante ti.

—¿Acaso mi sueño no te ha asustado?

—¿Por qué habría de hacerlo? No era más que un sueño.

—No. Fue una premonición. —Me estremecí cuando una oscura y aciaga sensación se apoderó de mí—. Me dijiste que habría consecuencias, Nicolae, y creo que podrías tener razón. Igual que la anciana gitana que hemos conocido. He intentado negarlo, pero creo que estoy cambiando.

—¿Cambiando? ¿Cómo?

—A menudo siento frío. La comida me produce náuseas. He tenido que obligarme a comer y a beber. Últimamente me siento cansada durante el día y me paso gran parte de la noche en vela.

Nicolae me observó con detenimiento.

—Me ha parecido detectar algo.

—¿Qué significa eso? ¿Estoy…? —Apenas fui capaz de reunir el valor para decirlo—: ¿Estoy convirtiéndome en vampiro? ¿De verdad voy a morir pronto?

—Espero de corazón que no. Pero no lo sé. —Él sacudió la cabeza, profundamente preocupado, mientras me apretaba contra su pecho—. La última noche antes de abandonar Inglaterra ojalá no…

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Yo quería que me besaras, que bebieras de mí —dije… aunque, para mis adentros, reconocía que había ido demasiado lejos, que había tomado demasiado de mí.

—Debería haberme contenido.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—Por desgracia, no. Lo siento, lo siento tanto. Si he contaminado tu sangre, no existe un antídoto. Debemos esperar y ver si tu cuerpo sucumbe al veneno.

—¡Oh! ¡Qué tontos hemos sido! —grité angustiada—. Hemos estado jugando a un juego peligroso… ¡Hemos jugado con mi vida!

Comencé a llorar.

Nicolae retrocedió para mirarme.

—Mina —me dijo con voz suave—, no es bueno preocuparse. Puede que tus temores no sean fundados, pero si lo son… si te conviertes en un vampiro… no es un destino tan terrible como imaginas. Confía en mí, hay grandes maravillas más allá de esta vida que conoces. Y pase lo que pase, cariño mío, te prometo que estaré a tu lado en cada paso del camino.

Me sequé las lágrimas.

—Entonces será mejor que estés cerca. El profesor Van Helsing me examina cada día. Si encuentra alguna señal de que estoy cambiando irremisiblemente… si da la impresión de que voy a morir antes que tú… estoy segura de que pretende matarme.

—¡Imbécil! ¿Y este hombre se hace llamar tu amigo? —Más calmado, añadió—: Yo no me preocuparía demasiado por él, cariño. Esta persecución acabará en cuestión de días. En caso de que persistan, puedes ocultar los síntomas durante ese tiempo. Si tu sangre ha sufrido una alteración, lo sabremos para entonces. —Tomándome el rostro tiernamente entre las manos, me dijo con un tono consolador y cariñoso—: Y entonces tú y yo podremos decidir qué hacer, amor mío.

Asentí y, mientras me esforzaba por serenarme, de pronto recordé algo.

—¿Por qué no hemos encontrado aún tu castillo? Según mis cálculos deberíamos haber llegado hoy.

—He estado posponiendo vuestra llegada dándote deliberadamente una dirección alternativa.

—¡Eso imaginaba! ¿Por qué?

—Porque no deseo que te encuentres con mis hermanas. Durante mi ausencia han aterrorizado a los campesinos y asesinado a varios hijos de granjeros. Les advertí de vuestra posible llegada y que si os tocaban un solo pelo de la cabeza las destruiría con mis propias manos… pero no puedo garantizar vuestra seguridad ni tampoco quedarme a vigilarlas en todo momento.

Fruncí el ceño al escuchar aquello.

—El profesor está decidido a acercarse a tu castillo en cuanto se le presente la oportunidad y a acabar con tus tres hermanas.

—Soy consciente de ello. Es un necio. Un hombre solo contra esas tres… no tiene ninguna posibilidad ni aun cuando las encontrase durante su trance diurno. Nosotros no somos como los recién convertidos, Mina. Podemos despertar a voluntad.

—¡Oh! —exclamé sumamente preocupada.

—No quiero que vosotros dos os acerquéis al castillo bajo ningún concepto.

—De acuerdo. ¿Y los demás? ¿Tienes noticias de Jonathan?

—Los que viajan en barco han sufrido un retraso por un problema en el motor. Lord Godalming parece tener nociones de mecánica, pero está tomándose su tiempo para arreglarlo. Los que viajan a caballo cogieron un camino equivocado en uno de los afluentes del río y han perdido toda una jornada avanzando en dirección errónea. Es suficiente para hacerte perder la cabeza, pero estoy resuelto a no mostrarme hasta que todos estén reunidos en un mismo lugar. Esos cuatro deben ser quienes me den muerte y es imprescindible que el profesor, más que ninguno, esté para presenciar mi aparente muerte.

—¿Estás seguro que, dondequiera que se lleve a cabo esta reunión, puedes escapar ileso?

—Sí, siempre que ocurra de noche… y me he tomado muchas molestias para asegurarme de que sea así.

—¿Y nadie saldrá herido?

—Nadie sufrirá ningún daño por mi parte, te lo prometo. —Hizo una pausa y luego dijo—: Se acerca el alba. Debo irme mientras aún pueda.

—¿Irte? ¿Adónde?

—De regreso al río para ver cómo se las arreglan con ese barco. Me queda mucho terreno por cubrir, de modo que debo adoptar otra forma. Durante uno o dos días no podré compartir mis pensamientos.

—¿Cómo sabré en qué dirección ir?

—Los caballos lo sabrán. He hablado con ellos. Os mantendrán en los alrededores, pero no veréis el castillo.

—¿Cuándo volveré a verte?

Nicolae esbozó una sonrisa y me besó.

—Cuando crean que he muerto.

† † †

Cuando el profesor Van Helsing despertó, me obligué a mí misma a desayunar para guardar las apariencias, pero las náuseas que sentí fueron tales que apenas pude retener la comida.

Recogimos el campamento y continuamos viajando siguiendo una agreste senda durante todo el día. Me sentía muy cansada y dormí durante el camino, dejando que fuera el profesor quien condujera el carruaje, segura de que los caballos conocían la ruta. Sin embargo, justo antes de la caída del sol, me despertó el grito exultante de Van Helsing.

—¡Ahí está!

Abrí los ojos y descubrí que nos encontrábamos en una calzada en la cima de una montaña. El cielo estaba nublado, tenuemente iluminado por el sol crepuscular, y un frío viento anunciaba la llegada de nieve. Justo ante nuestros ojos se extendían montañas y valles ondulantes, verdes y dorados, tan solo interrumpidos por el angosto sendero blanco que lo atravesaba zigzagueante aquí y allá. En la lejanía un río, como un hilo plateado, discurría entre los profundos desfiladeros y entre majestuosas y escarpadas montañas verdes que se alzaban abruptamente hacia el cielo. No obstante, el corazón me dio un vuelco de sorpresa al contemplar la vista que teníamos a unos kilómetros frente a nosotros, pues en el centro de aquel paisaje boscoso se elevaba una montaña extremadamente escarpada y justo en la cumbre de un risco se erigía un viejo castillo de aspecto formidable.

—Los caballos han estado todo el día intentando tomar un sendero diferente —apuntó el profesor— que nos habría alejado del camino. He necesitado de toda mi fortaleza para hacer que siguieran mis órdenes. ¡Y tenía razón! Pues tan seguro como que vine a este mundo que ese es el castillo de Drácula, tal como Jonathan lo describe en su diario.

Miré fijamente el castillo sorprendida y alarmada —consciente de que Drácula no nos quería allí—, pero emocionada por verlo con mis propios ojos. Aun a esa distancia, e iluminado por la pálida luz de última hora de la tarde, el edificio era mucho más grande y magnífico de lo que había esperado.

Se trataba de un castillo antiguo con varios pisos, construido en piedra gris salpicada de ladrillo, innumerables ventanas pequeñas y un sinfín de torres de tejados rojos de diverso tamaño, forma y altura.

Aparte del castillo, encastrado sobre el precipicio, no se apreciaban más signos de que aquel paraje estuviera habitado. Gracias al diario de Jonathan sabía que las escasas y dispersas granjas de la región se encontraban a muchos kilómetros de distancia y la aldea más próxima estaba a un día a caballo.

—El castillo está tan cerca que podemos ir a pie si queremos —dijo Van Helsing.

—Será mejor que no nos acerquemos, profesor —respondí sin demora—. Es demasiado peligroso.

—Veremos.

Acampamos nuevamente en la ladera, a la vista del castillo. Había algo salvaje y misterioso en aquel lugar. El lejano aullido de los lobos me ponía nerviosa. Pronto la oscuridad descendió sobre nosotros; una profunda negrura debida a las densas nubes que ocultaban las estrellas. Soplaba un gélido viento y, a pesar de la capa de lana, me senté tiritando sobre una piel junto al fuego, incapaz de entrar en calor. Por mucho que lo intenté no logré tomar más que unos escasos bocados de la cena.

—¿Dónde cree que están los demás? —dije para entablar conversación.

—Es difícil saberlo. Pero de lo que sí podemos estar seguros es de que aún no han encontrado ni matado al conde Drácula. De lo contrario su alma estaría liberada… habría recuperado el apetito… y la cicatriz habría desaparecido.

El repentino relinchar de los caballos rasgó el silencio y miré hacia los animales con inquietud. Estos se mostraban nerviosos y tiraban de las riendas, como si estuvieran aterrados. Clavé la vista en la oscuridad con aprensión, pero no podía ver nada. Entonces el profesor hizo algo extraño. Se levantó y, con un palo largo, trazó una línea en el suelo a mi alrededor. Sobre aquel círculo de tierra esparció trocitos de hostia consagrada hasta que me rodeó completamente.

—¿Qué está haciendo? —pregunté.

—Temo… temo… —fue toda su respuesta. Luego se alejó unos pasos y me dijo—: ¿No quiere usted acercarse al fuego para calentarse?

Yo me levanté obedientemente con intención de hacerlo, pero cuando miré la hostia desmigada en el suelo pareció que algo invisible me retenía por la fuerza, llenándome de pavor. Temía que si cruzaba aquella barrera sagrada todo mi cuerpo ardería en llamas.

—No puedo hacerlo —susurré acongojada.

—Bien —repuso suavemente.

—¿Cómo puede ser bueno algo así? —exclamé—. Temo pasar. ¡Temo por mi vida!

—Si usted no puede pasar, querida señora Mina, tampoco podrán ninguno de esos seres a los que tememos.

Comprendí lo que quería decir y, ahogando un grito de horror, me dejé caer al suelo. Un profundo pesar me oprimió el pecho y las lágrimas rodaron por mis mejillas. ¡Mis mayores temores se habían hecho realidad! No podía ocultarle la verdad a él, ni a mí misma, por más tiempo.

—¡Oh, profesor! ¿Realmente me estoy convirtiendo en un vampiro?

—Lo lamento, pero así es, señora Mina. —Sus ojos rebosaban compasión cuando se acercó para sentarse a mi lado en la piel dentro del círculo protector.

Sollocé como si se me fuera a romper el corazón. ¡Qué píldora tan amarga de tragar! Ojalá pudiera retroceder en el tiempo, pensé. A la última noche de Drácula en Inglaterra, a aquel momento en que me estrechó en sus brazos y la pasión se apoderó de los dos. No cabía duda de que fue aquel mordisco el que había resultado fatal. ¡Oh, qué no daría por recuperar mi vida, por poder llevar una existencia normal sin temor a despertar como una no muerta! Pero eso no podía ser. En algún momento, tal vez muy pronto, me vería forzada a decir adiós a Jonathan para siempre. Jamás tendría los hijos que tanto había anhelado… los hijos que habría amado y querido profundamente.

—¿Cuánto tiempo me queda, profesor? —susurré con la voz entrecortada—. ¿Un año? ¿Un mes? ¿Una semana? ¿Cuándo tendrá lugar el cambio definitivo?

—¡Eso no sucederá, señora Mina! Se lo juro. Por eso estamos aquí. ¡Acabaré con el vil Drácula de una vez por todas y liberaré su alma aunque me cueste la vida!

Aquellas palabras con las que sabía que el profesor pretendía consolarme solo sirvieron para aumentar mi pena. No deseaba que le sucediera nada a Drácula. No había una solución aceptable al terrible dilema en el que me encontraba, tan solo un espantoso desenlace: iba a morir y la culpa era únicamente mía.

Lloré sin pudor durante un rato. Al final me sequé los ojos y permanecí sentada, sumida en un triste silencio. Los caballos continuaban inquietos y, como el profesor y yo estábamos demasiado preocupados y agitados para dormir, montamos guardia los dos juntos. El silencio de aquella oscura y fría noche solo se vio roto por los esporádicos aullidos de los lobos en la distancia. Poco después comenzó a caer una ligera nevada. El profesor se levantó y luego regresó cargado con algunas gruesas ramas de madera y se puso a sacarles punta a los extremos. Ver aquellas estacas me llenó de temor, pues sabía que tenían un propósito letal. El profesor había matado a Lucy, la no muerta, con un instrumento similar antes de cortarle la cabeza con una espada. El miedo hizo que me preguntara si algún día estaría forzado a utilizar una de ellas conmigo.

—¿Están destinadas esas estacas a las mujeres del castillo? —inquirí y me estremecí bajo la piel.

—Sí.

—Por favor, no se acerque allí, profesor —le imploré—. Cuando mató a Lucy mientras dormía en su tumba, puede que le pareciera un asunto fácil, pero no existen garantías de que esas depredadoras vayan a estar descansando. Y, aun cuando lo estuvieran, son vampiros muy antiguos que podrían despertar con facilidad.

—¿Cómo sabe eso?

—Lo… ignoro. Simplemente lo sé. No puede vencer a esos tres vampiros.

—He de intentarlo. Debo acabar con esas viles mujeres que moran en aquel lugar.

—¡No debe! ¿Va a dejarme aquí sola, completamente indefensa? Si algo le sucediera, ¿cómo voy a volver a casa? ¡No!, prométame que no hará tal cosa.

El profesor frunció el ceño y me miró.

—Por nada del mundo le desearía ningún mal, señora Mina, pero no he llegado hasta aquí para no llevar a cabo mi misión. Quizá podamos esperar hasta que…

De repente los caballos comenzaron a relinchar y, al mismo tiempo, se produjo un cambio. La nieve y la niebla comenzaron a formar remolinos a poco más de nueve metros de donde nos hallábamos y, en sus blancas profundidades, pude ver un nebuloso atisbo de tres hermosas mujeres.

Mijn God! —farfulló el profesor mirando con asombro.

Creo que aquella imagen no me causó el mismo impacto que a él, pues había visto a Drácula aparecer de un modo similar en numerosas ocasiones. Las siluetas de niebla y nieve se acercaron manteniéndose fuera del círculo sagrado. Por último, se materializaron ante nosotros en la forma de tres mujeres jóvenes, bellas y voluptuosas, vestidas como en siglos pasados; con ojos severos y brillantes, dientes blancos y labios tan rojos como los rubíes.

—¡Son ellas, tal como Jonathan las describió! —murmuró el profesor.

Sin la menor duda, aquellas eran las hermanas de Drácula. Todas poseían una belleza tan deslumbrante, de rasgos y figura perfecta, que casi me dejaron sin aliento. Dos eran morenas, como Nicolae, y la otra, la más hermosa de todas, era rubia. Las tres guardaban un asombroso parecido con su hermano. Me señalaron con una sonrisa en los labios mientras hablaban entre carcajadas en un idioma extraño, con unas voces tan dulces y susurrantes como una melodía. Moví instintivamente la mano hacia el revólver que había guardado en la funda sujeta a mi cadera, pero que nunca había utilizado.

—Las balas no son efectivas contra los vampiros, señora Mina.

—¿Qué vamos a hacer?

—Nada. No tenemos esperanzas de vencer mientras estén en plena posesión de sus poderes. Debemos aguardar a que sea de día.

Las mujeres continuaron hablando en aquella lengua, con un tono de voz misterioso, relajante y seductor que parecía dirigido a mí.

—¿Qué están diciendo, profesor?

—Dicen: «Ven, hermana. Ven con nosotras. ¡Ven!».

Me avergoncé al escuchar aquello.

—¿Prefieres que hablemos en tu lengua, inglesa? —dijo una de ellas en respuesta, con un acento pronunciado y con aire altivo.

—¡Ven, inglesa! —exclamó otra riendo.

—¿Por qué te quedas con ese viejo? —preguntó desdeñosa la rubia—. Nosotras conocemos a muchos jóvenes hermosos. Los compartiremos contigo. —Y comenzó a realizar gestos lascivos, sexuales, con las manos y el cuerpo.

Mi corazón palpitaba con fuerza impulsado por el terror y el asco, pero era incapaz de apartar la mirada. ¿Estaba destinada a convertirme en esa clase de criatura? ¡Oh, que el Señor me perdonase!

Nicolae, ven rápido, llamé desesperada a Nicolae con el pensamiento. Ellas están aquí, han venido a por mí.

Pero él no respondió. Entonces recordé que me había dicho que esa noche estaría muy lejos, con otra forma, y que no podría comunicarse conmigo.

El profesor Van Helsing se levantó e hizo amago de abandonar el círculo, pero yo le agarré la mano y lo detuve.

—¡No! No salga. La hostia nos está protegiendo. Aquí se halla a salvo.

—Es por usted por quien temo —replicó.

—¿Teme por mí, profesor? —repuse con pesar—. ¿Por qué? Ya casi soy una de ellas. No hay nadie en el mundo más a salvo de ellas que yo. ¡Oh, son espantosas! ¡Ojalá se marchen!

Van Helsing tomó una de las hostias y se puso en pie.

—No pueden acercarse a mí mientras vaya armado de este modo.

Avanzamos hacia ellas. Las tres retrocedieron solo un poco, pero continuaron mirando al profesor mientras se lamían los labios y reían de forma horripilante y grave, provocándonos a ambos.

De pronto oí un agudo chillido y el batir de alas. Un gran murciélago negro surgió de la resplandeciente oscuridad y se abalanzó sobre las intrusas, frustrando a las tres arpías, que comenzaron a sisear y a gruñir al animal. A continuación le arrojaron palos y piedras, pero el murciélago lo esquivó todo con increíble habilidad y rapidez, sobrevolándolas a menor altura. Al final las criaturas se dieron por vencidas y se transformaron de nuevo en formas espectrales que se fundieron con la niebla y la nieve y se alejaron en un torbellino en dirección al castillo. El murciélago continuó planeando en la noche y, durante un momento, me pareció que me miraba fijamente con sus pequeños ojos rojos.

Luego se alejó, perdiéndose en la niebla.

Al despertar me encontré con que me hallaba acurrucada bajo una de las calientes pieles. Cuando me incorporé vi que el sol estaba alto, oculto por densas nubes. La mayor parte de la nieve caída la noche anterior se había fundido a pesar del frío y solo quedaban algunos copos bajo los árboles.

Temblando, me abrigué con la capa y me percaté de que todavía estaba rodeada por un círculo elaborado con trocitos de hostia consagrada. Los utensilios de cocina y las provisiones estaban en su lugar habitual, pero no había ni rastro del profesor.

Le llamé, sin recibir respuesta. Asombrada, reparé en que el carruaje y uno de los caballos no estaban. ¡Estaba sola!

El bosque que me rodeaba se hallaba tranquilo y en silencio, y el único sonido que podía oír era el del viento agitando los árboles. ¿Dónde estaba el profesor Van Helsing? ¿Por qué me había dejado sola y vulnerable? A pesar de que el círculo sagrado había funcionado contra las mujeres vampiro, ¡él sabía que no servía para protegerme de los lobos!

Los terribles sucesos de la noche anterior acudieron rápidamente a mi cabeza. No cabía duda de que había sido Nicolae quien, bajo la forma de un murciélago, había espantado a aquellas viles mujeres vampiro. Alcé la vista y pude ver el castillo de Drácula sobre un promontorio a pocos kilómetros de distancia.

De pronto supe dónde estaba Van Helsing. ¡Había ido al castillo para llevar a cabo su letal objetivo!