V
Pacientemente, en el escaparate de la frutería, un hombre con un cucharón echaba hielo machacado entre sus filas de verduras. También había melones persas, lilas, tulipanes con negro radiante en medio. Los muchos ruidos de la calle regresaban de las oquedades del cielo al cabo de un rato. Al cruzar la marea del tráfico de Broadway, Wilhelm se decía: El motivo de que Tamkin me sermonee es que alguien le ha sermoneado, y el motivo de la poesía es que quiere darme buenos consejos. Todo el mundo parece saber algo. Hasta los tipos como Tamkin. Mucha gente sabe qué hacer, pero ¿cómo pueden hacerlo muchos?
Creía que debía y podía recobrar, y que recobraría, las cosas buenas, las cosas felices, las fáciles cosas tranquilas de la vida. Había cometido errores, pero podía pasarlos por alto. Había sido un imbécil, pero eso se podía perdonar. El tiempo desperdiciado… debía ser abandonado. ¿Qué otra cosa se podía hacer con él? Las cosas eran demasiado complejas, pero podían reducirse otra vez a la tranquilidad. Era posible la recuperación. Pero tenía que marcharse de la ciudad. No, primero tenía que sacar ese dinero… Desde el carnaval de la calle —carritos de mano, acordeón y violín, limpiabotas, mendicidad, el polvo dando vueltas por ahí como una mujer en zancos— entraron al estrecho y atestado teatrillo de la Bolsa de mercancías. Desde la primera fila a la última, lo llenaba la multitud de Broadway. Pero ¿cómo andaba el tocino esa mañana? Desde el fondo de la sala, Wilhelm trató de leer las diminutas cifras. El gerente alemán miraba por sus gemelos. Tamkin se colocó a la izquierda de Wilhelm y le tapó su descollante cabeza calva.
—Este tipo me preguntará por el margen —murmuró.
Sin embargo, pasaron inobservados.
—Mire, el tocino se mantiene en su sitio —dijo.
Los ojos de Tamkin debían ser muy agudos para leer las cifras por encima de tantas cabezas y a esa distancia: otro aspecto en que era insólito.
La sala siempre estaba atestada. Todos hablaban. Sólo delante se podía oír el zumbido de las ruedas detrás del tablero. Noticias en teletipo cruzaban por la pantalla iluminada de arriba.
—El tocino. ¿Y qué hay del centeno? —dijo Tamkin, poniéndose de puntillas. Ahí era un hombre diferente, activo e impaciente. Separaba a la gente que se le ponía por delante. Su rostro se volvía con decisión, y a los lados de la boca se le formaban extrañas bolsas sobre el bigote. Ya señalaba a Wilhelm la aparición de una nueva forma en el tablero.
—Hoy hay algo que se ha animado —dijo.
—Entonces ¿por qué tardó tanto en desayunar? —dijo Wilhelm.
No había asientos reservados en la sala, sino sólo por costumbre. Tamkin siempre se sentaba en segunda fila, en el lado de mercancías del pasillo. Algunos conocidos le habían reservado asientos con los sombreros.
—Gracias, gracias —dijo Tamkin, y explicó a Wilhelm—: Lo arreglé ayer.
—Fue una buena idea —dijo Wilhelm. Se sentaron.
Con las manos cruzadas, junto a la pared, estaba sentado un viejo negociante chino con chaqueta de carranclán. Suave y gordo, llevaba un sombrero blanco Vandyke. Un día, Wilhelm le había visto por Riverside Drive empujando dos niñas en un cochecito: sus nietas. Luego había dos mujeres en la cincuentena, que se suponía que eran hermanas, listas y astutas ganadoras de dinero, según Tamkin. Nunca le decían ni palabra a Wilhelm. Pero solían charlar con Tamkin. Tamkin hablaba con todo el mundo.
Wilhelm se sentaba entre el señor Rowland, algo entrado en años, y el señor Rappaport, que era muy viejo. Ayer le había dicho Rowland que el año 1908, cuando él estudiaba en Harvard, su madre le regaló veinte acciones siderúrgicas por su cumpleaños, y entonces empezó a leer las noticias financieras y nunca había ejercido la abogacía sino que, en lugar de eso, había seguido el mercado durante el resto de su vida. Ahora especulaba sólo en soja, de la que había hecho su especialidad. Con su método prudente, decía Tamkin, sacaba doscientos por semana en limpio. Nada de particular, pero además era soltero, jubilado y no necesitaba dinero.
—Sin familia a su cargo —dijo Tamkin—. No tiene los problemas que usted y yo.
¿Tenía Tamkin familia a su cargo? Había tenido todo lo que era posible que tuviera un hombre: ciencia, griego, química, poesía, y ahora también familia a su cargo. Quizá aquella chica guapa con epilepsia. Muchas veces decía que era una niña pura, maravillosa, espiritual, sin conocimiento del mundo. Él la protegía, y, si no mentía, la adoraba. Y si se estimulaba a Tamkin creyéndole, o incluso si uno se contenía y no le preguntaba, sus insinuaciones se hacían más atrevidas. A veces decía que le pagaba a ella las lecciones de música. A veces parecía haber pagado la expedición cinematográfica de su hermano al Brasil. Y hablaba de pagar la manutención del hijo huérfano de una novia que se le murió. Esas insinuaciones, hechas sordamente como apartes, a fuerza de repetirse llegaban a ser pretensiones sensacionales.
—Para mí mismo, no necesito mucho —decía Tamkin—. Pero uno no puede vivir para sí mismo sólo, y necesito dinero para ciertas cosas importantes. ¿Qué calcula usted que necesita tener, para ir pasando?
—No menos de quince, impuestos aparte. Eso es para mi mujer y los dos chicos.
—¿No hay nadie más? —decía Tamkin con astucia casi cruel. Pero su aspecto se hizo más comprensivo cuando Wilhelm tropezó, no queriendo recordar otro dolor.
—Bueno… sí que había. Pero no era asunto de dinero.
—¡Yo tendría esperanzas! —dijo Tamkin—. Si el amor es amor, es por nada. Quince, no es demasiado para que se lo pida a la vida un hombre de su inteligencia. Los locos, los delincuentes empedernidos y los asesinos tienen millones para derrochar.
Queman el mundo: petróleo, carbón, madera y el suelo mismo, y hasta chupan el aire y el cielo. Consumen sin devolver ningún beneficio. Un hombre como usted, con humildad ante la vida, que quiere sentir y vivir, tiene apuros… no queriendo —dijo Tamkin con su aire de paréntesis— cambiar una onza de alma por una libra de influjo social… nunca saldrá adelante sin ayuda en un mundo como éste. Pero no se preocupe. —Wilhelm se aferró a esa seguridad—. No tiene por qué preocuparse. Fácilmente superaremos su cifra.
El doctor Tamkin consoló a Wilhelm. Muchas veces dijo que había ganado hasta mil por semana en mercancías. Wilhelm había examinado los recibos, pero hasta ese momento no se le había ocurrido nunca que también debía haber facturas negativas; sólo le había enseñado las positivas.
—Pero quince no es una cifra ambiciosa —le decía Tamkin—. Para eso, no tiene que consumirse viajando, tratando con gente estrecha de miras. A muchos de ellos, además, no les gustan los judíos, supongo.
—No puedo permitirme el lujo de fijarme en eso. Cuando tengo mi ocupación, soy afortunado. Tamkin, ¿de veras cree que puede salvar nuestro dinero?
—Ah, se me había olvidado indicarle lo que hice ayer antes del cierre: ya ve, cancelé uno de los contratos del tocino y compré un resto de centeno para diciembre. El centeno ha subido ya tres puntos y quita un poco del bajón. Pero el tocino subirá también.
—¿Dónde? Dios mío, sí, tiene razón —dijo Wilhelm, afanoso, y se puso de pie para mirar. Nuevas esperanzas le animaban el corazón—. ¿Por qué no me lo dijo antes?
Y Tamkin, sonriendo como un mago benévolo, dijo:
—Tiene que acostumbrarse a tener confianza. La baja del tocino no puede durar. Y fíjese simplemente en los huevos. ¿No predije que ya no podían bajar más? No hacen más que subir. Si hubiéramos tomado huevos, ya estaríamos muy adelante.
—Entonces ¿por qué no los tomamos?
—Estuvimos a punto. Hice una orden de compra a 0,24, pero empezaron a subir a 0,26 y cuarto y lo perdimos por poco. No se preocupe. El tocino volverá al nivel del año pasado.
Quizá. Pero ¿cuándo? Wilhelm no podía permitir a sus esperanzas que crecieran demasiado. Sin embargo, durante un poco de tiempo podría respirar con más facilidad. Las negociaciones de fin de la mañana se ponían activas. Los relucientes números zumbaban en el tablero, que sonaba como una gran jaula de pájaros artificiales. El tocino fluctuaba entre dos puntos, pero el centeno subía lentamente.
Cerró sus tensos ojos, tan afanosos, por un momento e inclinó su cabeza de Buda, demasiado grande para sufrir tales incertidumbres. Durante unos momentos de tranquilidad se sintió trasladado a su jardincillo de Roxbury.
Absorbía el azúcar de la mañana pura.
Oía las largas frases de los pájaros.
Ningún enemigo perseguía su vida.
Wilhelm pensó: Me marcharé de aquí. Ya no tengo por qué estar más en Nueva York. Y suspiró como si durmiera.
Tamkin dijo: —Perdone—, y dejó el asiento. No podía seguir quieto en el salón, sino que pasó de un lado a otro, entre la sección de mercancías y la de títulos. Conocía a docenas de personas y a cada momento se metía en discusiones. ¿Daba consejo, reunía información, o la daba, o ejercía… la misteriosa profesión que practicara? ¿Hipnotismo? Quizá podía poner en trance a la gente mientras hablaba con ellos. Qué pájaro raro y extraño era, con esos hombros en punta, esa cabeza calva, esas uñas sueltas, casi garras, y esos ojos pardos, suaves, mortales, pesados.
Hablaba de cosas que importaban, y como eso lo hacía muy poca gente, era capaz de pillarle a uno por sorpresa, excitarle y conmoverle. Quizá quería hacer algo bueno, quizá quería elevarse a un nivel más alto, quizá creer en sus propias profecías, quizá tocar su propio corazón. ¿Quién podía decirlo? Había reunido un montón de ideas extrañas; Wilhelm sólo podía sospechar, pero no decir con seguridad que Tamkin no las había hecho suyas.
Ahora Tamkin y él hacían una inversión por igual, pero Tamkin sólo había puesto trescientos dólares. Supongamos que eso no lo hiciera una vez sólo sino cinco veces; entonces una inversión de mil quinientos dólares le daba cinco mil con que especular. Si en todos los casos tenía poderes, podía trasladar el dinero de una cuenta a otra. No. Probablemente el alemán no le perdía de vista. Sin embargo, era posible. Cálculos así ponían enfermo a Wilhelm. Evidentemente, Tamkin era un enredador. Pero ¿cómo se las arreglaba? Debía tener más de cincuenta años. ¿Cómo se mantenía? Cinco años en Egipto; Hollywood antes; Michigan; Ohio; Chicago. Un hombre de cincuenta años lleva por lo menos treinta manteniéndose a sí mismo. Se podía estar seguro de que Tamkin nunca había trabajado en una fábrica ni en una oficina. ¿Cómo se las arreglaba? Tenía muy mal gusto para vestir, pero no compraba cosas baratas. Llevaba camisas de pana o de terciopelo de Clyde, corbatas pintadas, calcetines rayados. Envolvía su persona un olor ligeramente ácido o añejo; para ser médico, no se bañaba mucho. Además, el doctor Tamkin tenía un buen cuarto en el Gloriana, y desde hacía cerca de un año. Pero también Wilhelm era huésped, con su cuenta sin pagar ahora en la casilla de su padre. ¿Le pagaba la chica guapa de las faldas y los cinturones? ¿Estafaba a sus llamados clientes? No se podían hacer tantas preguntas imposibles de responder sobre un hombre honrado. Ni quizá tampoco sobre un hombre cuerdo. Entonces ¿Tamkin era un loco? Aquel señor Perls tan enfermo había dicho en el desayuno que no había ningún modo fácil de distinguir a los cuerdos de los locos, y tenía razón en eso, en cualquier ciudad grande, y especialmente en Nueva York, el fin del mundo, con su complejidad y su maquinaria, sus ladrillos y tuberías, sus cables y piedras, sus agujeros y alturas. ¿Y estaba loco allí todo el mundo? ¿Qué clase de gente se veía? Uno sí y otro no, hablaban lenguajes completamente propios, organizados a fuerza de pensar por su cuenta: cada cual con sus propias ideas y sus maneras peculiares. Si uno quería hablar de un vaso de agua, había que empezar retrocediendo hasta Dios en la creación de cielos y tierra; la manzana; Abraham, Moisés y Jesús; Roma; la Edad Media; la pólvora; la Revolución; vuelta a Newton, y luego hasta Einstein; luego la guerra y Lenin y Hitler. Después de pasar revista a eso y de arreglarlo todo otra vez, uno podía pasar a hablar de un vaso de agua. «Me desmayo: por favor, un poco de agua». Aun entonces, hacía falta suerte para hacerse entender. Y eso ocurría una y otra vez con todos los que se conocían. Había que traducir y traducir, explicar y explicar, de acá para allá, era el mismo castigo del infierno no entender, no ser comprendido, no distinguir a los locos de los cuerdos, los juiciosos de los tontos, los jóvenes de los viejos y los enfermos de los sanos. Los padres no eran padres ni los hijos eran hijos. Había que hablar con uno mismo y razonar con uno mismo por la noche. ¿Quién más había con quien hablar en una ciudad como Nueva York?
Un aire extraño invadió el rostro de Wilhelm, con los ojos vueltos hacia arriba y la boca silenciosa con su alto labio superior. Fue varios grados más allá: cuando uno está así, imaginando que todo el mundo está proscrito, uno se da cuenta de que eso debe ser un asunto sin importancia. Hay una corporación más amplia, y a uno no se le puede separar de ella. El vaso de cristal se desvanece. No pasa de la simple a y la simple b a la gran x e y ni importa que uno esté de acuerdo sobre el vaso, sino que por debajo de tales detalles, lo que Tamkin llamaba el alma de verdad, dice a todo el mundo cosas sencillas y comprensibles. Allí los hijos y padres son ellos mismos, y un vaso de agua es sólo un adorno: hace un aro de claridad en el mantel; es una boca de ángel. Allí se puede encontrar la verdad para todo el mundo; y la confusión es sólo… temporal, pensó Wilhelm.
La idea de esa corporación más amplia se le había metido dentro unos días antes, más abajo de Times Square, cuando había ido al centro a buscar billetes para el partido de baseball del sábado (de campeonato, en los Polo Grounds). Pasaba por un pasillo del Metro, un sitio que siempre había detestado y ahora detestaba más que nunca. En las paredes, entre anuncios, había palabras en tiza: «No Pecar Más» y «No Os Comáis El Cerdo», eran las que más le habían llamado la atención. Y en el túnel oscuro, en la prisa, el calor y la oscuridad que desfiguran y hacen monstruos y fragmentos de nariz y ojos y dientes, de repente, sin buscarlo, surgió en el pecho de Wilhelm un amor universal hacia toda aquella gente imperfecta y de aspecto tan sórdido. Los amaba. A todos y a cada uno los amaba. Eran sus hermanos y hermanas. El también era imperfecto y desfigurado, pero ¿qué importaba eso si estaba unido a ellos por esa llamarada de amor? Y, mientras andaba, empezó a decir: «Ah hermanos míos… hermanos y hermanas», bendiciéndoles y bendiciéndose a sí mismo.
Así ¿qué le importaba cuántos lenguajes había, o qué difícil fuera describir un vaso de agua? ¿O importaba que unos minutos después no sintiera nada de hermano hacia el hombre que le vendió los billetes?
Esa mismísima tarde, ya no tenía tan alta opinión de esa invasión de benevolencia amorosa. ¿En qué paraba aquello? Como tenían la capacidad y debían usarla alguna vez, la gente había de tener tales sentimientos involuntarios. Era sólo otra de esas cosas del Metro. Como una apretura al azar. Pero hoy, su día de echar cuentas, consultó la memoria otra vez y pensó: Tengo que volver a eso. Ésa es la clave justa y quizá es lo que me haga mayor bien. Algo muy grande. La verdad, a lo mejor.
El viejo de su derecha, el señor Rappaport, estaba casi ciego y no hacía más que preguntarle:
—¿Qué nueva cifra hay para el trigo de noviembre? Déme también la soja de julio.
Al decírselo no daba las gracias. Decía, en cambio: —Muy bien—, o —Compruébelo—, y se volvía hasta que le necesitaba otra vez. Era muy viejo, más viejo que el doctor Adler, y, de creer a Tamkin, en otro tiempo había sido el Rockefeller del negocio de los pollos y se había retirado con una amplia fortuna.
Wilhelm tenía una sensación rara sobre la industria de los pollos, que era algo siniestro. Por la carretera, a menudo pasaba junto a granjas avícolas. Esos grandes edificios de madera destartalada saliendo en los campos abandonados, eran como cárceles. Las luces estaban encendidas toda la noche en ellos para estafar a las pobres gallinas haciéndolas poner. Luego, la matanza. Si se amontonaran todas las jaulas de los asesinados, en una semana subirían más que el Monte Everest o el Monte de Serenidad. La sangre, llenando el Golfo de Méjico. La caca de pollo, ácida, quemando la tierra.
¡Qué viejo, viejo, era ese señor Rappaport! Manchas purpúreas se sepultaban en la carne de su nariz, y el cartílago de su oído se retorcía como una col. Sin remedio de gafas, sus ojos eran ahumados y marchitos.
—Léame ahora esa cifra de la soja, muchacho —dijo, y Wilhelm lo hizo. Pensaba que quizá el viejo le podía dar un consejo, o alguna indicación útil o información sobre Tamkin. Pero no. No hacía más que tomar apuntes en un bloc, que se metía en el bolsillo. No dejaba ver a nadie lo que había escrito. Y Wilhelm pensó que así era como tenía que actuar un hombre que se había enriquecido asesinando millones de animales, de pollitos. Si había una vida futura, tendría que responder de la muerte de todos esos pollitos. ¿Y si todos estaban esperando? Pero si había una vida futura, todo el mundo tendría que responder. Pero si había una vida futura, los mismos pollos se encontrarían muy bien.
¡Bueno! ¡Qué ideas tan estúpidas tenía aquella mañana! ¡Uf!
Finalmente, el viejo Rappaport dirigió unas pocas observaciones a Wilhelm. Le preguntó si había reservado su asiento en la sinagoga para Yom Kippur.
—No —dijo Wilhelm.
—Bueno, mejor será que se dé prisa si espera decir Yiskor por sus padres. Yo nunca me lo pierdo.
Y Wilhelm pensó: Sí, supongo que debería decir una oración por madre de vez en cuando. Su madre había sido de la congregación de la Reforma. Su padre no tenía religión. En el cementerio, Wilhelm había pagado a un hombre para que dijera una oración por ella. Estaba entre las tumbas y quería que le dieran una propina por decir El molai rachamin, «Tú, Dios de misericordia», creía Wilhelm que significaba eso. B’gan Aden «en el Paraíso». Cantando, les salía B’gan Ey-den. El banco roto junto a la tumba le hizo desear hacer algo. Wilhelm rezaba a menudo a su modo. No iba a la sinagoga pero de vez en cuando realizaba ciertas devociones, según sus sentimientos. Ahora reflexionó: A ojos de papá, soy un judío como no hay que ser. No le gusta cómo actúo. Sólo él es un judío como es debido. Seas lo que seas, siempre resultas ser como no es debido.
El señor Rappaport gruñó y chupó su largo cigarro, y el tablero zumbó como un enjambre de abejas eléctricas.
—Puesto que usted tuvo negocio de pollos, creí que especularía en huevos, señor Rappaport.
Wilhelm, con su cálida risa jadeante, trataba de hechizar al viejo.
—Ah, sí. Lealtad, ¿eh? —dijo el viejo Rappaport—. Tendría que seguir con ellos. He pasado mucho tiempo entre pollos. Llegué a ser experto en el sexo de los pollos. Cuando salen los pollos, hay que distinguir los machos de las hembras. No es fácil. Se necesita una experiencia larga, muy larga. ¿Cree que es una broma? Toda una industria depende de eso. Sí, de vez en cuando, compro un contrato de huevos. ¿Qué tiene hoy usted?
Wilhelm dijo, ansioso:
—Tocino. Centeno.
—¿Comprar? ¿Vender?
—He comprado.
—Uh —dijo el viejo.
Wilhelm no pudo decidir qué quería decir con eso. Pero, por supuesto, no se podía esperar que hablara más claro. No entraba en código darle información a nadie. Enfermo de deseo, Wilhelm esperó que el señor Rappaport hiciera una excepción en su caso. ¡Sólo por esta vez! Porque era algo crítico. Silenciosamente, por una especie de concentración telepática, rogó al viejo que dijera la palabra única que le salvaría, que diera la señal más estricta. «Ah, por favor, por favor, ayúdeme», casi dijo. ¡Si Rappaport cerrara un ojo, o echara la cabeza a un lado, o levantara el dedo y señalara una columna o una cifra en su bloc! ¡Una indicación, una indicación!
Una larga ceniza perfecta se formaba en el extremo del cigarro; el blanco espectro de la hoja con todas sus venas y su leve aroma punzante. El viejo no le hacía caso, aun con toda su hermosura. Pues era hermosa. Wilhelm tampoco le hizo caso. Entonces le dijo Tamkin:
—Wilhelm, mire el salto que acaba de dar nuestro centeno.
El centeno de diciembre subió tres puntos mientras observaban en tensión: las cifras corrían y las luces de la máquina zumbaban.
—Un punto y medio más, y podremos cubrir las pérdidas del tocino —dijo Tamkin. Le enseñó los cálculos en el margen del Times.
—Creo que debería dar ahora la orden de venta. Salgamos con una pequeña pérdida.
—¿Salir ahora? Ni hablar.
—¿Por qué no? ¿Por qué tenemos que esperar?
—Porque —dijo Tamkin con aire sonriente, casi abiertamente despectivo—, hay que conservar los nervios cuando el mercado empieza a ir a alguna parte. Entonces es cuando se puede hacer algo.
—Yo saldría cuando las cosas marchan bien.
—No, no debe perder la cabeza de ese modo. A mí me parece evidente cuál es el mecanismo, allá en el mercado de Chicago. Hay una reserva escasa de centeno en diciembre. Mire, acaba de subir otro cuarto. Debemos aprovecharnos.
—Estoy perdiendo mi afición a jugar —dijo Wilhelm—. Uno no se puede sentir seguro cuando sube tanto. Está expuesto a bajar igual de prisa.
Secamente, como si tratara con un niño, Tamkin le dijo, en tono de paciencia fatigada:
—Escuche, Tommy. He hecho un diagnóstico exacto. Si lo desea, puedo dar la orden de venta. Pero esta es la diferencia entre lo sano y lo patológico. Uno es objetivo, y no cambia de opinión a cada momento, y disfruta del elemento de riesgo. Pero no es así el carácter neurótico. El carácter neurótico…
—¡Maldita sea, Tamkin! —dijo Wilhelm, con aspereza—. Déjese de eso. No me gusta. No se ponga a pensar en mi carácter. No me coloque más de esas cosas. Le digo que no me gusta.
Tamkin, entonces, no siguió con eso: se echó atrás.
—Quería decir —dijo, más suave—, que, como agente de ventas, usted es básicamente un tipo artístico. El vendedor está en la esfera visionaria de la función de los negocios. Y además, usted es actor, también.
—No importa qué tipo sea yo…
Una dulzura enojada, pero débil, subió por la garganta de Wilhelm. Tosió como si tuviera la gripe. Hacía veinte años que había aparecido en la pantalla como extra. Tocaba la gaita en una película llamada Annie Laurie. Annie había ido a avisar al joven Laird; él no la quería creer y llamó a los gaiteros para que la echasen al agua. Se burlaba de ella mientras retorcía las manos. Wilhelm, con falda escocesa, las piernas al aire, soplaba y soplaba y soplaba sin que saliera una nota. Por supuesto, toda la música estaba grabada. Cayó enfermo con gripe después de eso, y todavía seguía sufriendo a veces de debilidad de pecho.
—¿Se le ha metido algo en la garganta? —dijo Tamkin—. Creo que quizá está usted demasiado agitado para pensar con claridad. Debería probar algunos de mis ejercicios mentales de «aquí y ahora». Eso le evita pensar tanto en el futuro y en el pasado, y reduce la confusión.
—Sí, sí, sí, sí —dijo Wilhelm, con los ojos fijos en el centeno de diciembre.
—La Naturaleza no conoce más que una cosa, que es el presente. El presente, el presente eterno, como una enorme ola, gigante, inmensa, colosal, clara y hermosa, llena de vida y muerte, subiendo al cielo, erguida en los mares. Hay que acompañar lo efectivo, el Aquí-y-Ahora, la gloria… —… debilidad de pecho, seguía el recuerdo de Wilhelm. Margaret le cuidó. Tenían dos cuartos con muebles, que luego les embargaron. Ella se sentaba en la cama a leerle. Él la hizo leer días y días, y ella leía cuentos, poesías, todo lo que había en la casa. Él se sentía aturdido, ahogado cuando trataba de fumar. Le hicieran ponerse camiseta de franela.
¡Ven entonces, Tristeza!
¡Dulcísima Tristeza!
¡En mi pecho te arrullo, igual que a un niño mío!
¿Por qué recordaba eso? ¿Por qué?
—Tiene que sacar algo que esté en lo efectivo, en el momento presente inmediato —dijo Tamkin—. Y dígase a usted mismo, aquí-y-ahora, aquí-y-ahora, aquí-y-ahora. «¿Dónde estoy?». «Aquí» «¿Cuándo?» «Ahora». Tome un objeto o una persona. Cualquiera. «Aquí y ahora veo un hombre sentado en una silla». Tómeme a mí, por ejemplo. No deje vagar su mente. «Aquí y ahora veo un hombre en traje pardo. Aquí y ahora veo una camisa de pana». Tiene que concentrarlo, un objeto por cada vez, sin dejar que se dispare su imaginación. Esté en el presente. Capte la hora, el momento, el instante.
¿Trata de hipnotizarme o de engañarme?, se preguntó Wilhelm. ¿Quiere que deje de pensar en vender? Pero aunque vuelva a los setecientos dólares, ¿dónde estoy entonces?
Como en oración, con los párpados bajando con venas hinchadas, en resalte, sobre sus significativos ojos, Tamkin dijo:
—Aquí y ahora veo un botón. Aquí y ahora veo el hilo que sujeta el botón. Aquí y ahora veo el hilo verde.
Pulgada a pulgada, se contempló, para mostrar a Wilhelm qué tranquilo le dejaba a él. Pero Wilhelm oía la voz de Margaret que leía algo de mala gana:
¡Ven entonces, Tristeza!
..............................
Yo pensaba dejarte,
yo pensaba engañarte,
pero ahora eres tú quien más amo en el mundo.
Entonces la vieja mano del señor Rappaport le apretó el muslo diciendo:
—¿Qué hay de mi trigo? Esos malditos tipos me cierran el camino. No veo.