III

Entre manteles blancos y cristalería y plata destellante, a través de la intensa luz, la larga figura del señor Perls desapareció en la oscuridad del vestíbulo. Hincaba el bastón, y arrastraba un gran zapato ortopédico que Wilhelm no había incluido en su cálculo de males. El doctor Adler quería hablar de él.

—Ahí tienes a ese pobre hombre —dijo—, con una enfermedad de huesos que le va destruyendo poco a poco.

—¿Una de esas enfermedades progresivas? —dijo Wilhelm.

—Muy grave. Me he acostumbrado —le dijo el doctor—, a reservar mi compasión para las enfermedades auténticas. A este Perls hay que compadecerle más que a nadie.

Wilhelm comprendió que era un aviso para él y no expresó su opinión. Siguió comiendo. No se apresuraba sino que siguió poniéndose de comer en el plato hasta que acabó los bollos y las fresas de su padre, y luego un poco de jamón con tocino que quedaba; se tomó varias tazas de café, y cuando acabó se quedó sentado, con su gran mole, en estado de trance, sin parecer saber qué iba a hacer luego.

Durante un rato, padre e hijo estuvieron extraordinariamente silenciosos. Los preparativos de Wilhelm para complacer al doctor Adler habían fracasado por completo, pues el viejo seguía pensando: «Nadie diría que se le ha criado con limpieza», y «Qué tipo más sucio es este hijo mío. ¿Por qué no intenta mejorar un poco su aspecto? ¿Por qué tiene que arrastrarse de ese modo? Y toma un aire tan idealista».

Wilhelm seguía allí quieto, como una montaña. En realidad, no era tan vulgar como le parecía a su padre. En algunos aspectos, incluso tenía cierta delicadeza. La boca, aunque ancha, tenía un contorno delicado, y la frente y la nariz, curvada poco a poco, tenían dignidad y en su pelo rubio había toques de blanco, pero también de oro y castaño. Cuando estaba con la Rojax Corporation, tenía un pequeño apartamento en Roxbury, dos habitaciones en una gran casa con un pequeño porche y jardín, y las mañanas libres, en tiempo de final de primavera como éste, solía sentarse desparramado en una butaca de mimbre con el sol vertiéndose por el follaje, y a través de los agujeros hechos por las babosas en las malvas jóvenes, entrando hasta las florecillas en todo lo que consentía la hierba. Esa paz (olvidaba que entonces también tenía apuros), esa paz se había perdido. En realidad, no debía ser para él, porque el estar aquí en Nueva York con su viejo padre era más propio de su vida. Se daba cuenta de que no tenía probabilidades de obtener comprensión de su padre, que decía que la reservaba para las enfermedades auténticas. Además, se aconsejaba repetidamente a sí mismo no comentar sus humillantes problemas con él, pues su padre, con cierta razón, quería que le dejaran en paz. Wilhelm sabía también que cuando empezaba a hablar de esas cosas se sentía peor, se congestionaba y se metía en una trampa. Por tanto, se avisó a sí mismo: «Déjalo, hombre. No hará más que empeorarlo». Sin embargo, de una fuente más profunda salían otras sugerencias. Si no se guardaba sus problemas ante él, se arriesgaba a perderlos del todo, y sabía por experiencia que eso era peor. Y además, no era capaz de excluir a su padre por motivos de vejez. No. No podía. Soy su hijo, pensaba. Él es mi padre. Es tan padre como yo hijo… viejo o no. Afirmando esto, aunque en completo silencio, seguía sentado, y así retenía a su padre en la mesa consigo.

—Wilky —dijo el viejo—, ¿no has bajado todavía a los baños de aquí?

—No, papá, todavía no.

—Bueno, ya sabes que el Gloriana tiene una de las mejores piscinas de Nueva York. Ochenta pies, embaldosada de azul. Es una hermosura.

Wilhelm la había visto. Yendo a jugar al gin se pasaba delante de la escalera de la piscina. No le gustó el olor del agua entre paredes y con cloro.

—Deberías probar los baños rusos y turcos, y las lámparas solares y el masaje. A mí no me gustan las lámparas. Pero el masaje sienta la mar de bien, y no hay cosa mejor que la hidroterapia cuando se hace como es debido. El agua, por sí sola, tiene un efecto calmante, y te sentaría mejor que todos los barbitúricos y el alcohol de este mundo.

Wilhelm reflexionó que ese consejo era lo más a que se extendería la ayuda y la comprensión de su padre.

—Creía —dijo— que la cura de agua era para los locos.

El doctor lo recibió como una broma de su hijo y dijo sonriendo:

—Bueno, no le volverá loco a uno que esté cuerudo. A mí me ha hecho mucho bien. No podría vivir sin mis masajes y mis vapores.

—Probablemente tienes razón. Debería probarlo uno de estos días. Ayer al atardecer, creí que se me saltaba la cabeza y tuve que salir a tomar un poco el aire, así que me di un paseo por el embalse y me senté un rato en el terreno de juego. Me descansa mucho ver a los niños jugar al rescatado y a saltar la cuerda.

El doctor dijo, aprobando:

—Bueno, eso no anda lejos de lo que digo.

—Se acaban las lilas —dijo Wilhelm—. Cuando se queman, es que empieza el verano. Por lo menos, en la ciudad. Es la época del año en que las confiterías bajan los cristales y empiezan a vender sodas a la calle. Pero aunque me crie aquí, papá, no puedo aguantar más la vida de ciudad, y echo de menos el campo. Aquí hay demasiados apretones para mí. Me desgasta demasiado. Tomo las cosas demasiado en serio. No sé por qué tú no te has retirado a un sitio más tranquilo.

El doctor abrió su manita sobre la mesa con un gesto tan viejo y típico que Wilhelm lo percibió como si tocara los cimientos de su vida.

—Yo también me he criado en la ciudad, tienes que recordar —explicó el doctor Adler—. Pero si encuentras la ciudad tan dura para ti, deberías marcharte.

—Lo haré —dijo Wilhelm—, en cuanto pueda encontrar un contacto apropiado. Mientras tanto…

—Mientras tanto —interrumpió su padre—, te sugiero que no tomes tantas medicinas.

—Exageras en eso, papá. La verdad es que no… me procuro un poco de estímulo contra…

Casi pronunció la palabra «desgracia», pero mantuvo su decisión de no quejarse. El doctor, sin embargo, incurrió en el error de insistir demasiado en su consejo. Era todo lo que tenía que dar a su hijo y lo volvió a dar.

—Agua y ejercicio —dijo.

Quiere un hijo joven, listo y con éxito, pensó Wilhelm, y dijo:

—Bueno, padre, está muy bien que me des ese consejo médico, pero los vapores no me van a curar lo que me duele.

El doctor se echó atrás notablemente, avisado por el súbito acento de debilidad en la voz de Wilhelm y todo lo que indicaba su cara caída y la hinchazón del vientre contra la tensión del cinturón.

—¿Algún negocio nuevo? —preguntó de mala gana.

Wilhelm hizo un gran sumario preliminar que incluyó su cuerpo entero. Aspiró hondo y contuvo el aliento, y cambió de color y los ojos se le mojaron.

—¿Nuevo? —dijo.

—Das demasiada importancia a tus problemas —dijo el doctor—. No hay que convertirlos en un oficio. Hay que concentrarse en los verdaderos apuros: las enfermedades fatales, los accidentes.

Toda la actitud del viejo decía: «Wilky, no me eches esto encima. Tengo derecho a que me dejen tranquilo».

El mismo Wilhelm rezaba pidiendo contención: conocía su debilidad y la combatía. También conocía el carácter de su padre. Y empezó con suavidad:

—Por lo que toca a la parte fatal, todo el que esté de este lado de la tumba está a la misma distancia de la muerte. No, me parece que mis dificultades no son precisamente nuevas. Tengo que pagar las dos pólizas de los chicos. Margaret me las ha mandado. Me lo descarga todo encima. Su madre le dejó una renta. Ni siquiera me hace una declaración conjunta de renta. Estoy en un atolladero. Etcétera. Pero ya has oído otras veces toda la historia.

—Cierto que sí —dijo el viejo—. Y te he dicho que dejes de darle tanto dinero.

Wilhelm removió los labios en silencio antes de poder hablar. La congestión aumentaba.

—Ah, pero ¿y mis chicos? Les quiero mucho, y no me gusta que les falte nada.

El doctor dijo, con benevolencia medio sorda:

—Bueno, naturalmente. Y apuesto a que ella es la beneficiaría de esa póliza.

—Que lo sea. Yo me moriría antes de cobrar ni un centavo de ese dinero.

—Ah, sí. —El viejo suspiró. No le gustaba la alusión a la muerte—. ¿Te dije que tu hermana Catherine… Philippa… me persigue otra vez?

—¿Para qué?

—Quiere alquilar una galería para una exposición.

Rígidamente equitativo, Wilhelm dijo:

—Bueno, por supuesto, eso es asunto tuyo, padre.

El anciano, con su cabeza redonda y su fino pelo en forma de helechos, blanco como plumaje, dijo:

—No, Wilky. No hay nada en esos cuadros. No lo creo: es el caso del manto del emperador. Quizá sea lo bastante viejo como para mi segunda infancia, pero por lo menos la primera la he dejado muy atrás. Me gustaba mucho comprarle lápices de colores cuando tenía cuatro años. Pero ahora es una mujer de cuarenta, demasiado mayor para animarla en sus ilusiones. No es pintora.

—Yo no llegaría a decir que sea una artista de raza —dijo Wilhelm—, pero no puede parecerte mal que trate de hacer algo que valga la pena.

—Que la mime su marido.

Wilhelm había hecho lo posible para ser justo con su hermana, y había intentado sinceramente evitarle disgustos a su padre, pero la espesa sordera benevolente del viejo tenía su acostumbrado efecto sobre él. Dijo:

—Cuando se trata de mujeres y dinero, me quedo completamente a oscuras. ¿Por qué actúa así Margaret?

—Te hace ver que no te las puedes arreglar sin ella. —dijo el doctor—. Pretende hacerte volver por la fuerza de la economía.

—Pero si me arruina, papá ¿cómo puede esperar que vuelva? No, tengo sentido del honor. Lo que no ves tú es que ella trata de acabar conmigo.

Su padre miró pasmado. Para él eso era absurdo.

Y Wilhelm pensó: «Una vez que uno empieza a resbalar, se figura que lo mismo le da ser un desgraciado. Un desgraciado de veras, en grande. Hasta se enorgullece de ello. Pero no hay de qué enorgullecerse, ¿eh, chico? Nada. No le tomo a mal a papá su actitud. Y no es motivo de orgullo».

—No lo entiendo. Pero, si lo ves así, ¿por qué no te arreglas con ella de una vez para todas?

—¿Qué quieres decir, papá? —dijo Wilhelm, sorprendido—. Creo que te lo dije. ¿Crees que no estoy dispuesto a un arreglo? Hace cuatro años, cuando nos separamos, se lo di todo; bienes, muebles, ahorros. Traté de mostrar buena voluntad, pero no fui a ninguna parte. Yaya, hasta quería yo a «Tijeras», el perro, porque el animal y yo nos teníamos mucho apego —ya fue bastante duro dejar a los chicos— y ella se negó absolutamente. No es que le importara nada el animal. Creo que no lo has visto. Es un perro pastor australiano. Generalmente tienen los ojos blancuzcos y eso les da un aspecto raro, pero son los perros más cariñosos, y tienen una gran delicadeza en lo de comer o decirles algo. Por lo menos, que tuviera la compañía de ese animal. Jamás.

Wilhelm estaba muy conmovido. Se limpió la boca por todas partes con la servilleta. Al doctor Adler le pareció que su hijo se entregaba demasiado a sus emociones.

—Donde me puede herir, me hiere, y parece que sólo viva para eso. Y cada vez pide más y más. Hace dos años quiso volver al college y sacar otro título. Me aumentó la carga, pero creí que sería más acertado al final si con eso conseguía un empleo mejor. Pero sigue sacándome lo mismo que antes. Ahora se va a empeñar en ser Doctora en Filosofía. Dice que las mujeres de su familia viven muchos años, y que tendré que pagar el resto de mi vida.

El doctor dijo con impaciencia:

—Bueno, eso son detalles, no principios. Nada más que detalles que se pueden dejar a un lado. ¡El perro! Estás mezclando toda clase de cosas sin importancia. Habla con un buen abogado.

—Pero ya te he dicho, papá, que busqué un abogado, y ella otro, y los dos hablan y me mandan las cuentas y yo me devoro las tripas. ¡Ay, papá, papá, en qué agujero estoy! —dijo Wilhelm, con absoluta angustia—. Los abogados, ¿ves?, llegan a un arreglo, y ella dice que sí el lunes, y él martes quiere más dinero. Y empieza otra vez el asunto.

—Siempre me pareció una mujer Extraña —dijo el doctor Adler.

Le parecía que con tener antipatía a Margaret desde el principio y con desaprobar el matrimonio, había hecho todo lo que cabía esperar que hiciera.

—¿Extraña, papá? Te voy a enseñar lo que es.

Wilhelm se agarró el ancho cuello con sus dedos mugrientos y sus uñas mordidas y empezó a estrangularse a sí mismo.

—¿Qué haces? —gritó el viejo.

—Te estoy haciendo ver lo que ella hace conmigo.

—¡Basta ya, basta ya! —dijo el viejo y golpeó en la mesa imperativamente.

—Bueno, papá, me odia. Noto que me estrangula. No puedo tomar aliento. Se ha empeñado simplemente en matarme. Lo puede hacer desde lejos. Cualquier día de estos caeré sofocado o con apoplejía, por su culpa. No puedo tomar aliento.

—Quítate las manos del cuello, imbécil —dijo su padre—. Déjate de tonterías. No pensarás que voy a creer en toda clase de brujerías.

—Si quieres llamarlo así, muy bien. —Tenía la cara inflamada y pálida e hinchada, y le costaba respirar—. Pero te digo que desde que la conocí he sido su esclavo. La Ley de Emancipación fue sólo para los negros. Un marido como yo es un esclavo con un anillo al cuello. Las iglesias van a Albany y supervisan las leyes. No quieren divorcios. El tribunal dice: «Usted quiere ser libre. Entonces tendrá que trabajar el doble: ¡el doble, por lo menos! Trabaja, vago». Así, luego los tíos se matan unos a otros por un dólar, y pueden quedar libres de una mujer que les odia, pero ellos están vendidos a su patrono. La empresa sabe que un tío tiene que ganarse el sueldo, y se aprovecha bien de él. No me hables de estar libre. Un hombre rico puede estar libre con una renta de un millón en limpio. Un pobre puede estar libre porque nadie se preocupa de lo que haga. Pero un tipo en mi situación tiene que sudarlo hasta que se caiga muerto.

Su padre le contestó:

—Wilky, es completamente culpa tuya. No tienes que consentirlo.

Detenido en su elocuencia, Wilhelm no pudo hablar durante un rato. Mudo e incompetente, luchó buscando aliento y miró ceñudo la cara de su padre.

—No entiendo tus problemas —dijo el viejo—. Yo nunca tuve nada parecido.

Para entonces Wilhelm había perdido la cabeza, y agitaba las manos, repitiendo una y otra vez:

—Ah, papá, no me vengas con eso, no me digas eso. Por favor, no me vengas con esas cosas.

—Es verdad —dijo su padre—. Vengo de un mundo diferente. Tu madre y yo tuvimos una vida completamente diferente.

—Ah, cómo puedes comparar a madre —dijo Wilhelm—. Madre fue para ti una ayuda. ¿Te perjudicó alguna vez?

—No hay necesidad de organizarlo como una ópera, Wilky —dijo el doctor—. Tú ves las cosas sólo por tu lado.

—¿Cuál? Es la verdad —dijo Wilhelm.

El viejo no se dejaba convencer y movía su redonda cabeza y se tiraba del chaleco, sobre la camisa de colorines, y se arrellanaba con un estilo tan perfecto que quien lo viera sin oírlo, pensaría que era una conversación corriente entre un hombre de mediana edad y su respetado padre. Wilhelm se elevaba, descollante, y vacilaba, enorme y abatido, con los grises ojos enrojecidos y el pelo color de miel retorcido en formas llameantes hacia arriba. La injusticia le encolerizaba, y le hacía implorar. Dijo:

—No puedes comparar a madre con Margaret, ni tampoco nos podemos comparar tú y yo, porque tú, papá, has sido un hombre de éxito. Y un hombre de éxito… es un éxito. Yo nunca he tenido éxito.

La anciana cara del doctor perdió toda compostura y se puso dura y colérica. Su pequeño pecho se elevó bruscamente bajo la camisa roja y negra y dijo:

—Sí. Por trabajar mucho. Yo no me permití nada, no fui perezoso. Mi padre vendía lencería en Williamsburg. No éramos nada, ¿entiendes? Yo sabía que no podía permitirme desperdiciar mis ocasiones.

—No puedo admitir por un momento que yo haya sido perezoso —dijo Wilhelm—. En todo caso, me empeñé demasiado. Reconozco que cometí muchos errores. Además, creí que no había de hacer cosas que tú habías hecho ya. Estudiar química. Tú ya lo habías hecho. Estaba en la familia.

Su padre siguió:

—Yo no me fui por ahí con cincuenta mujeres, tampoco. No fui estrella de Hollywood. No tenía tiempo para irme de vacaciones a Cuba. Me quedé en casa cuidando a mis hijos.

Ah, pensó Wilhelm, mirando a lo alto, pero, para empezar, ¿por qué me he venido aquí, a vivir junto a él? Nueva York es como un gas. Los colores huyen. Noto la cabeza apretada; no sé lo que hago. Cree que quiero llevármele su dinero o que le envidio. No ve lo que quiero.

—Papá —dijo Wilhelm en voz alta—, eres muy injusto. Es verdad que lo del cine fue un paso en falso. Pero quiero a mis chicos. No les abandoné. Dejé a Margaret porque no tenía más remedio.

—¿Por qué no tenías más remedio?

—Bueno —dijo Wilhelm, luchando por condensar sus muchas razones en unas pocas palabras sencillas—: tenía… tenía que hacerlo.

Con súbita y sorprendente crudeza, su padre dijo:

—¿Tenías problemas de cama con ella? Entonces debías haber aguantado hasta que se pasaran. Antes o después, todos los tienen. La gente normal aguanta con ellos. Se pasa. Pero tú, no quisiste, y ahora pagas tus ideas románticas. ¿Te he hablado con claridad?

Estaba muy claro. Wilhelm creía oírlo repetido desde varios lados, e inclinó la cabeza de varias maneras, oyendo y pensando. Al fin dijo:

—Supongo que ese es el punto de vista médico. Quizá tengas razón. Sencillamente, no podía vivir con Margaret. Quise aguantar hasta que se pasara, pero me estaba poniendo muy malo. Ella era de un modo y yo de otro. Ella no quería ser como yo, así que traté de ser como ella, y no pude.

—¿Estás seguro de que ella no te dijo que te fueras? —dijo el doctor.

—Ojalá me lo hubiera dicho. Estaría ahora en mejor situación. No, fui yo. Yo no quería marcharme, pero no podía quedarme. Alguno había de tomar la iniciativa. Fui yo. Ahora soy también la cabeza de turco.

Echando a un lado por adelantado todas las objeciones que su hijo iba a hacer, el doctor dijo:

—¿Por qué perdiste el empleo en Rojax?

—No fui yo, ya te lo dije.

—Mientes. Tú no habrías dejado ese empleo. Necesitabas el dinero demasiado. Pero debiste meterte en un lío. —El pequeño anciano hablaba de modo conciso y con gran fuerza—. Puesto que tienes que hablar y no lo puedes dejar en paz, dime la verdad. ¿Hubo un escándalo… una mujer?

Wilhelm se defendió con viveza.

—No, papá, no hubo ninguna mujer. Ya te dije cómo fue.

—Quizá hubo un hombre, entonces —dijo el viejo, malignamente.

Horrorizado, Wilhelm se le quedó mirando con palidez ardiente y labios secos. Tenía la piel un poco amarilla.

—Creo que no sabes de qué hablas —contestó al cabo de un momento—. No deberías dejar correr tanto la imaginación. Desde que estás viviendo aquí en Broadway debes imaginarte que entiendes la vida, tal como es hoy. Deberías conocer a tu hijo un poco mejor. Vamos a dejar eso en paz, ahora.

—Muy bien, Wilky, lo retiro. Pero, de todos modos, algo debió pasar en Roxbury. Nunca hablas de volver. No haces más que hablar como un loco de representar a alguna compañía rival. No lo vas a hacer. Has hecho algo que echará a perder tu reputación, me parece. Pero tienes alguna chica que espera que vuelvas, ¿no es eso?

—De vez en cuando salgo con alguna señora, cuando estoy de viaje —dijo Wilhelm—. No soy un fraile.

—¿Ninguna en especial? ¿Estás seguro de que no te has metido en complicaciones?

Había tratado de descargarse y, en vez de eso, pensaba Wilhelm, tenía que someterse a una inquisición para demostrarse digno de una palabra de comprensión. Porque su padre creía que hacía toda clase de disparates.

—Había una mujer en Roxbury con la que salía. Nos enamoramos y queríamos casarnos, pero ella se cansó de esperar mi divorcio. Margaret lo comprendió. Encima, la chica era católica y tuve que ir con ella al cura a dar una explicación.

Tampoco esta confesión afectó a la comprensión del doctor Adler ni movió su tranquila cabeza anciana ni modificó el color de la piel.

—No, no, no; todo eso está mal —dijo.

Una vez más, Wilhelm se invitó a sí mismo a ser cauto. Recuerda su edad. Ya no es la misma persona. No puede soportar las dificultades. Además, estoy tan sofocado y congestionado que no veo derecho. ¿Seré capaz alguna vez de salir del enredo y recobrar el equilibrio? No se vuelve nunca a ser el mismo. Los problemas oxidan el sistema.

—¿De veras quieres divorciarte? —dijo el viejo.

—Por el precio que pago, debería recibir algo.

—En ese caso —dijo el doctor Adler—, me parece que ninguna persona normal aguantaría semejante trato de una mujer.

—¡Ah, padre, padre! —dijo Wilhelm—. Contigo siempre pasa lo mismo. Mira a dónde me llevas a parar. Siempre te pones a ayudarme en mis problemas, y a ser simpático y comprensivo y todo eso. Pero antes de terminar, estoy cien veces más deprimido que antes. ¿Por qué es eso? No tienes comprensión. Quieres echarme toda la culpa a mí. Quizá haces bien con eso. —Wilhelm empezaba a perderse a sí mismo—. Parece que no piensas más que en tu muerte. Bueno, lo siento. Pero yo también me voy a morir. Y soy tu hijo. Eso, para empezar, no es culpa mía. Debería haber un modo justo de hacerlo, y ser equitativos unos con otros. Pero lo que quiero saber es por qué la tomas conmigo si no me vas a ayudar. ¿Para qué quieres saber de mis problemas, padre? ¿Para echarme encima toda la responsabilidad… y no tener que ayudarme así? ¿Quieres que te consuele de haber tenido un hijo así?

Wilhelm tenía un gran nudo de aflicción en el pecho y las lágrimas le subían a los ojos pero él no las dejaba escapar. Ya tenía un aspecto bastante desastrado, sin eso. Su voz era estropajosa y vaga, y tartamudeaba y no podía expresar sus terribles sentimientos.

—Tú tendrás alguna intención particular —dijo el doctor—, al comportarte de un modo tan poco razonable. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué esperas?

—¿Qué espero? —dijo Wilhelm. Sentía como si no fuera capaz de recuperar algo. Como una pelota en la rompiente, llevada más allá de su alcance, su dominio de sí mismo se le iba—. ¡Espero ayuda!

Las palabras se le escaparon en un grito ruidoso, loco, frenético, y sobresaltaron al viejo: dos o tres que desayunaban al alcance de su voz miraron hacia ellos. El pelo de Wilhelm, con color de miel blanqueada, se elevó, denso y alto, con la expansión de su rostro, y dijo:

—Cuando sufro… ni siquiera lo lamentas. Es porque no me tienes cariño, y no quieres nada conmigo.

—¿Por qué me tiene que gustar el modo como te portas? No, no me gusta —dijo el doctor Adler.

—Muy bien. Quieres que me cambie. Pero suponte que pudiera, ¿en qué me convertiría? ¿Qué podría llegar a ser? Vamos a suponer que toda mi vida he tenido ideas equivocadas sobre mí mismo, y que no era lo que yo creía ser. Y ni siquiera he tenido el cuidado de tomar algunas precauciones, como la mayor parte de la gente… como la marmota, que tiene en su madriguera varias salidas. Pero ¿ahora qué voy a hacer? Ya ha pasado más de la mitad de mi vida. Y ahora me dices que ni siquiera soy normal. El viejo también había perdido la calma:

—Gritas que te ayuden —dijo—. Cuando pensaste que debías irte al servicio, yo le enviaba un cheque a Margaret todos los meses. Como padre de familia, podías haber quedado exento. Pero ¡no! La guerra no se podía hacer sin ti, y tuviste que hacerte reclutar y hacer de chico de oficinas en el frente del Pacífico. No pudiste encontrar cosa mejor que hacerte soldado.

Wilhelm iba a contestar, y medio levantó su cuerpo de oso de la silla, con los dedos extendidos y palidecidos por su modo de aferrar la mesa, pero el viejo no le dejó empezar. Dijo:

—Veo aquí a otros viejos felices con hijos que no valen mucho, y no dejan de ayudarles y sostenerles con grandes sacrificios. Pero yo no voy a cometer ese error. No te pasa por la cabeza que cuando muera —dentro de un año o dos— seguirás aquí. Yo sí que pienso en eso.

Había pretendido decir que tenía derecho a que le dejaran en paz. En vez de eso, dio a Wilhelm la impresión de que pensaba que no era justo que se marchara antes de este mundo el mejor de los dos, el más útil y el más admirado. Quizá también lo pensaba… un poco: pero en ninguna ocasión lo habría sacado fuera tan de plano.

—Padre —dijo Wilhelm, con desacostumbrada franqueza de apelación—, ¿no crees que sé lo que sientes? Tengo compasión. Quiero que sigas viviendo mucho tiempo. Si me sobrevives, me parecerá muy bien. —Al no responder su padre a esa confesión, apartando la vista, Wilhelm prorrumpió de súbito—: No, pero me odias. Y si tuviera dinero no me odiarías. Tienes que reconocerlo, por Dios. El dinero es lo que hace la diferencia. Entonces seríamos un padre y un hijo estupendos, si te diera honor… de modo que pudieras presumir y fanfarronear conmigo por todo el hotel. Pero no soy el tipo conveniente de hijo. Soy viejo, demasiado viejo y desgraciado.

Su padre dijo:

—No puedo darte dinero. No acabaríamos nunca si empezara. Tu hermana y tú me quitaríais hasta el último dólar. Todavía estoy vivo, no me he muerto. Todavía sigo aquí. La vida no se ha acabado todavía. No quiero nadie a mis espaldas. ¡Quítate de encima!

Y te doy el mismo consejo, Wilky: no lleves a nadie a la espalda.

—Quédate tu dinero —dijo Wilhelm, hecho una lástima—. Quédatelo para disfrutarlo. ¡Ésa es la consigna!