20
Cuando las primeras luces del alba salieron por el horizonte, llamé al doctor Van Helsing. Resultaba evidente que estaba esperando que lo hiciera, pues llegó al cabo de unos momentos, completamente vestido.
—¿Desea que la hipnotice de nuevo, señora Mina?
—Si así lo desea… pero le he llamado por otro motivo. —Y empecé el diálogo que con tanto esmero había preparado—: Sé que pronto partirán hacia el continente y que su intención es que yo me quede aquí con Jonathan. Pero debo acompañarlos en este viaje.
Tanto el profesor como Jonathan parecían sobresaltados.
—¿Por qué razón? —preguntó Van Helsing.
—Estaré más segura con ustedes y también ustedes lo estarán conmigo.
—¿Cómo es eso posible, señora Mina? Corremos un gran peligro y nos enfrentamos a lo desconocido.
—Por eso mismo debo ir. El conde controla mi mente. Si me lo ordena, intentaré ir con él… utilizando cualquier recurso y estratagema a mi alcance, aunque con ello ponga en peligro de muerte a aquellos a quienes amo o a mí misma… incluso a ti, Jonathan. —La culpabilidad que se reflejó en mi rostro mientras hablaba no era fingida—. Ustedes son hombres valerosos y fuertes en número. Juntos pueden desafiarme, pero si Jonathan se ve forzado a protegerme él solo, temo que acabaría con su resistencia. Además, puedo serles de utilidad para seguirle los pasos a conde. Puede hipnotizarme mientras estamos en camino y averiguar cosas que ni yo misma sé.
—¡Llevo diciendo lo mismo durante días! —exclamó Jonathan con entusiasmo—. Profesor, detesto la idea de quedarme aquí, de brazos cruzados, mientras que ustedes se enfrentan al peligro… y Mina estará mejor con nosotros.
—Señora Mina, como siempre, es usted de lo más sensata. Me ha convencido. Debe venir con nosotros.
† † †
La semana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Los hombres estuvieron todo el día reunidos en secreto encargándose de los preparativos para nuestro viaje por mar. A pesar de que ahora iba a acompañarlos, no compartieron casi ningún detalle sobre sus planes conmigo, tratándome con cordialidad aunque con indudable recelo. Seward lo dispuso todo para que su amigo el doctor Hennessey, que antes ya se había ocupado de sus pacientes mientras él atendía a Lucy en Londres, se hiciera cargo del sanatorio en su ausencia. La agenda laboral de Jonathan no era muy apretada cuando se marchó de Exeter pero, aun así, escribió a su secretario en el bufete explicándole con detalle todo lo que debía realizar en vista de lo que iba a retrasarse su regreso.
Todos los días Nicolae se introducía en mi mente para informarme del progreso de su viaje de vuelta a su patria. Cada noche, mientras yacía en mi cama, revivía en mi mente el mágico sueño de amor que había compartido con él. ¡Oh, ojalá Jonathan me tocara de ese modo! Pero Jonathan mantenía las distancias.
La noche previa a nuestra partida de Inglaterra, mientras me preparaba para bajar a cenar, Jonathan irrumpió en nuestro cuarto sonriendo y llevando una caja grande que parecía proceder de un exclusivo establecimiento de Londres.
—Mina tengo algo para ti.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto una expresión de regocijo y entusiasmo en el rostro de Jonathan. Me acerqué a él.
—¿Has estado en la ciudad?
—Sí. He visto esto en un escaparate y he pensado en ti. —Dejó la caja sobre la cama—. Vamos, ábrelo.
Así lo hice… y me quedé boquiabierta. Dentro había una larga capa blanca de lana, ribeteada con armiño blanco moteado y un gorro a juego de la misma piel.
—¡Oh! —exclamé. Me envolví de inmediato con aquellos elegantes ropajes y acaricié con los dedos la suave piel del cuello—. ¡Jonathan! ¡Es preciosa! Pero debe de haberte costado una fortuna.
—No te preocupes por el precio. Si no me equivoco, es una prenda que deseabas tener desde que eras una niña.
En ese momento no comprendí a qué se refería, pero me puse el gorro de armiño en la cabeza y fui a mirarme al espejo.
—Parezco una reina.
Tan pronto como aquellas palabras salieron de mis labios, recordé el deseo infantil al que Jonathan acababa de aludir. Nuestras miradas se encontraron en el espejo y, por su sonrisa, vi que compartíamos el mismo recuerdo.
—Tenías seis años, puede que siete —me dijo con voz suave—, y yo un par de años más que tú.
—Estábamos jugando a disfrazarnos en la salita de tu madre, en el orfanato.
—Tú eras la reina. Llevabas un deshilachado y viejo mantel blanco a modo de capa, y yo era tu súbdito. —Sonriendo, recreó la escena. Tomó su paraguas, me lo entregó y luego se arrodilló con aire solemne ante mí—. Su Majestad —dijo, inclinando la cabeza.
Con una sonrisa, toqué primero su hombro derecho y seguidamente el izquierdo con el paraguas, y declaré con tono imperioso:
—Os nombro caballero. Levantaos, sir Jonathan. Podéis besarme la mano.
Él se puso en pie y depositó un beso en mi mano; luego hizo una florida reverencia.
—Os juro lealtad, Su Majestad, y defenderé vuestro honor todos los días del resto de mi vida.
Nos miramos a los ojos y rompimos a reír.
—Me había olvidado de aquello.
—Aquel día pediste el deseo de que tus padres te encontraran y reconocieran como a su princesa. Y juraste que algún día llevarías una larga capa blanca ribeteada del mejor armiño.
—¿Cómo puedes acordarte? —dije maravillada.
—Lo recuerdo todo de ti. Para mí siempre has sido una princesa.
Mientras él hablaba, sus cálidos ojos me miraban con afecto… de aquella forma en que solía mirarme antes de que hubiera sido marcada.
—Oh, Jonathan.
Él dio unos pasos y me tomó de las manos.
—Mina, estos últimos meses han sido un infierno para mí. Sé que también lo han sido para ti. Y soy consciente de que me mostré… distante… la pasada semana. Me siento mal por eso y quiero decirte que lo siento.
—Jonathan, calla —me apresuré a decirle—. Soy yo quien ha estado distante. No tienes por qué disculparte.
—Sí, debo hacerlo. Sé por qué estás tan callada. Es el veneno que hay en tu sangre. Y yo he dejado que ese mismo veneno que te ha intoxicado contamine mi mente. Durante toda la semana te he mirado como si estuvieras infectada o fueras malvada. He temido tocarte o hablar contigo y he dejado que los demás me convencieran para que no te contara nada de nuestros planes… ¡Nada! ¡Ni una sola palabra, conjetura u observación!
—¡Tienen razón! —intervine—. No deberías confiar en mí, pues el conde puede leer mi mente…
—¡Malditos sean Drácula y sus condenados trucos! Me importa poco que pueda escuchar cada frase que digo. Odio ocultarte las cosas. Odio verme obligado a vigilar mis palabras contigo. Eres mi esposa, Mina. Te quiero, te he amado toda mi vida. No debería haber secretos entre nosotros.
Sentí que se me sonrojaban las mejillas y no pude mirarle a los ojos.
—No, no debería.
—Si continúo ocultándote mis pensamientos —prosiguió con gravedad—, temo que cada vez nos separemos más. Sería como si entre nosotros se cerrara una puerta. No quiero eso… y me niego a seguir haciéndolo. —Me tomó en sus brazos—. Nos marchamos mañana. Tenemos un largo viaje por delante, pero estaremos juntos. Y en poco más de una o dos semanas, todo habrá terminado.
—¿De veras?
—Eso espero. Pero si nos lleva más tiempo o si, Dios no lo quiera, fracasamos, deseo que sepas que no te abandonaré, Mina. ¡Seguiré a ese malvado monstruo hasta los confines del mundo, si es necesario, para liberarte! ¡Juro que haré todo lo que esté en mi mano para enviarlo al Infierno por siempre jamás!
Entonces me besó y me abrazó con fuerza. ¿Qué iba a hacer con una lealtad tan profunda e inquebrantable? ¿Cómo podía saber Jonathan que su amorosa y desinteresada oferta era lo último que habría deseado escuchar?, pensé mientras abrazaba a mi marido.
Jonathan me hizo el amor aquella noche. Era la primera vez que habíamos tenido relaciones íntimas en las casi dos semanas desde que habíamos abandonado Exeter. Mientras me tomaba en sus brazos, estaba tan deseosa por expresarle mi afecto que supongo que debí de responder a sus avances con mayor fervor y creatividad que de costumbre.
—Señora Harker, ¿qué estás haciendo? —preguntó Jonathan en un momento dado, un tanto sorprendido.
—No lo sé —respondí en voz baja—. ¿No te gusta?
—Sí, claro que me gusta —declaró.
Cuando levanté la vista hacia él en la penumbra, pude ver que una espléndida sonrisa iluminaba su rostro. Jonathan no tardó en abalanzarse sobre mí y yo hice unas cuantas sugerencias que le sorprendieron, pero que siguió con mucho gusto.
Creo que compartimos una conexión sumamente satisfactoria para ambos.
Después, mientras yacía resplandeciente entre sus brazos, él se volvió hacia mí.
—Supongo que, después de todo, la sangre de vampiro que corre por tus venas tiene sus ventajas —me dijo con una sonrisa pícara.
Los dos nos echamos a reír sin poder evitarlo.
† † †
Salimos de Charing Cross seis días después de la partida de Drácula, el 12 de octubre. Solo llevábamos una muda de ropa con nosotros por lo que, cuando cruzamos el canal en un barco de vapor, agradecí la preciosa capa blanca que Jonathan me había regalado y que me protegía de la fresca brisa marítima. Llegamos a París esa misma noche y, una vez allí, ocupamos los asientos que teníamos reservados en el Orient Express. Viajando en tren día y noche, llegamos a última hora de la tarde del día 15 a Varna, una ciudad portuaria al este de Bulgaria, en el mar Negro, y nos registramos en el hotel Odessus.
Incité al profesor Van Helsing para que me hipnotizara cada día, justo antes de la salida o la puesta del sol, momentos que él parecía considerar cruciales para el proceso telepático. En cada ocasión se repetía el mismo tema.
—¿Qué es lo que ve y oye? —me preguntaba después de pasarme las manos por delante de los ojos como si me lanzara un conjuro.
Yo fingía sucumbir de inmediato, dándole así la impresión de que podía hacerme hablar a voluntad y que mi mente le obedecía.
—Todo está oscuro —respondí la primera vez—. Puedo oír las olas rompiendo contra el barco y el sonido del agua. —Y, al día siguiente, añadí—: Velas y cabos tensándose y el crujir de mástiles y planchas. El viento sopla con fuerza… puedo oírlo en la cubierta y en la proa frenando la espuma.
Mis actuaciones parecían satisfacer a todos.
—Es evidente que el Czarina Catherine se encuentra aún en el mar recorriendo apresuradamente el trayecto hasta Varna —dijo Jonathan.
Antes de abandonar Londres, lord Godalming había dispuesto que su abogado le enviara un telegrama cada día comunicándole si el barco había sido avistado. El Czarina Catherine tenía que cruzar el estrecho de Dardanelos, el paso directo entre Europa y Asia que comunicaba el mar Egeo con el mar de Mármara, a tan solo un día de viaje de Varna. Hasta el momento no había sido visto.
Cuando llegamos a Varna, el profesor Van Helsing se reunió con el vicecónsul a fin de obtener permiso para abordar el barco tan pronto atracase. Lord Godalming dijo a la compañía que la caja contenía objetos robados a un amigo suyo y recibió autorización para abrirla bajo su entera responsabilidad.
—El conde, aunque tomase la forma de un murciélago, no puede cruzar las aguas él solo —dijo el profesor cuando nos sentamos a cenar en el comedor del hotel aquella primera noche—, de modo que no puede abandonar el barco. Si subimos a bordo después del alba, estará a nuestra merced.
Solo yo sabía que ese plan no daría resultado. Nicolae me había contado que la teoría del profesor, según la cual los vampiros no podían cruzar aguas en movimiento, era del todo falsa… y, en cualquier caso, él no se encontraba a bordo de ese barco.
—¡Abriré la caja y destruiré al monstruo antes de que despierte! —aseguró Jonathan.
—¿No seremos sospechosos de asesinato si hacemos algo semejante? —preguntó Seward con preocupación.
—No —repuso Van Helsing—, pues si le cortamos la cabeza y le clavamos una estaca en el corazón, su cuerpo se convertirá en polvo y no dejará ninguna evidencia que nos comprometa.
—¿Por qué en polvo? —preguntó el señor Morris—. El cuerpo de la señorita Lucy no se convirtió en polvo cuando le hicimos eso mismo.
—Ella era un vampiro reciente, de modo que su cuerpo no se había descompuesto todavía. El conde Drácula tiene cientos de años. Debe volver al polvo del que salió.
Nicolae se había mantenido diariamente en contacto conmigo desde que partimos de Inglaterra.
Había tomado nuestra misma ruta con seis días de antelación, viajando en el Orient Express, descansando en secreto durante el día en el vagón de carga, dentro de una caja con tierra transportada como cargamento. En esos momentos, según me había informado, ya se encontraba en el castillo de Drácula, encargándose de los preparativos necesarios para los sucesos que iban a tener lugar.
¿Y el Czarina Catherine?, le pregunté mentalmente. ¿Qué sucederá cuando el barco atraque en Varna?
Habrá que esperar y ver qué sucede.
† † †
Pasamos una semana en Varna mientras aguardábamos noticias de cualquier avistamiento del Czarina Catherine. Durante ese tiempo comencé a sentirme muy cansada y dormía mucho, a menudo hasta bien entrada la tarde. Perdí el apetito, tenía frío con frecuencia y había notado que estaba un poco más pálida que de costumbre, lo que hacía que la enrojecida cicatriz de mi frente destacara más si cabía.
Me daba cuenta de que los hombres se habían percatado de esos cambios y que estaban preocupados, pese a que delante de mí no hacían comentario alguno al respecto. Ellos seguían creyendo que me había contaminado la noche en que había bebido la sangre de Drácula, mientras yo me aseguraba a mí misma que esos síntomas se debían, simplemente, a la tensión producida por las noches en vela y los días de viaje.
El 24 de octubre llegó un telegrama en el que se nos informaba de que el Czarina Catherine había sido visto cruzando los Dardanelos, lo que suponía que atracaría en Varna al cabo de veinticuatro horas. Los hombres estallaron en una especie de salvaje y alegre alboroto. Sin embargo, para decepción de todos, el Czarina Catherine no atracó en Varna al día siguiente, ni al otro. Pasaron cuatro tensos días sin noticias del barco o del motivo de su demora. Todos estaban muy nerviosos, salvo Jonathan, al que encontraba cada mañana sentado tranquilamente en nuestra habitación del hotel afilando el gran machete gurka que ahora siempre llevaba consigo. Ver aquel afilado kukri me helaba la sangre, pues no podía evitar imaginar con horror lo que podría suceder si esa hoja llegaba a tocar la garganta de Nicolae, impulsada por la mano firme y resuelta de Jonathan.
Jonathan mantuvo su promesa de tenerme al corriente y no tardó en convencer a los demás para que hicieran lo mismo. Yo continué dejando que el profesor Van Helsing me hipnotizara dos veces al día y, en cada ocasión, repetía la misma información. Un día al alba, mientras fingía estar en trance, hizo algo que me dejó sumamente consternada: me abrió la boca para inspeccionarme los dientes.
—Hasta el momento, no hay cambios —dijo el profesor.
—¿Qué cambios busca? —preguntó el señor Morris.
—¿Recuerdan que los colmillos de la señorita Lucy se alargaron e hicieron más afilados días antes de que muriera? —repuso Van Helsing. Los demás asintieron con mucha gravedad—. También busco otros signos. ¿Acaso no lo han notado? La señora Mina ha perdido el apetito. Si comienza a desear sangre…
—Entonces ¿qué? —inquirió lord Godalming con inquietud.
—Nos veríamos obligados a tomar… medidas —declaró el profesor pesaroso.
—¿Qué medidas? —espetó Jonathan consternado.
Se hizo el silencio.
—«Eutanasia» es un término perfecto y consolador.
—¿Es que ha perdido el juicio? —gritó Jonathan—. ¿Daría muerte a Mina antes de que llegue su hora? ¡No lo consentiré!
—Amigo John, usted no lo comprende porque no estuvo allí —contestó Van Helsing—. Todos nosotros fuimos testigos de la abominable resurrección de la señorita Lucy.
—No era una mujer de carne y hueso —insistió el señor Morris—, sino una bestia lujuriosa y aterradora. Créame, Harker, seguro que preferiría que su mujer muriera que estuviera vagando por los campos con una forma monstruosa.
Mi corazón se desbocó alarmado. ¡Santo Dios! ¡Si aquellos hombres se convencían de que iba a convertirme irremediablemente en un vampiro, me matarían! Procuré no pensar en que aquello podría suceder, que Nicolae podría haber bebido demasiadas veces de mi sangre y que…
No te inquietes, proclamó su voz en mi cabeza. Pase lo que pase, estos carniceros nunca te harán daño. Yo estaré ahí, amor mío. Incluso ahora velo por ti.
¿Dónde?, respondí. ¿Dónde estás?
Cerca. Estoy haciendo avanzar el barco. Dominar el tiempo es una empresa delicada.
Sonreí para mis adentros. Qué comentario tan despreocupado para tan increíble tarea. Abrí los ojos rápidamente y esbocé la sonrisa más dulce que pude componer.
—¡Oh, profesor! ¿Qué he dicho? No puedo recordar nada.
Jonathan y el resto apartaron la mirada con una expresión culpable.
—Únicamente nos dice lo que ya sabemos, señora Mina —se apresuró a responder el profesor—. El barco continúa su viaje, en alguna parte.
—La niebla debe de haberlo retrasado —comentó lord Godalming—. Algunos de los barcos de vapor que llegaron anoche informaron de bancos de niebla al norte y al sur del puerto.
—Debemos continuar esperando y vigilando —opinó el profesor—. El navío puede aparecer en cualquier momento.
Esa mañana llegó un telegrama y todos nos reunimos en el salón del hotel para leerlo.
28, octubre, 1890.
LLOYD, LONDRES, A LORD GODALMING, A LA ATENCIÓN DE H. B. M., VICECÓNSUL, VARNA.
INFORMAN QUE ELCZARINA CATHERINE HA ENTRADO EN GALATZ HOY A LA UNA EN PUNTO.
—¿Galatz? ¡No! ¡Es imposible! —gritó Van Helsing conmocionado, alzando las manos por encima de su cabeza como si discutiera con el Todopoderoso.
—¿Dónde está Galatz? —preguntó lord Godalming poniéndose pálido.
—En Moldavia —contestó Seward sacudiendo la cabeza, aturdido y frustrado—. Es el puerto principal, a unos doscientos cuarenta kilómetros al norte de donde nos encontramos.
—Sabía que algo raro estaba sucediendo cuando ese barco se retrasó —declaró el señor Morris con voz tirante.
Jonathan llevó la mano a la empuñadura del kukri y sus labios se curvaron en una oscura y amarga sonrisa.
—El conde está jugando con nosotros. Sabe que le esperamos aquí y por eso ha invocado la niebla para poder evitarnos y dejarnos atrás.
—Me pregunto cuándo sale el próximo tren para Galatz —musitó el profesor.
—Mañana por la mañana a las seis y media —respondí sin pensar.
Todos clavaron los ojos en mí.
—¿Cómo diablos lo sabe? —preguntó lord Godalming.
Me sonrojé. Lo sabía porque lo había mirado y lo había hecho porque sabía que Drácula no viajaba en ese barco y me había dicho que se vería obligado a ir más allá de Varna.
—Yo… yo… siempre he sido una obsesa de los trenes —me apresuré a asegurar. Gracias a Dios era un comentario cierto; Jonathan podía dar fe de ello—. En Exeter solía mirar los horarios para ayudar a mi esposo. He pasado toda la semana estudiando los mapas y los horarios. Sabía que si algo salía mal y nos veíamos forzados a continuar hasta Transilvania, debíamos hacerlo por Galatz. Solo hay un tren y sale mañana, como ya les he dicho.
—¡Qué mujer tan maravillosa! —murmuró el profesor.
—¿Qué encontraremos en Galatz? —preguntó Seward—. Sin duda el conde ya habrá desembarcado y estará de camino.
—Entonces le seguiremos —aseveró Jonathan con renovada determinación.
El profesor Van Helsing apremió a los hombres para que se pusieran en acción repartiendo el trabajo que había que hacer. Compraron los billetes de tren, obtuvieron los permisos, se nos concedió autoridad mediante los canales correspondientes para conseguir acceso al barco en Galatz y, a la mañana siguiente, tomamos el tren en el que continuamos nuestro viaje.
Sentada junto a la ventanilla del tren, viendo pasar las praderas que se extendían hasta las lejanas colinas y, más allá, las altas cumbres, me sentía cada vez más ansiosa e ilusionada… pues cada momento que pasaba me acercaba más a Nicolae.
¿Qué hacemos una vez lleguemos a Galatz?, le pregunté mentalmente.
Debes conseguir que sigan a la caja. Su respuesta llegó pronta y firme. Me ocuparé de que no consigan alcanzarla.
¿Por qué?
Necesito controlar el tiempo y el lugar en el que van a matarme.
Entonces me dijo lo que quería que hiciese.
† † †
Después de reservar habitaciones en el hotel Metropole de Galatz, los demás se dispersaron de inmediato. Unos fueron a visitar al vicecónsul y otros a realizar algunas averiguaciones en los muelles y a hablar con el agente marítimo. Cuando regresaron aquella noche, nos reunimos en la sala del profesor y me contaron lo que habían averiguado.
—El Czarina Catherine está anclado en el puerto —explicó Jonathan—. La caja ha sido descargada por el agente siguiendo las órdenes del señor de Ville de Londres, que le ha pagado generosamente para que la sacara antes del alba a fin de evitar la aduana.
—¡De Ville! —repitió el señor Morris sacudiendo la cabeza—. Otra vez ese hombre… Qué astuto demonio.
—El agente, siguiendo sus indicaciones, entregó la caja a un hombre que tiene tratos con los eslovacos que comercian río abajo hasta el puerto —repuso Seward—. Pero el comerciante fue hallado muerto en un cementerio con la garganta desgarrada y la caja había desaparecido.
—Los lugareños juran que fue asesinado por un eslovaco —explicó Jonathan con amargura—, pero nosotros sabemos que fue el conde quien lo asesinó para cubrir sus huellas.
No fui yo, me dijo Nicolae. ¡Yo intento dejar un rastro que seguir! ¡No deseo cubrir mis huellas! Aquel comerciante era un ladrón. Intentó estafar a mis leales szgany. Aunque, naturalmente, tus amigos me atribuyen esa horrible hazaña a mí.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Seward.
—Debemos pensar —repuso Van Helsing sentándose pesadamente en una silla, con el ceño fruncido de pura concentración—. Por lo que la señora Mina nos ha contado durante su trance hipnótico de esta mañana, sabemos que la criatura sigue dentro de esa caja… que, estoy seguro, va camino del castillo de Drácula.
—¿Por qué el conde permanece en la caja ahora que está de nuevo en su patria? —inquirió lord Godalming—. ¿No podría viajar sin la caja si así lo deseara y retirarse a descansar solo si lo necesitase?
—Tal vez tema que lo descubran —sugirió Jonathan.
—Sí —convino Seward—. Necesita alejarse de la ciudad sin que le vean o le reconozcan. Y esos eslovacos… los lugareños dicen que son unos estúpidos asesinos. Si descubren lo que contiene en realidad la caja, podría suponer el fin del conde.
Ni mucho menos. Los eslovacos que contraté son amigos míos. Han trabajado para mí desde hace generaciones.
—Recuerden que no le gusta la luz de sol —apostilló Morris— y, según todos los informes, últimamente ha hecho buen tiempo.
—Eso es cierto —dijo Van Helsing.
Diles que necesito que alguien me lleve de regreso a mi casa.
—A mí me da la impresión —intervine— de que si el conde sigue dentro de esa caja es porque debe necesitar que alguien le lleve a su hogar. De otro modo, si tuviera poder para moverse a su antojo, lo habría hecho en forma de hombre, lobo, murciélago o algo así.
—Estoy de acuerdo —declaró Van Helsing—. Nuestro problema es que la caja abandonó el barco hace dos días a manos de los eslovacos. Existen numerosas rutas que podrían haber tomado.
¿Dónde se encuentra ahora?
—¿Por qué no vamos directamente al castillo y la esperamos allí? —propuso Jonathan.
El profesor sacudió la cabeza.
—El conde puede optar por salir de la caja, amparado por las nubes o la oscuridad, en cuanto alcance suelo transilvano. No podemos estar seguros de cuándo o dónde tendrá lugar eso. No, debemos interceptarlo cuando esté en camino. Pero ¿dónde y cómo?
Los hombres guardaron silencio, aparentemente demasiado cansados y desanimados para hacer sugerencias.
Ahora.
—¿Me permiten que comparta con ustedes una teoría? —dije.
—Le ruego que lo haga, señora Mina.
—Me parece que todos coincidimos en que la caja transporta al conde de camino a su castillo en Transilvania. La cuestión es: ¿cómo está siendo transportado? He estado dándole vueltas a esto.
—Siga —la instó el profesor.
—Si va por carretera, hay infinitas dificultades: gente curiosa que podría interferir, aduanas y controles de peaje, y existe el peligro añadido de que nosotros, sus perseguidores, podemos seguirlo con facilidad. También podría ir en tren, pero un tren es un espacio cerrado que ofrece pocas posibilidades de escapar. Creo que es más seguro y discreto ir por agua.
—¿Por agua? —repitió Jonathan irguiéndose en su silla con gran interés—. ¿Quieres decir por el río?
—Sí. Lo cual encaja también con la teoría de que necesita que alguien le lleve. Dijo que durante el trance de esta mañana oí vacas mugiendo y madera crujiendo. Esos sonidos tendrían lógica si la caja del conde estuviera en una barca en el río. He examinado el mapa. —Desplegué el mapa de la región sobre la mesa baja que teníamos delante—. Hay dos ríos que pasan por Galatz en dirección al castillo de Drácula: el Pruth y el Sereth. Este último, en el pueblo de Fundu, confluye con el río Bistritza, que discurre en torno al paso del Borgo. El meandro se acerca tanto al castillo como es posible llegar por agua.
En cuanto mis últimas palabras salieron por mi boca, Jonathan se puso en pie, me tomó en sus brazos y me besó.
—¡Eres maravillosa! —exclamó.
—Nuestra querida señora Mina es, una vez más, nuestra maestra —declaró el profesor, eufórico, mientras los demás me estrechaban la mano—. Volvemos a estar sobre la pista. Nuestro enemigo nos lleva ventaja, pero lo atraparemos. Si lo alcanzamos durante el día, bajo el sol y sobre el agua, la cual no puede cruzar, nuestra misión será un éxito. ¡Y ahora, señores, celebremos nuestro consejo de guerra! Debemos planear qué vamos a hacer cada uno de nosotros.
¿Señores?, espetó Drácula indignado. ¿Cómo? ¿Es que tú no formas parte de ese consejo de guerra? Qué criaturas tan estúpidas.
Luché por reprimir una sonrisa.
Al menos son estúpidos bienintencionados.
Pensé que era interesante que nadie hubiera establecido que mi conexión mental con el conde —que tan útil encontraban mientras estaba bajo hipnosis— podría también utilizarse para obrar en su contra. Resultaba un poco absurdo que Drácula, tanto si era de día como de noche, necesitara o prefiriera permanecer dentro de la caja durante todo el trayecto hasta su castillo, pero a nadie más le pareció sospechoso. Ellos creían ciegamente en la misión que estaban emprendiendo.
† † †
Después mantuvimos una rápida conversación. Lord Godalming se ofreció a alquilar una embarcación a vapor y a remontar el río Sereth. El señor Morris dijo que compraría buenos caballos y seguiría la orilla del río, por si acaso el conde desembarcaba en alguna parte.
No, oí repentinamente la voz de Drácula. No permitas que se separen. El grupo debe permanecer unido o me será demasiado difícil controlarlo.
—Creo que es mucho mejor que sigamos juntos —declaré bruscamente—. La unión hace la fuerza. Sin duda los eslovacos están armados y listos para luchar.
—Sí —repuso Van Helsing—, por eso ningún hombre debe ir solo.
—Pero si mantenemos un solo grupo…
—No, creo que es mejor plan que nos dividamos en facciones —insistió el profesor.
Maldición. No había previsto esto.
El doctor Seward se ofreció inmediatamente a ir con Quincey.
—Estamos acostumbrados a cazar juntos y los dos, bien armados, podemos hacer frente a todo.
—He traído algunos Winchester —dijo el señor Morris—. Son muy útiles a la hora de enfrentarse a una multitud y puede que haya lobos.
—Pero ¿quién irá con Art? —Seward miró a Jonathan mientras hablaba y este me miró a mí. Me daba cuenta de que mi marido estaba indeciso pues, aunque anhelaba unirse a la lucha, también quería quedarse conmigo.
—Amigo Jonathan —dijo el profesor—, debe entrar en acción. Primero, porque es usted joven, valiente y capaz de luchar. Mis piernas no son tan ágiles como antaño y no estoy habituado a manejar armas mortales. Y segundo, porque tiene derecho a destruir a ese monstruo que tanto sufrimiento les ha causado a usted y a los suyos.
No puede negarse que es un hombre elocuente, ¿verdad?, oí decir a Drácula en mi cabeza.
—No podemos arriesgarnos, John —intervino el doctor Seward—. Debemos estar seguros de que la cabeza y el cuerpo del conde sean separados para que no pueda reencarnarse. Su kukri finalmente podría ser necesario.
Eso no suena nada bien.
Jonathan asintió en silencio mientras el profesor proseguía:
—En resumen: mientras lord Godalming y el señor Harker remontan el río en una embarcación de vapor, el doctor Seward y el amigo Quincey vigilarán la orilla a caballo. Quien se tope antes con el conde, a la luz del día, le matará dentro de su caja. Luego todos nos reuniremos en Transilvania, en el castillo de Drácula.
—¿Por qué en el castillo? —preguntó el señor Morris.
—Porque yo voy allí —respondió Van Helsing— para destruir a los ocupantes que quedan en aquel nido de víboras. Y me llevo a la señora Mina conmigo.
¡Santo Dios!
Jonathan se puso en pie de inmediato.
—Profesor, ¿pretende decir que va a arrastrar a Mina a las entrañas de la trampa mortal de ese demonio? ¡Por nada del mundo! ¡No sabe usted lo que es ese lugar! ¡Es una guarida infernal e infame, donde la luna cobra vida para adoptar formas horripilantes que los devorarían a usted… y a ella!
—Ah, amigo mío, voy precisamente para salvar a la señora Mina de tan terrible lugar. ¿Y quién sino ella puede conducirme allí? Usted dijo que lo llevaron al castillo dando un rodeo en la oscuridad y que se marchó presa de una gran angustia mental. ¿Podría encontrar el camino?
—Seguramente no —reconoció ceñudo.
—Con los poderes hipnóticos de la señora Mina, sin duda encontraremos el camino. No la llevaré al interior del castillo. No, eso nunca. Pero hay un truculento trabajo por hacer y he prometido llevarlo a término, amigo Jonathan. ¡Daría mi vida por destruir a aquellos vampiros cuyos ávidos labios sintió usted en su garganta!
Jonathan se dejó caer en la silla, derrotado, al tiempo que un débil sollozo escapaba de su boca.
—Haga lo que guste —dijo con voz suave. Luego me tomó las manos y las besó con fervor—. Pero no dejaré que Mina se adentre desarmada en territorio enemigo. Ese lugar está plagado de lobos.
—Le daremos el arma que elija… y le enseñaremos a usarla.
Es la primera cosa sensata que ha dicho.
Lo siento, Nicolae. He intentado convencerlos para que permanecieran juntos.
No te preocupes. Sin duda eso complicará las cosas… ahora me veré obligado a seguir la pista a tres grupos en camino, además de a la embarcación de los szgany… y me niego a representar mi muerte hasta que Van Helsing esté allí para presenciarla. No sé cómo, pero lograré que funcione.
¿Dónde estás?
En los alrededores. Mina, no podré mantenerme en contacto tan a menudo como ahora. Solo puedo comunicarme cuando tengo forma humana y habrá muchos días y noches en los que deba adoptar otra forma. Pero te prometo que estaré velando por ti.
† † †
Se llevaron a cabo los preparativos pertinentes con mucha rapidez. ¡Es un milagro lo que puede conseguirse con el poder del dinero cuando se utiliza correctamente! Los hombres llevaban consigo un pequeño arsenal. Jonathan se ocupó de que me dieran un revolver de cañón largo que el señor Morris me enseñó a cargar y a utilizar en el campo situado detrás del hotel.
—Nunca he empuñado una pistola en mi vida —reconocí.
—Le cogerá el tranquillo, señora Harker —repuso Morris— y créame que le alegrará tenerla.
Dominé el manejo del arma con sorprendente facilidad. Aunque rogué para no tener que verme obligada a utilizarla, no podía negar que sentí cierta excitación cuando él me colocó aquel frío objeto en la mano… y una emoción aún mayor cuando cargué, amartillé y disparé sucesivamente con el arma a un blanco clavado a un árbol.
Buen disparo, oí que Nicolae me decía con aprobación. Tal vez no necesites mi protección después de todo. Solo un consejo: ten cuidado antes de disparar a lobos o murciélagos. Puedo sangrar… y nunca sabes dónde puedes encontrar un rostro amigo.
Dado que no había tiempo que perder, el señor Morris y el doctor Seward emprendieron su largo viaje aquella misma noche, con intención de quedarse en la orilla derecha del Sereth y seguir sus meandros. Lord Godalming alquiló una vieja embarcación de vapor, la cual podía gobernar fácilmente gracias a la experiencia adquirida tras varios años como propietario de barcos similares.
La hora de partir llegó muy pronto. Una vez delante de la puerta del hotel, Jonathan me miró con afecto.
—Cuide de ella, profesor.
Sentí que me fallaban las fuerzas. La expedición se basaba completamente en mis indicaciones. No tenía una idea clara de lo que Nicolae les tenía reservado a aquellos hombres río arriba, salvo la vaga noción de que pretendía fingir su propia muerte. ¿Y si algo salía mal? Respirando con dificultad recordé de pronto el sueño que había tenido algunas semanas antes, en el que los cuatro hombres se abalanzaban sobre el carro que cargaba con Drácula, dentro de una caja… ¡Y todos morían! ¿Y si Jonathan o alguno de los otros eran heridos?, pensé con los ojos anegados de lágrimas. ¿Y si Nicolae no sobrevivía?
—No quiero ver lágrimas —me ordenó Jonathan mientras me secaba tiernamente las mejillas y también me abrigaba con la capa—. No hasta que esto haya acabado… y solo si son de alegría.
—Te quiero, Jonathan. —Luego le besé—. Ten cuidado.
—Lo haré. Y tú haz lo mismo. No dudes en utilizar ese revolver.
Me besó de nuevo y, acto seguido, se encaminó junto con lord Godalming hacia el río.