IV
¡Burro! ¡Idiota! ¡Jabalí! ¡Mula imbécil! ¡Villano! ¡Hipopótamo piojoso, revolcado en el fango! Así se llamaba Wilhelm a sí mientras las vacilantes piernas le sacaban del comedor. ¡Su orgullo! ¡Sus sentimientos inflamados! ¡Su súplica y su debilidad! E intercambiar insultos con su viejo padre… y extender confusión sobre todas las cosas. Al recordar cómo había dicho: «Deberías conocer a tu hijo»… en fin, qué grosero y horrible había sido.
No podía salir con bastante rapidez del comedor fulgurantemente brillante. Estaba terriblemente desgastado. El cuello, los hombros y el pecho entero le dolían como si los hubiera tenido firmemente atados con cuerdas. Olía las lágrimas en la nariz.
Pero al mismo tiempo, como había en Wilhelm profundidades no insospechadas por él mismo, recibía una sugerencia de algún remoto elemento de sus pensamientos, de que el asunto de la vida, el verdadero asunto —llevar adelante su peculiar carga, sentir vergüenza e impotencia, degustar esas lágrimas reprimidas—, el único asunto importante, el asunto supremo, se estaba haciendo. Quizá el cometer errores expresaba el propio objetivo de su vida y la esencia de estar él allí. Quizá a él le tocaba hacerlos y sufrir por ellos en la tierra. Y aunque se había puesto por encima del señor Perls y de su padre porque éstos adoraban el dinero, sin embargo, había que actuar con energía y eso era mejor que aullar y gritar, dar golpes y errar y andar a sacudidas y caer en las espinas de la vida. Y por fin hundirse bajo las aguas… ¿sería eso mala suerte, o un buen modo de librarse de todo?
Pero una vez más, se puso furioso contra su padre. Otros con dinero, mientras están todavía vivos, quieren ver cómo sirve para algo bueno. De acuerdo que él no tendría que mantenerme. Pero ¿le he pedido alguna vez que lo hiciera? ¿Le he pedido pasta alguna vez, ni para Margaret ni para los chicos ni para mí? No es el dinero, sino sólo la asistencia; ni aun asistencia, sino sólo el sentimiento. Pero quizá trate de enseñarme que un hombre mayor debería curarse de tales sentimientos. El sentimiento es lo que me metió en un lío en Rojax. Yo tenía el sentimiento de pertenecer a la empresa, y mi sentimiento se sintió herido cuando pusieron a Gerber por encima de mí. Papá cree que soy demasiado simple. Pero no soy tan simple como cree. ¿Y qué de sus sentimientos? No olvida la muerte ni por un segundo, y eso es lo que le pone así. Y no sólo está la muerte en su ánimo, sino que mediante el dinero me obliga también a pensar en ella. Le da poder sobre mí. Me obliga así, él mismo, y luego lo siente. Si él fuera pobre, me podría ocupar de él y hacerlo ver. ¡Y de qué modo me sabría ocupar, si tuviera una oportunidad! Vería cuánto cariño y respeto tenía en mí. Le haría también un hombre diferente. Pondría las manos sobre mí y me daría su bendición.
Uno con sombrero de paja gris de cinta color cacao le dirigió la palabra a Wilhelm en el vestíbulo. La luz era crepuscular, salpicada de la alfombra roja, del verde del cuero de los muebles y del amarillo de la iluminación indirecta.
—Hola, Tommy. Oiga, venga acá.
—Perdone —dijo Wilhelm, tratando de llegar a un teléfono interior. Pero era el doctor Tamkin, el mismo a quien se disponía a llamar.
—Tiene un aire muy obsesivo en la cara —dijo el doctor Tamkin.
Wilhelm pensó: Aquí está, aquí está. Con tal que pudiera eliminar a este tipo…
—Ah —dijo a Tamkin—. ¿Tengo ese aire? Bueno, sea lo que sea, basta que usted lo diga para que yo lo tenga sin falta.
El ver al doctor Tamkin llevó a término la riña con su padre. Se encontró corriendo por otro cauce.
—¿Qué hacemos? —dijo—. ¿Qué le va a pasar hoy al tocino?
—No se preocupe de eso. Lo único que tenemos que hacer es aguantar y ya subirá sin duda. Pero ¿qué le ha puesto tan acalorado, Wilhelm?
—Ah, una de esas situaciones de familia.
Era el momento de examinar de nuevo a Tamkin, y le observó de cerca, pero no sacó nada del nuevo intento. Era imaginable que Tamkin fuera todo lo que pretendía ser, y falsas todas las murmuraciones. Pero ¿era hombre de ciencia, o no? Si no lo era, podría ser un caso para que lo investigara la oficina del fiscal de distrito. ¿Era un embustero? Ésa era una pregunta delicada. Hasta un embustero podía ser fidedigno de muchos modos. ¿Podía fiarse de Tamkin, podía? Buscó una respuesta de modo febril e inútil.
Pero había pasado el momento de tal pregunta, y ahora tenía que fiarse. Tras una larga lucha para llegar a una decisión, le había dado el dinero. El juicio práctico estaba en suspenso. Se había desgastado, y la decisión no era una decisión. ¿Cómo había pasado eso? Pero ¿cómo había empezado su carrera en Hollywood? No fue por Maurice Venice, que luego resultó ser un tratante de blancas. Fue porque Wilhelm estaba maduro para el error. Su matrimonio también había sido así. Sin saber cómo, su vida había tomado forma con esas decisiones. Y así, en cuanto percibió el peculiar regusto de lo fatal en el doctor Tamkin, ya no pudo retener el dinero. Cinco días antes Tamkin había dicho:
—Venga a buscarme mañana, que iremos a lo de las mercancías.
Por consiguiente, Wilhelm tuvo que ir. A las once, habían ido andando al despacho de los agentes. Por el camino, Tamkin reveló a Wilhelm que aunque era una inversión a medias, en ese momento no podía poner su mitad del dinero: tenía que esperar una semana, más o menos, a uno de sus pacientes. Hoy le faltaban doscientos dólares: la próxima semana los pondría. Pero, por supuesto, ninguno de los dos necesitaba una renta de las mercancías. Era sólo una propuesta deportiva, en todo caso, dijo Tamkin. Wilhelm tuvo que responder: «Claro». Ya era tarde para retirarse. ¿Qué otra cosa podía hacer? Luego vino la parte formal del asunto, y fue espantoso. Hasta el color verde del cheque de Tamkin tenía mal aspecto: era un color falso, descorazonados Su letra era extraña, hasta monstruosa: las es eran como íes, las tes y las eles, lo mismo, y las haches como tripas de avispas. Escribía como un párvulo. Sin embargo, los científicos tratan sobre todo con símbolos; imprimen. Ésa fue la explicación de Wilhelm.
El doctor Tamkin le había dado su cheque de trescientos. Wilhelm, en aberración ciega y convulsa, apretaba y apretaba intentando contener el temblor de la mano al escribir su cheque de mil. Cerraba fuerte los labios, volcado con su gran espalda sobre la mesa, y escribió con dedos desmayados y aterrorizados, sabiendo que si no pasaba el cheque de Tamkin tampoco aceptarían el suyo. Su única astucia fue poner la fecha un día después para dar tiempo al cheque verde a que pasara.
Después, había firmado un poder, permitiendo a Tamkin especular con su dinero, y ese documento fue aún más aterrador. Tamkin nunca había hablado ni palabra de él, pero allí estaban y tenía que hacerse.
Después de poner sus firmas, la única precaución que tomó Wilhelm fue volver al gerente de la oficina y preguntarle aparte:
—Esto… sobre el doctor Tamkin. Estuvimos aquí hace unos momentos, ¿recuerda?
El día era lluvioso y lleno de humo, y Wilhelm se escapó de Tamkin con el pretexto de tener que ir de prisa al correo. Tamkin se había ido solo a almorzar, y ahí estaba Wilhelm, otra vez de vuelta, sin aliento, con el sombrero goteante, preguntando sin necesidad al gerente si le recordaba.
—Sí, señor, ya sé —dijo el gerente.
Era un frío alemán, suave y macilento, correctamente vestido y con unos gemelos en torno al cuello, con los que leía la pizarra de cotizaciones. Era una persona muy arreglada salvo que no se solía afeitar por la mañana, sin importarle, sin duda, qué aspecto tenía ante los especuladores y los viejos y los negociantes y los jugadores y los ociosos de Broadway arriba. El mercado se cerraba a las tres. Quizá, supuso Wilhelm, tenía una barba muy apretada y luego iba a llevar a cenar a alguna señora y quería tener un aspecto recién afeitado.
—Una pregunta sólo —dijo Wilhelm—. Hace unos momentos firmé un poder para que el doctor Tamkin pudiera invertir conmigo. Usted me dio los impresos.
—Sí, señor, me acuerdo.
—Bueno, lo que quiero saber es esto —había dicho Wilhelm—. No soy abogado y sólo le eché una ojeada al papel. ¿Esto le da poderes al doctor Tamkin sobre otros bienes cualquiera míos, dinero o propiedades?
La lluvia resbalaba del deformado impermeable translúcido de Wilhelm; los botones de su camisa, que siempre parecían muy pequeños, estaban en parte rotos, en medias lunas de madreperla, y se le salían algunos pelos rubios, oscuros y espesos, de los que le crecían en la tripa. Formaba parte del negocio del gerente disimular su opinión sobre él; era astuto, gris, correcto (aunque sin afeitar) y tenía poco que decir, salvo en cuestiones que entraran en su mesa. Debió reconocer en Wilhelm a un hombre que reflexionaba mucho tiempo y luego tomaba la decisión que había rechazado veinte veces diferentes. Plateado, frío, equilibrado, largo de perfil, experto, indiferente, observador, con refinamiento sin afeitar, apenas miró a Wilhelm, que temblaba de torpeza temerosa. El rostro del gerente, de color quebrado y larga nariz, actuaba como una unidad de percepción: sus ojos meramente ejecutaban su porción reducida. Ahí había un hombre, como Rubin, que sabía y sabía. Él, extranjero, sabía; Wilhelm, en la ciudad donde había nacido, estaba en la ignorancia.
El gerente había dicho:
—No, señor, no le da.
—¿Sólo sobre los fondos que he depositado con usted?
—Sí, señor, eso es.
—Gracias, eso es lo que quería averiguar —había dicho Wilhelm, agradecido.
La respuesta le consoló. Sin embargo, la pregunta no tenía valor. Ninguno en absoluto. Pues Wilhelm no tenía otros bienes. Había dado a Tamkin su último dinero. No era bastante, de todos modos, como para cubrir sus obligaciones, y Wilhelm había calculado que igual le daba quedar ahora en quiebra que dentro de un mes. «O en quiebra o rico», fue como había calculado, y esa fórmula le había animado a hacer la jugada. Bueno, no rico, eso no lo esperaba, pero quizá Tamkin podría enseñarle de veras a ganar en el mercado lo que necesitaba. Sin embargo, para entonces había olvidado su cálculo y sólo se daba cuenta de que iba a perder sus setecientos dólares hasta el último centavo.
El doctor Tamkin había adoptado la actitud de que eran un par de caballeros que experimentaban con futuros de trigo y tocino. El dinero, unos pocos cientos de dólares, no significaba nada para ninguno de los dos. Dijo a Wilhelm:
—Fíjese. Sacará de esto una buena tajada y le extrañará que no se meta más gente en ello. ¿Cree usted que los tíos de Wall Street son tan listos, unos genios? Es porque a la mayoría de nosotros nos da miedo, psicológicamente, pensar los detalles.
Dígame, cuando va de viaje y no comprende lo que pasa dentro del coche, se preocupa de qué puede ocurrir si se estropea algo en el motor. ¿No es verdad?
Sí que lo era.
—Bueno —dijo el doctor Tamkin en una expresión de tranquilo triunfo en la boca, casi un conato de mueca burlona—. Es el mismo principio psicológico, Wilhelm. Ellos son ricos porque usted no comprende lo que pasa. Pero no es ningún misterio, y metiendo un poco de dinero y aplicando ciertos principios de observación, empieza a captarlo. No se puede estudiar en abstracto. Hay que tomar una muestra para arriesgarse, y sentir así el proceso, el flujo del dinero, todo el conjunto. Para saber qué sensación produce ser un alga hay que meterse en el agua. En muy poco tiempo sacaremos un beneficio del cien por cien.
Así Wilhelm hubo de fingir al comienzo que su interés por el mercado era teórico.
—Bueno —dijo ahora Tamkin al encontrarle en el vestíbulo—, ¿cuál es ese problema, cuál es la situación de familia? Dígame.
Se ofrecía como agudo científico en cuestiones mentales. Siempre que ocurría esto, Wilhelm no sabía qué contestar. Por más que dijera o hiciera, le parecía que el doctor Tamkin le calaba hondo.
—He tenido unas palabras con papá.
El doctor Tamkin no encontró nada extraordinario en eso.
—Es la misma historia eterna —dijo—. El conflicto elemental de padre e hijo. No se acabará jamás. Incluso con un anciano caballero tan excelente como su papá.
—Eso supongo. Nunca he sido capaz de llegar con él a ninguna parte. Le parecen mal mis sentimientos. Piensa que son sórdidos. Yo le trastorno y él se pone loco contra mí. Pero quizá todos los viejos son lo mismo.
—Y los hijos también. Créaselo a uno de ellos —dijo el doctor Tamkin—. De todos modos, debería usted estar orgulloso de un anciano patriarca tan admirable como su padre. Debería darle esperanza. Cuanto más viva él, más larga se hace la expectación de vida de usted.
Wilhelm respondió, cavilando:
—Supongo que sí. Pero creo que salgo más al lado de mi madre, y ella murió en la cincuentena.
—Ha surgido un problema entre un joven a quien trato y su papá: acabo de tener una consulta —dijo el doctor Tamkin, quitándose el sombrero gris oscuro.
—¿Tan pronto? —dijo Wilhelm, suspicaz.
—Por teléfono, claro.
¡Qué tipo era el doctor Tamkin cuando se quitaba el sombrero! La luz indirecta mostraba las muchas complejidades de su cráneo calvo, su nariz de gaviota, sus cejas bastante bien trazadas, su bigote vanidoso, sus ojos oscuros de engañador. Su tipo era rechoncho, rígido, corto de cuello, de modo que la gran rebaba del occipucio le daba en el cuello de la chaqueta. Tenía una forma peculiar de huesos, como plegados dos veces donde los huesos humanos normales se pliegan sólo una vez, y sus hombros se elevaban como puntas de pagoda. Por la cintura era grueso. Se plantaba sobre los dedos gordos de los pies, como las palomas, señal quizá de que era hombre aberrante o que tenía mucho que esconder. La piel de sus manos estaba envejecida, y sus uñas no tenían lunas; eran cóncavas, como garras, y parecían desprenderse. Los ojos eran pardos como piel de castor, y llenos de extrañas líneas. Los dos grandes redondeles, pardos y desnudos, parecían meditativos, pero ¿lo eran? Y honrados, pero ¿era honrado el doctor Tamkin? Sus ojos tenían una fuerza hipnótica, pero no era siempre de la misma intensidad, ni estaba convencido Wilhelm de que fuera completamente natural. Notaba que Tamkin trataba deliberadamente de hacer evidentes sus ojos, con arte estudiado, y hacía surgir su efecto hipnótico con un esfuerzo. De vez en cuando ese efecto fallaba o decaía, y cuando ocurría eso, el sentido de su rostro bajaba a su rojo labio inferior, pesado (¿y quizá necio?).
Wilhelm quería hablar de sus inversiones en tocino, pero el doctor Tamkin dijo:
—Ese caso mío de padre e hijo le resultaría instructivo a usted. Es un tipo psicológico completamente diferente que su papá. El padre de éste piensa que no es hijo suyo.
—¿Por qué no?
—Porque ha averiguado algo de que la madre se entendía desde hacía veinticinco años con un amigo de la familia.
—Bueno, ¿y usted qué sabe? —dijo Wilhelm. Su pensamiento silencioso fue: «Puro cuento. Nada más que cuento».
—Debe observar qué interesante es la mujer, además. Tiene dos maridos. ¿De quién son los chicos? Ese hombre la descubrió y ella dio una confesión firmada de que dos de los cuatro no eran del padre.
—Es curioso —dijo Wilhelm, pero lo dijo de un modo un tanto lejano. Siempre le oía tales historias al doctor Tamkin. De creer al doctor Tamkin, la mayor parte del mundo era así. Toda la gente del hotel teñía un trastorno mental, una historia secreta, una enfermedad oculta. La mujer de Rubin el de los periódicos parecía ser que se la había llevado Cari, el que jugaba al gin-rummy aullando con tanto ruido. La mujer de Frank, el de la peluquería, había desaparecido con un soldado cuando él esperaba que desembarcara en el muelle de las French Lines. Todos eran como las imágenes de los naipes, del revés por donde se las mire. Todo personaje público tenía una neurosis de carácter. Los más locos de todos eran los negociantes, la clase de los negocios, sin corazón, jactanciosa, presumida, que gobernaba el país con sus duros modales y sus descaradas mentiras y sus absurdas palabras que nadie podía creer. Estaban más locos que nadie. Difundían la epidemia. Wilhelm, pensando en Rojax Corporation, se inclinaba a asentir que muchos negociantes estaban locos. Y suponía que Tamkin, a pesar de todas sus rarezas, decía cierto tipo de verdad y hacía bien a algunas personas. Confirmaba la sospecha de Wilhelm oír que había una epidemia, y dijo:
—No podría estar más de acuerdo con usted. Comercian con todo, lo roban todo, son cínicos hasta los huesos.
—Tiene usted que darse cuenta —dijo Tamkin, hablando de su paciente, o su cliente—, que la confesión de la madre no sirve. Es una confesión con malos tratos. Yo intento decirle al joven que no debería preocuparse por una confesión falsa. Pero ¿de qué le sirve que yo sea razonable con él?
—¿No? —dijo Wilhelm, muy nervioso—. Creo que deberíamos pasarnos por el mercado. Pronto abrirán.
—Ea, vamos —dijo Tamkin—. No son ni las nueve, y no se comercia mucho en la primera hora, tampoco. Las cosas no entran en calor en Chicago hasta las diez y media, y no olvide que tienen una hora menos que nosotros. De todas maneras, digo que el tocino subirá, y así será. Acepte mi palabra. He hecho un estudio del ciclo culpa-agresión que hay detrás de esto. De eso tengo que entender yo algo. Arréglese el cuello de la chaqueta.
—Pero mientras tanto, esta semana nos han dado una metida —dijo Wilhelm—. ¿Está usted seguro de su intuición? Quizá si no es así podríamos echarnos a un lado a esperar.
—¿No se da cuenta usted —le dijo el doctor Tamkin— que no se puede ir en línea recta a la victoria? Se fluctúa hacia ella. Desde Euclides a Newton hubo líneas rectas. La época moderna analiza las oscilaciones. Por mi parte, yo sufrí una metida en pieles y café. Pero tengo confianza. Estoy seguro de que adivinaré más que ellos.
Lanzó a Wilhelm una apretada sonrisa, amistosa, tranquilizadora, astuta, y como un mago, protectora, secreta, poderosa. Vio sus temores y se sonrió de ellos.
—Es curioso ver —observó—, cómo el factor composición se manifiesta en diferentes individuos.
—¿Sí? Vamos allá.
—Pero yo no he desayunado todavía.
—Yo sí.
—Venga, tome una taza de café.
—No querría encontrarme con papá.
Mirando por las puertas de cristal, Wilhelm vio que su padre se había ido por la otra salida. Wilhelm pensó: Él tampoco quiere encontrarse conmigo.
Dijo al doctor Tamkin:
—Muy bien, me sentaré con usted, pero démonos prisa, porque me gustaría llegar al mercado cuando todavía haya sitio para sentarse. Todo quisque se le adelanta a uno.
—Quiero contarle de ese muchacho y su padre. Es interesantísimo. El padre era un desnudista. Todo el mundo andaba desnudo por la casa. Quizá la mujer encontraba atractivos a los hombres con ropa. Su marido tampoco era partidario de cortarse el pelo. Trabajaba de dentista. En la consulta, llevaba pantalones de montar y botas altas, y una visera verde.
—Ea, quite allá —dijo Wilhelm.
—Es una historia absolutamente real.
Sin aviso, Wilhelm se echó a reír. El mismo no había presentido su cambio de humor. Se le puso la cara cálida y placentera, y se le olvidaron su padre y sus angustias; jadeó como un oso, feliz, por entre los dientes.
—Eso parece un dentista de caballos. No tendría que ponerse pantalones para tratar a un caballo. ¿Y qué más me va a contar usted ahora? ¿Su mujer tocaba la mandolina? ¿El chico se alistó en caballería? Vamos, Tamkin, de veras que me mata usted.
—Vamos, cree que trato de divertirle —dijo Tamkin—. Es porque no está acostumbrado a mi modo de ver. Yo me ocupo de realidades. La realidad siempre es sensacional. Lo repito: la realidad ¡siempre! es sensacional.
Wilhelm no tenía ganas de dejar su buen humor. El doctor tenía poco sentido del humor: le miraba con afán.
—Le apuesto cualquier dinero —dijo Tamkin—, a que la realidad sobre usted es sensacional.
—¡Ja, ja! ¿La quiere? Se la puede vender a una revista de confesiones confidenciales.
—A la gente se le olvida qué sensacionales son las cosas que hace. No las ven ellos mismos. Se mezclan con el fondo de su vida diaria.
Wilhelm sonrió:
—¿Está usted seguro de que ese muchacho le dice la verdad?
—Sí, porque conozco a toda la familia hace años.
—¿Y hace usted trabajo psicológico con sus propios amigos? No sabía que eso estuviera permitido.
—Bueno, yo tomo a fondo mi profesión. Tengo que hacer el bien siempre que pueda.
La cara de Wilhelm volvió a ponerse preocupada y pálida. Su blanqueado pelo de oro se asentaba pesadamente en la cabeza, y aferraba la mesa con dedos inquietos. Sensacional, pero, curiosamente, también aburrido. Ahora, ¿cómo resuelve usted eso? Se mezcla con el fondo. Extraño pero no divertido. Verdadero pero falso. Casual pero laborioso, era Tamkin. Wilhelm sentía las mayores sospechas sobre él cuando adoptaba su tono más seco.
—Yo —dijo el doctor Tamkin—, alcanzo mi mayor eficacia cuando no necesito los honorarios. Cuando sólo es cuestión de amor. Sin recompensa financiera. Me aparto de la influencia social. Especialmente del dinero. La compensación espiritual es lo que busco. Hacer que la gente se sitúe en el aquí y el ahora. El universo real. Eso es el momento presente. El pasado no nos sirve para nada. El futuro está lleno de afanes. Sólo el presente es real, el aquí y el ahora. Aproveche el día.
—Bueno —dijo Wilhelm, volviendo a la seriedad—, ya sé que usted es un hombre muy desacostumbrado. Me gusta lo que dice del aquí y el ahora. ¿Toda la gente que va a verle son amigos personales y pacientes también? ¿Como esa chica alta y guapa, que siempre lleva esas bonitas faldas y cinturones de rafia?
—Era epiléptica, y además con una patología muy grave y seria. La estoy curando con éxito. Hace seis meses que no tiene un ataque, y solía tener uno por semana.
—¿Y ese joven fotógrafo, el que nos enseñó esas películas de las junglas del Brasil, no es pariente de ella?
—Es su hermano. Está a mi cuidado, también. Tiene algunas tendencias terribles, que son de esperar cuando se tiene un epiléptico en la familia. Yo entré en sus vidas cuando necesitaban ayuda desesperadamente, y me apoderé de ellos. Un hombre de cuarenta años más que ella la tenía bajo su dominio y le producía ataques por sugestión en cuanto ella trataba de dejarle. ¡Si supiera usted siquiera el uno por ciento de lo que pasa en la ciudad de Nueva York! Ya ve, comprendo lo que es eso de que una persona solitaria empiece a sentirse como un animal: que, al llegar la noche, tenga ganas de aullar por la ventana como un lobo. Yo me ocupo por completo de ese joven y de su hermana. Tengo que sujetarle a él o si no al día siguiente se marchará de Brasil a Australia. Mi modo de sujetarle en el aquí y el ahora es enseñándole griego.
¡Eso sí que era una sorpresa completa!
—Cómo, ¿sabe usted griego?
—Un amigo mío me lo enseñó cuando estaba en El Cairo. Estudié a Aristóteles con él para matar el tiempo.
Wilhelm trató de asimilar esas nuevas pretensiones y examinarlas. El aullar por la ventana como un lobo, por la noche, le sonaba a auténtico. Era algo como para pensarlo. ¡Pero el griego! Se dio cuenta de que Tamkin observaba a ver cómo lo tomaba. A cada momento se añadían nuevos elementos. Unos pocos días antes Tamkin había insinuado que en otro tiempo había sido del hampa, uno de la Banda Detroit Purple. Una vez fue director de una clínica mental en Toledo. Había trabajado con un inventor polaco en un barco insumergible. Era asesor técnico en cuestiones de televisión. En la vida de un hombre de genio, podían ocurrir todas esas cosas. Pero ¿cómo le ocurrían a Tamkin? ¿Era un genio? Muchas veces decía que había atendido como psiquiatra a algunos de la familia real de Egipto.
—Pero todos son iguales, aristócratas o plebeyos —dijo a Wilhelm—. Los aristócratas saben menos de la vida.
Una princesa egipcia a quien trató en California, por horribles trastornos que describió a Wilhelm, le retuvo para que volviera con ella a su viejo país, y allí puso a su cuidado a muchos amigos y parientes suyos. Le dejaron para él una villa sobre el Nilo.
—Por razones éticas, no puedo darle muchos detalles sobre ellos —dijo, pero Wilhelm ya había oído todos esos detalles, y por cierto que eran extraños y desagradables, si es que eran ciertos. Si es que eran ciertos… no podía librarse de la duda. Por ejemplo, lo del general que se ponía medias de seda de señora, y, desnudo del resto, se miraba al espejo. Al escuchar al doctor cuando era tan extrañamente fáctico, Wilhelm tenía que traducir sus palabras a su propio lenguaje, y no podía traducir lo bastante rápido ni encontrar términos que se ajustaran a lo que oía.
—Aquellos peces gordos egipcios invertían en mercancías, también, por la emoción del asunto. ¿Para qué necesitaban dinero de sobra? Por asociación, casi llegué a ser millonario yo también, y si lo hubiera jugado con astucia, no sé qué podría haber pasado. Podría haber llegado a ser el embajador. —¿El embajador americano? ¿El egipcio?— Un amigo mío me dio un consejo sobre el algodón. Hice una fuerte compra. Yo no tenía ese dinero, pero allí todos me conocían. Nunca se les había ocurrido que una persona de su círculo social no tuviera dinero. La venta se hizo por teléfono. Luego, cuando el envío de algodón estaba navegando, el precio triplicó. Cuando la mercancía de repente se hizo tan valiosa que se desataron todos los demonios en el mercado de algodón, miraron a ver quién era el propietario de ese gran envío. ¡Yo! Investigaron mis títulos y vieron que no era más que un doctor, y lo cancelaron. Eso era ilegal. Les puse pleito. Pero como no tenía dinero para luchar con ellos, vendí el asunto a un abogado de Wall Street por veinte mil dólares. Él lo llevó adelante y lo iba ganando. Se avinieron con él fuera de los tribunales por más de un millón. Pero volviendo de El Cairo, en avión, hubo un accidente. Murieron todos los que iban a bordo. Tengo sobre mi conciencia esa culpa, el ser el asesino de ese abogado. Aunque era un estafador.
Wilhelm pensó: Debo ser un auténtico imbécil, seguir aquí sentado oyendo unas historias tan absurdas. Me parece que soy una víctima de la gente que habla de las cosas más profundas de la vida, incluso como éste.
—Nosotros los científicos hablamos de culpabilidad irracional, Wilhelm —dijo el doctor Tamkin, como si Wilhelm fuera un alumno de su clase—. Pero en una situación así, por el dinero, le deseaba algo malo. Me doy cuenta. No es ahora momento de describir los detalles, pero ese capital me hizo sentirme culpable. Capital y Crimen empiezan con C. Conspiración. Canallada.
Wilhelm, con su mente pensando por él al azar, dijo:
—¿Y qué le parece Compasión? ¿Corazón Cariñoso?
—Hay una cosa que usted debería ver con claridad. Concentrar capital es una agresión. Eso es todo. La explicación funcional no es más que una. La gente va al mercado a matar. Dicen: «Me voy a cargar a todos». No es casual. Sólo que no tienen valor auténtico para matar, y erigen un símbolo de eso. El dinero. Matan en su fantasía. Ahora, contar y numerar es siempre una actividad sádica. Como golpear. En la Biblia, los judíos no dejaban que les contaran. Sabían que eso era sádico.
—No entiendo lo que quiere decir —dijo Wilhelm. Una extraña incomodidad le invadía. Empezaba a hacer demasiado calor y se notaba la cabeza aturdida.
—¿Qué les hace querer matar?
—Poco a poco, verá a dónde va a parar todo —le aseguró el doctor Tamkin. Sus sorprendentes ojos tenían algo de la sustanciosa sequedad de una piel parda. Innumerables pelos cristalinos o espiguillas de luz resplandecían en sus atrevidas superficies—. No lo puede comprender sin pasar primero años enteros estudiando lo más profundo de la conducta humana y animal, los profundos secretos químicos, orgánicos y espirituales de la vida. Yo soy un poeta psicológico.
—Si es usted ese tipo de poeta —dijo Wilhelm, cuyos dedos palpaban en el bolsillo los sobrecitos con cápsulas de Phenaphen—, ¿qué hace en el mercado?
—Ésa es una buena pregunta. Quizá soy mejor en la especulación porque no me importa. Básicamente, no deseo el dinero con suficiente intensidad, y por eso lo veo con la cabeza bien fría.
Wilhelm pensó: ¡Ah, claro! Eso sí que es una respuesta, ¿no? Apuesto a que si yo tomara una actitud fuerte se echaría atrás en todo. Se arrastraría delante de mí. ¡Cómo me mira a hurtadillas, a ver si me lo creo! Se tragó la pastilla de Phenaphen con un largo sorbo de agua. Los cercos de los ojos se le enrojecieron al deglutir. Y luego se sintió más tranquilo.
—Vamos a ver si le puedo dar una respuesta que le satisfaga —dijo el doctor Tamkin.
Le pusieron delante las tostadas. Las untó de mantequilla, extendió sobre ellas oscuro jarabe de arce, las partió en cuatro, y empezó a comer con duras mandíbulas, activas y musculosas, que a veces crujían en los goznes. Apretó contra el pecho el mango del cuchillo y dijo:
—Aquí dentro, en el pecho humano —el mío, el suyo, el de cualquiera— no hay una sola alma. Hay un montón de almas. Pero hay dos principales, el alma de verdad y el alma que finge. ¡Bueno! Todos se dan cuenta de que tienen que amar algo o a alguien. Nota que debe salir fuera. «Si no puedes amar, ¿qué eres?». ¿Está usted conmigo?
—Sí, doctor, creo que sí —dijo Wilhelm, atento: un poco escéptico pero duro, sin embargo.
—¿Qué eres tú? Nada. Ésa es la respuesta. En el fondo de los fondos… ¡nada! Y, claro, uno no lo puede aguantar y quiere ser Algo, y lo intenta. Pero en vez de ser ese Algo, el hombre se lo echa encima a todos. No se puede ser muy estricto con uno mismo. Uno ama un poco. Por ejemplo, usted tiene un perro —(¡Tijeras!)— o da dinero a una organización de caridad. Bueno, eso no es amor, ¿verdad? ¿Qué es? Egoísmo, pura y simplemente. Es un modo de amar del alma que finge. Vanidad. Sólo vanidad, eso es. Y dominio social. El interés del alma que finge es el mismo que el interés de la vida social, el mecanismo de la sociedad. Ésa es la principal tragedia de la vida humana. ¡Ah, es terrible! ¡Terrible! Uno no es libre. Lleva dentro a su propio traidor, que le va a vender. Hay que obedecerle como un esclavo. Le hace trabajar a uno como un caballo. Y ¿para qué? ¿Para quién?
—Sí, ¿para qué? —Esas palabras del doctor le llegaron al corazón a Wilhelm—. Estoy absolutamente de acuerdo —dijo—. ¿Cuándo quedaremos libres?
—El propósito es conservar en marcha todo el asunto. La verdadera alma es la que paga el precio. Sufre y se pone enferma, y se da cuenta de que el alma que finge no puede ser amada. Porque el alma que finge es una mentira. Al alma verdadera le gusta la verdad. Y cuando el alma verdadera lo siente así, quiere matar a la que finge. El amor se ha convertido en odio. Entonces uno se vuelve peligroso. Un matador. Hay que matar al engañador.
—¿Eso le pasa a todo el mundo?
El doctor respondió con sencillez:
—Sí, a todo el mundo. Claro, para simplificar, he hablado del alma: no es un término científico, pero ayuda a entender. Cuando mata el matador, quiere matar a esa alma, dentro de él, que le ha engañado y estafado. ¿Quién es su enemigo? Él. ¿Y su amante? También. Por tanto, todo suicidio es crimen, y todo crimen es suicidio. Es el mismo fenómeno idéntico. Biológicamente, el alma que finge le quita la energía al alma verdadera y la debilita, igual que ün parásito. Ocurre inconscientemente, sin darse cuenta, en lo hondo del organismo. ¿Ha estudiado alguna vez parasitología?
—No, mi papá es el médico.
—Debería leer algún libro sobre eso.
Wilhelm dijo:
—Pero eso significa que el mundo está lleno de asesinos. Y eso no es mundo. Es una especie de infierno.
—Claro —dijo el doctor—. Por lo menos, una especie de purgatorio. Uno anda sobre los cadáveres. Están por todas partes. Les oigo clamar de profundis y retorcerse las manos. Les oigo, pobres bestias humanas. No puedo menos de oírles. Y mis ojos están abiertos para verlo. Tengo que llorar también. Ésa es la tragicomedia humana.
Wilhelm trató de captar su visión. Y otra vez el doctor le pareció indigno de confianza, y dudó de él.
—Bueno —dijo—, también hay gente buena, corriente, que ayuda. Están… por ahí, por el campo. Por todas partes. De todos modos, ¿qué cosas morbosas está leyendo? —El cuarto del doctor estaba lleno de libros.
—Leo la mejor literatura, ciencia y filosofía —dijo el doctor Tamkin. Wilhelm había observado que en su cuarto hasta la antena de la TV estaba sobre un montón de libros—. Korzybski, Aristóteles, Freud, W. H. Sheldon, y todos los grandes poetas.
Usted me responde como un lego. No ha aplicado en serio su mente a esto.
—Muy interesante —dijo Wilhelm. Se daba cuenta de que no había aplicado su mente estrictamente a nada—. Pero no tiene que creer que soy un maniquí. También tengo mis ideas.
Una ojeada al reloj le dijo que el mercado se abriría pronto. Todavía podían perder unos minutos. Aún quedaban más cosas que quería oír a Tamkin. Sé daba cuenta de que Tamkin hablaba con errores, pero, por otra parte, los científicos no siempre entienden mucho de letras. La descripción de las dos almas era lo que le impresionaba. Veía en Tommy al alma que finge. E incluso Wilky quizá no fuera él mismo. El nombre de su alma verdadera, ¿sería quizá el que le daba su abuelo… Velvel? Pero el nombre de un alma debe ser sólo eso: alma. ¿Qué aspecto tiene? ¿Mi alma se pe parece? ¿Hay un alma que se parezca a papá? ¿A Tamkin? ¿De dónde saca su fuerza un alma? ¿Por qué tiene que amar la verdad? Wilhelm estaba atormentado, pero trató de hacerse el olvidadizo de su tormento. En secreto, rezaba para que el doctor le diera algún consejo útil y transformara su vida.
—Sí, le entiendo —dijo—. No lo echo a perder.
—Nunca he dicho que no fuera usted inteligente, sino sólo que no ha estudiado todo eso. En realidad, usted es una personalidad profunda con capacidades creativas muy profundas, pero también con trastornos. Me he interesado por usted, y desde hace algún tiempo le estoy tratando.
—¿Sin que lo supiera yo? No he notado que usted hiciera nada. ¿Qué quiere decir? No me gusta que me traten sin que lo sepa. No sé qué pensar. ¿Qué ocurre, cree usted que no soy normal?
Y realmente no sabía qué pensar. Que el doctor se preocupara de él, le gustaba. Eso es lo que anhelaba, que alguien se preocupara por él, que tuviera buenos deseos para él. Bondad, misericordia necesitaba él. Pero —y aquí encogió los pesados hombros a su manera peculiar, metiendo las manos por las mangas arriba; sus pies se movían inquietos debajo de la mesa—, pero también le inquietaba, y hasta estaba un poco indignado. ¿Con qué derecho se había metido Tamkin en eso sin que se le pidiera? ¿Qué clase de vida de privilegios llevaba ese hombre? Se llevaba el dinero de los demás y especulaba con él. Todo el mundo entraba bajo su cuidado. Nadie podía tener secretos con él.
El doctor le miró con sus letales ojos pardos, pesados e impenetrables, su desnuda cabeza reluciente y su colgante y rojo labio inferior, y dijo:
—Tiene usted montones de conciencia de culpabilidad en su interior.
Wilhelm lo reconoció, inerme, sintiendo aumentar el calor en su ancha cara:
—Sí, creo que sí. Pero, personalmente —añadió—, no tengo sensación de ser un criminal. Siempre trato de echarlo a un lado. Los otros son los que pueden conmigo. Ya sabe… me hace sentirme oprimido.
Y si no le importa, y le da igual, me gustaría saberlo cuando empiece a tratarme. Y ahora, Tamkin, por amor de Dios, ya están poniendo los menús del almuerzo. Tenga la bondad de firmar la cuenta, y vámonos.
Tamkin hizo lo que se le pedía, y se levantaron.
Pasaban delante de la mesa de la administración, cuando sacó un gran fajo de papeles de copia y dijo:
—Son recibos de las transacciones. Duplicados. Más vale que los conserve, porque la cuenta está a su nombre y los necesitará para la declaración de impuestos. Y aquí tiene una copia de una poesía que hice ayer.
—Tengo que dejar algo al portero para mi padre —dijo Wilhelm, y metió su cuenta del hotel en un sobre con una nota: Querido Papá, por favor, sosténme este mes. Tuyo W. Observó al conserje, con su malhumorado perfil respingón y su aire estirado, meter el sobre en la casilla de su padre.
—¿Puedo preguntarle de veras por qué ha tenido unas palabras con su padre? —dijo el doctor Tamkin, que se había quedado atrás, aguardando.
—Era sobre mi porvenir —dijo Wilhelm. Bajó de prisa por las escaleras, con pasos rápidos, como una torre en marcha, con las manos en los bolsillos del pantalón. Le avergonzaba hablar del asunto—. Dice que hay un motivo por el que no puedo volver a mi antiguo terreno, y lo hay. Le dije a todo el mundo que iba a ser ejecutivo de la empresa. Y tenía que serlo. Estaba prometido. Pero luego se echaron atrás por culpa del yerno. Yo fanfarroneé y tomé muchos aires.
—Si fuera bastante humilde, podría volver atrás. Pero no importa mucho. Le sacaremos un buen medio de vida del mercado.
Llegaron al sol de Broadway arriba, nada claro, sino latiendo a través del polvo y el humo, un falso aire de gasolina, visible a la altura de los ojos al brotar de los autobuses chorreantes. Por la fuerza de la costumbre, Wilhelm se subió el cuello de la chaqueta.
—Sólo una pregunta técnica —dijo Wilhelm—. ¿Qué ocurre si las pérdidas de uno son mayores que el depósito?
—No se preocupe. Tienen maquinaria electrónica ultramoderna para llevar las cuentas, y no le dejan a uno entramparse. Le dejan a uno fuera automáticamente. Pero quiero que lea esa poesía. Todavía no la ha leído.
Ligero como una langosta, un helicóptero que llevaba correo desde el aeropuerto Newark al La Guardia saltaba sobre la ciudad en un largo brinco.
El papel que desdobló Wilhelm tenía los bordes rayados con tinta roja. Leyó:
MECANICISMO CONTRA FUNCIONALISMO
ES-IDAD CONTRA SU-IDAD
Ah, si pudieras por lo menos ver
tu grandeza que es ya y que habrá de ser,
qué éxtasis de belleza-gozo-amar.
Trinidad a tus pies, sol-tierra-mar.
¿Pues qué, allá, te demoras, indolente,
y tomas la corteza solamente,
la superficie de la tierra, sólo,
si todo es tuyo, desde polo a polo?
Busca, oh, pues, lo que no eres, no tú, allá,
y en tu gloria descansa, en gloria ya.
Testimonia. Tu fuerza no es fulgor.
Eres Rey. Eres lo que en ti hay mejor.
Mira, pues, por delante, fíjate.
Abre los ojos, ve.
Al pie del Monte de Serenidad
está tu cuna de la eternidad.
Absolutamente confuso, Wilhelm se dijo para sí, explosivamente: ¡Qué clase de enredo y de caos es esto! ¿Qué me quieres? Que se vaya al infierno, igual habría sido que me golpeara en la cabeza y me amortajara, que me matara. ¿Para qué me da esto? ¿Con qué fin? ¿Es una prueba deliberada? ¿Me quiere armar un lío? Ya me ha hecho un lío completo. Nunca he servido mucho para adivinanzas. Dales un beso de despedida a esos setecientos dólares, y considéralo como un error más en una larga serie de errores… ¡ay, mamá, qué serie! Se quedó parado junto al reluciente escaparate de una tienda de frutas tropicales, con el papel de Tamkin en la mano, aturdido, como si le hubieran disparado en los ojos un fogonazo de magnesio de un fotógrafo.
Pero éste espera mi reacción. Tengo que decirle algo sobre su poesía. De veras, no es broma. ¿Qué le voy a decir? ¿Quién es ese Rey? La poesía está escrita para alguien. Pero ¿quién? Ni siquiera puedo hablar. Me siento demasiado sofocado y estrangulado. Con todos los libros que lee, ¿cómo es posible que este tío sea tan analfabeto? ¿Y por qué la gente supone con tanta naturalidad que uno sabe de qué hablan? No. No lo sé, ni lo sabe nadie. Los planetas no lo saben, las estrellas tampoco, el espacio infinito no lo sabe. No cuadra con la Constante de Planck ni con ninguna otra cosa. Así que ¿para qué sirve? ¿Qué necesidad hay de ello? ¿Qué quiere decir aquí con lo del Monte de Serenidad? ¿No podría ser una figura de lenguaje por el Monte Everest? Como dice que todo el mundo se está suicidando, quizá esos tipos que treparon al Everest no trataban más que de matarse, y si queremos paz tenemos que quedarnos al pie de la montaña. En el aquí y ahora. Pero también hay aquí y ahora en la ladera, y en la cumbre, donde treparon para aprovechar el día. Eso de la superficie no lo puede decir en serio, no lo creo. Estoy a punto de echar espuma por la boca. «Tu cuna…». ¿Quién es el que descansa en su cuna… en su gloria? Ya no soy capaz de pensar más. Noto la pared. Basta ya. Así que ¡al cuerno todo! El dinero y todo. ¡Que se lo lleve! Cuando tengo dinero me comen vivo, como esos peces pirañas de la película de la jungla del Brasil. Fue horrible cuando se comían aquel toro Brahma en el río. Se ponía pálido, como la arcilla, y a los cinco minutos no quedaba más que el esqueleto, todavía entero, flotando a la deriva. Cuando no tenga más, por lo menos me dejarán en paz.
—Bueno, ¿qué piensa de esto? —dijo el doctor Tamkin. Lanzó una sonrisa especial de sabiduría, como si ahora Wilhelm debiera ver con qué clase de hombre trataba.
—Bonito. Muy bonito. ¿Hace mucho que escribe?
—Llevo muchos años desarrollando esa línea de pensamiento. ¿Lo ha seguido todo?
—Estoy tratando de imaginar quién es ese Tú.
—¿Tú? Tú es usted.
—¡Yo! ¿Por qué? ¿Esto se aplica a mí?
—¡Por qué no se le iba a aplicar a usted! Usted estaba en mi mente cuando lo compuse. Claro, el personaje de la poesía es la humanidad enferma. Si abriera los ojos, sería grande.
—Sí, pero ¿cómo entro yo en esto?
—La principal idea de la poesía es construir o destruir. No hay terreno en medio. El mecanicismo es destruir. El dinero, por supuesto, es destruir. Cuando se cave la última tumba, habrá que pagar al enterrador. Si pudiera tener usted confianza en la naturaleza, no tendría que temer. Le mantendría en forma. Rápido. Magnánimo. Inspiracional. Da forma a las hojas. Ondula las aguas de la tierra. El hombre es lo principal de esto. Toda la creación es su justa herencia. Usted no sabe lo que lleva dentro. Una persona o crea o destruye. No hay neutralidad…
—Ya me había dado cuenta de que usted no es ningún principiante —dijo Wilhelm, estricto—. Sólo tengo una crítica que hacer. Creo que «pues qué, allá» no está bien. Debería escribir «por qué»…
Y reflexionaba ¿Con que sí? He hecho una jugada. Hará falta un milagro, sin embargo, para salvarme. Mi dinero se irá, y entonces no podrá destruirme. Pero no puede simplemente tomarlo y perderlo. El también está en ello. Creo que también él anda mal. Debe estarlo. Estoy seguro, porque, ahora que lo pienso, sudaba sangre cuando firmó aquel cheque. Pero ¿para qué me he dejado meter? Las aguas de la tierra van a envolverme.