17
No tenía tiempo de gritar, ni forma de escapar de la mortífera caída de la rama.
De pronto, Drácula estaba ahí, con la larga capa negra ondeando a su alrededor. Me tomó en sus brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré fuera de peligro, transportada hasta el amparo de la densa arboleda. Mi corazón latía desbocado por el miedo, no solo por el lance con la muerte, sino también por encontrarme de nuevo a solas en brazos de aquel monstruo, lejos de cualquiera que pudiera ayudarme. Y, para mi sorpresa, presa también de la excitación.
—¡Bájame! —grité golpeándole con los puños.
Él me dejó en el suelo, pero continuó estrechándome entre sus brazos mientras me miraba fijamente. Sus ojos se posaron en la roja cicatriz de mi frente y adoptaron una expresión de lo que parecía ser sincero arrepentimiento. Por un instante creo que Nicolae fue incapaz de hablar.
Aunque los tupidos robles nos guarecían del impacto del violento aguacero, la lluvia rociaba nuestros cuerpos empapados a través de las frondosas ramas y caía sobre la densa maleza a nuestros pies.
—¡Has hecho que esa rama se quebrara a propósito para poder rescatarme! —le acusé mientras forcejeaba en vano para zafarme de sus fuertes brazos.
—No es verdad.
—¡Suéltame, demonio, asesino! —espeté—. ¿O debería llamarte Vlad?
En su rostro apareció una expresión sombría mientras me miraba.
—¿Cómo puedes pensar eso de mí? Yo no era Vlad el Empalador. Le despreciaba a él y todo cuanto hizo.
—El profesor dijo…
—El profesor se equivoca.
—Estás mintiendo. ¡Eres un monstruo!
—¿Lo soy? —preguntó con suavidad.
—¡Sí! Anoche vi cómo eres realmente. ¡El semblante perfecto que me muestras no es más que una máscara para ocultar al demonio que habita dentro de ti!
—Tienes ante ti a mi verdadero yo: el ser que fui antes de que el Demonio me cambiara. La cólera tiende a hacerme cometer actos que escapan a mi control. En mi interior surge algo oscuro que se apodera de mí… como la noche pasada con Renfield.
—¡Le asesinaste!
—Para protegerte.
—¡Otra mentira!
Drácula continuó sin soltarme.
—Renfield, al igual que Lucy, tenía pensamientos tan vívidos que podía leerlos siempre que lo deseaba. La noche pasada le oí decir que deseaba tu sangre. Tenía un plan para escapar: desgarrarte la garganta y beber hasta la última gota de tu cuerpo.
Aquellas palabras me hicieron dudar. ¿Era posible que fueran ciertas? Me habían advertido de que el señor Renfield era un maníaco homicida. Recordaba que se había escapado en numerosas ocasiones y que una vez había apuñalado con saña al doctor Seward. Y tampoco podía olvidar la forma en que me había mirado en mi última visita o el desfachatado y grosero comentario que había hecho.
—De ser así, oíste los desvaríos de un hombre muy enfermo. No tenías por qué matarle.
—¿Qué habrías preferido? ¿Que dejara una nota al doctor Seward sobre sus perturbados propósitos? Mina, iba a matarte… si no anoche, sí pronto. No podía arriesgarme.
Sentí que mi resolución flaqueaba ligeramente y luché por mantenerme firme mientras trataba de zafarme de él.
—Asesinar a un hombre por mí no es un acto honorable. Matar es pecado… y no es el único que has cometido. ¡Me has engañado!
—¿Cómo?
—¡Hiciste que bebiera de tu sangre! ¿Qué clase de criatura depravada eres para seducirme estando mi marido dormido a mi lado en la cama? ¿Me embrujaste?
—No. Embrujé a Jonathan, pero no a ti. Bebiste mi sangre por tu propia voluntad.
—¡No me advertiste de las consecuencias! —Las lágrimas me empañaban los ojos y se mezclaban con la lluvia—. ¡Me has condenado a convertirme en un vampiro cuando muera!
—No te he condenado.
Me quedé paralizada, atónita.
—¿No?
—No. Ya te dije lo que ocurriría: cuando bebiste mi sangre creaste una conexión telepática entre nosotros. Eso es todo.
—Pero entonces… ¿por qué Van Helsing dice…?
—Van Helsing es un pomposo y un engreído que se cree experto en asuntos de los que poco sabe. Para convertirte en vampiro tendrías que haber bebido mucha más sangre mía. O yo habría tenido que beber una cantidad de sangre tuya lo bastante importante para que mi esencia dominara y te transformara. Me he cuidado de no hacerlo. Sigues siendo humana, Mina… tan mortal como lo eras antes.
Guardé silencio mientras me enjugaba las lágrimas, confusa, insegura y llena de una repentina esperanza. ¿Podría ser cierto? ¿De verdad no estaba condenada? Entonces se me ocurrió algo y sacudí la cabeza.
—No. Tanto si bebiste suficiente de mí para convertirme en un vampiro como si no… tu sangre me ha infectado. ¿Acaso no ves la marca de mi frente? ¡Tú la pusiste ahí! ¡Demuestra que soy impura, que el Todopoderoso me ha rechazado y que estás aliado con el mismísimo Demonio!
—Solo demuestra que el malvado monstruo que me convirtió, el animal con el que lucho todos los días por vencer, aún vive en mi sangre. Lamento habértelo transmitido, pero no fue suficiente para infectarte de forma permanente. A diferencia de la mía, tu sangre humana lo reparará y se regenerará con el tiempo, y esta clase de marca jamás volverá a aparecer.
Lloré aliviada por su declaración.
—¡Oh, ojalá sea cierto! Pero ¿quién más va a creerlo? ¡Durante el resto de mi vida, todo aquel que me mire sabrá que fui marcada, señalada para siempre, por un trozo de hostia consagrada!
Drácula se estremeció de nuevo.
—Podría eliminar esa marca, pero si lo hago, temo que solo conseguiré que Van Helsing sospeche que nosotros estamos conchabados.
—¿Conchabados? ¿Nosotros? ¡No existe un nosotros!
—Existe, Mina, y lo sabes tan bien como yo. —Me taladró con sus ojos azules—. No he ocultado que te amo. Eres todo lo que deseo. No te quiero para un día, una década o una vida. Quiero estar contigo toda la eternidad. Pero quiero que vengas a mí libremente o que no lo hagas. La decisión sigue estando en tus manos. Vive plenamente tu vida mortal si así lo quieres, ten cuantos hijos desees y envejece con el esposo al que amas. No me interpondré en tu camino. Pero cuando llegue la hora de tu muerte, si deseas renacer a otra vida… una vida de poder e inmortalidad conmigo… solo tienes que pedirlo. Y entonces tú y yo podremos estar juntos para siempre.
—No. ¡No, no! —grité decidida a aferrarme a la ira que sentía a pesar de la profunda emoción que expresaba el rostro que tenía ante mí—. No voy a escuchar tus incesantes y taimados intentos por persuadirme. ¿No lo entiendes? ¡Jamás podría ser un vampiro! ¡No tengo deseos de ser inmortal! ¡Ni tampoco quiero estar contigo para siempre… jamás! Te odio. ¡Te odio!
Asombrada, vi cómo mis palabras parecieron hacer flaquear su resolución y una expresión torturada apareció en su rostro. Drácula me soltó y se dio la vuelta. Me quedé inmóvil durante un momento, tras el cual retrocedí unos pasos. ¿Era libre para marcharme? Al parecer no había ningún escudo invisible que me impidiera huir. Y, sin embargo… si él no me retenía con sus poderes… ¿por qué de pronto no tenía valor para marcharme?
—Así pues, esta es tu postura. Había abrigado la esperanza de que, si podía contener mis deseos y cortejarte a la antigua usanza, podría… —Hizo una pausa—. Pero eso ya no importa. —Se volvió hacia mí con una sonrisa desgarrada y me dijo—: No tienes de qué preocuparte, Mina. No te molestaré más con mi presencia.
—¿Qué quieres decir? —pregunté desconfiada.
—He vivido mucho tiempo y esperado durante toda mi existencia encontrarte. Eres mi razón de ser. No tengo deseos de continuar si no estás conmigo. Tus hombres están resueltos a matarme. Simplemente dejaré que lo hagan. Solo tienes que decir una palabra.
Le miré fijamente, plenamente consciente de que era un astuto demonio y un ser sumamente poderoso. ¡Era imposible que tuviera intención de morir a manos de nadie! Pero, mientras le miraba a los ojos, de pronto fue como contemplar la mente y el corazón de Drácula a través de una ventana. Inmediatamente, sin necesidad de palabras, sentí el peso de los siglos de la soledad que había vivido; la dicha que había experimentado durante nuestros encuentros; la intensidad de su amor por mí, y la angustia y desesperación que ahora atormentaban su corazón. Aquella amalgama de sentimientos era tan poderosa que proferí un grito ahogado.
Intenté recordarme a mí misma que él me enviaba esos pensamientos a propósito, que me había escogido para que fuera su compañera eterna y que no dudaría en decir cualquier cosa para conseguir lo que quería. Pero, aun cuando eso fuera así, no podía seguir negando la verdad.
Todavía lo amaba.
Nunca había dejado de amarle.
No podía soportar la idea de vivir sin él o que muriera por el motivo que fuera, y mucho menos por mi causa. Contuve un sollozo. Drácula debió de leer mis pensamientos, pues al instante avanzó hacia mí y me tomó en sus brazos.
—Mina, Mina. Te amo tanto.
—Yo también te amo.
Me besó profundamente. Le rodeé con mis brazos y le devolví el beso expresando con fervor todas las enmarañadas emociones que se habían acumulado en mi interior durante meses. Cuando el beso terminó, su boca acarició mis mejillas secando mis lágrimas y la lluvia; luego trazó un sendero de besos por mi garganta. Se detuvo de repente, como si librara una encarnizada lucha interna, y con un entrecortado gemido me apartó de él y se dio la vuelta.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—No puedo beber de tu sangre.
—¿Por qué no?
—Ya lo he hecho en tres ocasiones. Cada humano presenta una tolerancia e inmunidad diferentes, pero si bebo más de ti podrías convertirte en lo que yo soy… Pero no en el lejano día de tu muerte, como piensa Van Helsing. El cambio podría producirse… y acabar con tu vida… mucho antes de lo que tú deseas.
—Ah —respondí con un hilo de voz mientras trataba de controlar el miedo.
Drácula suspiró y sacudió la cabeza con amargura.
—Desde que nos conocimos, ha sido una prueba de fortaleza y voluntad mantener las manos y los colmillos apartados de ti, pero esto debe acabar. Por ahora, estar en tu compañía, aun cuando no pueda saborear de nuevo tu sangre o hacerte el amor… aún… es recompensa suficiente para mí.
Mis mejillas enrojecieron al oírle hablar de hacerme el amor. En realidad, había fantaseado muchas veces con aquel mismo tema, desde que le conocía como el señor Wagner, cuando era una mujer soltera. La idea me había resultado totalmente escandalosa incluso entonces; pero ahora estaba casada. Jamás podría… era inconcebible.
Nicolae me miró con dureza leyendo, aparentemente, mis pensamientos, lo cual me hizo enrojecer aún más. Me cogió las manos, se las llevó a los labios y las besó.
—Relájate, Mina. Comprendo que tus deseos están en conflicto con tu curioso sentido del decoro y la moralidad. Si tu corazón fuera mío…
—Es tuyo.
—Entonces estoy dispuesto a olvidar el resto en este momento.
La lluvia continuaba filtrándose entre los árboles. Estaba calada hasta los huesos y tiritaba. Drácula me miró, como si de pronto fuera consciente del frío que yo tenía. Luego alzó la vista y lentamente agitó la mano con una profunda concentración, que pude sentir en mi cabeza con un leve estremecimiento. De repente una cúpula protectora invisible pareció formarse sobre nosotros.
Aunque continuaba diluviando, la lluvia cesó a nuestro alrededor y el aire se tornó cálido. En cuestión de segundos, los dos estábamos secos de pies a cabeza.
Nicolae señaló hacia la rama caída y nos sentamos uno junto al otro; yo me sentía demasiado abrumada para responder en esos momentos.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté al cabo de un rato—. No puedo abandonar a mi esposo, pero tampoco puedo renunciar a ti. Lo he intentado y es algo de lo que no soy capaz. Tampoco puedo quedarme sentada mientras veo cómo los demás te destruyen.
—Eso no sucederá.
—Pero están visitando tus casas mientras hablamos. Pretenden hacer inservibles tus cajas con tierra.
—Lo sé. Debería haberme quedado para proteger mi propiedad… pero eso podría haber significado tener que matar a uno o a todos ellos y te había prometido que no lo haría.
—Gracias.
—Por fortuna, no soy tan vulnerable como ellos creen. Muchas de las cajas que encontrarán son señuelos. Tengo otros lugares de reposo que no han descubierto, a los que he transferido mi querida tierra transilvana.
—¿Qué sucedería si los encontrasen?
—No deben hacerlo. —Me cogió la mano y prosiguió—: Es la guerra, Mina. Y para ganar la guerra uno debe conocer y comprender los puntos débiles del enemigo. Con tal fin, he pasado numerosas horas en la sala de lectura bajo la cúpula de cobre del Museo Británico, estudiando al profesor Van Helsing. Ha publicado multitud de artículos sobre diversos temas. Me quedé fascinado al reparar en que se autoproclama maestro del hipnotismo. Utilicémoslo en nuestro provecho.
—¿Cómo?
—Tengo un plan. Una forma de convencer a tus hombres para que abandonen la caza. La manera de que puedas estar con tu esposo, si lo deseas, y que yo esté a salvo. Debemos engañarlos para que piensen que he huido del país.
—¿Que has huido del país?
Drácula me contó los detalles del plan que había concebido, un ardid sencillo pero muy ingenioso que, entre otras cosas, suponía que yo le pidiese al profesor que utilizase sus poderes hipnóticos para ponerme en trance.
—¿No será peligroso? —dije con ciertas reservas—. Si permito que el profesor Van Helsing me hipnotice, podría revelarle mis verdaderos sentimientos hacia ti, así como nuestro plan.
—Podrías… si de verdad Van Helsing resultara ser un hipnotizador competente, cosa que es muy improbable. Tengo mucha experiencia en este arte, Mina, y puedo enseñarte algunos trucos. En cualquier caso, yo estaré contigo dentro de tu mente todo el tiempo por si hubiera el menor peligro de que cayeras bajo su poder… y te diré lo que debes decir.
—Tengo poca experiencia actuando, aparte de en las obras del colegio.
—Tengo fe en ti. Escuché tus dotes interpretativas anoche, después de abandonar el dormitorio, cuando inventaste esa extraordinaria historia sobre nuestro encuentro. —Con los ojos llenos de chispas repitió la imitación de él que yo había hecho como monstruo repulsivo—: «Has sido mi lagar copioso durante un tiempo y serás después mi compañera y mi ayudante. Cuando mi cerebro te diga “¡Ven!”, tú cruzarás tierra y mar para hacer mi voluntad».
Me cubrí la cara con las manos.
—¡Oh! Me sonrojo al recordar lo que les dije. Creo que esa historia solo ha aumentado su sed de venganza.
—Fue muy imaginativa… aunque un tanto melodramática.
Aparté la mirada pensando en lo que me había propuesto. ¿Podría, debía,… intentar ayudarle? ¿Cómo podría no hacerlo?
Sabía cuánto le temían y despreciaban Jonathan y los demás. Si no luchaba por salvar a Nicolae, podría perecer. Eso me rompería el corazón y, además, ¿quién sabía cuántos de ellos saldrían con vida después de semejante pelea? Me sentía como Helena de Troya, atrapada entre dos amantes al borde de la guerra. Amaba a Jonathan, quería tener una vida agradable y con la familia que habíamos imaginado. Pero también amaba a Nicolae. No podía ser fiel a los dos al mismo tiempo.
Solo podía ser fiel a mí misma y seguir los dictados de mi corazón… y mi corazón me decía que hiciera cuanto fuese necesario para mantenerlos a ambos a salvo. Tal vez estuviera ciega; tal vez estuviera demasiado enamorada para pensar con claridad, pero no me veía capaz de actuar de otro modo.
—Nicolae, haré todo lo que pueda para ayudarte. Pero los demás están convencidos de que estoy condenada a convertirme en vampiro cuando muera. Aunque crean que has abandonado Inglaterra, temo que te sigan y que nunca dejen de buscarte mientras piensen que estás vivo.
—Debes persuadirlos de que nunca regresaré, que deben dejarte vivir tu vida mortal y que, cuando mueras, no representarás una amenaza para nadie.
—¿Cómo voy a convencerlos de eso?
—Pidiéndoles que te claven una estaca si revives.
—¡No puedes hablar en serio!
—Ese grupo no tendrá reparos en prometerte que lo hará; lo hicieron de buena gana por Lucy. Pero esa promesa no reporta peligros, pues no revivirás… a menos que lo desees. A menos que decidas ser mía por propia voluntad. Y si eso sucede, te prometo que, tanto si pasan nueve años como noventa y nueve, vendré a buscarte, Mina. Te llevaré lejos en cuanto te depositen en tu tumba.
Me maravillé ante la idea; todo aquello aún me parecía totalmente fantástico. ¿Acaso era cierto?
¿Tendría la oportunidad de ser fiel a los dos hombres a los que amaba? ¿Podía vivir una vida y luego otra?
¿Qué otra solución había a la encrucijada en que me encontraba?
Entonces la imagen de mi sueño me vino a la mente —la grotesca visión de Lucy volviéndose hacia mí como un horrible y sibilante vampiro— y recordé la voz angustiada del doctor Seward en su diario fonográfico mientras narraba la historia de aquella cosa espeluznante en que se había convertido. Me fue imposible no estremecerme. ¿De verdad deseaba convertirme en vampiro, aun cuando eso significara pasar toda la eternidad en brazos de Drácula?
—Será una eternidad colmada de dicha —dijo, aunque yo no había hablado en voz alta—. No te mentiré. Conlleva un alto precio. Pero te daría un don, Mina, un don que muy pocas personas sueñan con poseer.
—¿Es un don? —dije con incertidumbre.
—Sí. La inmortalidad trae consigo un gran poder. Tú adoras aprender, Mina. Piensa en las posibilidades. Piensa en todo lo que puedes estudiar y hacer teniendo todo el tiempo del mundo.
—Lo reconozco, la idea de que el tiempo no tenga fin resulta emocionante. Podría leerme todos los libros de tu biblioteca. ¡Todos los que hay en el Museo Británico!
—Puedes convertirte en una pianista consumada como Beethoven, Mozart o Chopin.
—Podría vivir para ver todas las maravillas que se inventarán en el futuro. Podría conocer a mis tataratataranietos.
—Y puedes elegir tu forma. Puedes ser esa tataratatarabuela o ser tan joven y hermosa como lo eres ahora. Nunca enfermarás ni morirás.
—Pero eso no es cierto. Tú estás muerto.
—No muerto —insistió—. No muerto. Es algo muy diferente. Aquí funciona la teoría de la evolución de Darwin: solo los mejores sobreviven y forman nuevas especies.
Le miré fijamente.
—Una nueva especie que no muere.
—Exactamente.
—Pero… me dijiste que habías estado solo durante siglos.
—Ya no estaría solo si te tuviera a ti.
—Eres temido y perseguido.
—Viviremos donde nadie nos conozca.
—¿Y si me convierto en alguien como Lucy y tus hermanas? No deseo hacerle daño a nadie.
—No lo harás. Serás el vampiro más dulce, bonito y bondadoso que jamás haya pisado la faz de la tierra.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque yo guiaré tus pasos, cariño mío, y te enseñaré todo lo que sé. Con el tiempo serás tan poderosa como yo.
Estudié su rostro, tan bello, tan perfecto en todos sus detalles. Hasta hacía una semana ni siquiera creía en la existencia de los vampiros. Ahora comprendía que no solo eran reales, sino que no todos eran las criaturas viles, malvadas y despiadadas que el profesor había descrito. Drácula tenía un lado maligno en su interior, pero luchaba contra él; tenía corazón y conciencia. ¿De verdad era tan diferente de los humanos que conocía? Necesitaba sangre para existir, pero había encontrado el modo de tomar su alimento sin matar a nadie… y, en la mayoría de los casos, sin que la persona en cuestión recordase nada. ¿Acaso sería tan malo vivir para siempre de ese modo? ¿Sobre todo teniendo a semejante hombre a mi lado?
—¿De veras me esperarías noventa y nueve largos años? —pregunté.
—¿Qué son diez décadas cuando tienes una eternidad?
—Si muero de vieja… ¿me seguirás deseando?
—Olvidas que yo soy un hombre anciano. Siempre te desearé.
—Si me convierto en una no muerta, ¿sería seguro compartir nuestra sangre mutuamente?
—Totalmente seguro. Podríamos deleitarnos cuando quisiéramos, solo por placer.
Aquello era un incentivo que no podía ignorar.
—Antes me dijiste que el Demonio te cambió. ¿A qué te referías? ¿Cuántos años tienes? ¿Quién eras antes de convertirte en vampiro?
—Ah. Esa es una larga historia que voy a reservarme para otro momento. —Me besó y me dijo de mala gana—: Debo irme. Tengo cosas que hacer.
Luego me ayudó a levantarme y, agitando la mano, retiró la cúpula invisible que nos había estado protegiendo. Había dejado de llover, aunque la humedad de los numerosos árboles nos salpicaba mientras atravesábamos con rapidez el bosque tomando un atajo que, según dijo Nicolae, conducía directamente al pueblo. Sabiendo que planeaba aparecerse ante los hombres aquella misma tarde, expresé mi preocupación por su seguridad y por la de mi esposo y los demás. Él me aseguró que nada les sucedería.
—¿Te verán los demás tal como yo te veo? —pregunté.
—No. Es vital que reconozcan al anciano que vieron anoche y que tu marido conoció en Transilvania.
—Jonathan ya te ha visto de más joven… aunque no tanto como estás ahora. Una vez en la capilla de tu castillo, cuando tenías el cabello canoso y no blanco. Y, de nuevo, hace dos semanas, en Piccadilly. Te vimos delante de una joyería.
—¿Qué hacía yo?
—Tenías la vista clavada en una hermosa mujer sentada en un carruaje descubierto, que llevaba un sombrero de ala ancha.
—Ah… sí. La mujer del sombrero. Era muy hermosa, en efecto. Pero de haber sabido que tú estabas allí, habría sido a ti a quien mirara.
—No pensé que fueras tú. Parecías tener cincuenta años como mínimo. Y tu rostro… me dio miedo.
—Aquel día no me preocupaba demasiado qué forma tomaba. Estaba sumido en la amargura, pues creía que te había perdido para siempre.
Ya habíamos llegado al límite del bosque. Nicolae me acarició la cara mientras me miraba con tal afecto que me era imposible imaginar que pudiera llegar a ser cruel.
—À tout à l’heure, amor mío. Debo regresar a Carfax para preparar mi viaje en tren a Londres. —Me dio un beso de despedida—. Te veré tan pronto como sea seguro. Siempre estaremos en contacto telepático.
En la oficina de telégrafos del pueblo envié el telegrama que Drácula me había pedido, dirigido al profesor Van Helsing a la casa de Piccadilly, donde sabía que estaría el grupo.
CUIDADO CON D. ACABA DE SALIR APRESURADAMENTE DE CARFAX EN ESTE MOMENTO, A LAS 12.45, Y SE DIRIGE VELOZMENTE HACIA EL SUR. PARECE ESTAR HACIENDO LA RONDA.
MINA
Luego regresé al sanatorio. Sabía que debía mantenerme ocupada o me volvería loca de preocupación. Durante toda la tarde me afané transcribiendo las últimas entradas de los diarios de Jonathan y del doctor Seward, que resultaron ser extensas.
Hice una pausa para escuchar la espantosa interpretación fonográfica de los sucesos de la noche previa, cuando los hombres irrumpieron en mi cámara y me sorprendieron con Drácula. Palidecí, consternada, mientras él narraba mi historia sobre lo ocurrido entre Nicolae y yo, describiéndolo como un horrendo monstruo. Todo era mentira, pero no había tenido más alternativa que mecanografiarlo para tener constancia de los hechos.
Antes de darme cuenta, el reloj del vestíbulo dio las cuatro. Los hombres habían prometido regresar antes de la puesta de sol, que tendría lugar dentro de una o dos horas. Me levanté y comencé a pasearme con ansiedad, preguntándome qué habría sucedido. Justo entonces oí la voz de Drácula en mi cabeza.
Mantén la calma, Mina. La fase uno ha salido tal como estaba previsto.
¿Están todos bien?, respondí con mi mente.
Nadie ha sufrido ni un solo arañazo. Tu telegrama funcionó. El grupo estaba esperándome en mi casa de Piccadilly. ¡Ojalá siempre me encuentre con enemigos tan inexpertos! Me aparecí fugazmente ante ellos antes de huir.
¿Dónde estás ahora?
Voy a ocuparme de la fase dos. Cuídate. Te quiero.
Los hombres desfilaron de nuevo dentro de la casa, justo cuando el sol estaba poniéndose. Al salir a recibirlos a la puerta principal vi en sus rostros una mezcla de emociones. El profesor Van Helsing parecía el más optimista de todos, pero Jonathan tenía aspecto de estar desolado. La noche anterior había sido un hombre feliz, con un rostro fuerte, joven y optimista. Hoy Jonathan parecía demacrado, viejo y pálido, con los ojos hundidos y una profunda pena en el rostro. No obstante, su energía seguía intacta; me recordaba a un chisquero o a un cañón, que contenía su fuerza interior a duras penas, listo para explotar ante la más mínima provocación.
—¿Qué ha pasado? —pregunté. La sincera preocupación que sentía por él se impuso al candor que pretendía transmitir.
—Drácula ha venido, pero ha escapado —respondió Jonathan derrotado y con el ceño fruncido.
Apartó la vista rápidamente cuando vio la roja cicatriz de mi frente. Comprendía por qué: era un recordatorio visible de lo que él consideraba mi impureza y su fracaso en protegerme.
—El villano ha huido, sí —dijo Van Helsing—, pero hemos aprendido mucho hoy y ha sido un gran éxito; hemos encontrado y destruido todas sus cajas salvo una.
—Deben contármelo todo —aduje.
Durante la cena los hombres me entretuvieron con su aventura de esa tarde.
—Nos hemos encargado de todas las cajas de la capilla de Carfax —contó Seward—. Ahora están llenas de hostias consagradas y son inservibles para él.
—He utilizado un cerrajero para entrar en la casa del conde en Piccadilly —explicó lord Godalming—, fingiendo que era mía y que había perdido la llave. Hemos encontrado ocho cajas de tierra allí. Quincey y yo hemos hallado otras seis más en cada una de sus propiedades en Mile End y en Bermondsey y las hemos destruido todas. Es decir… las hemos dejado inservibles.
—Luego hemos vuelto corriendo a Piccadilly y nos hemos enterado del telegrama que le había enviado al señor Harker —intervino el señor Morris.
—Decía que el conde se dirigía al sur desde Carfax —explicó el profesor—, de modo que hemos pensado que visitaría primero sus otras casas para comprobar su estado. Nos hemos quedado a la espera y por fin ha venido.
—El conde Drácula parecía estar preparado para una sorpresa… al menos temía recibirla —dijo Jonathan—. Ha sido una lástima no haber organizado un plan de ataque mejor… pero me he abalanzado sobre él con mi machete kukri.
—¡Oh! —grité alarmada.
Había visto esa navaja que había heredado de su padre. Un arma de guerra temible, con una hoja larga y curva que podía utilizarse como navaja o hacha.
—Tan solo la diabólica velocidad del conde le ha salvado —declaró el doctor Seward—. Un segundo más y esa efectiva hoja le habría atravesado el corazón.
—Fuera como fuese, le ha rajado el bolsillo de la chaqueta —intervino el señor Morris— haciendo que un montón de billetes y monedas de oro se desperdigaran por el suelo.
—Hemos avanzado hacia él con crucifijos y hostias consagradas —explicó lord Godalming—. El conde ha retrocedido y se ha arrojado por una ventana, luego nos ha enviado algunas palabras desde abajo.
—Hemos ido tras él, pero le hemos perdido de vista —gritó Jonathan furioso, ensartando la carne del plato con el tenedor—. Ha desaparecido. ¡Se ha esfumado! Y no tenemos todas las cajas de tierra. Aún queda una en alguna parte. ¡Si el conde opta por esconderse, puede frustrar nuestros esfuerzos durante años!
—No lo hará, amigo mío —repuso Van Helsing con firmeza—. Encontraremos la caja que falta y todo saldrá bien. Os digo que este es un buen día. Hemos hecho que todas las guaridas del conde resulten inhabitables, salvo una, y hemos aprendido algo… ¡Mucho, en realidad! ¡Nos teme! Ahora queda esperar y ver qué hace.
Aquella noche, el profesor preparó mi cuarto con ajo para —como decía él— «protegerme de la aparición del vampiro», y me aseguró que podría disfrutar de un plácido sueño. Puso también una campana a mi disposición, que debía hacer sonar en caso de emergencia. Como última precaución, lord Godalming, el señor Morris y el doctor Seward se turnaron para montar vigilancia en la puerta de nuestro dormitorio, a pesar de que insistí en que me parecía innecesario.
Nada más apoyar la cabeza sobre la almohada, oí la voz de Nicolae:
¿Y bien? ¿Qué les ha parecido a todos ellos mi pequeña representación?
Has hecho un trabajo excelente, respondí con una sonrisa.
Siento que sonríes. Ojalá estuviera allí para verlo.
Sofoqué un jadeo.
¿Cómo funciona este vínculo entre nosotros? ¿Puedes leer mis pensamientos en cualquier momento o solo si yo te los envío?
Puedo leerte la mente siempre que quiera, cariño.
Aquello me tomó por sorpresa. ¿En serio deseaba que otra persona pudiera conocer todo lo que pensaba? Y, sin embargo… ¿tenía otra alternativa?
¿Por qué yo no oigo nada de lo que tú piensas?
Eres novata en esto. Requiere tiempo. Me oirás cuando lo necesites, te lo prometo. He de irme ahora. Tengo mucho de que ocuparme. ¿Sabes qué has de hacer?
Sí.
Hasta luego pues. Que tengas dulces sueños. Te despertaré cuando llegue el momento.
Bien entrada la madrugada, los pensamientos de Nicolae me despertaron de un profundo sueño.
Me incorporé en la cama y me froté los ojos para despejarme mientras recordaba la misión que tenía entre manos. Con el corazón latiéndome expectante, apoyé la mano en el hombro de mi marido y le susurré apremiante al oído:
—Jonathan, despierta.
—¿Qué sucede? —Se incorporó, medio dormido pero alarmado—. ¿Ocurre algo?
—No. Pero necesito que llames al profesor. Tengo una idea. Quiero verle de inmediato.
Jonathan dio el mensaje al doctor Seward, que estaba sentado haciendo guardia. Unos minutos más tarde, Seward regresó con todo el grupo vestido con batas.
—¿Qué puedo hacer por usted, señora Mina? —preguntó el profesor mientras los hombres esperaban en la puerta, llenos de curiosidad.
—Dijo usted que tengo una conexión mental con el conde Drácula. Comprobemos si es así. Quiero que me hipnotice.