II
El correo.
El empleado que se lo dio no se interesó por el aspecto que tuviera esa mañana. Sólo le lanzó una ojeada por debajo de las cejas, hacia arriba, mientras las cartas cambiaban de mano. ¿Por qué iba a desperdiciar cortesías con él la gente del hotel? Tenían su número. El empleado sabía que, junto con las cartas, le daba la cuenta del hospedaje. Wilhelm tomó un aire que le distanciaba de todas esas cosas. Pero era un mal asunto. Para pagar la cuenta tendría que sacar dinero de su cuenta en la empresa de inversiones, y la cuenta estaba vigilada a causa de la baja del tocino. Según las cifras del Tribune, el tocino todavía estaba a veinte puntos por debajo del nivel del año pasado. Había apoyos gubernamentales a los precios. Wilhelm no sabía cómo funcionaban pero suponía que el granjero estaba protegido y que la S. E. C. no perdía de vista el mercado y por tanto creía que el tocino volvería a subir y todavía no estaba muy preocupado. Pero mientras tanto, su padre ya podía haberse ofrecido a cargar con su cuenta del hotel. ¿Por qué no lo hacía? Veía los apuros de su hijo: podía ayudarle fácilmente. ¡Qué viejo egoísta era! ¡Qué poco representaría para él, y cuánto para Wilhelm! ¿Dónde tenía el corazón ese viejo? Quizá, pensó Wilhelm, he sido sentimental en el pasado y he exagerado su bondad; la cálida vida familiar. Quizá nunca la hubo.
No hacía mucho que su padre le había dicho con su habitual aire afable y bromista:
—Bueno, Wilky, aquí estamos otra vez bajo el mismo techo, al cabo de tantos años.
Wilhelm se alegró por un momento. Por fin hablarían de los viejos tiempos. Pero también se puso en guardia contra las insinuaciones. ¿No decía su padre: «¿Por qué estás aquí en un hotel conmigo, y no en tu casa de Brooklyn con tu mujer y tus dos chicos?»? No eres viudo ni soltero. Me has traído todos tus enredos. ¿Qué esperas que haga con ellos?».
Así Wilhelm estudió un poco la observación y luego dijo:
—El techo está a veintiséis pisos. Pero ¿cuántos años hace?
—Eso es lo que te preguntaba.
—Vaya, papá, no estoy seguro. ¿No fue el año en que murió mamá? ¿Qué año fue ése?
Hizo la pregunta con un ceño inocente en su cara rubia tostada, de manzana Golden Grimes. ¡Qué año fue ése! Como si no supiera el año, el mes, el día y aun la hora de la muerte de su madre.
—¿No fue mil novecientos treinta y uno? —dijo el doctor Adler.
—¿Ah, sí? —dijo Wilhelm.
Y al ocultar la tristeza y la abrumadora ironía de la pregunta, se estremeció nerviosamente y agitó la cabeza y se tocó rápidamente las puntas del cuello.
—¿Sabes? —dijo su padre—. Tienes que darte cuenta de que la memoria de un viejo ya no va siendo de fiar. Fue en invierno, de eso estoy seguro. ¿Mil novecientos treinta y dos?
Si, era un siglo. No hagas cuestión de eso, se aconsejó Wilhelm. Si fueras a preguntar al viejo doctor en qué año había entrado de internó, te lo diría con exactitud. De todos modos, no hagas cuestión de ello. No riñas con tu padre. Ten compasión de los fallos de un viejo.
—Creo que el año fue más cerca de mil novecientos treinta y cuatro, papá —dijo.
Pero el doctor Adler pensaba. ¿Por qué demonios no puede estarse quieto cuando hablamos? O se sube y se baja los pantalones por los bolsillos o sacude los pies. Un montón de tics, empieza a ser. Wilhelm tenía la costumbre de mover los pies atrás y adelante como si, entrando apresurado en una casa, tuviera que limpiarse primero los zapatos en un felpudo. Luego dijo Wilhelm:
—Sí, aquello fue el principio del fin, ¿no es verdad, padre?
Wilhelm a veces asombraba al doctor Adler. ¿Principio del fin? ¿El fin de quién? ¿El fin de la vida de familia? El viejo quedó desconcertado, pero no quiso dejar oportunidad a Wilhelm para que introdujera sus quejas. Había llegado a saber que era mejor no recoger los extraños desafíos de Wilhelm. Así que se limitó a asentir agradablemente, pues era un maestro en el comportamiento en sociedad, y dijo:
—Fue una terrible desgracia para todos nosotros.
Pensó: ¿A qué viene que se me queje a mí de la muerte de su madre?
Habían estado frente a frente, cada cual declarándose silenciosamente a su manera. Era eso: no era el principio del fin, de algún fin.
Sin darse cuenta de nada raro al hacerlo, pues lo hacía siempre, Wilhelm había quitado lo quemado del cigarrillo, pellizcándolo, y se había echado la colilla en el bolsillo, donde había muchas más. Mientras él miraba pasmado a su padre, el meñique de la mano izquierda le empezó a oscilar y a temblar: de eso tampoco se daba cuenta.
Y sin embargo, Wilhelm creía que, si se hubiera ocupado de ello, podría tener unos modales perfectos y aun distinguidos, superando a su padre. A pesar de la ligera estropajosidad de su pronunciación —se convertía casi en tartamudez cuando empezaba la misma frase varias veces en su esfuerzo por eliminar el sonido borroso— podía ser elocuente. Si no, nunca hubiera sido un buen vendedor. También afirmaba ser un buen oyente. Cuando escuchaba, apretaba la boca y hacía girar los ojos, pensativo. Pronto se cansaba y empezaba a lanzar breves respiros, impacientes y sonoros, y decía: «Ah sí… sí… absolutamente de acuerdo». Cuando se veía obligado a discrepar, declaraba: «Bueno, no estoy seguro. Realmente, yo no lo veo así. No me parece muy claro». Nunca le gustaba herir los sentimientos de nadie.
Pero en conversación con su padre, tendía a perder el dominio de sí mismo. Después de cualquier conversación con el doctor Adler, Wilhelm solía sentirse insatisfecho, y su insatisfacción alcanzaba su mayor intensidad cuando discutían asuntos de familia. Al parecer, él había tratado de ayudar al viejo a recordar una fecha, pero en realidad su intención había sido decirle: «Tú quedaste libre cuando murió mamá. Querías olvidarla. También querías librarte de Catherine. Y de mí también. No engañas a nadie…». Y mientras Wilhelm se empeñaba en transmitir eso, el viejo no lo recibía. Al fin él quedó luchando, mientras su padre parecía impertérrito.
Y entonces, una vez más, Wilhelm se había dicho: «¡Pero hombre!, no eres un chiquillo. ¡Incluso entonces no eras un chiquillo!». Se miró desde arriba la delantera de su cuerpo, enorme, indecentemente enorme, arruinado. Empezaba a perder su forma, su tripa era toda grasa, y parecía un hipopótamo. Su hijo pequeño le llamaba «humopótamo»: era el pequeño Paul. Y ahí estaba aún luchando con su viejo papá, lleno de antiguas aflicciones. En vez de decir: «¡Adiós, juventud! ¡Ah, adiós aquellos maravillosos días tontos! Qué tonto más grande era… y soy».
Wilhelm seguía pagando caros sus errores. Su mujer Margaret no le quería conceder el divorcio, y él tenía que mantenerla a ella y a los dos chicos. De vez en cuando, con regularidad, ella accedía al divorcio, pero luego volvía a pensarlo y ponía nuevas condiciones más difíciles. Ningún tribunal le hubiera concedido las sumas que él pagaba. Una de las cartas de hoy, como suponía, era de ella. Por primera vez, él le había mandado un cheque con fecha posterior, y ella protestaba. También adjuntaba facturas de las pólizas de seguro de estudios de los chicos, a pagar la próxima semana. La suegra de Wilhelm había sacado esas pólicas en Beverly Hills, y desde que ella murió, hacía dos años, él había tenido que pagar las mensualidades. ¡Por qué no se había metido ella en sus propios asuntos! Eran los chicos de Wilhelm, y él se cuidaba de ellos, y se cuidaría siempre. Había proyectado establecer un fondo en depósito. Pero eso era en sus previsiones anteriores.
Ahora tenía que volver a pensar el futuro, por el problema de dinero. Mientras, ahí estaban las cuentas a pagar. Cuando vio las dos sumas pinchadas tan limpiamente en las tarjetas, maldijo a la compañía y a su equipo IBM. El corazón y la cabeza se le congestionaron de ira. Se suponía que todo el mundo tenía dinero. Para la compañía eso no era nada. Publicaba fotos de entierros en las revistas, asustando a los tontos, y luego pinchaba agujeritos, y los clientes perdían el sueño pensando maneras de ganar la pasta. Les daría vergüenza no tenerla. Pero tampoco podían desdeñar a una gran compañía, y se las arreglaban como podían. En tiempos antiguos, a uno le metían en la cárcel por deudas, pero ahora había maneras más sutiles. Hacían que fuera una vergüenza no tener dinero y ponían a trabajar a todo el mundo.
Bueno, ¿y qué más le mandaba Margaret? Rompió el sobre con el pulgar, jurando que le devolvería cualquier otra factura. Por suerte, no había más. Se metió en el bolsillo las tarjetas perforadas. ¿No sabía Margaret que estaba casi con el agua al cuello? Claro. Su instinto le decía que esta era su oportunidad, y le ponía en el tormento.
Entró en el comedor, que en el Hotel Gloriana tenía dirección austro-húngara. Se llevaba como un establecimiento europeo. La pastelería era excelente, sobre todo el strudel. Muchas veces tomaba strudel de manzana con café por la tarde.
Tan pronto como entró vio la cabecita de su padre en el soleado mirador del otro extremo, y oyó su voz exacta. Wilhelm cruzó el comedor con una extraña suerte de expresión de peligro.
Al doctor Adler le gustaba sentarse en una esquina que daba, a través de Broadway, hasta el Hudson y New Jersey. Al otro lado de la calle, una escuela de detectives, una clínica dental, un taxidermista, un club de veteranos y una escuela hebrea compartían el espacio. El viejo echaba azúcar en las fresas. Los vasos de agua en el mantel blanco lanzaban pequeños aros de brillo, a pesar de un leve gris en la luz del sol. Era a comienzos de verano, y la larga ventana estaba abierta hacia dentro; había una polilla en el cristal; la masilla estaba rota y el esmalte blanco de los bastidores estaba lleno de arrugas.
—Hola, Wilky —dijo el viejo a su retrasado hijo—. No conoces a nuestro vecino el señor Perls, ¿verdad? Del piso quince.
—Encantado —dijo Wilhelm.
No daba la bienvenida a este desconocido: al momento empezó a encontrarle defectos. El señor Perls llevaba un pesado bastón con puño de muleta. Pelo teñido, frente flaca, esas no eran razones para prejuicios. Ni era culpa del señor Perls que el doctor Adler le utilizara, no deseando desayunar a solas con su hijo. Pero una voz más ruda habló dentro de Wilhelm, diciendo: «¿Quién es ese maldito arenque de pelo teñido y dientes de pez y mostacho caído? Otro de los amigos alemanes de papá. ¿De dónde saca a todos estos tipos? ¿Qué lleva éste en los dientes? Nunca he visto unas coronas tan puntiagudas. ¿Son acero inoxidable, o una especie de plata? ¿Cómo puede llegar a tal situación una cara humana? ¡Uf!». Mirando pasmado con sus ojos grises anchamente espaciados, Wilhelm se sentó, con la ancha espalda encorvada bajo la chaqueta deportiva. Plantó las manos en la mesa con una implicación de súplica. Luego empezó a ablandarse un poco hacia el señor Perls, empezando por la dentadura. Cada una de esas coronas representaba una pieza excavada hasta lo vivo, y calculando los dolores de dentadura de un hombre en un dos por ciento del total, y sumándole su huida de Alemania y el probable origen de sus arrugas, que no había que confundir con las arrugas de su sonrisa, resultaba una carga considerable.
—El señor Perls ha tenido negocio de calcetines al por mayor —dijo el doctor Adler.
—¿Es este el hijo que me dijo usted que se dedicaba a ventas? —dijo el señor Perls.
El doctor Adler contestó:
—No tengo más que este único hijo. Y una hija. Ella era técnica de medicina antes de casarse; anestesista. En un momento dado, tuvo un empleo importante en Mount Sinai.
No podía aludir a sus hijos sin fanfarronear. En opinión de Wilhelm, había poco de que presumir. Catherine, como Wilhelm, era corpulenta y rubia. Se había casado con un periodista de tribunales que vivía muy estrechamente. Ella también había adoptado un nombre profesional: Philippa. A sus cuarenta años, todavía tenía ambiciones de llegar a ser pintora. Wilhelm no se atrevía a criticar su obra. No le importaba mucho, decía, pero además no era crítico. En todo caso, él y su hermana solían andar siempre reñidos y él no veía pinturas suyas muy a menudo. Ella trabajaba mucho, pero en Nueva York había cincuenta mil personas con colores y pinceles, cada cual, prácticamente, con su ley para sí mismo. Era la Torre de Babel en pintura. Él no quería meterse mucho en esto. Las cosas estaban caóticas en todas partes.
El doctor Adler pensó que Wilhelm tenía un aspecto especialmente desarreglado aquella mañana: y además, de no haber descansado, con los ojos enrojecidos de fumar demasiado. Respiraba por la boca y, evidentemente, estaba muy agitado y revolvía bárbaramente los ojos inflamados.
Como de costumbre, llevaba levantado el cuello de la chaqueta como si tuviera que salir bajo la lluvia. Cuando iba a trabajar, se componía un poco: si no, se dejaba ir y tenía un aspecto endemoniado.
—¿Qué te pasa, Wilky, no has dormido esta noche?
—No mucho.
—Tomas demasiadas píldoras de todas clases; primero estimulantes y luego tranquilizadores, analgésicos seguidos de analépticos, hasta que el pobre organismo no sabe lo que ha pasado. Además, el luminal no hace dormir a la gente, y el Pervitin y la Benzedrina no la despiertan. ¡Dios sabe! Esas cosas empiezan a ser tan serias como venenos, y todo el mundo pone en ellas su fe.
—No, papá, no son las píldoras. Es que ya no estoy acostumbrado a Nueva York. Para ser de aquí, es muy peculiar, ¿no? Nunca ha habido tanto ruido de noche como ahora, y cualquier cosa es una tensión. Como el aparcamiento alternativo. Hay que salir corriendo a las ocho a cambiar de sitio el colche. ¿Y dónde se puede dejar? Si te olvidas un minuto, se lo lleva la grúa. Luego algún tonto te pone un prospecto de anuncio en el parabrisas y tienes un ataque de corazón a una manzana de distancia porque crees que te han puesto una multa. Cuando te clavan una multa, no puedes discutir. No tienes ocasión en un tribunal, y la ciudad necesita el dinero.
—Pero en su trabajo tiene que tener coche, ¿eh? —dijo el señor Perls.
—Bien sabe Dios que ningún loco lo querría tener en esta ciudad si no lo necesitara para ganarse la vida.
El viejo Pontiac de Wilhelm estaba aparcado en la calle. Antes, cuando se lo cargaba a la empresa, siempre lo metía en un garaje. Ahora le daba miedo sacar el coche de Riverside Drive por no perder el sitio y sólo lo usaba los sábados cuando los Dodgers jugaban en Ebbets Field y él llevaba a sus chicos al partido. El sábado pasado, como los Dodgers estaban fuera, había ido a visitar la tumba de su madre.
El doctor Adler se había negado a acompañarle. No podía soportar el modo de conducir de su hijo. Distraído, Wilhelm andaba millas y millas en segunda; rara vez iba por su pista y no hacía señales ni se fijaba en las luces. El tapizado de su Pontiac estaba sucio de grasa y de cenizas. Un cigarrillo ardía en el cenicero, otro en la mano, otro en el suelo lleno de mapas y papeles viejos y botellas de Coca-Cola. Él se quedaba absorto en el volante o discutía y gesticulaba, así que el viejo doctor no quería ir con él.
Luego Wilhelm había vuelto del cementerio muy indignado porque el banco de piedra que había entre las tumbas de su madre y de su abuela había sido volcado por unos vándalos.
—Esos malditos muchachos de barrio se ponen cada vez peor —dijo—. Vaya, han tenido que usar una mandarria para partir así por la mitad la piedra del asiento. ¡Si pudiera pescar a alguno de ellos!
Quiso que el doctor pagara un nuevo asiento, pero su padre recibió la idea con frialdad. Dijo que, por su parte, él se haría incinerar.
El señor Perls dijo:
—No me extraña que no pueda dormir ahí arriba donde está. —Su voz tenía un tono algo brusco, como si fuera un poco sordo—. ¿No tiene allí a Parigi, el profesor de canto? Dios mío, hay algunos elementos raros en este hotel. ¿En qué piso está esa estoniana con todos sus perros y gatos? La debían haber echado hace mucho.
—La han bajado al piso doce —dijo el doctor Adler.
Wilhelm pidió una Coca-Cola grande con el desayuno. Buscando en secreto entre los pequeños envoltorios del bolsillo, encontró al tacto dos pastillas. El papel estaba gastado y débil de tanto manoseo. Ocultándose con una servilleta, se tomó un sedante Phenaphen y un Unicap, pero el doctor era agudo de vista y dijo:
—Wilky, ¿qué tomas ahora?
—Mis vitaminas, nada más.
Dejó el cigarro en un cenicero de la mesa de detrás, porque a su padre no le gustaba el olor. Luego se tomó la Coca-Cola.
—¿Eso es lo que toma de desayuno, en vez de jugo de naranja? —dijo el señor Perls. Parecía percibir que no perdería el favor del doctor Adler por adoptar un tono irónico con su hijo.
—La cafeína estimula la actividad cerebral —dijo el anciano doctor—. Le viene muy bien a los centros respiratorios.
—Es sólo una costumbre de la carretera, simplemente —dijo Wilhelm—. El conducir mucho tiempo le revuelve a uno el estómago, y la cabeza y todo.
Su padre explicó:
—Wilky estaba con la Rojax Corporation. Fue su representante de ventas en el Nordeste durante muchos años pero hace poco ha dado por terminada esa relación.
—Sí —dijo Wilhelm—, estuve con ellos desde que se acabó la guerra.
Sorbió la Coca-Cola y mascó el hielo, lanzándoles miradas a ambos con su actitud de amplia dignidad, paciente y agitada. La camarera le puso delante dos huevos pasados por agua.
—¿Qué fabrica esa compañía Rojax? —dijo el señor Perls.
—Mobiliario para niños. Sillitas, balancines, mesas, Jungle-Gyms, toboganes, mecedoras, trampolines.
Wilhelm dejaba las explicaciones a su padre. Corpulento y rígido de espaldas, trataba de seguir sentado con paciencia, pero sus pies estaban anormalmente inquietos. ¡Muy bien! ¿Su padre tenía que impresionar al señor Perls? Le acompañaría una vez más, representando su papel. ¡Estupendo! Seguiría el juego y ayudaría a su padre a mantener su estilo. El estilo era lo que importaba más. ¡Era estupendo!
—Estuve con la Rojax Corporation casi diez años —dijo—. Nos separamos porque quisieron que compartiera mi terreno. Metieron en el negocio a un yerno… un tío nuevo. La idea fue de él.
Para sí, Wilhelm se dijo: «Dios sabe por qué tengo que poner al descubierto toda mi vida ante este arenque echado a perder. Seguro que nadie más lo hace. Otros se callan sus asuntos. Yo no».
Continuó:
—Pero sus razones eran que resultaba un territorio demasiado grande para uno solo. Yo tenía un monopolio. No era así. La verdadera razón era que habían llegado al punto en que tenían que haberme hecho directivo de la empresa. La vicepresidencia. Me tocaba, pero se metió ese yerno, y…
El doctor Adler pensó que Wilhelm comentaba sus agravios de modo demasiado abierto y dijo:
—Los ingresos de mi hijo ya iban bien arriba por las cinco cifras.
En cuanto se aludió a dinero, la voz del señor Perls se hizo más aguda.
—¿Si? Yaya ¿en el nivel del treinta y dos por ciento? ¿Más alto incluso, supongo?
Pedía una sugerencia, y pronunció las cifras no con descuido sino con una especie de abrazo y de saboreo. ¡Uf! Cómo les gusta el dinero, pensó Wilhelm. ¡Adoran el dinero! ¡Santo dinero! ¡Hermoso dinero! Las cosas se estaban poniendo de modo que la gente era tonta en todo menos en el dinero. Mientras uno no lo tiene, es un muñeco. Tendría que excusarse y desaparecer de la faz de la tierra. ¡Cobardes!, eso es lo que eran. El negocio del mundo. Si pudiera encontrar una salida…
Tales reflexiones le produjeron la acostumbrada congestión. Se convertiría en un ataque de apasionamiento si lo dejaba seguir. Por tanto, dejó de hablar y empezó a comer.
Antes de golpear el huevo con la cucharilla le secó la humedad con la servilleta. Luego lo golpeó (en opinión de su padre) más de lo necesario. Sus dedos dejaron una ligera mugre en la clara del huevo después de destapar la cáscara. El doctor Adler lo vio con silenciosa repugnancia. ¡Qué Wilky había dado al mundo! Vaya, ni siquiera se había lavado las manos por la mañana. Usaba una rasuradora eléctrica para no tener que tocar el agua. El doctor no podía soportar las costumbres de suciedad de Wilky. Sólo una vez —y nunca más, juró— había visitado su cuarto. Wilhelm, en pijama y calcetines, estaba sentado en la cama, bebiendo ginebra en un tazón de café y siguiendo a los Dodgers en la televisión.
—Dos y dos para ti, Duke. Anda allá, dale ahora.
Se dejó caer en el colchón, ¡bam! La cama parecía hecha pedazos a golpes. Además, se tomaba la ginebra como si fuera té, y animaba a su equipo con el puño. El olor a ropa sucia era ofensivo. Junto a la cama había una botella de un quart y revistas idiotas y novelas policíacas para las horas de insomnio. Wilhelm vivía en peor suciedad que un salvaje. Cuando el doctor le habló de eso, contestó:
—Bueno, no tengo mujer que me cuide mis cosas.
Y ¿quién, quién había sido el del abandono? Margaret no. El doctor estaba seguro de que ella quería que volviera.
Wilhelm se tomó el café con mano temblorosa. En su rostro grueso, sus gastados y enrojecidos ojos grises se movían de un lado a otro. Convulsivamente, dejó la taza y se metió en la boca hasta la mitad un cigarrillo: parecía sostenerlo con los dientes, como si fuera un cigarro.
—No puedo dejarles que se salgan con la suya —dijo—. Es también un asunto de desmoralización.
Su padre le corrigió:
—¿Quieres decir una cuestión moral?
—También quiero decir eso. Tengo que hacer algo para protegerme. Me habían prometido situación de ejecutivo.
Que le corrigieran delante de un desconocido le humilló, y su bronceada cara rubia cambió de color, palideciendo y luego oscureciéndose más. Siguió hablando con Perls pero sus ojos no perdían de vista a su padre.
—Yo fui quien les abrió ese terreno. Podía pasarme a alguno de la competencia y quitarles los clientes. Mis clientes. Lo de la moral viene a cuento porque ellos trataron de quitarme mi confianza.
—¿Les ofrecería otros productos a la misma gente? —consideró el señor Perls.
—¿Por qué no? Sé cuáles son los fallos de los productos Rojax.
—Tonterías —dijo su padre—. No son más que tonterías y chiquilladas, Wilky. De ese modo no vas a buscarte más que líos y dificultades. ¿Qué ganarías con una pelea tan boba? Tienes que pensar en ganarte la vida y cumplir tus obligaciones.
Acalorado y agrio, dijo Wilhelm con orgullo, con los pies moviéndose enojados debajo de la mesa:
—No necesito que me hablen de mis obligaciones. Las he cumplido durante muchos años. Durante más de veinte años nunca he recibido un centavo de ayuda de nadie. Preferí cavar zanjas con el W. P. A. pero nunca le pedí a nadie que cumpliera mis obligaciones por mí.
—Wilky ha pasado por toda clase de experiencias —dijo el doctor Adler.
El rostro del anciano doctor tenía un saludable color rojizo, casi translúcido, como un albaricoque maduro. Las arrugas de detrás de las orejas eran profundas porque la piel se ajustaba mucho a los huesos. Con toda su fuerza, era un viejecito saludable y hermoso. Llevaba un chaleco blanco a cuadros claros, y el aparato de sordo en el bolsillo. Vestía una insólita camisa de listas rojas y negras. Solía comprarse la ropa en una tienda de estudiantes, de un barrio muy apartado. Wilhelm pensó que no le tocaba ir compuesto como un jockey por respeto a su profesión.
—Bueno —dijo el señor Perls—, comprendo su modo de sentir. Usted quiere luchar a fondo. A una cierta edad, tener que empezar todo otra vez no puede ser un placer, aunque un hombre que valga siempre puede hacerlo. Pero en todo caso, usted quiere seguir adelante con un negocio que ya conoce, y no tener que buscar todo un surtido de nuevos contactos.
Wilhelm volvió a pensar «¿Por qué hay que tratar de mí y de mi vida, y no de él y de su vida? El nunca lo consentiría. Pero yo soy un idiota. No tengo reserva. A mí me lo pueden hacer. Charlo; tengo que pedirlo. Todo el mundo quiere tener conversaciones íntimas, pero los tíos listos no se conceden, sólo los tontos. Los tíos listos hablan con intimidad de los tontos, y les examinan de arriba a abajo y les dan consejo. ¿Por qué lo consiento? La alusión a su vejez le ha molestado. No, no se puede admitir que esté tan bien como siempre», concedió. «Las cosas fallan».
—Mientras tanto —dijo el doctor Adler—, Wilky lo toma con tranquilidad y está estudiando varias propuestas. ¿No es verdad?
—Más o menos —dijo Wilhelm. Consintió que su padre aumentara el respeto del señor Perls hacia él. Lo de la zanja del W. P. A. había hecho caer en desprecio a la familia. Estaba un poco cansado. El espíritu, la carga peculiar de su existencia gravitaba sobre él como una excrecencia, un fardo, una joroba. En cualquier momento de silencio, cuando la pura fatiga le impedía luchar, estaba propenso a sentir ese peso misterioso, ese crecimiento o reunión de cosas sin nombre que era tarea de su vida llevar por ahí. Para eso debía ser para lo que era un hombre. Esa amplia personalidad, extraña, excitada, carnosa, rubia y brusca llamada Wilhelm, o Tommy, estaba ahí, presente, en el presente —el doctor Tamkin le había metido en el ánimo muchas sugerencias sobre el momento presente, el aquí y ahora—, este Wilky, o Tommy Wilhelm, de cuarenta y cuatro años de edad, padre de dos hijos, residente ahora en el Hotel Gloriana, se veía asignado a ser quien transportara una carga que era su propio yo, su yo característico. No había cifra ni cálculo del valor de esa carga. Pero probablemente lo exagera la persona en cuestión, T. W. El cual es una especie visionaria de animal. Aunque nunca se ha empeñado seriamente en averiguar por qué.
El señor Perls dijo:
—Si necesita tiempo para pensar bien las cosas y tomarse un descanso, ¿por qué no se va a Florida un poco? Fuera de temporada es barato y tranquilo. Un país de hadas. Ahora empiezan a madurar los mangos. Yo tuve un par de acres allá abajo. Creería uno que está en la India.
El señor Perls asombró completamente a Wilhelm al hablar de país de hadas con acento extranjero. ¿Mangos, India? ¿Qué quería decir con eso de la India?
—Una vez, hace tiempo —dijo Wilhelm—, trabajé un poco en relaciones públicas con un gran hotel de allá abajo, en Cuba. Si les conseguía qué les nombrara Leonard Lyons o algún otro columnista, me valía para otra vacación allí, gratis. Hace mucho que no tengo vacaciones, y no me vendría mal un descanso después de haberlas pasado tan duras. Ya sabes que es verdad, padre.
Quería decir que su padre sabía qué honda se iba haciendo la crisis; qué estrecho andaba de dinero; y que no podía descansar, sino que quedaría aplastado si tropezaba; y que sus obligaciones le iban a destruir. No podía vacilar. Pensó: ¡El dinero! Si lo tuviera, manaría dinero. Me lo han sangrado. He tenido hemorragia de dinero. Pero ahora se ha ido casi todo, y ¿a dónde tendría que ir a buscar más? Dijo:
—En realidad, padre, estoy terriblemente cansado.
Pero el señor Pearls empezó a sonreír y dijo:
—He oído decir al doctor Tamkin que usted va a entrar en alguna inversión con él, como socios.
—Ya sabe usted, es un hombre muy ingenioso —dijo el doctor Adler—. De veras disfruto oyéndole hablar. No sé si en realidad es médico, este doctor.
—¿No? —dijo Pearls—. Todo el mundo cree que lo es. Habla de sus pacientes. ¿No receta?
—En realidad, no sé quién es —dijo el doctor Adler—. Es un hombre astuto.
—Es psicólogo, creo —dijo Wilhelm.
—No sé qué clase de psicólogo o de psiquiatra puede ser —dijo su padre.
—Es un poco vago. Eso se está convirtiendo en una industria importante, y muy cara. La gente tiene que tener empleos muy buenos para pagar esos honorarios. De todos modos, ese Tamkin es listo. Nunca ha dicho que ejerciera aquí, pero creo que era médico en California. Parece que allí no tienen mucha legislación para ocuparse de esas cosas, y he oído decir que por mil dólares se saca un título de una escuela por correspondencia de Los Ángeles. Da la impresión de saber algo de química, y de cosas como el hipnotismo. De todos modos, yo no me fiaría de él.
—¿Y por qué no? —preguntó Wilhelm.
—Porque probablemente es un embustero. ¿Crees que ha inventado todas las cosas que dice?
El señor Perls sonreía ampliamente.
—Su nombre apareció en Fortune —dijo Wilhelm—. Sí, en la revista Fortune. Me enseñó el artículo. He visto el recorte.
—Eso no le legitima —dijo el doctor Adler—. Podía ser otro Tamkin. No hay que equivocarse, es un enredador. Quizá hasta esté loco.
—¿Loco dices?
El señor Perls intervino:
—Puede estar a la vez cuerdo y loco. En estos tiempos nadie puede estar seguro de estas cosas.
—Un dispositivo eléctrico para que los camioneros lo lleven en la gorra —dijo el doctor Adler, describiendo uno de los inventos propuestos por Tamkin—. Para despertarles con una descarga cuando empiezan a tener sueño al volante. Lo pone en marcha el cambio de presión arterial cuando se duermen.
—No me parece una cosa imposible —dijo Wilhelm. El señor Perls dijo:
—A mí me explicó un traje submarino para poderse ir andando por el fondo del Hudson en caso de ataque nuclear. Dijo que se podía ir andando con él hasta Albany.
—¡Ja, ja, ja, ja! —exclamó el doctor Adler con su voz de viejo—. La locura Tamkin. Se podría hacer una excursión para acampar debajo de las cataratas del Niágara.
—Eso no es más que su fantasía —dijo Wilhelm—. No significa nada. Los inventores tienen que ser así. Yo también tengo ideas extrañas. Todo el mundo quiere hacer algo. Todos los americanos somos así.
Pero su padre prescindió de él y dijo a Perls:
—¿Qué más inventos explicó?
Mientras el de cara de arenque y su padre, con la absurda camisa rayada, como un mono, se reían, Wilhelm no se pudo contener y se unió a ellos con su risa jadeante. Pero estaba desesperado. Se reían del hombre a quien él había dado poderes en su nombre sobre sus últimos setecientos dólares para que especulara en mercancías. Habían comprado todo aquel tocino. Hoy tenía que subir. A las diez, o a las diez y media, el comercio estaría en actividad, y ya vería.