VI

El centeno seguía subiendo cuando salieron a almorzar, y el tocino se aguantaba.

Comieron en la cafetería de la fachada dorada. Había el mismo arte dentro que fuera. La comida parecía suntuosa. Peces enteros se enmarcaban en zanahorias, como cuadros, y las ensaladas eran como paisajes en terrazas o pirámides mejicanas; las rebanadas de limón y cebolla y rábanos eran como sol y luna y estrellas; los pasteles de crema tenían casi un pie de espesor, y los pasteles estaban hinchados como si los hubieran cocido en sueños unos hombres dormidos.

—¿Qué va a tomar? —dijo Tamkin.

—No mucho. He desayunado fuerte. Buscaré una mesa. Pídame yogurt y galletas y una taza de té. No quiero gastar mucho tiempo en almorzar.

Tamkin dijo:

—Tiene que comer.

No era fácil encontrar un sitio libre a esa hora. La gente vieja holgazaneaba y cotilleaba tomando el café. Las señoras ancianas iban pintadas de colorete y con maquillaje y sombras, y usaban azul para el pelo y se daban color en los ojos y llevaban bisutería, y muchas de ellas tenían aires orgullosos y se quedaban mirando pasmadas con expresiones que no iban bien con su edad. ¿Ya no había ancianas señoras respetables que hicieran punto y guisaran y cuidaran de sus nietos? La abuela de Wilhelm le ponía un traje de marinero y le hacía saltar en las rodillas, le soplaba la papilla y le decía: «Almirante, tiene usted que comer». Pero ¿para qué servía recordarlo a esas horas tan tardías?

Se las arregló para encontrar una mesa, y el doctor Tamkin llegó con una bandeja cargada de platos y tazas. Traía asado yanqui, lombarda, una gran rodaja de melón y dos tazas de café. Wilhelm ni siquiera pudo tragar su yogur. El pecho le seguía doliendo.

Inmediatamente, Tamkin le enredó en una prolija discusión. ¿Lo hacía para sujetar a Wilhelm e impedirle que vendiera el centeno, o para recobrar el terreno perdido cuando irritó a Wilhelm con sugerencias sobre el carácter neurótico? ¿O no tenía otro propósito sino hablar?

—Oreo que se preocupa demasiado de lo que digan su mujer y su padre. ¿Importan tanto?

Wilhelm contestó:

—Uno puede cansarse de mirarse de arriba a abajo y de tratar de arreglarse. Se puede pasar la segunda mitad de la vida recuperándose de los errores de la primera.

—Creo que su papá me dijo que tenía algún dinero que le iba a dejar.

—Probablemente tiene algo.

—¿Mucho?

—Quién sabe —dijo Wilhelm cautamente.

—Debería pensar bien qué va a hacer con él.

—Quizá esté demasiado débil para cuando lo reciba. Si es que recibo algo.

—Una cosa así, debería planearla cuidadosamente. Invertirlo en propiedades.

Empezó a exponer proyectos por los cuales se compraban bonos, y se usaban los bonos como fianza para comprar otra cosa y así se ganaba el doce por ciento del dinero sin riesgo ninguno. Wilhelm no fue capaz de seguir los detalles. Tamkin dijo:

—Si ahora le hiciera una donación, no tendría que pagar los derechos de herencia.

Agriamente, Wilhelm le dijo:

—A mi padre, su muerte le borra del ánimo todas las demás consideraciones. Me obliga también a pensar en ella. Luego me odia porque lo consigue. Cuando me desespero… claro que pienso en el dinero. Pero no quiero que le ocurra nada. De veras, no quiero que se muera. —Los ojos de Tamkin chispearon malignamente hacia él—. No lo cree usted. Quizá no sea psicológico. Pero palabra de honor. Una broma es una broma, pero yo no quiero bromear sobre cosas como éstas. Cuando se muera, me encontraré robado, sin duda. No tendré ya padre.

—¿Quiere usted mucho a su viejo?

Wilhelm se aferró a eso.

—Claro, claro que le quiero. Mi padre. Mi madre…

Al decir eso, notó un gran tirón en el centro mismo del alma. Cuando un pez pica, se nota en la mano su fuerza viva. Un ser misterioso debajo del agua, impulsado por el hambre, ha picado el anzuelo y se aleja precipitadamente y lucha retorciéndose. Wilhelm no supo identificar qué le hería por dentro. No se revelaba. Se escapó.

Y Tamkin, el enredador de la imaginación, empezó a contar, o a fabricar, la extraña historia de su propio padre:

—Era un gran cantante —dijo—. Nos dejó a los cinco chicos porque se enamoró de una soprano de ópera. Nunca se lo tomé a mal, sino que admiré su modo de seguir el principio vital. Yo quería hacer lo mismo. Por la infelicidad, a cierta edad, el cerebro empieza a retroceder y a morir —(¡verdad, verdad!, pensó Wilhelm)—. Veinte años después, hacía yo experimentos en Eastman Kodak, Rochester, y encontré al viejo. Tenía otros cinco hijos. —(¡Falso, falso!)—. Lloró; estaba avergonzado. Yo no tenía nada contra él. Naturalmente, me sentía distanciado.

—Mi papá también es para mí algo lejano y extraño —dijo Wilhelm, y se puso a cavilar. ¿Dónde está la persona familiar que él solía ser? ¿O que yo solía ser? Catherine… ni se habla ya conmigo, mi propia hermana. Quizá no sea tanto mi apuro como mi confusión lo que hace volver la espalda a papá. Es demasiado. Las ruinas de la vida, y encima de eso, la confusión; el caos y la noche antigua. ¿Es un adiós más fácil para papá si no nos separamos como amigos? Quizá lo haría con ira: «¡Revienta con mi maldición!». ¿Y por qué, preguntó Wilhelm después, tendría que compadecerme él o alguien más; o por qué tendría que ser compadecido yo, y no otro? Mi mente pueril es la que piensa que la gente está dispuesta a darlo sólo porque uno lo necesita.

Entonces Wilhelm empezó a pensar en sus dos hijos y a preguntarse cómo le verían ellos y qué pensarían de él. Ahora mismo tenía una ventaja gracias al baseball. Cuando iba a buscarles, para ir a Ebbets Field, sin embargo, no era él mismo. Adoptaba una fachada, pero se sentía como si hubiera tragado un puñado de arena. La extraña casa familiar, horriblemente incómoda; el perro, Tijeras, se revolcaba sobre el lomo y ladraba y gañía. Wilhelm actuaba como si no hubiera nada extraño, pero le invadía una fatigada pesadez. De camino hacia Flatbush inventaba anécdotas sobre la antigua Pigtown y Charlie Ebbets para los chicos y reminiscencias de las antiguas celebridades, pero resultaba muy penoso. No sabían ellos cuánto le importaban. No. Le hacía mucho daño y le echaba la culpa a Margaret por lanzarlos contra él. Ella quería echarle a perder, mientras se ponía la máscara de la bondad. Allá en Roxbury, tuvo que ir a explicárselo al cura, que no se mostró muy comprensivo. No les importan los individuos: lo primero son sus reglas. Olive decía que se casaría con él fuera de la Iglesia cuando estuviera divorciado. Pero Margaret no le soltaba. El padre de Olive era un viejo muy decente, un osteópata, y comprendía de qué se trataba.

Por fin dijo:

—Oiga, tengo que aconsejar a Olive. Me está preguntando. Yo, por mi parte, soy sobre todo un libre-pensador, pero la chica tiene que vivir en esta ciudad.

Y para entonces Wilhelm y Olive habían tenido muchas dificultades y ella empezaba a temer los días de él en Roxbury, decía. Él temblaba de ofender a aquella chiquilla morena y bonita a quien adoraba. Cuando se levantaba tarde el domingo por la mañana, le despertaba casi llorando porque era tarde para ir a misa. Él trataba de ayudarla a ponerse las ligas y le alisaba la enagua y el traje y hasta le ponía el sombrero con manos temblorosas; luego la llevaba a toda prisa a la iglesia, conduciendo en segunda, con su distracción habitual, y tratando de dar excusas y calmarla. Ella se bajaba a una manzana de distancia de la iglesia para evitar los cotilleos. Aun así, le quería, y se habría casado con él si hubiera obtenido el divorcio. Pero Margaret debía haberlo percibido. Margaret le decía que en realidad él no quería el divorcio; que le tenía miedo. Él gritaba:

—Llévate todo lo que tengo, Margaret. Déjame ir a Reno. ¿No quieres tú casarte otra vez?

No. Ella salía con otros hombres, pero recibía oí dinero de Wilhelm. Vivía para castigarle.

El doctor Tamkin le dijo:

—Su papá está celoso de usted.

Wilhelm sonrió:

—¿De mí? Ésa sí que es buena.

—Claro. La gente siempre tiene celos del hombre que deja a su mujer.

—Ah —dijo Wilhelm, despectivo—. Si se trata de nuestras mujeres, no tendría él que envidiarme.

—Sí, y su mujer le envidia, también. Piensa: Está libre y sale con chicas. ¿Se está haciendo vieja?

—No precisamente vieja —dijo Wilhelm, a quien entristeció la alusión a su mujer. Veinte años antes, con un lindo traje azul de lana, con un sombrero blando hecho de la misma tela… la veía claramente. Él agachó la amarilla cabeza y miró por debajo del sombrero su rostro claro y sencillo, sus vivaces ojos inquietos, su naricita recta, su mandíbula, tan hermosa y dolorosamente clara en su forma. Era un día frío, pero él olía los pinos al sol, en el cañón granítico. Al Sur de Santa Bárbara, fue aquello.

—Tendrá unos cuarenta años —dijo.

—Yo me casé con una fresca —dijo Tamkin—. Una alcohólica lamentable. No la podía llevar a cenar porque decía que iba al lavabo y desaparecía en el bar. Yo les pedía a los camareros que no la sirvieran. Pero la quería mucho. Fue la mujer más espiritual de toda mi experiencia.

—¿Dónde está ahora?

—Se ahogó —dijo Tamkin—. En Provincetown, Cape Cod. Debió ser suicidio. Era así… suicida. Yo intenté todo lo que estaba en mi mano por curarla. Porque —añadió—, mi verdadera vocación es curar. Me siento herido. Sufro por ello. Me gustaría escapar de las enfermedades de los demás, pero no puedo. Sólo estoy en préstamo para mí mismo, por decirlo así. Pertenezco a la humanidad.

¡Embustero!, le llamó Wilhelm por dentro. Asquerosas mentiras. Inventaba una mujer y la liquidaba matándola y luego hablaba de su vocación de curar, y se ponía tan serio que parecía una oveja de mal carácter. Es un impostor hinchado, un farsante de pies malolientes. ¡Un doctor! Un doctor se lavaría. Cree que hace una impresión tremenda, y prácticamente le invita a uno a quitarse el sombrero cuando habla de sí mismo; y se cree que tiene imaginación, pero no la tiene, ni es listo.

Entonces ¿qué hago aquí, y por qué le he dado los setecientos dólares?, pensó Wilhelm.

Ah, ese era su día de echar cuentas. Era un día, pensó, en que, queriéndolo o no, había de mirar de cerca la verdad. Respiró fuerte y su desdichado sombrero bajó sobre su oscuro rostro rubio y congestionado. Un aire grosero. Tamkin era un charlatán, y además estaba desesperado. Y además, Wilhelm lo había sabido siempre. Pero, por lo visto, había pensado, en el fondo de su ánimo, que Tamkin, a lo largo de treinta o cuarenta años, había salido de muchas estrecheces, y que también saldría de esta crisis y le llevaría consigo a la seguridad a él, a Wilhelm.

Y Wilhelm se daba cuenta de que iba montado a espaldas de Tamkin. Eso le hacía notar que había dejado prácticamente el suelo y que cabalgaba sobre el otro. Estaba en el aire. Era Tamkin quien tenía que dar los pasos.

El doctor, si es que era doctor, no parecía apurado. Pero, por otra parte, su rostro no tenía mucha variedad. Hablando siempre de emoción espontánea y de recepciones abiertas a impulsos libres, era tan poco expresivo como un acerico. Cuando le fallaba su hechizo hipnótico, su grueso labio inferior le hacía parecer imbécil. El miedo miraba con fijeza por sus ojos, a veces, con tanta humildad como para hacer sentir compasión por él. Una vez o dos, Wilhelm le había visto esa cara. Como un perro, pensó. Quizá ahora no tenía ese aspecto, pero estaba muy nervioso. Wilhelm lo sabía, pero no podía permitirse reconocerlo con demasiada franqueza. El doctor necesitaba un poco de sitio, un poco de tiempo. No había que apremiarle ahora. Así que Tamkin siguió contando sus cuentos.

Wilhelm se decía: Estoy sobre su espalda… su espalda. Me he jugado setecientos pavos, así que tengo que dar esta cabalgada. Tengo que acompañarle. Es tarde. No me puedo apear.

—Ya sabe —dijo Tamkin—, ese viejo ciego, Rappaport, está casi ciego por completo… es una de las personalidades más interesantes que hay por ahí. ¡Si pudiera lograr que le contara su verdadera historia! Lo que me contó a mí es esto: muchas veces se oye hablar de bígamos con una vida secreta. Pero este viejo nunca le escondió nada a nadie. Es un auténtico patriarca. Bueno, le contaré lo que hizo. Tenía dos familias enteras, separadas por su lado, una en Williamsburg y otra en el Bronx. Las dos mujeres se conocían. La mujer del Bronx era más joven; ahora andará por los setenta. Cuando se hartaba de una mujer, se iba a vivir con la otra. Mientras, llevaba su negocio de pollos en New Jersey. De una mujer tuvo cuatro chicos, y de la otra, seis. Ya son mayores todos, pero nunca han conocido a sus hermanastros, ni quieren. Toda esa patulea está apuntada en la guía de teléfonos.

—No lo puedo creer —dijo Wilhelm.

—Me lo dijo él mismo. ¿Y sabe qué más? Mientras tenía vista, solía leer mucho, pero los únicos libros que leía eran de Theodore Boosevelt. Tenía una colección en cada uno de los sitios donde vivía, y educó a sus chicos con esos libros.

—Por favor —dijo Wilhelm—, no me haga tragar más de esos asuntos, ¿quiere? Tenga la bondad de no…

—Al decirle esto —dijo Tamkin, en una de sus sutilezas hipócritas—, tengo un motivo. Quiero que vea cómo algunos se liberan de los sentimientos morbosos de culpabilidad y siguen sus instintos. De modo innato, la hembra sabe dejar inválido a un hombre enfermándole de culpabilidad. Es una destrucción muy especial, y ella lanza su maldición para dejar a un hombre impotente. Como si dijera: «Si no lo permito, no serás un hombre ya». Pero los hombres como mi viejo papá o el señor Rappaport responden: «Mujer, ¿qué tienes que ver conmigo?». Usted todavía no es capaz. Es un caso a medio camino. Quiere seguir su instinto, pero todavía está demasiado preocupado. Por ejemplo, por sus chicos…

—Oiga, cuidado —dijo Wilhelm, dando pisotones—. ¡Una cosa! No me venga con mis chicos. Déjelos en paz.

—Sólo iba a decirle que están mejor así que con conflictos en la casa.

—Yo estoy privado de mis hijos —Wilhelm se mordió los labios. Era tarde para volverse atrás. La angustia le invadía—. No hago más que pagar. Nunca les veo. Crecen sin mí. Ella les hace a su manera. Les hará que sean mis enemigos. Por favor, no hablemos de eso.

Pero Tamkin dijo:

—¿Por qué la deja que le haga sufrir de ese modo? Eso echa a perder su objetivo originario al dejarla. No le siga el juego. Bueno, Wilhelm, trato de hacerle algún bien. Quiero decirle, no se case con el sufrimiento. Algunos lo hacen. Se casan con él, y duermen y comen con él, como marido y mujer. Si se van con la alegría, creen que es adulterio.

Al oír eso, Wilhelm, a pesar de sí mismo, hubo de admitir que había mucho de cierto en las palabras de Tamkin. Sí, pensó Wilhelm, el sufrimiento es el único tipo de vida que están seguros que pueden tener y si abandonan el sufrimiento, temen que no tendrán nada. Él lo sabe. Esta vez, el impostor sabe de qué habla.

Al mirar a Tamkin, creyó verlo todo eso confesado en su rostro habitualmente baldío. Sí, sí, él también. Cien falsedades, pero una verdad por lo menos. Aullar como un lobo por la ventana, en la ciudad. Nadie puede soportarlo ya. Todo el mundo está tan lleno de ello, que por fin han de proclamarlo.

¡Eso, eso!

Entonces Wilhelm se levantó de repente y dijo:

—Basta ya de eso. Tamkin, volvamos al mercado.

—No he terminado el melón.

—No se preocupe. Ya tenía bastante de comer. Quiero volver.

El doctor Tamkin deslizó las dos cuentas a través de la mesa.

—¿Quién pagó ayer? Me parece que le toca a usted.

Sólo cuando salían de la cafetería recordó claramente Wilhelm que también había pagado ayer. Pero no valía la pena de discutirlo.

Mientras bajaban por la calle, Tamkin insistía en repetir que había muchos dedicados al sufrimiento. Pero dijo a Wilhelm:

—En su caso, soy optimista, y he visto la mar de inadaptaciones. Hay esperanza para usted. Usted no quiere realmente ser destruido. Se esfuerza mucho por conservar abiertos sus sentimientos, Wilhelm. Lo veo. El siete por ciento del país se está suicidando con alcohol. Otro tres por ciento, quizá, con narcóticos. Otro sesenta, simplemente desvaneciéndose en polvo a fuerza de aburrimiento. Otro veinte, han vendido su alma al Diablo. Luego hay un pequeño porcentaje de los que quieren vivir. Ésa es la única cosa importante en todo el mundo de hoy. Son las dos únicas clases de gente que hay. Algunos quieren vivir, pero la gran mayoría no quiere. —Ese fantasioso de Tamkin empezaba a superarse a sí mismo—. No quieren. Si no, ¿por qué éstas guerras? Le diré más. —dijo— El amor a la muerte va a parar a una misma cosa: quieren que uno muera con ellos. Es porque le aman a uno. No se equivoque.

¡Verdad, verdad!, pensó Wilhelm, profundamente emocionado por esas revelaciones. ¿Cómo sabe esas cosas? ¿Cómo puede ser tan farsante, y quizá un enredador, un estafador y entender tan bien lo que da? Creo lo que dice. Simplifica mucho… todo. La gente cae como moscas. Yo intento seguir vivo y me esfuerzo con demasiada intensidad por ello. Eso es lo que me revuelve la cabeza. Este modo de esforzarme deshace su propio objetivo. ¿En qué punto tendría que empezar otra vez? Voy a volver atrás a probar una vez más.

La cafetería distaba sólo unos cien metros de la sala, y en ese breve espacio, Wilhelm volvió otra vez, en gradaciones perceptibles, desde esas amplias consideraciones a los problemas del momento. Cuanto más se acercaba al mercado, más tenía que pensar Wilhelm en el dinero.

Pasaron delante del cine de documentales, donde los andrajosos chicos limpiabotas les persiguieron con sus llamadas. El mismo viejo barbudo con su vendado rostro de mendigo y sus diminutos pies desastrados y la vieja pinza prendida en la funda de violín para demostrar que en otros tiempos había sido concertista, señaló con el arco a Wilhelm diciendo:

—¡Usted!

Wilhelm siguió adelante con ojos preocupados, y dobló cruzando la calle Setenta y dos. En pleno tumulto, la gran corriente de primera hora de la tarde corría por Columbus Circle, donde se abría la boca del centro de la ciudad y los rascacielos reflejaban el amarillo fuego del sol.

Al acercarse a la fachada de piedra pulimentada del nuevo edificio de las oficinas, dijo el doctor Tamkin:

—Vaya, ¿no es el viejo Rappaport el que está junto a la puerta? Creo que debería llevar un bastón blanco, pero nunca quiere reconocer que les pase nada a sus ojos.

El señor Rappaport no se sostenía bien; tenía las rodillas hundidas y su pelvis no llenaba más de la mitad de los pantalones, sostenidos por los tirantes, con grandes aberturas.

Detuvo a Wilhelm con la mano extendida, habiéndole reconocido, no se sabía cómo. Con su profunda voz, le ordenó:

—Lléveme a la tienda de los cigarros.

—¿Me quiere a mí…? ¡Tamkin! —susurró Wilhelm—. Llévele usted.

Tamkin movió la cabeza.

—Le quiere a usted. No rechace al anciano caballero. —Significativamente, añadió en voz más baja—. Este momento es otro ejemplo del «aquí-y-ahora». Tiene usted que vivir en este mismo minuto, y no quiere. Un hombre le pide ayuda. No piense en el mercado. No se le va a escapar. Muestre su respeto al viejo. Adelante. Esto puede ser más valioso.

—Lléveme —dijo otra vez el viejo negociante en pollos.

Muy molesto, Wilhelm arrugó la cara hacia Tamkin. Agarró por el hueso el codo del viejo, grande pero ligero.

—Bueno, vamos allá —dijo—. O espere… quiero echar una mirada al tablero antes, a ver cómo nos va.

Pero Tamkin ya había puesto en marcha al señor Rappaport. Éste andaba, y regañaba a Wilhelm, diciendo:

—No me deje plantado en medio de la acera. Me van a dar un empujón.

—Vamos de prisa. ¡Ea! —apremió Wilhelm, mientras Tamkin entraba en la sala.

El tráfico parecía bajar por Broadway desde el cielo, donde los calientes rayos del sol rodaban desde el sur. Cálidos olores de piedra subían de las verjas del Metro de la calle.

—Esos gamberros jóvenes me preocupan. Tengo miedo a esos chicos portorriqueños, y a esos tipos jóvenes que se drogan —dijo el señor Rappaport—. Andan por ahí enloquecidos.

—¿Gamberros? —dijo Wilhelm—. Fui al cementerio, y el banco de la tumba de mi madre estaba partido. Le hubiera roto el cuello a alguien por ello. ¿A qué tienda va?

—Al otro lado de Broadway. Ese letrero de La Magnita, junto al Automat.

—¿Qué le pasa a la tienda que hay en este lado?

—Que no tienen mi marca, eso es lo que pasa.

Wilhelm lanzó una maldición, pero refrenó las palabras.

—¿De qué habla?

—Esos malditos taxis —dijo Wilhelm—. Quieren atropellar a todo el mundo.

Entraron en la tienda, fresca y olorosa. El señor Rappaport se fue guardando sus grandes cigarros, con mucho cuidado, en diversos bolsillos, mientras Wilhelm gruñía:

—Vamos allá, viejo latoso. ¡Qué personaje más absurdo! El mundo entero está a sus órdenes.

Rappaport no ofreció a Wilhelm ningún cigarro, pero, sosteniendo uno en alto, preguntó:

—¿Qué dice usted del tamaño de éstos, eh? Son cigarros tipo Churchill.

Apenas anda a gatas, pensó Wilhelm. Se le caen los pantalones porque no tiene bastante carne para que se le sujeten. Está casi ciego, y cubierto de manchas, pero este viejo sigue ganando dinero en el mercado. Probablemente está cargado de pasta. Y apuesto a que no les da nada a sus hijos. Algunos tendrán más de cincuenta años. Eso es lo que mantiene a los hombres de cierta edad como niños. Él es el dueño de la pasta. ¡Pensarlo… nada más pensarlo! ¿Quién lo domina todo? Viejos de este tipo. Sin necesidades. No necesitan, y por eso tienen. Yo necesito, y por eso no tengo. Sería demasiado fácil.

—Soy más viejo que el mismo Churchill —dijo Rappaport.

¡Ahora quería hablar! Pero si se le hacía una pregunta en el mercado, no se podía molestar en responder.

—Seguro que sí —dijo Wilhelm—. Ea, vamos allá.

—Yo también fui combatiente, como Churchill —dijo el viejo—. Cuando le zurramos a España, yo estaba en la Marina. Sí, entonces era yo un maldito. ¿Qué tenía que perder? Nada. Después de la batalla de San Juan Hill, Teddy Roosevelt me sacó a patadas de la playa.

—Vamos, cuidado con el bordillo —dijo Wilhelm.

—Yo era curioso y quería ver qué pasaba. No tenía nada que hacer allí, pero tomé una lancha y llegué remando a la playa. Dos de nuestros muchachos habían muerto, y estaban allí tapados con la bandera americana para que no les picaran las moscas. Así que le digo yo al tipo de servicio, el centinela: «Vamos a echar una mirada a estos chicos. Quiero ver qué ha pasado aquí», y dice él: «Ni hablar», pero yo le convencí. Así que apartó la bandera y ahí estaban esos dos chicos, altos, los dos unos caballeros, con las botas puestas. Eran muy altos. Los dos tenían bigotes largos. Eran chicos de la alta sociedad. Creo que uno se llamaba Fish, de allá por el Hudson, una familia importante. Cuando levanto los ojos, ahí estaba Teddy Roosevelt, con el sombrero quitado, y miraba a esos chicos, los únicos que mataron allí. Luego me dice: «¿Qué quiere aquí la Marina? ¿Tiene órdenes?». «No, señor», le digo yo. «Bueno, pues márchese de la playa, al infierno».

El viejo Rappaport estaba muy orgulloso de ese recuerdo.

—Todo lo que decía tenía esa gracia, esa clase. ¡Caray! Le quiero mucho a ese Teddy Roosevelt —dijo—. ¡Sí que le quiero!

¡Ah, lo que es la gente! Casi no está ya con nosotros, y su vida por poco se ha ido, pero T. R. le aulló una vez, y entonces le quiere mucho. Supongo que esto también es amor. Wilhelm sonrió. Así que quizá el resto del cuento de Tamkin era verdad, lo de los diez hijos y las dos mujeres y la lista de teléfonos.

Dijo:

—Vamos, vamos, señor Rappaport —y metió prisa al viejo para volver, empujándole por el gran codo vacío; lo agarraba a través de la delgada tela de algodón. Al volver a entrar en el salón de transacciones, donde, bajo las luces, las cifras saltaban con chasquido de palos de tambor en trozos de madera, más parecido que nunca a un teatro chino, Wilhelm aguzó la mirada para ver el tablero.

Las cifras del tocino eran desconocidas. ¡Ese número no podía ser del tocino! Debían haber puesto las cifras en otras ranuras. Siguió la línea hasta el margen. Había bajado a 0’19, perdiendo veinte puntos desde mediodía. ¿Y qué pasaba con la inversión en centeno? Había vuelto a bajar a su posición de antes, y se habían quedado sin su oportunidad de vender.

El viejo señor Rappaport dijo a Wilhelm:

—Léame mi cifra de trigo.

—Ah, déjeme en paz un momento —dijo, y le escondió del todo la cara al viejo detrás de una mano. Buscaba a Tamkin, la calva de Tamkin, o Tamkin con su sombrero de paja gris y la cinta color cacao. No le veía. ¿Dónde estaba? Los asientos de junto a Rowland estaban ocupados por desconocidos. Se lanzó a un asiento junto al pasillo, el sitio anterior del señor Rappaport, y empujó el respaldo hasta que el nuevo ocupante, un pelirrojo de rostro flaco y decidido, se inclinó adelante para dejar paso sin querer ceder el asiento.

—¿Dónde está Tamkin? —preguntó Wilhelm a Rowland.

—Yo que sé. ¿Pasa algo malo?

—Usted ha tenido que verle. Ha vuelto hace un rato.

—No, pues no le he visto.

Wilhelm, vacilando, sacó un lápiz del bolsillo de arriba de la chaqueta y empezó a echar cuentas. Tenía hasta los dedos agarrotados, y, en su agitación, se equivocaba con las comas y repasaba la resta y la multiplicación como un escolar en un examen. Su corazón, acostumbrado a tantas clases de crisis, ahora estaba en un nuevo pánico. Y, como temía, le habían barrido. No hacía falta preguntárselo al gerente alemán. Veía por sí mismo que la contabilidad electrónica debía haberle eliminado. El gerente probablemente sabía que Tamkin no era de fiar, y desde el primer día le debía haber avisado. Pero no se podía esperar de él que interfiriera.

—¿Le han perjudicado? —dijo el señor Rowland.

Y Wilhelm, con toda frialdad, dijo:

—Bueno, podía haber ido peor, supongo.

Se metió el trozo de papel en el bolsillo con sus colillas y sus píldoras. La mentira le ayudó a salir adelante, aunque, por un momento, temió que se iba a echar a llorar. Pero se endureció. El esfuerzo de endurecerse le causó un dolor violento y vertical por el pecho, como el producido por una bolsa de aire bajo los huesos del cuello. Al viejo millonario de los palios, que para entonces se había enterado de la caída en el centeno y el tocino, también le negó que hubiera ocurrido nada serio.

—Es sólo uno de esos bajones temporales. Nada para asustarse —dijo, y siguió en posesión de sí mismo. Su necesidad de llorar, como un hombre metido en una multitud, daba empujones y sacudidas y le insultaba por detrás, y Wilhelm no se atrevía a volverse. Se dijo: No voy a llorar delante de esta gente. No me da la gana de desplomarme delante de ellos como un chico, aunque no espero volver a verles nunca. ¡No, no! Pero sus lágrimas sin verter subían y subían, y parecía un hombre a punto de ahogarse. Pero cuando le hablaban, contestaba con mucha claridad. Trataba de hablar con ánimos.

—¿…se marcha? —oyó que preguntaba Rowland.

—¿Qué?

—Creí que usted se marcharía también, Tamkin dijo que iba a pasar sus vacaciones de verano en Maine.

—¿Ah, se va?

Wilhelm se despegó y salió a buscar a Tamkin en los lavabos. Al otro lado del pasillo estaba el cuarto donde se alojaba la maquinaria del tablero. Rezongaba y zumbaba como pájaros mecánicos, y unos tubos refulgían en lo oscuro. Un par de negociantes con cigarrillos en la mano tenían una conversación en los retretes. Por encima de la puerta de un retrete se veía sentado un sombrero de paja gris con cinta de color cacao.

—Tamkin —dijo Wilhelm, tratando de identificar los pies por debajo de la puerta—. ¿Está ahí, doctor Tamkin? —dijo, con cólera ahogada—. Contésteme. Soy Wilhelm.

El sombrero bajó, se movió el pestillo y salió un desconocido que le miró con fastidio.

—¿Espera usted? —le dijo uno de los negociantes. Avisaba a Wilhelm de que no estaba en turno.

—¿Yo? Yo no —dijo Wilhelm—. Buscaba a un tipo…

Agriamente irritado, se dijo que Tamkin le iba a pagar por lo menos doscientos dólares, su parte del depósito originario. «Y además, antes de tomar el tren para Maine. Antes de gastar un centavo en vacaciones… ¡ese embustero! Hemos entrado a medias».