MyLizq14MyLder

Sentí una repentina ráfaga de viento helado, acompañada por una sensación de movimiento súbito, un destello de imágenes llenas de color y un fuerte zumbido en mis oídos. De pronto nos encontrábamos de pie, a la luz de la luna, en lo que parecía ser el porche trasero de una inmensa y antigua mansión de piedra. La casa de al lado.

—¿Cómo lo has hecho? —dije boquiabierta cuando me dejó en el suelo.

—Es una simple cuestión física. —Tiernamente me retiró un mechón de cabello que se había soltado y añadió—: «Hay más cosas en el cielo y la tierra que todas las que pueda imaginar tu filosofía, Horacio».

Aunque temblorosa y luchando aún por serenarme, reconocí la cita de Hamlet. Sacudí la cabeza con incredulidad.

—Pero… estábamos en un balcón de un primer piso… y hay un alto muro que separa las dos propiedades. ¿Puedes volar?

Él se echó a reír.

—No, siendo hombre. Pero puedo saltar y moverme más rápido de lo que el ojo humano puede captar. Aunque no puedo recorrer grandes distancias, pues mina demasiado mis fuerzas.

Intentaba sobreponerme al asombro cuando él abrió la puerta y me invitó a que entrara. Estaba oscuro como boca de lobo y hacía mucho frío dentro, pero él encendió una vela mientras yo tiritaba.

Gracias a aquella luz parpadeante vi que nos encontrábamos en un viejo vestíbulo, amplio y vacío.

El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo y las altas paredes estaban adornadas con sucias telarañas que colgaban como si de estandartes se tratase.

—Te ruego que disculpes la deplorable falta de cuidado. Es una casa vasta y llevaba tiempo vacía. —Procuré seguirle el paso mientras él subía resueltamente varios tramos largos de escalera—. He empleado todas mis energías en hacer habitable una estancia en particular. Afortunadamente, parece que tus hombres no la descubrieron en su incursión de anoche.

Subimos a la planta más alta del edificio. Cuando llegamos a la mitad del largo y oscuro corredor, él agitó la mano y una parte de la pared, recubierta de paneles de madera, se deslizó hacia atrás.

—Bienvenida a mi salón —dijo.

Entramos en la estancia y me detuve a mirar, absolutamente maravillada. No había esperado encontrar nada semejante en la planta superior de aquella antigua mansión, en parte medieval. La habitación era cálida, acogedora y estaba recubierta por elegantes paneles de madera de roble y largas cortinas de terciopelo rojo oscuro que cubrían los ventanales. Las velas encendidas de varios candelabros grandes, junto con dos lámparas de gas, se unían para iluminar el lugar con una suave luz dorada. El mobiliario y las gruesas alfombras turcas parecían caros y lujosos. No obstante, lo que más me sorprendió fueron las estanterías de roble que recubrían dos amplias paredes desde el suelo hasta el techo, medio llenas de libros de todos los tamaños y clases. Un mar de cajas abiertas, repletas de volúmenes, se desperdigaban por el suelo, como si todavía estuvieran siendo desempaquetadas. Parecía haber decenas de miles de libros allí.

—Es más una biblioteca que un salón —comenté.

Pasmada, ojeé los títulos de algunos de los volúmenes que ocupaban los estantes, muchos de los cuales parecían ser muy antiguos. Estos abarcaban un amplio abanico de temas, entre los que se incluían historia, biografías, filosofía, ciencia, medicina, poesía y ficción —desde los clásicos hasta los modernos—, tanto populares como otros menos conocidos. También había una colección de libros sobre brujería, alquimia y supersticiones. Muchos de los títulos me eran desconocidos y me sorprendí ansiando leerlos.

—¿De dónde has sacado todos estos libros?

—Proceden de mi castillo en Transilvania. No son más que una mínima parte de mi biblioteca. ¿De verdad pensabas que solo había tierra en las cajas que traje conmigo?

Yo asentí, muda de asombro… pero preguntándome por qué debería estar tan sorprendida. Al fin y al cabo, el señor Wagner y yo habíamos hablado extensa y frecuentemente de literatura. Las dos caras de aquel hombre que conocía estaban uniéndose en un fascinante todo… y aún quedaban más sorpresas. Sobre una mesa cercana divisé una máquina de escribir, junto con libros de taquigrafía Gregg y un aluvión de páginas que revelaban tentativas de practicar ambas técnicas.

Le miré esbozando una sonrisa confusa y él se encogió de hombros.

—Se me ocurrió que podría aprender esas técnicas que tanto te interesan.

Se me encendieron las mejillas al ver su expresión haciendo que, de pronto, me diera cuenta de que ya no tenía frío. Mientras me desprendía del chal, me llamó la atención el gran fuego que ardía con intensidad en la chimenea y que desprendía un reconfortante calor.

—¡Oh! —exclamé alarmada—. ¿No te preocupa que alguien pueda ver el humo?

—Este fuego no desprende humo.

En efecto, cuando lo contemplé de nuevo vi que las ardientes llamas eran más rojas que amarillas y que, pese a que parecían consumir la leña, no desprendía ni una sola nube de humo.

—Otra sencilla cuestión física, imagino.

Le miré asombrada. ¿Sería todo aquello otro más de mis extraños sueños? Pero no, el instinto me decía que estaba plenamente consciente. Nada más entrar en la habitación había percibido un olor único y picante, a la par que intenso, profundo y extrañamente familiar. Divisé la fuente: un caballete colocado en un rincón, con un lienzo encima cara a la pared. Junto al caballete se encontraba una mesa con tarros de óleos, lápices, pinceles, disolventes refinados, cuadernos de dibujo y una paleta salpicada de múltiples colores. El descubrimiento era realmente inesperado.

—¿Pintas? —mascullé innecesariamente.

—Hago mis pinitos.

Atravesé la habitación como atraída por un imán hasta el caballete y, al detenerme, me volví hacia el lienzo para verlo bien. Se trataba de un retrato al óleo… todavía fresco y realizado con tal perfección y exquisitez que podría haber sido obra de Rembrandt o de Leonardo Da Vinci. Lo miré pasmada.

Era un retrato mío.

En el cuadro llevaba puesto un hermoso vestido de noche verde esmeralda, bastante escotado y adornado con elaboradas cuentas. El cabello estaba peinado en un recogido alto que dejaba al descubierto mi pálida garganta. Sonreía recatadamente al espectador, como si me hallara en posesión de un feliz secreto. El afecto del pintor por la persona retratada era manifiesto, pues aunque me reconocía a mí misma, Drácula había logrado hacerme parecer más hermosa de lo que yo creía ser. Fue entonces cuando reparé en la diminuta fotografía que Jonathan me había tomado un año antes, colocada sobre la mesa, al lado del caballete. El descolorido color sepia de la copia parecía pálido y sin vida en comparación con la deslumbrante mujer del retrato.

Oí que Drácula se acercaba a mí por detrás.

—¿Te gusta? —preguntó con voz queda.

Se me aceleró el pulso ante su proximidad.

—Sí. ¿Cuándo lo pintaste?

—Lo comencé hace muchas semanas, nada más llegar aquí. Era mi consuelo.

No sabía qué decir.

—Eres un artista maravilloso.

—Considero que uno puede volverse diestro si cuentas con un mínimo de aptitudes y toda la eternidad para perfeccionarlas.

Cubrió el espacio que nos separaba y su cuerpo se apoyó en mi espalda al tiempo que colocaba las manos sobre mis hombros. Sabía que aquel era el momento en que debía apartarme e insistir en que mantuviéramos una distancia prudencial entre los dos, pero el anhelo que despertaba su contacto en mí me debilitaba y fui incapaz de hacerlo.

Sentí sus labios en mi cabello, descendiendo para besarme el cuello con ternura.

—Mina, durante semanas he soñado con traerte hasta aquí. Nunca imaginé que pudiera ser posible… y, sin embargo, aquí estás.

Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza. ¿Tenía intención de morderme de nuevo? Temía aquello pero, para mi vergüenza, deseaba que lo hiciera. Ansiaba sentir desesperadamente sus dientes perforándome la carne, y la intensa y erótica oleada de placer que sabía que vendría después.

Cerré los ojos incapaz de contener el jadeo de impaciencia que escapó de mis labios.

Sentí que él se ponía tenso.

—Aún estás asustada —dijo con profundo pesar. Luego me dejó de repente y retrocedió soltando una pequeña carcajada autodespectiva—. Perdóname. Me dije a mí mismo que podría estar contigo sin sentirme tentado. Estaba equivocado. Haré cuanto esté en mi mano por controlar mi apetito de aquí en adelante.

Guardé silencio, decepcionada, intentando regular mi respiración y hacer que el corazón latiera a un ritmo menor mientras veía cómo él cruzaba el cuarto. Abrió un gran arcón de madera, del que sacó un impresionante vestido de noche hecho de seda verde esmeralda y bordado con cuentas; el mismo que llevaba puesto en el retrato.

—Encargué que lo hiciera para ti a una modista de Whitby —dijo regresando hacia mí con la prenda—. Pensé que el color haría juego con tus ojos. Esperaba dártelo allí, pero… te fuiste de repente.

—¡Oh, es exquisito! —Jamás en toda mi vida había soñado con poseer nada semejante. Pero resultaba excesivo y notaba que todos mis sentidos estaban siendo asaltados por demasiados milagros nuevos y deslumbrantes en un espacio de tiempo excesivamente corto—. Pero… debes saber que no puedo aceptarlo. ¿Cómo podría explicarlo?

—Entonces, quizá puedas complacerme y llevarlo mientras estés aquí.

—Será mejor que no. Pero te estoy igualmente agradecida.

Decepcionado, dejó la prenda a un lado y me condujo hasta una pequeña mesa situada en el centro de la estancia, elegantemente vestida con reluciente cubertería de porcelana, delicada cristalería y cubiertos de plata maciza ornamentada. A continuación retiró una silla para que me sentara.

—¿Puedo, entonces, ofrecerte un refrigerio? No estaba seguro de cuáles son tus platos favoritos, de modo que he servido un poco de todo.

Levantó el cubreplatos de la fuente que tenía ante mí para revelar un surtido de carnes frías, quesos, panes y frutas, cuyos apetitosos aromas me hicieron la boca agua. Me sentí halagada porque se hubiera tomado tantas molestias por mí y comprendí, de pronto, que pese a mis nervios estaba hambrienta, pues durante la cena había estado demasiado tensa para comer. Ocupé la silla que me ofrecía.

—Gracias.

—¿Te apetece una copa de vino?

—Me encantaría.

Mientras veía cómo descorchaba una botella de Burdeos —tinto, qué apropiado, pensé—, mi cabeza, al igual que mis emociones, eran un torbellino de confusión. El refinado caballero que tenía ante mí era tan interesante, tan apasionado, culto y dotado… ¿Cómo podía ser el mismo monstruo que estábamos persiguiendo, un ser de otro mundo que ansiaba beber mi sangre?

—¿En qué estás pensando? —preguntó mientras servía el caldo color Burdeos en una delicada copa de cristal.

—Pensaba en lo extraño que resulta estar aquí sentada como tu invitada de honor —mentí—, y que… ahora no sé cómo llamarte. Aún pienso en ti como en el señor Wagner. ¿De dónde procede ese nombre?

Él se encogió de hombros.

—Admiro su música.

—Conde Drácula me parece demasiado formal…

—Llámame Nicolae.

—Nicolae.

Recordaba haber visto aquel nombre cuando estudié el título de propiedad de la casa en que nos encontrábamos. Muy a mi pesar, me tembló ligeramente la mano cuando cogí la copa que me ofrecía… reacción que a él no le pasó desapercibida. Se sentó frente a mí con el ceño fruncido.

Corté un trozo de queso, lo coloqué sobre un pedazo de carne y tomé un bocado. Estaba delicioso.

Él no retiró su cubreplatos de plata, sino que se limitó a mirarme mientras comía.

—¿Es cierto que no puedes tomar comida? —pregunté.

—Por desgracia, ese placer me está negado.

—¿Por qué? Si puedes ingerir sangre, ¿por qué no puedes comer o beber?

—Piensa: carnívoro contra herbívoro. Mis órganos funcionan de un modo similar a los tuyos, pero la composición química de mi sangre ha sido alterada para siempre. Ahora solo puedo digerir sangre.

Yo asentí.

—¿De qué has estado… sustentándote… desde que viniste a Inglaterra?

—Durante la mayor parte del tiempo he tomado lo poco que necesito como murciélago o lobo, alimentándome de animales salvajes. Aunque he de reconocer que, tanto por placer como para alimentarme, he tomado la sangre de varias personas a las que encontré solas en la calle a altas horas de la noche. Al principio se asustaron, como siempre, pero luego parecieron disfrutar de la experiencia. Y me aseguré de que no recordaran nada después.

Si habían sentido solo la mitad que yo, no me extrañaba que esos desconocidos hubieran disfrutado.

—Pero yo recuerdo todo lo sucedido —expuse.

Él me miró, enarcando las cejas en silencio, haciendo evidente que esa había sido su intención.

Sentí que me ruborizaba.

—Entonces ¿nunca matas a la persona de quien te alimentas?

—Solo si pierdo el control y bebo demasiado, o me alimento muy a menudo… pero eso sucede muy pocas veces. —Sonrió y añadió con serenidad—: No estés tan preocupada, te prometo que nunca me dejaré llevar ni perderé el control contigo.

Me invadió la aprensión. Me hizo la promesa con la mayor naturalidad, pero ¡estaba hablando de mi vida! Mi vida, a la cual podía poner fin en un instante, de forma inadvertida o deliberada. Procuré no pensar en aquella posibilidad.

—¿Respiras?

—A veces. Por costumbre, no por necesidad.

—Si te pinchara, ¿sangrarías?

—Sí. Pero sano con tanta rapidez que parecería que nunca me hubieras herido.

Todo era increíblemente misterioso. Una vez más, se me hizo un nudo en el estómago. Dejé las uvas que tenía en la mano, pues ya no era capaz de seguir comiendo.

—¿Qué puedo hacer para tranquilizarte? —me preguntó con amabilidad.

—Háblame.

—Con sumo gusto. Desde el día que nos conocimos, hablar contigo ha sido uno de mis mayores placeres. Por eso te he traído aquí. Imagino que debes de tener muchas preguntas.

—Así es.

—Hazlas. Te contaré todo lo que desees saber.

No sabía por dónde empezar, así que tomé un sorbo de vino. Después de cierta vacilación, le pregunté:

—Insistes en que no debería temerte. Pero sé quién y qué eres. Veo lo difícil que te resulta… como tú dices… controlar tu apetito. Reconoces que bebiste de la sangre de Lucy, aunque dices que no la mataste. ¿Cómo puedo creerte?

—Te lo expliqué anoche. La muerte de Lucy fue trágica, pero no fue culpa mía.

—¡Lo fue! Yo te vi con ella aquella primera noche en el acantilado de Whitby. Tú la atacaste… ¡Atacaste a una joven inocente e indefensa que caminaba sonámbula!

—¿Fue eso lo que ella te contó? Supongo que no debería sorprenderme. Me temo, mi querida Mina, que no sucedió de esa forma.

—¿Qué sucedió entonces?

—Yo estaba paseando por el cementerio de Whitby, un lugar al que había tomado mucho cariño, pues fue allí donde te conocí. Lucy tenía una mente perceptiva. Creo que debido a eso, o tal vez porque las dos dormíais en la misma habitación, recibió pensamientos que iban destinados a ti.

—¿Pensamientos destinados a mí?

—Yo estaba pensando, de forma sumamente gráfica, según recuerdo, en el día en que fueras mía.

De pronto recordé el sueño que había tenido aquella misma noche, sobre una figura alta y oscura, con ojos rojos, que me decía «¡Serás mía!», y en el sueño anterior, la noche de la tormenta, cuando me encontré con la misma criatura sin rostro en un corredor desconocido.

—Al cabo de poco tiempo vi a una mujer joven aparecer en el cementerio, descalza y vestida con un camisón blanco. La reconocí, pues había visto a Lucy antes contigo. Como no deseaba asustarla, me oculté entre las sombras, no lejos del banco que las dos solíais frecuentar. Ella me vio y vino hasta donde yo estaba, mirándome con aquellos preciosos ojos azules. Y me dijo: «Señor, ¿bailará conmigo?».

—¿Te pidió que bailaras con ella? —repetí incrédula.

—No tardé en deducir que era sonámbula. Le pregunté si realmente deseaba bailar allí, en el cementerio, sin música. Con una sonrisa pausada, se acercó más a mí y me dijo: «Señor, desde que llegué a Whitby he anhelado bailar en el pabellón. Pronto me casaré y no volveré a bailar con un desconocido. ¡Por favor, baile conmigo! Danzaré al ritmo de la música en mi cabeza». No vi nada malo en acceder a su dulce petición, así que tomé a tu amiga en mis brazos.

—¡Oh!

Conocía a Lucy demasiado bien y estaba lo suficientemente familiarizada con su tendencia a caminar dormida y con su gusto en lo que a hombres y al baile se refería para dudar de su historia.

—Ella comenzó a tararear El Danubio Azul —prosiguió—, y bailamos allí, sobre la hierba del acantilado, durante un par de minutos. Era una bailarina decente, incluso dormida, aunque no tan consumada como tú. Mientras la tenía entre mis brazos, no pude evitar sentir un hambre cada vez mayor, pues era muy hermosa, pero me contuve porque sabía que era tu mejor amiga.

Lucy pronto cerró los ojos y sentí que se quedaba laxa en mis brazos. La llevé hasta el banco y la tumbé. La habría dejado allí, pero abrió los ojos de repente. Se despertó completamente. Durante un instante pareció confusa y se sonrojó. Luego me agarró, acercó mi rostro al suyo y me besó. Fue un beso agradable, y entonces perdí el control. Ella era joven, bonita y no podía rechazar lo que me ofrecía. Bebí su sangre. Oí que el reloj de la torre de la iglesia daba la una y, poco después, una débil voz que gritaba: «¡Lucy! ¡Lucy!». Alcé la vista y vi a alguien en la distancia, en el acantilado opuesto. Hasta más tarde no me di cuenta de que eras tú. Me volví para marcharme, pero Lucy me agarró de nuevo y me atrajo hacia ella, acercándome la boca hacia su garganta por la fuerza. Bebí de nuevo. Cuando la dejé, se había quedado dormida una vez más. Observé cómo la despertabas y luego os seguí hasta la casa para asegurarme de que ambas llegabais sin contratiempos.

Escuché aquella historia en un estupefacto silencio. Era tan diferente a la imagen que me había formado en la cabeza… la imagen de un malvado monstruo que, sin conciencia, se había aprovechado de mi amiga. También recordé cierto comportamiento extraño por parte de Lucy, que daba a entender que recordaba perfectamente lo sucedido aquella noche y las noches siguientes, y que estaba escondiendo algo.

—Te la presenté la noche siguiente en el pabellón —dije pausadamente mientras dejaba la copa—. ¿Por qué no te reconoció?

—Creo que lo hizo, en algún rincón de su mente, pero yo no me aparecí a ella en el acantilado como hice contigo.

Le miré preguntándome si, aquella noche, su aspecto se parecía en algo a aquella versión de sí mismo que había conocido Jonathan y que yo había visto en Piccadilly.

—Encerré a Lucy en nuestro cuarto para protegerla, pero volviste a buscarla… como murciélago.

—Ella me pidió que fuera.

—¿Te lo pidió? ¿Cómo?

—Como ya he dicho, Lucy tenía un carácter fuerte y una mente perceptiva. Por lo general no suelo escuchar los pensamientos de los demás pero, a veces, podía oír los suyos. Sospecho que se debía a que recordaba las ocasiones en que me había alimentado de ella a pesar de mis esfuerzos por borrarlas de su memoria. Debió de disfrutar de aquel intercambio de sangre y ansiaba más. Yo necesitaba sangre, ¿por qué no iba a aceptar lo que ella me ofrecía libremente? Pero, créeme, la cantidad de sangre que tomé de Lucy como murciélago no podía hacer daño ni a un bebé, y mucho menos a una mujer joven de su edad y complexión.

Desconozco por qué la salud Lucy empeoró en Whitby. Tal vez no tenía una constitución fuerte o padecía una dolencia cardíaca como su madre. Por qué enfermó en Londres es otra historia… que ya te he explicado. Solo la visité allí porque oí cómo me llamaba y pensé que podría ser un modo de saber algo más sobre ti.

—¿Sobre mí?

—Me sentía atormentado, desesperado por saber si habías llegado a Budapest, si estabas bien, si os habíais casado o no… Lucy se reunió conmigo en el jardín de Hillingham. Para mi desgracia, aún no había tenido noticias de ti. No tenía información que compartir. Me marché, pero… tu amiga Lucy no era nada tímida. Me temo que creía estar un poco enamorada de mí. Corrió tras de mí y me abrazó, insistiendo en que la mordiera de nuevo en ese instante, que lo echaba de menos y lo necesitaba. Y el estado mental en que yo me encontraba… digamos que no estaba de humor para negarme. Durante los días siguientes estuve ocupado y no sabía que tu profesor Van Helsing la estaba matando con sus irracionales experimentos médicos.

Una vez más me encontraba sin palabras. Era posible que estuviera mintiendo, inventando su historia para vencer mis prejuicios, pero todo cuanto había dicho acerca de la naturaleza de Lucy sonaba a verdad. ¡Y quién, sino yo, podía comprender mejor sus anhelos…! ¡Yo, que había experimentado el mordisco de Drácula una sola vez! Las lágrimas inundaron mis ojos. Lágrimas de furia y angustia, y pensé: «¡Oh, Lucy, Lucy! ¡Las dos nos enamoramos del mismo hombre y tú perdiste la vida por ello!».

—Lo siento —me dijo con voz suave—. Te he puesto triste. Sé que querías a tu amiga y que debes de echarla de menos.

—¡Estoy triste, pero también enfadada! Aun si los hechos sucedieron tal como dices, ¡Lucy jamás habría estado tan pálida para necesitar que le hicieran una transfusión de no ser por ti!

En sus ojos centelleó algo extremadamente amenazador y apartó la mirada, apretando los labios con fuerza hasta formar una fina línea.

—Ella no necesitaba una transfusión. Puede que aquella noche bebiera más de lo debido pero, con el tiempo y al no volver a verla, su sangre se habría regenerado por sí sola. Se habría recuperado sin ayuda. Parte de mí maldice el día que la visité en Londres, ¡pues fue aquella visita lo que alertó a sus amigos de mi existencia! Otra parte de mí se alegra de ello… —sus ojos buscaron los míos, serenos, oscuros y atractivos una vez más—, pues eso me llevó hasta ti.

Resultaba aterrador el modo en que pasaba de la pasión a la frialdad. Pero era difícil pensar cuando me miraba de esa forma.

—No pareces lamentar que muriera, solo que eso te haya complicado las cosas.

—Lamento que falleciera joven y que su muerte te haya causado dolor. Lamento que, debido a la incompetencia de Van Helsing, me viera obligado a convertirla en un vampiro. Pero todo el mundo muere y yo hice a Lucy inmortal.

—Ayer me dijiste que la convertiste en vampiro porque ella te lo pidió. ¿Cómo es posible?

—La siguiente vez que la vi, Lucy estaba muriéndose. Se encontraba demasiado débil para levantarse de la cama a fin de extender la invitación que necesitaba para poder entrar en la casa. Un lobo con el que había trabado amistad en el zoológico acudió a mi llamada y atravesó la ventana por mí. Entonces Lucy me pidió que entrara… pero era demasiado tarde para salvarla. Ella sabía lo que yo era. Insistió en que la convirtiera en un vampiro. Traté de convencerla de lo contrario, pero ella pensaba que era una alternativa mejor que la muerte.

—No fue así como lo explicó en su diario. Lucy decía que vio motas de polvo entrando en la habitación a través de la ventana rota y que sintió como si le hubieran lanzado un hechizo. Luego perdió la consciencia.

—No soy responsable de ninguna de las historias que haya inventado para encubrir la verdad.

El rubor tiñó mis mejillas cuando sus palabras dieron en el blanco. Yo misma había inventado una historia en mi diario la noche anterior para impedir que nadie descubriera la verdad acerca de la visita de Drácula, y había omitido deliberadamente cualquier mención al señor Wagner desde que comencé el diario en Whitby.

—Aun cuando eso fuera verdad —dije—, ¡cómo pudiste acceder a su petición sabiendo que la estabas condenando a vivir como un monstruo… como una vil seductora y una cazadora de niños!

—¡Podría haberla curado! En todos los años que llevo siendo miembro de los no muertos, he convertido a muy pocos, Mina. Lo último que deseaba era dejar libre a un vampiro inexperto en Londres, a un ser con un deseo y una lujuria demasiado desenfrenados e incontrolables. Temí que atrajera la atención sobre mí y que pudiera amenazar mi propia seguridad… como así ha sido.

Pero después de lo sucedido me sentía… responsable de Lucy. Le advertí qué podía esperar.

Intenté prepararla y guiarla en esos primeros y cruciales días después del cambio… pero Lucy era obstinada e hizo caso omiso de mis consejos. Si hubiese dispuesto de más tiempo para trabajar con ella, creo que habría estado bien. Habría aprendido a contenerse y disfrutado de la vida eterna.

Pero cuando regresé, encontré sus restos destrozados dentro de su tumba. Van Helsing y sus compañeros la habían masacrado.

Las lágrimas rodaban profusamente por mis mejillas.

—¡No tenían elección! ¡La mataron para salvar su alma! Para impedir que se convirtiera en…

No pude terminar. Me levanté de la mesa y me alejé, llorando la pérdida de mi querida amiga.

Drácula apareció a mi lado y me entregó un pañuelo de lino sin pronunciar ni una palabra.

Mientras me esforzaba por recobrar la compostura, me pregunté de nuevo si debía confiar en él y cómo podía estar segura de que todo lo que había dicho era verdad.

Me volví para mirarle a la cara.

—De acuerdo. Quizá sea una tonta, pero me has convencido. Comprendo tu papel en lo que a Lucy se refiere. Pese a todo, eso no explica lo que le sucedió a Jonathan cuando te visitaba en Transilvania. ¿Por qué lo atormentaste de esa forma?

Drácula exhaló un suspiro.

—Mina, él era mi invitado. Disfruté de su compañía al principio… sobre todo con nuestras conversaciones acerca de ti. Le mostré la más absoluta cortesía durante su estancia, aun cuando cada vez se volvía más hostil conmigo. Se atormentaba a sí mismo.

—¿Cómo? —pregunté escéptica.

Drácula comenzó a pasearse por la habitación hablando con gran animación.

—No había tenido invitados desde hacía más de medio siglo, desde que un par de eruditos ingleses aficionados a la aventura se presentaron en mi puerta una noche, perdidos en medio de una tormenta. Congeniamos desde el principio. Se quedaron durante meses. Con su ayuda pude perfeccionar mi inglés y gracias a ellos comencé a abrigar un gran interés y afecto hacia tu país y sus gentes. Cuando el señor Harker vino años después, sabía que mis criados, los pocos gitanos que se atreven a trabajar para mí de vez en cuando, no estaban a la altura de los criterios ingleses.

De modo que esperé yo mismo al señor Harker, cosa que él pareció encontrar extraña. Luego, una mañana, cuando fui a saludarle mientras se afeitaba, se cortó accidentalmente y enloqueció de miedo sin motivo alguno.

—Jonathan dijo que se asustó porque no vio tu reflejo en el espejo… y que, llevado por la cólera, tú arrojaste el espejo por la ventana.

—¿Fue por eso por lo que se asustó tanto? ¿Porque no tengo reflejo? Debí imaginarlo. Lo que me alteró fue el crucifijo que le vi colgado al cuello, prueba de que los lugareños le habían advertido contra mí. Arrojé el espejo en un arrebato de cólera, pensando que era mejor que dejase de afeitarse si era proclive a cortarse… pues mis tres hermanas podrían oler la sangre e ignorar mis órdenes de que le dejaran tranquilo.

—¿Tus hermanas? —dije atónita—. ¿Esas tres extrañas mujeres son tus hermanas?

—Sí. —Con aquella única palabra, su expresión y su tono de voz evidenciaron la absoluta antipatía que sentía por ellas—. Son una de las cruces de mi existencia. A pesar de mis esfuerzos por educarlas, nunca han llegado a dominar el arte del autocontrol. Hice cuanto pude por mantener al señor Harker fuera de peligro, cerrando con llave la mayoría de las puertas del castillo y advirtiéndole de que no durmiera en otra parte que no fuera su habitación. Pero al encontrar las puertas cerradas, él creyó que estaba prisionero y le entró el pánico.

—Pero ¡estaba prisionero! ¡Le obligaste a quedarse en contra de su voluntad durante dos largos meses!

—Yo no le obligué, sino que le pedí que se quedara.

—¡Le hiciste escribir cartas a casa por adelantado!

Drácula apartó la mirada.

—Fue una precaución. Nuestro sistema postal es muy poco fiable… y yo estaba preocupado. Me había tomado muchas molestias e invertido mucho dinero para emprender una nueva vida en tu país. Deseaba que mi llegada pasara desapercibida y que no me importunasen. El señor Harker me tenía miedo. Sabía lo de mi propiedad y mucho sobre mis asuntos de negocios. Si regresaba a Inglaterra antes de que yo llegara a sus costas, temía que pudiera hablar sobre mí haciendo que tuviera un recibimiento poco grato. De modo que le pedí que se quedara hasta que estuve listo para partir.

—¿De verdad que fue ese el motivo?

Drácula me miró de nuevo.

—¿Qué quieres decir?

Le miré fijamente.

—Anoche me dijiste que estabas resuelto a conocerme. Sé honesto. ¿Esa… resolución… influyó en tu decisión de retener a Jonathan en Transilvania y sumirlo en la ignorancia sobre mi paradero a fin de poder llegar a Whitby antes que él?

Una súbita cólera tiñó sus ojos de un brillante rojo al tiempo que aplastaba el puño contra una pequeña mesa, con tal fuerza que la superficie se hizo astillas.

—¡No! —bramó.

Su reacción hizo que me pusiera en pie de un salto y gritara alarmada y aterrorizada, volcando la silla al hacerlo. Por primera vez desde que llegara me pregunté si iba a necesitar el vial de agua bendita que había traído conmigo escondido.

Un pavoroso silencio llenó la habitación. El corazón me latía preso del temor mientras él, inmóvil, luchaba por recuperar el control con una expresión distante en sus, nuevamente, ojos azules. Por último, sus facciones se suavizaron y se enfrentó de nuevo a mi mirada.

—Perdóname. Tal vez haya cierto atisbo de verdad en lo que dices, aun cuando en su momento ni siquiera quise reconocerlo ante mí mismo —dijo un tanto avergonzado. Su voz destilaba una sensación de calma y un manifiesto afecto.

«Al menos es lo bastante hombre para reconocerlo», pensé. Odiaba lo que había hecho. Me perturbaba profundamente pensar que Jonathan había sufrido por mi causa. Y, sin embargo…

Drácula se acercó, recogió la silla y me tendió la mano; su expresión era tan contrita y suplicante que quise perdonarle. Me llevó hasta una cómoda butaca frente a la chimenea y allí me senté.

—Sé sincero en esto también. Con el mismo motivo, ¿intentaste volver loco a Jonathan? —pregunté luchando por recobrar la calma.

—No. —Drácula sacudió la cabeza y respondió con profunda honestidad—: Fuera cual fuese el motivo que se ocultase tras mi deseo de retrasar la marcha del señor Harker, no amenacé su cordura de forma intencionada. De hecho, traté de protegerle. Fue por entonces cuando entró por la fuerza en un ala del castillo a pesar de que le había advertido expresamente contra ello. Mis malditas hermanas lo encontraron y trataron de seducirlo. Lo rescaté… justo a tiempo, creo. Naturalmente, él nunca me dio las gracias. Temo que, a partir de ahí, su mente se trastornó.

Parecía dudar de su propio sentido de la realidad.

—¡Y con motivo, teniendo en cuenta lo que había presenciado! ¡Vio a tus hermanas desvanecerse en el aire ante sus ojos y, en dos ocasiones, te vio a ti descender por la pared del castillo como una lagartija!

Drácula me miró perplejo.

—¿Como una lagartija?

—Te vio salir por una ventana y arrastrarte cabeza abajo por la escarpada pared del castillo antes de desaparecer por un agujero. ¡La segunda vez ibas vestido con sus propias ropas!

—¿Con sus ropas?

—¡Sí! ¿Por qué lo hiciste?

Él guardó silencio por un instante frunciendo el ceño.

—¿Dijo que iba cabeza abajo? Así que, en realidad, no me vio la cara.

—Supongo que no.

Drácula asintió.

—Debió de ser una de mis hermanas haciéndole una jugarreta maliciosa. De todos es sabido que me roban la ropa, se la ponen y alteran su aspecto cuando salen a buscar comida para asustar a los lugareños.

† † †

Aquella explicación me cogió por sorpresa.

—Si fue una de tus hermanas, lo aterrorizó por completo.

—Pero yo no sabía nada. —Drácula sacudió la cabeza, frustrado—. Supongo que, al percibir sus miedos, debí esforzarme más por disiparlos, pero en aquel estado de pánico autoinducido y con el odio cada vez mayor que me tenía, dudo que me hubiese escuchado. Cuando finalmente me informó de su deseo de partir, me preocupó que recorriese aquel largo y solitario camino en la oscuridad, pero no tenía intención de impedírselo.

—¡Llamaste a los lobos a tu puerta!

—Yo no llamé a los lobos, pero sentí que estaban allí. Mi idea era calmarlos y persuadirlos para que acompañasen al señor Harker en su viaje, pero él retrocedió aterrorizado y huyó. A la mañana siguiente me encontró en trance, probando una de mis cajas con tierra antes del viaje… ¡y trató de matarme! No es que el golpe de una pala pudiera haber tenido un efecto fatal. Podría haberme levantado y acabado con él en un instante, pero preferí no hacerlo.

Le miré consternada. ¡Tenía respuesta para todo!

—Durante la última noche de Jonathan en el castillo, ¿por qué les dijiste a esas mujeres que tuvieran paciencia, que a la noche siguiente sería suyo?

—Se lo dije para que le dejaran tranquilo. Sabía que el señor Harker se marchaba a la mañana siguiente. Había dispuesto que los szgany lo llevaran la primera parte del viaje de regreso. Créeme, Mina, si hubiese tenido un perverso deseo de ofrecerles al señor Harker en una bandeja, lo habría hecho mucho antes. Y si hubiese querido beber su sangre, podría haberlo hecho en cualquier momento… pero no lo hice.

No podía negar la lógica de sus argumentos.

—¿Qué me dices de aquel espantoso saco?

—¿Qué saco?

—Jonathan decía en su diario que entregaste un saco a tus tres hermanas… ¡un saco que contenía un niño medio asfixiado que se retorcía! ¡Un niño inocente para satisfacer su sed de sangre!

—¿Un niño? ¿Creyó que era un niño? —Drácula prorrumpió en una súbita carcajada—. No es de extrañar que se desmayara del susto. Dentro del saco no había ningún niño, Mina. Era un cordero.

—¿Un cordero?

—El regalo de un granjero para darme las gracias por erradicar una devastadora plaga que asolaba sus cultivos. La sangre de cordero no es, ni remotamente, tan satisfactoria como la de los humanos pero, a veces, debemos arreglárnoslas con eso. Con un animal bastó para los cuatro y tuvo un beneficio añadido: después de beber toda su sangre, lo cociné y preparé una cena magnífica para nuestro invitado humano.

Me puse en pie y me alejé, dividida entre el alivio, la incredulidad y la consternación ante aquella revelación.

—¿Y la mujer que fue devorada por los lobos? —pregunté con voz queda—. ¿Qué tienes que decir a eso?

—¿Qué mujer?

—Jonathan la vio llamando a las puertas del castillo, sollozando y exigiendo que le devolvieras a su hijo desaparecido. Entonces la rodeó una manada de lobos y la mataron.

—Santo Dios. ¿Fue eso lo que Harker creyó entender? Cada vez comprendo mejor por qué se apartaba de mí totalmente aterrado. —Sacudiendo la cabeza, prosiguió—: ¿Por qué pensó que había muerto? ¿Acaso vio su cadáver?

—No. Decía que desapareció.

—¿Habla tu esposo mi lengua nativa?

—No.

—Entonces ¿cómo podía saber qué había dicho la mujer? Aquel diccionario políglota que llevaba consigo parece que le hizo más mal que bien. Los lugareños me conocen, Mina. Comprenden y temen mis poderes y, por lo general, me evitan. Pero en ocasiones, en momentos de desesperación, como sucedió con el granjero, acuden a mí para que los ayude. Aquella mujer no me estaba acusando de nada. Vino a pedirme ayuda para encontrar a su hijo que había desaparecido. Yo envié a aquellos lobos a buscarlo. Condujeron al muchacho de regreso al patio, donde ella lo tomó en brazos y se marchó sin demora a su casa… espero que para reñirlo por causar tantos problemas. No cabe duda de que el señor Harker malinterpretó lo que vio. Ojalá me hubiera hablado de esos miedos. Le habría sacado de sus errores, pero era, y sigue siendo, muy inglés. Nunca dijo ninguna palabra.

Me aferré a la butaca mirándole atónita y en silencio. No sabía qué pensar. De pronto se me ocurrió que —exceptuando que había provocado deliberadamente el retraso de Jonathan, manteniéndolo en Transilvania por mi causa— prácticamente todas las maldades vinculadas a Drácula me habían llegado por parte de segundas personas. Todo lo que otros habían presenciado, explicado o descrito podría haberse malinterpretado o estar basado en una información defectuosa… ¿no era así?

¿Tan mal habíamos juzgado a aquel hombre? No era alguien que pudiera ser considerado bueno del todo pero, tal vez, tampoco fuera malo.

Drácula se acercó hasta mí y me acarició la mejilla con una mano mientras me miraba fijamente a los ojos.

—Mina —dijo con ternura—, te juro por mi honor que el único perjuicio que he causado a tu marido, y reconozco que es grave, es el de codiciar a la mujer a la que ama.

El aliento se me atascó en la garganta. Lo tenía tan cerca… tan, tan cerca… Podía leer el ferviente deseo en sus ojos azules y sentí cómo nacía la misma necesidad dentro de mí. Toda la ira, los temores y las dudas que había albergado se disiparon de inmediato. No me importaba si estaba mintiendo o no. Ni que fuera bueno o malo. Lo único que me importaba era que los brazos de aquel hombre me rodearan, que su cuerpo se apretara contra el mío y que sus labios buscaran mi boca.

—Todos están empeñados en destruirte —susurré—. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo puedo ayudarte?

—No creo que puedas ayudarme, cariño. Pero no temas, sé cuidarme solo.

Me atrajo contra él y me beso larga y apasionadamente. El deseo me dominó y, cuando sus labios abandonaron mi boca y descendieron hasta mi garganta, me estremecí esperando, sabiendo, lo que iba a ocurrir a continuación y deseando que sucediera. «Prometió que estaría a salvo —me recordé a mí misma—. Prometió que no me haría daño». Me desabrochó la cinta de terciopelo que llevaba al cuello y la arrojó a un lado. Sus ojos, ahora rojos, se enfrentaron a los míos; me ofrecí a él en silencio, esperando con intenso éxtasis mientras inclinaba la cabeza hacia atrás.

Entonces sentí el pinchazo de sus dientes al perforarme la carne y una exquisita dicha mientras mi sangre caliente abandonaba mi cuerpo para unirse al suyo.